viernes, 7 de septiembre de 2007

A los pies de El Corte Inglés



Lo que escuché primero a lo lejos parecía un eco de la casa de la trova de Santiago de Cuba, en la calle Heredia, la mínima estancia de barrotes férreos que ventila sus leyendas a través de las aspas de unos rotores de techo. Cerré los ojos para recordar la estrecha vía maldita en la que me perdí varias veces, adentrándome en los portales de las pequeñas tabernas hasta llegar a la mismísima cuna de la música oriental. Como estoy incluido en la perspectiva de un sueño de verano, y esto sale gratis, no escatimaré en palabras para recordar que para los antillanos, los cubanos concretamente, el oriente no está tan lejos. Está, como quien dice, a la vuelta de la esquina. Unos pocos pueblos más allá de Camagüey, en las postrimerías de la buena dicción, donde se acabaron los engolamientos y el paladar se come los plurales desde los mismos artículos.
Ser o no ser oriental. Esa es la cuestión.
Cuando estuve cierta vez en Santiago –de Cuba, no de los Caballeros-, reportando la llamada ombliguísticamente Fiesta del Caribe, o Fiesta del Fuego, si no estaban zozobrando los rones vespertinos me dejaba llevar por cantos de sirenas. Y me gustaban. Eran voces de tenores que te hacían perder la cabeza y a veces hasta el puesto de trabajo. Juglares con el tiempo desaliñado, pero cubiertos de una limpia planchadura con almidón en el cuello. Y los zapatos brillosos, espejeantes, marcando un paso a contratiempo que es como de verdad se baila el son. Ahora que estoy lejos tengo la fortuna de soltarme en estos comentarios íntimos y desabrochados. Digamos que diez años atrás, cuando mi jefe me envió a cubrir las fiestas a la ciudad más hospitalaria del mundo –eso dicen las malas lenguas-, tuve que omitir en mis despachos cablegráficos el verdadero sabor que encontré en el circuito extraoficial, en el que conocí auténticos soneros que jamás habían visitado una academia, ni las páginas de un periódico. Con verdadero talante, bajo un sol que rajaba las piedras, negros, retintos, pulidos hasta la garganta. Y hablé de ellos casi entre líneas, para que mi jefe no sospechara dónde me perdían las tardes interminables de la calle Enramada. Un día recibí una carta escrita a mano en maltrecho papel. Era de uno de los jubilados que tocaban el son reposado, el son montuno, en la calle. Me agradecía el interlineado.
Desde entonces me quedé debiéndoles esta parrafada llena de música de aquella, la rancia, en el mejor sentido del paso del tiempo. Hoy cualquiera diría que aquellos tocaban salsa.
Todas estas palabras las escribí en el aire ayer cuando me los encontré, en formato de trío, en el Portal del Ángel. Para mí eran los mismos que habían subido a un avión no sé cómo y se habían quedado en Barcelona. Cincuentenarios, picando los sesenta, con estilo mezclado entre Los Panchos y los Matamoros, desglosando el repertorio que para nosotros los cubanos es oriental y si no se escribió allí, en Santiago, caminó en procesión hasta La Habana. El Chan-Chán, un tren lechero que no se descarrila y que en realidad carga licores más cañeros, y un Dos Gardenias de Isolina Carrillo que todo el mundo paseante le atribuye a Machín.
Ay, por Dios. Eran ellos, los jubilados buscándose la vida en el centro de esta ciudad y limpiando el camino con yerbas salvajes y humo de breva. Habían desplazado sin discusión a los forasteros del jazz que ruedan por el Gótico con el piano a través. Pensé en recordarles el chapapote derretido de la calle santiaguera, y los tacones de las condesas genuinas que se vuelven locas por un toque mestizo de fuego a las doce del día, en el circuito que no aparece en los programas de mano. Volví atrás en el tiempo cariñosamente, al ver a unos mulatos a lo lejos que para mí eran los primeros cubanos que hacían sopa en la calle. Dos guitarras y percusión menor. Maracas amarillas fracturadas con el golpe de muñeca que no se enseña en la escuela, sino en los almacenes de bohemios de los que presume Santiago de Cuba.
A mí no me engaña nadie. Esos son de la loma. Son nuevos en esta plaza; vienen llegando todavía en tren desde la ciudad más heroica –según dicen las malas lenguas-, y detrás viajan sus baúles con las cuerdas de repuesto, y los litros de aguardiente para aclarar la voz. Se hacen nombrar Trío Los Taínos, emblemática manera de recordar a los primeros moradores de la zona antes de que llegara Colón, pero estos no tienen la piel cobriza. Ni bailan el areíto. Son negros transfigurados en el eclecticismo rítmico y melódico del Caribe. Fusión, mestizaje, sincretismo religioso o como se quiera llamar.
Voy a por ellos. Antes dejo una moneda a los pies de los juglares.
Para mi sorpresa no son de Santiago de Cuba. Pertenecen al abrigo de otro santo con el que comenzamos o finalizamos las semanas, según se quiera ver. A pesar de mi desconcierto, tuve tiempo de reaccionar y enviar con ellos un saludo a los dominicanos que no sé cómo no sufren la letanía de los merengues, y ahora rasgan el cordófono más en tiempo de bachata.

Aunque estos Taínos saben venderse con la onda retro. Y tienen su público fijo. Vivir para ver.


Al final del verano de 2007

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