miércoles, 30 de septiembre de 2009

Mi representante



El benjamín de la familia Alcántara

En septiembre de 2001, una semana después del atentado terrorista a las torres gemelas de Nueva York, subí a un avión para abandonar Cuba. Llevaba conmigo una maleta pequeña con la selección que pude hacer a la carrera de objetos de mi vida, y también llevaba la pena de no haberme podido despedir de mucha gente querida.
Instalado ya en el centro de Barcelona, en un apartamento que me prestaron, hundí un dedo en el mando del televisor y apareció el rostro de un niño de unos ocho años, con el pelo lacio, unos ojos redondos, ávidos de conocer mundos, una sonrisa limpia de pecados y unas palabras que narraban en “off” su pensamiento a manera de retrospectiva. Hablaba la voz de la experiencia, la voz del tiempo, pero en pantalla aparecía la cara intrépida de la niñez, la cara de una generación que sería la protagonista de los cambios sociales y económicos fundamentales ocurridos en la España de los ochenta, la época del salto definitivo.
Ese personaje del niño tendrá hoy unos cincuenta años y es de la edad de mis suegros, quienes son casi contemporáneos con este que escribe.
Carlitos, el niño, por lo tanto, podría ser yo.
Pero yo no he nacido aquí, así que sus vivencias en la ficción de la serie no me pertenecen de ninguna manera. Solo me pertenece su crecimiento en el plano real. La serie ha tenido tanto éxito que continúa en pantalla, con los mismos actores. No se nota tanto el paso del tiempo en los adultos –Imanol Arias, Ana Duato- como en el estirón de los niños.
Ay, pero si ya llevo ocho años en Barcelona y en el salón de mi casa –otro apartamento, no aquel- sigue apareciendo el mismo elenco los jueves, incluyendo al niño que ahora es un adolescente.
Carlitos –Ricardo Gómez, su nombre real- ha compartido su crecimiento natural con la pequeña pantalla. A veces no nos damos cuenta y vemos este episodio como un hecho normal, el hecho de que cada jueves esté ahí en un cuadro doméstico iluminado. No creo que este fenómeno ocurra con mucha frecuencia en el mundo. Las pantallas de televisión han cambiado de aspecto –la tecnología va muy de prisa- y el niño aquel ha hecho la docencia en paralelo con la serie, con una maestra auxiliar de cabecera para poder escolarizarse.
Hace poco, lo entrevistó Juan Ramón Lucas En noches como ésta. Un gran entrevistador que, sin embargo, se notó titubeante ante un Carlitos quinceañero, el adolescente que ahora es proyeccionista de un cine de barrio en la serie. Nunca había visto a este entrevistador tan flojo, con una batería de preguntas tan triviales. Será porque el mismo fenómeno de que alguien viva en la televisión tantos años supere la capacidad de comprensión de si tenemos delante a un actor o a un personaje. Juan Ramón basó su entrevista en una pregunta redundante: ¿Has besado a una chica por primera vez en la realidad o en la serie?, repetía desconcertado.
Carlitos –creo que se le quedará ese nombre- quería hablar un poco más de él, el de verdad, pero no fue posible. Este es un caso complejo, toda vez que los hechos de la transición española del franquismo a la democracia existieron –lo vivieron mis suegros, cómo no-; el niño real y el de ficción han crecido física y emocionalmente en la tele, y alguien como yo, que está esperando una transición pacífica en mi país de origen, cuenta el tiempo que lleva exiliado a través de ese personaje.
Digamos que, de alguna manera, Carlitos me representa y yo estoy aquí para contarlo.


