martes, 10 de noviembre de 2009

Nuestro muro sigue en pie



Viendo al mundo celebrar el vigésimo aniversario del derrumbe espontáneo del Muro de Berlín, es imposible para un cubano no guardar un minuto de silencio. Fuimos parte concreta de ese telón de acero y todavía seguimos sufriéndolo, como país aislado –y nunca mejor dicho- que ha quedado tristemente a merced de una dictadura devenida en dinastía, luego de medio siglo en el poder y habiendo afectado a por lo menos tres generaciones, a gente que hoy formamos parte de una diáspora que no ve salida posible a su problema. Triste realidad a la que no pocos políticos de este mundo se empeñan en dar la espalda.
Si hubiéramos tenido frontera terrestre, a la luz de aquellos acontecimientos berlineses de 1989, otro hubiera sido nuestro destino, por muy lejos que estábamos geográficamente del epicentro de los cambios que marcaron el fin de la guerra fría.
Se dice rápido, pero veinte años son muchos. Por ejemplo: en aquellos días me nació un medio hermano que hoy es un joven, un hombre, que, como la mayoría de los de su tiempo, solo piensa en abandonar el país de alguna manera. Recuerdo perfectamente cuando me dieron la noticia. Alguien interrumpió una clase de la Facultad de Periodismo para anunciar su nacimiento. Una llamada a un teléfono de la recepción entroncaba perfectamente con el alumbramiento de un nuevo mundo. Era el último descendiente de mi padre y será, a la vuelta del tiempo, el que menos secuelas lleve de esta larga dictadura sin parangón en la historia de la humanidad. Mi padre, a quien va dedicado este blog, murió sin poder dedicar un minuto de silencio en los veinte noviembres de la caída del Muro.
Dos años antes de que cayera el telón, en las calles cercanas de mi Facultad, un movimiento de artistas plásticos criticaba al régimen con performances y acciones artísticas para nosotros novedosas. Encadenamientos a los postes de la luz, críticas abiertas a la televisión, desmitificación de los héroes de la patria y emplazamiento directo a la prensa escrita, que hoy por hoy sigue siendo soporte propagandístico de un comunismo inexistente. Un profesor de la Facultad –exiliado más tarde en Miami- nos llevaba a ver los performances para luego discutirlos en clases. Método arbitrario que se salía de los planes de estudio y que nosotros disfrutábamos sin saber apenas nada de las consecuencias que podría acarrear al profesor.
También, por aquellos días –repito, dos años antes del derrumbe del telón de acero-, una función de teatro en una importantísima sala de La Habana nos citó para debatir la puesta, tanto artística como temáticamente. Se titulaba “La opinión pública” y hablaba, precisamente, de la censura periodística en un país europeo equis. El debate fue tan intenso que a los pocos días el Comité Central nos solicitó a cada año un cuestionario completo, aparentemente sin ambages, acerca de la opinión que teníamos del país y sus gobernantes. Mis recuerdos me indican que, al menos el grupo de primer año en el que yo estaba entonces, se movió con soltura, ingenuidad y sorpresa. Hubo censura en nuestros puntos, pero los de quinto año lograron subir al Comité Central lo que verdaderamente pensaban. Cuando las listas de preguntas –una verdadera catarsis nunca vista tan masivamente en los años de esa dictadura-llegaron a manos de los analistas del Departamento de Orientación Revolucionaria, algo importante debió suceder para que el jefe de esa área, Carlos Aldana, solicitara reunirse con nosotros en la sede de gobierno, en la Plaza de la Revolución.
Los registros personales ante la entrada a Palacio fueron tan exhaustivos que, al menos yo, comencé a sospechar que algo más grande estaría esperándonos adentro. Nos quitaron grabadoras de mano y cámaras de todo tipo que nos devolverían al final. Solo podíamos pasar una agenda y bolígrafos.
En efecto, cuando se levantó el telón, y una vez sentados todos en nuestros puestos, apareció Fidel Castro.
La historia de este encuentro de 1987 con los estudiantes de Periodismo es larga. Solo quiero apuntar que allí se le dijo a Castro en su cara todo cuanto pensaban los estudiantes de quinto año, desde que él promovía un culto a su personalidad, hasta poner en tela de juicio el llamado internacionalismo proletario, pasando, porque era la época de más auge, por la crítica descarnada al movimiento de microbrigadas que construían aquellos edificios horribles tipo soviet que están todavía en los perfiles de los barrios de Cuba.
Y la libertad de prensa, por supuesto, también se discutió.
Fidel Castro, atormentado e impotente, dio un puñetazo sobre la mesa llegado un momento en que los argumentos de su proyecto de gobierno se iban abajo. Él apenas habló durante el debate, pues en su lugar dejó a Carlos Aldana para que lo defendiera. Después del puñetazo, salió iracundo de la sala y dejó una mala impresión en el ambiente. Un golpe de efecto seguramente para lograr condescendencia hacia su persona. Un alumno de quinto año incluso lo había tuteado, algo jamás visto y que logró desmontar de cierta manera esa personalidad infranqueable, aterrorizante, del dictador.
Hubo un receso con una gran comilona, platos exquisitos que muchos allí presentes jamás habíamos probado. Durante ese intermedio, comenzaba el rumor de que algunas cabezas correrían después. Castro logró recomponerse y volvió al plenario, aguantándose la boca quizá para que las cabezas no rodaran allí mismo. De no haber regresado, nos habría dado simbólicamente la razón, que la teníamos.
Al día siguiente comenzaron unos juicios estudiantiles en los que se nos pedía a todos que hiciéramos una declaración de principios, para comenzar a depurar responsabilidades. Los de primer año caímos por fin en la cuenta de que las cosas no iban a cambiar y de que había que seguir allí, estudiando para sacarnos el título de licenciados.
Los de quinto se graduaron sin problemas, pero la respuesta del Comandante fue enviarlos a todos a emisoras de radios municipales de todo el país, pequeñas estaciones de baja potencia perdidas en sitios lejanos.