domingo, 27 de septiembre de 2009

El absurdo: tropicalismo y método de ensayo



"Ciclos", de Ábaco Teatro. Estreno ayer en La Floresta

Tres personajes universales sacados del celuloide en blanco y negro vuelven a reunirse para pasar el tiempo: el fabuloso Groucho Marx, el Gordo (sin el flaco) y el genial Charlot. Juntos en la habitación de una vivienda imprecisa donde el hastío los hace vinculantes, un sitio condenado al inmovilismo en donde es preciso entretenerse para evitar el anquilosamiento de la mente. Entonces aparece un cuarto personaje, un psiquiatra.
Esta es la ocurrencia que escribió en 1996 el actor y dramaturgo cubano Eleutelio González (Telo), claramente para simbolizar la modorra colectiva en Cuba, un país cuya idiosincrasia nada tiene que ver con la estética del texto, pero al que se le puede aplicar perfectamente el subtexto si tenemos en cuenta que allí el paso del tiempo se ha convertido en una lenta y aplastante manera de vivir.
Este es el interlineado, porque sabemos muy bien que el teatro, y particularmente el humor cubano, siempre ha sentido el compromiso de hacer constar, por lo menos con disfraces, la situación política, económica y social de la isla. Fuera del interlineado, queda una exquisita parodia universal acerca de la abulia, del envejecimiento prematuro del pensamiento cuando el inmovilismo está causado por agentes externos. Por alguna razón, esos personajes no pueden salir de la citada vivienda y sólo les queda cambiar de habitaciones y sortearse el papel de psiquiatra, habiendo cumplido un ciclo. Y así hasta el infinito, es de suponer.
Cuatro actores desgranados en ese proceso tan duro de llevar que denominamos diáspora, emigración, deserción, exilio, desplazamiento temporal o como quiera llamársele –total, el efecto es el mismo-, han vuelto a reunirse, curiosamente como mismo se reúnen sus personajes; no en las mismas condiciones de encierro, obviamente, pero sí en el sentido de la nostalgia que también transpira la obra. Javier Ávila, quien desde hace 10 años está fuera de su tierra y ahora vive en Valencia; Juan Carlos Rod, seis años en Barcelona; Manuel Licea, unos pocos años en Barcelona; y Jorge Luis González, doce años en Madrid. Ahora responden al nombre de Ábaco Teatro.
Se graduaron en 1989 en la Facultad de Arte Dramático del Instituto Superior de Arte cubano. Han vuelto a encontrarse en la capital de Cataluña con la idea de montar Ciclos, ese título que ahora mismo es la mejor manera de nombrar algo que se cierra para comenzar otra acción. Solo tuvieron cuatro días de ensayo. Una señora muy amable, María Jesús Costa, que regenta la Unión Deportiva y Recreativa de La Floresta, en la montaña de Barcelona, les cedió el escenario del local y allí se instalaron. Anoche fue el debut y despedida, porque los actores vuelven a principios de esta semana a su vida corriente, a sus viviendas y a sus trabajos que no siempre están relacionados con el mundo teatral.
¿Qué ha quedado? ¿Solamente una ilusión?
Le pregunté a Jorge Luis, el responsable de la puesta, por qué ahora y por qué Ciclos. Me dijo que hace poco miró el reloj que hay colgado en una de las paredes de su casa y se dio cuenta de que el tiempo estaba transcurriendo demasiado de prisa. Había que volver al teatro y debía encontrar unos semejantes que buscaran las tablas como salvación.
Son estos.
Javier Ávila -en el centro de la imagen- fue un importantísimo actor de teatro y televisión en Cuba en los años 90. Juan Carlos Rod, con experiencia en radio y televisión, también trabajó en Teatro Estudio, en la época en que el emblemático grupo se dividió e inauguraron una nueva sala en la Casona de Línea. Con Teatro Estudio, Juan Carlos se ganó un personaje en Medida por medida, premio Villanueva de la UNEAC. Manuel Licea se desenvolvió como actor en Santiago de Cuba, volvió a sus orígenes después de graduarse. Y Jorge Luis González, comediante, músico y carpintero, estuvo en Sala-Manca a las órdenes de Osvaldo Doimeadiós, hasta que se estableció en Madrid.
La puesta actual ha respetado el texto casi en su integridad. Utilizan un acento neutral en los parlamentos asociados al juego de roles, hasta que los personajes caen en la realidad e introducen el acento cubano muy sorpresivamente. Algo para pensar, ¿no? Están muy bien los cuatro, excelentes, diría yo, para los pocos días de ensayo que tuvieron. Ahora bien, sería magnífico que esta versión no quedara en La Floresta. Yo no hago más que avisar desde este modesto espacio. Me gustaría que el público español viera cómo los creadores cubanos trabajan magistralmente el absurdo sin dejar de ser un teatro criollo. Telo –que sigue en Cuba- es una especie de Ionesco tropical, un dramaturgo sensible que sabe decir las cosas en la mejor tradición europea sin que nadie se moleste, ni siquiera el gobierno, ya que la puesta original –con otros actores- llegó a competir en el Festival Nacional de Teatro de Camagüey, en 1996.
¿Sabe Telo que su texto fue representado en La Floresta?
-No, no lo sabe -me dijo Jorge Luis-. Ya se enterará y supongo que le gustará mucho la idea. Hay confianza. Además, esto se hace por una buena causa, ¿no?
-Sí, ya lo creo. Todavía está en ciernes el encuentro de nuestra nación, este es un paso importante, maestro-se me humedecieron los ojos. Soy parte de esta diáspora y a mí también me gustaría cerrar el ciclo alguna vez.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Volver, el tango del carpintero



Anoche se subió a un taburete en la “bodega” de un bar, guitarra en mano y con muchos deseos de volver a ser el mismo de antes.
Bajo la presión de tres focos de una lámpara de IKEA, que le achicharraban su cabeza pelona, estuvo dos horas ahí sentado sin parar, inventándose una dramaturgia con canciones de todos los tiempos y géneros, para no aburrirnos. El público no se quejó de nada. Todo lo contrario.
Me gustaría saber en cuántos locales de Barcelona se puede encontrar a un trovador espontáneo que nos pide títulos de canciones para pasarlos por las cuerdas, títulos tan complejos armónicamente como la gran mayoría de las composiciones de Silvio Rodríguez, ese poeta tan excelso que nos puso el caramelo en la boca a todos y luego nos traicionó.
Lo importante es la obra de Silvio–la parte potable de su escritura-, la que salió anoche de un conjuro cómplice, espontáneo, pero a la vez tan nostálgico que daba pena con los cuarentones que estábamos babeados.
Pidió un whisky a mitad de camino. Se enjuagó las cuerdas vocales y encendió un habano al parecer hecho con hojas de plátano porque se le iba apagando constantemente. Nadie controlaba el tiempo, excepto, perdón, la administradora del bar. Los vecinos la tienen amenazada con cerrarle el centro cultural si se pasa de las doce de la noche. No había allí una orquesta, sino una guitarra que sonaba con la acústica del traspatio y el combustible de los cófrades que estábamos a punto de caramelo.
De Manuel Corona a Pedro Luis Ferrer. De la clave espirituana a la habanera catalana, por si acaso, parece que se lo oyó decir.
-Estamos en Barcelona, ¿no? Por cierto, ¿alguien me puede explicar cómo se leen las escrituras de las tarjetas de metro, impresas con tinta invisible?, solicitó entre whisky, tabaco y canción.
Es un actor. No caben dudas. Sabe manejar la voz y entretener a la gente.
Hasta ayer, según me había contado antes del concierto, era carpintero, un carpintero de Madrid que se ganaba la vida con sus manos como le enseñó su padre. A partir de ayer, intentará volver a ser actor, aquel histrión satírico que fue en Cuba, cuando el humor fino también estaba en cartelera. Fue uno de los seis fabulosos comediantes del grupo Sala-manca.
El concierto de anoche le sirvió para calentar la voz y probar fuerzas con el público. Hoy sube a las tablas de la pequeña urbanización de La Floresta, junto con tres antiguos compañeros del Instituto Superior de Arte que encontró por la franja mediterránea. Retoma Ciclos, el magnífico texto de Telo González que juega con el tiempo como categoría filosófica.
Estuve buscando en mi archivo personal y encontré la nota que escribí cuando se estrenó esta obra en el Teatro Nacional de Cuba. Jorge Luis González, de quien vengo hablando hace rato, quizá no se acuerde de esta página de Granma publicada el viernes 16 de agosto de 1996.






"Ciclos" : Sala UREF, Passeig de la Floresta, 24-26, La Floresta. (Ferrocarriles de la Generalitat, líneas de Sabadell y Tarrassa). Estreno hoy a las 22.30. Entradas a 5 euros.