Veinte años más tarde

La historia, el paso del tiempo, colocó a Carlos Aldana, defenestrado, en un hotel o centro de ocio de la capital; los artistas plásticos rebeldes de la calle emigraron masivamente a México; el profesor que nos llevaba a ver los performances es hoy un columnista importante del Nuevo Herald, en Miami; el alumno que tuteó a Fidel Castro, emplazándolo, hoy es funcionario, director de Cultura de una provincia oriental de Cuba, lo que quiere decir que se retractó de alguna manera; una inmensa mayoría de mis compañeros de aula de primer año viven exiliados en Miami y otras partes del mundo; los de quinto año también andan dispersos por la geografía universal; Fidel Castro continúa dando órdenes, ahora detrás de la fachada de su hermano, y el mío, el que nació a la luz de los cambios del mapa geopolítico universal, sueña con marcharse del país, hecho ya un hombre.
La agenda donde tomé notas de la histórica reunión iba dentro de un bolso que un ciclista me arrebató poco tiempo después en la ciudad de Camagüey.
Todavía hay alguien dedicado a intimidarme en los comentarios de este blog.
De manera que nuestro muro, hay que decirlo, asumirlo, aún sigue ahí, como un dinosaurio.
Los políticos se hacen los de la vista perdida.

2 comentarios:

Maria dijo...

Sencillamente magistral!!

Anónimo dijo...

Me ha sorprendido mucho esta narracion del encuentro de los estudiantes con el comnadante.
La historia posterior,comun para muchos cubanos, ha confirmado que "El muro" no estaba solo en Berlin y a pesar de la hipocrita preocupacion de los "progres" europeos,sigue en pie mas alla del horizonte.
Un saludo, ROBERTO.