martes, 22 de septiembre de 2009

No somos nada, Bebo


Algún día, cuando de verdad me crea en Barcelona y me dé por revisar todos los apuntes que traje de Cuba, me sentaré a escribir mis memorias del teatro de los 90, mi fascinante tránsito por las tablas, desde bambalinas, claro.
En la pequeña maleta que traje de La Habana –tuve que facturarla, por lo que viajó en la barriga del avión-, venía un archivo de negativos en blanco y negro de esa época que, ciertamente, no fue la mejor, pero tampoco la peor estación del teatro nacional. El archivo todavía sigue en la maleta, y ahí debe haber alguna imagen de Bebo Ruiz.
El otro grande Bebo, el fundador de la escuela cubana de instructores de arte, el juglar más loco que yo haya conocido jamás, acaba de morir en su tierra a los 75 años. Su imagen desarrapada, su pelo amelcochado y sus incontables arrugas faciales lo transfiguraban en un posible vagabundo cuando viajaba en guagua, que era la mayor parte de las veces. Detrás de su aspecto abandonado había, sin embargo, una de las claves básicas para entender el teatro cubano después de 1959, cuando, ilusionado, entregó al estado una sala dramática de su propiedad.
Bebo fue el maestro de varias generaciones de actores, dramaturgos y directores de escena. Los asesoró a todos sin pedir nada a cambio, excepto, seguramente, colaboración para sus proyectos trashumantes, porque era un fanático del arte callejero. Era una especie de biblia, un ABC del mundo escénico por haberlo vivido más que todo. Era un fantasma que aparecía en las filas intermedias de las asambleas del Ministerio de Cultura, con sus dedos amarillos marcados por la nicotina, sin maquillaje, como mismo era su vida y su manera de interpretar el teatro, como un Lorca itinerante en una carreta por las serranías y caminos vecinales. Confió siempre en el contacto directo como método de trabajo, más que en el ilusionismo de una sala oscura.
Por eso, cuando su experiencia parecía ser poca, en plena madurez artística, fundó el gigante consorcio Juglaresca Habana. Si hubiera vivido en el capitalismo, Juglaresca…hubiera sido una especie de holding, una corporación. Más de veinte agrupaciones de diferente estética pero similar intención. Pequeñas compañías a las que el consejo nacional de las artes escénicas se empeñó en denominar proyectos. Todo un contrasentido si tenemos en cuenta que un proyecto es algo que no sale de la mesa de trabajo.
Bebo para mí fue siempre una persona mayor, quizá más por su apariencia que por su salud. Desde que vivo fuera de Cuba, a cada rato lo recuerdo con una camisa a cuadros de mangas largas, soportando la presión de mi cámara fotográfica que trataba de reproducirlo en el periódico Granma. Debo decir, sin temor a que suene mal, que la muerte de Bebo la esperaba. Si se mueren comandantes de la revolución bien cuidados, de esos tipos perfumados, con atenciones especiales colgadas de la cabecera de la cama, ¿por qué no van a morir juglares existencialistas y bohemios?
Una vez, Bebo me sumó a una gira de quince días por Cienfuegos y Sancti Spíritus. La compañía itinerante llevaba clowns, titiriteros, magos, esperpentos y un periodista, que era este que escribe. En el hotel del Partido* de Sancti Spíritus nos pusieron en la misma habitación. Era la última noche de la gira.
Al día siguiente, antes de regresar a La Habana, tuvimos un desagradable contratiempo. Resulta que no nos querían dejar abandonar el hotel hasta que no pagáramos una sábana manchada de sangre que apareció en nuestra habitación. Ni Bebo ni yo habíamos visto esa sábana, salió de la nada. Toda la compañía observaba el espectáculo en la recepción del edificio, todos con la boca abierta.
En Cuba pasan esas cosas surrealistas y denigrantes.
Viendo que la administración del lugar no cedía, y que Bebo, el gran maestro de todos esos actores, estaba impactado con la absurda situación, él que había visto tanto teatro en su vida y sabía que el gran artífice del absurdo, Virgilio Piñera, no estaba detrás del ambiente, pues, se me ocurrió utilizar el carné del periódico Granma para solventar la mala escena. Nunca antes había sacado ese documento para aclarar cosas administrativas.
-¡Si nos hacen pagar algo que no hemos hecho –dije indignado enarbolando la tela, porque el director del hotel había llevado la sábana a la recepción-, publicaré un reportaje en el periódico!-y acto seguido coloqué el carné delante de los ojos del acusador.
Funcionó.
En la guagua de regreso a la capital, Bebo iba mezclado como siempre con el elenco. Pero estaba callado, con la vista clavada en los campos de caña.
Tiempo después nos vimos como siempre, en los festivales y los cócteles de los estrenos. Yo jamás pude aguantarme e invariablemente le preguntaba: ¿te acuerdas, Bebo…?
Si este capítulo aparentemente minúsculo de su vida no fuera verdad, cualquiera diría que los dramaturgos exageran.
No somos nada, Bebo, y nos quisieron procesar.
Hasta siempre.


Notas:
* Se le llama así genéricamente al único partido político legal de la isla.
La foto de arriba es de Rubén Darío Salazar, alumno de Bebo Ruiz y uno de los más prolíficos creadores de la escena cubana de hoy.
La noticia la hallé en el blog de la investigadora teatral cubana Rosa Ileana Boudet, quien vive en California.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Un profeta llamado Juanes


Anoche soñé con mi hermano menor, el que tiene veinte años y vive en La Habana. Desde que me marché definitivamente de allí, jamás había soñado con él.
En resumen, el sueño trataba de que unas semanas atrás mi hermano había fijado residencia cerca de mí, en algún lugar del Maresme catalán, y no me había llamado para decírmelo. Al enterarme me enfadé y luego fui a buscarlo.
Todos estos sueños “delicados” se los cuento a mi mujer porque ha estudiado la interpretación de los símbolos en el terreno onírico. Ella se puso a pensar y, como tardaba tanto, le dije mi opinión:
-Mira, este episodio no es más que la síntesis del concierto de Juanes.
-¿Cómo?
Mi mujer no esperaba semejante análisis.
-Sí-continué-. Como bien sabes, y por recomendación tuya, no era conveniente ver el concierto, por el daño que me está haciendo la saturación de temas cubanos, pero el subconsciente siempre trabaja; trabaja a su manera, en el plano surrealista.
-¿Y qué tiene que ver tu hermano con el concierto de Juanes?-preguntó mi mujer.
-Que seguramente él estaba allí.
-¿Pero no dices que, en el sueño, él estaba aquí?
-Estaba aquí y no me había llamado- me recosté a la nevera con una taza de café agarrada con las dos manos, como si tuviera miedo de que alguien me la quisiera arrebatar-. Eso significa que ya he dejado de ser importante para él, como nunca lo llamo…- seguí tratando de esclarecer los símbolos.
-¿Y él te escribe alguna vez?
Mi mujer a veces saca de la manga algunas preguntas capciosas. Quien no la conoce puede pensar que actúa con mala fe, pero no, es todo lo contrario. Simplemente, se toma su tiempo para investigar y ofrecerme la respuesta que más me pueda reconfortar y sea al mismo tiempo la más lúcida.
Es cierto que mi hermano menor jamás ha hecho un esfuerzo por llamarme desde su teléfono móvil. Tampoco me escribe a mi correo electrónico. Cuando exhumamos los restos de nuestro padre, nos retiramos un poco de la escena horrible que nos tocó vivir, y pudimos conversar a toda prisa sobre algunos asuntos familiares. Mi hermano insistía en que buscara una vía para sacarlo del país.
Aquella petición tan desesperada, delante, o detrás, de los huesos de nuestro padre, me revolvió la impotencia, ese sentimiento tan difícil de explicar. Yo había cruzado el océano Atlántico sólo para la exhumación, porque, ciertamente, no tenía deseos ningunos de volver a Cuba. Hacía unos siete años que estaba fuera y me había reciclado en cuidador de ancianos y enfermos terminales; o sea, vivía con el dolor ajeno adosado al dolor personal.
No le ofrecí solución alguna a mi hermano porque no la tenía, ni la tengo aún. Solo le dije que no perdiera las esperanzas, ya que yo me fui de allí con 37 años y él todavía tenía 19 ó 20.
Me pareció muy inapropiado hablar de esos asuntos en el momento de la exhumación. De regreso, comprendí que el tiempo apremia y nosotros no tenemos una comunicación fluida, que él estaba desesperado y le importaba poco el lugar y el momento. Solo le importaba que yo estaba allí delante.
Después de eso hemos hablado un par de veces. Creo que una, a través del Messenger de Yahoo donde nos encontramos de casualidad. No sé cómo se las arregla para conectarse a internet, no he querido preguntarle.
Lo cierto es que, durante los preparativos del concierto de Juanes, cuando los debates sobre la eficacia del espectáculo subían y bajaban de tono, yo solo pensaba en mi hermano. Porque estaba seguro de que él iría con sus amigos.
-Ahora entiendo- expresa mi mujer estirando una banqueta de la cocina para sentarse. Enciende un cigarro y pone en marcha la máquina de café. Me acerca un cigarro sin que yo se lo pida-.En tu sueño ya había pasado el tiempo, tu hermano había logrado salir del país sin tu ayuda y, como reproche, seguía sin llamarte, pero un día te lo encuentras por la calle. El concierto de Juanes sirvió como traducción de la concordia de la nación, en la que las familias, los que quedan, se vuelven a acercar tratando de superar el pasado, como mismo sucedió aquí después del franquismo…
Comienzo a irritarme. Aunque he aprendido a atemperarme para poder expresar lo que siento, todavía me quedan rezagos de aquella época en la que perdía todas asambleas por causa pasional. Siento que no podré explicarle bien a mi mujer que el concierto de Juanes es ambiguo y le deja mucha cobertura al gobierno de la isla. El embotamiento, a primera hora de la mañana, es una cosa que me puede durar varias horas, algo que temo porque me perjudica el resto del día. Dejo los conceptos políticos para más tarde, aplazados para otro día si es preciso. Me centro en mi hermano, con el cigarrillo por la mitad. Me pongo el segundo café, bien fuerte y con dos terrones de azúcar. Me viene a la cabeza la idea de que el sueño ha sido un aviso, que mi hermano puede aparecer aquí en cualquier momento, aquí o en Miami, pero me lo encontraré por la calle. Hace mucho tiempo que no sé nada de su vida y sin embargo estaba seguro de que era él un punto en ese mar de gente que asistió al concierto.
-Lo mejor será llamarlo-digo en voz alta.
Mi mujer afirma con la cabeza. Mira a mis ojos mientras fumo, entendiendo el caos que hay en mis sentimientos, tratando de que sea yo mismo el que tome los caminos a partir de mi experiencia laboral aquí, por haber vivido entre la reminiscencia de una dictadura de 40 años, el franquismo, cuyos sobrevivientes han estado a mi lado, hasta la muerte en algunos casos.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Poseído



Salgo del metro por las escaleras eléctricas. Al llegar a la calle, me doy cuenta de que estoy perdido. Todo me da vueltas como si el entorno fuera un carrusel.
Está cayendo la noche.
Voy a buscar a mi mujer a su trabajo, escaso de tiempo, porque salí tarde de mi casa.
Veo a mi izquierda el bar Obama que siempre está a mi derecha cuando salgo del metro. Sé perfectamente dónde estoy pero no sé hacia dónde ir. La gente pasa a mi lado con prisa, rozándome el bolso negro que llevo cruzado en el torso. Estoy detenido en el mismo lugar girando para encontrar con la vista mi camino. El bar Obama ahora me queda a la derecha pero no logro asegurarme de que esa sea la dirección correcta.
Comienzo a sentir angustia.
Temo desvanecerme y aparecer en un hospital con el rostro de mi mujer delante. Decido sentarme en un banco de piedra que hay en el centro de Gran Vía. Ya una vez me sucedió lo mismo en La Habana, hace muchos años, y tuve que bajarme de un autobús porque comencé a desesperarme y me faltaba el aire.
En el banco, respiro fuerte con el diafragma. Intento relajarme sin que la gente se dé cuenta de que me pasa algo. Sé que es transitorio.
Pero me asusta no saber por dónde ir en un lugar tan cotidiano como ese.
Cojo el teléfono y llamo a mi mujer para decirle que me espere en la puerta porque voy con retraso. Me tiemblan las manos.
Mi mujer no responde. En su lugar, salta un contestador. Debe estar en el lavabo de su trabajo. Allí no tienen cobertura.
Guardo el teléfono en el bolso. Me pongo las dos manos en el abdomen para sentir la presión del aire. Recuerdo cuando me puse así una temporada, en La Habana, a raíz de un divorcio. Me da miedo pensar en eso. Fueron meses horribles en los que algo extraño me dominaba y me convertía en un ser inútil. En aquellos tiempos me enseñaron a respirar con el diafragma.
Estaba al borde de un ataque de pánico por no saber hacia dónde ir y estaba afuera de la boca de metro por donde salgo todos los días. La gran suerte era estar al aire libre. Pensé en pedirle a alguien que me indicara, para ganar tiempo y que el caminar mismo me orientara y dejara de asustarme esa situación.
De pronto me levanto e intento poner a mi derecha el bar Obama. Me sirve de referencia como siempre, me oriento y veo claro el camino. Lo veo todo claro, en su sitio. Encuentro de súbito mi dirección, como si no hubiera pasado nada, como si unos minutos atrás no hubiera estado dubitativo y me asustara por eso.
Ahora tengo dudas de si apurar el paso o no.
Opto por lo segundo, para no perder la relajación, aunque mi mujer tenga que esperar.
Vuelvo a llamarla y me contesta enseguida.
-Ahora te cuento, estoy a dos pasos-le digo.
Ella está en la puerta de su trabajo alumbrada por un farol cenital. Señala su muñeca izquierda para indicar mi tardanza. Se le ve alegre, aunque cansada.
Me aproximo y detalla mi rostro. Me pregunta qué ha pasado, por qué llevo esa cara.
Le cuento lo sucedido a la salida del metro, temblándome la voz. Estoy todavía asustado, recuerdo a cada instante la época terrible de La Habana.
-¿Y qué has estado haciendo antes de venir?-me pregunta.
-Estaba en la casa-digo.
-¿Pero haciendo qué?-insiste.
-Me he pasado seis horas delante del ordenador mirando asuntos cubanos-respondo de carretilla para decirlo de una vez y de una vez recibir su reacción.
Mi mujer me abraza.
-Ven-me coge de la mano-. Vamos a tomar algo por ahí. ¿O prefieres ver tiendas?
-Necesito una copa.
Al decir esto último, baja un alivio del cielo y se me instala de alguna manera. Dibujo la escena en la mente, de cuando estuviéramos sentados en una terraza y la brisa de septiembre me despejara la cabeza, en unas mesas de un bar al aire libre donde habría poca gente y mediana luz, y yo le contaría a mi mujer que me hace daño leer tanto rato el mismo asunto, y que, para alternar, me senté frente al televisor un poco antes de salir y solo se veían rayas.

lunes, 14 de septiembre de 2009

La hija del Diablo se quiere casar



Hacía falta una barredora de lluvia para dejar atrás el bochornoso verano.
Se ha hecho extenso el calor de estos meses en los que parecía que no pasaba nada. Pero sí, las calles de la ciudad han estado abiertas de par en par como si los obreros buscaran en ellas un tesoro escondido. Hemos estado sitiados por obras públicas, retenidos en casa buena parte del tiempo, con una ducha portátil funcionando a destajo.
Algunas estaciones de metro inhabilitadas y el polvo de los arreglos pegándose a la piel mientras caminábamos en zigzag para llegar a los lugares por una superficie vallada. La ciudad modernista patas arriba, aprovechando que la mayoría de la gente sale de vacaciones. Son los planes de fomento, reconstrucción, saneamiento y ensanche; mantenimiento de las líneas férreas, reforestación, pavimento urgente, instalación de nuevas áreas de servicio.
El verano parece ser un estado de ánimo constructivo, cuando en realidad es una etapa preconcebida para mover dineros de los ayuntamientos, y que la gente que no viaja no se queje, y si se queja que acompañe el lamento con una cerveza.
Veamos que todo tiene solución. El imperio celestial nos ha enviado hoy una tormenta sostenida durante todo el día, que hacía falta para refrescar el ambiente y diluir el polvo, camino a ese retomar de la rutina que comienza en septiembre. Pero la borrasca se ha pasado con la intención y volvieron a quedarse algunas estaciones de metro inhabilitadas por desbordamiento, y los trenes de cercanía fuera de servicio por daños en el tendido eléctrico.
Ha llovido incluso con el sol afuera, lo que indica, según dicen, que la hija del diablo se quiere casar.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Los símbolos llegan por fuerza mayor



Mientras esperaba a un amigo, ayer por la tarde, me senté en la terraza y vi en el edificio de enfrente una barbacoa humeante, con una familia alrededor. El aire de otoño y el sol juntos sigue siendo una cosa rara en mis registros ambientales. Unos instantes a solas me recordaron cuando llegué a Barcelona, harán ocho años por estos días.
Resulta que todavía no comprendo los cambios de estaciones. El súbito cambio que vuelca a la sociedad en el orden normal de cosas, la vuelta al trabajo y a las escuelas, el sentido dialéctico que adopta el tiempo al remover el ropero, destapar las cajas de zapatos y encontrar en una de ellas un reloj de pulsera todavía con la hora exacta, vivo, resistiendo la terrible circunstancia de no ser el preferido.
Y los papeles rebuscados saliendo de archivos amateurs, de esos que amontonan textos y datos insulsos, que fueron insulsos un día pero al reaparecer dan una idea de cómo aprovechar el pasado.
Y el espejo en el baño, ambientado con luces tenues para ocultar las canas. No sé por qué ocultar las canas.
De vuelta a la terraza, de donde no me he movido, sueña –suena, quise decir-el teléfono y es mi amigo que me pregunta qué bebida traer, porque no encuentra una botella ideal para mí. Le doy alas a su gestión. Me da igual lo que traiga. De hecho, en casa tenemos de todo. Hay dos botellas de vino –tinto y blanco- en la nevera, cervezas y algún material fuerte para el final.
Me viene a la mente una de las primera visitas que hice cuando llegué aquí. Fui a casa de Jorge Ferrer, que vivía en los altos de un edificio antiguo sin ascensor. Llegué con una botella de ron. Jorge había sido compañero de la universidad y alguien me había dado su teléfono. Cuando me abrió la puerta, extendí el “rifle” y éste se me quedó mirando como si hubiera visto un fantasma.
-Bueno, pasa, pero eso ahora no –me dijo señalando el “material”.
La botella no fue abierta.
Me brindó un vino.
Fue la primera vez que supe que un vino es más apropiado para visitar, aun cuando lo “otro” sigue siendo el vínculo ideal de “lo cubano”. También supe que hay que adaptarse al medio.
Me llega un flash a la mente, la cara del hombre aquel que toca el acordeón en el metro y que fue una de las primeras personas en quien me fijé, alguien familiar en mi vida de Barcelona. Lo volví a encontrar en estos días, después de mucho tiempo, como si él hubiera estado de vacaciones y volviera al trabajo. Las mismas gafas antiguas, la misma delgadez, las mismas sandalias de cuero, el mismo pantalón antiguo ancho, la misma sonrisa y, en resumen, el mismo encanto que lo hace uno de los músicos más entrañables de la calle. Del subsuelo, quise decir.
No ha cambiado el repertorio. Toca fabulosamente el acordeón, lo que me hace pensar que es francés, un francés olvidado. Deslizó entre sus dedos la música de 17 instantes de una primavera, ah, el serial soviético que vimos en Cuba, cuando a casi todos nos gustaba ser un espía. Mal recuerdo. Pero el hombre del metro no tiene la culpa, así que deposito una moneda en su estuche por primera vez. Antes no le dejaba nada porque pensaba que estaba puesto ahí para ambientar mis trayectos.
Tocan el timbre de abajo. Es mi amigo.
Lo hago pasar. Él es un joven de Georgia que trae del brazo a su adorable mujer cubana. Es muy joven, demasiado quizá para obligarlo a hablar sobre 17 instantes de una primavera, aunque a mí me apetece recordar aquellos tiempos en mi terraza con el toldo echado. Mi mujer tiene todo listo en la cocina. Ha limpiado la casa y ha puesto un ambientador de sándalo. Abro la puerta y los hago pasar. El joven georgiano extiende el brazo con una bolsa.
-Fue lo único interesante que encontré-me dice.
Es una caja negra alargada, un Johnnie Walker de 12 años.
Comienzo a recordar a mi padre y cambio los planes. Ahora no deseo hablar sobre 17 instantes de una primavera, sino sobre mi pobre viejo que trabajaba en protocolo del Banco Nacional de Cuba, recibiendo delegaciones de Europa del este que dejaban en sus manos cajas negras iguales que la que ha traído el joven georgiano, compradas como obsequios en aeropuertos de tránsito.
Doy un giro en mis propósitos y saco hielo y vasos inmediatamente. Rompo el sello de origen de la botella y sirvo amplias porciones, para el georgiano y para mí. Supongo que un georgiano no se negará. Propongo un brindis en silencio y pienso en mi padre que tenía que entregar a sus superiores todo tipo de regalos.
Mi padre nunca tuvo valor para quedárselos.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Merendando arriba, mejor



Continúo apoyado en la barra del bar, recordando los días que viví en la calle Provença, hace unos pocos años.
Fabienne me sirve un café express.
Tenemos afuera una mañana soleada y tranquila, de esas que, sin anunciación, le entran de cara al otoño con el cuerpo en cueros, embistiéndolo con gracia femenina para que la transición de estaciones sea suave y producto de estos tiempos de emancipación. Ella lo aborda primero, lo sorprende y luego lo posee. El otoño no hace resistencia para poder estar, pero no achica su virilidad escondida debajo de un mantel. Dentro de unos días –ya lo siento en el olor del aire-, él estará en primer plano encima de todos y cada uno de los amaneceres.
Me cuesta aceptar que haya pasado el verano. Como cada año.
Continúo siendo un ser tropical esencialmente, aunque para poder vivir me deje subyugar por los cambios ambientales. No hay lucidez posible detrás de esos dolores de cabeza –literalmente- que provocan los cambios de estaciones.
A mi lado ahora no está un conversador nocturno sino un obrero de la construcción. Es robusto. Debe pesar unos 150 kilogramos. No puedo detallarle el rostro porque estoy sentado a contraluz. El hombre pide un almuerzo completo, lo que en Cataluña significa una merienda de media mañana. Quiero decir: media flauta de pan con carne y tomate dentro, más una jarra de cerveza de casi un litro. Algunos constructores prefieren media botella de vino en lugar de cerveza.
Me entero por él que trabaja en las obras del corredor del AVE (tren de alta velocidad) que pasará por debajo de la Sagrada Familia. ¡Vaya polémica!, le comento.
En estos momentos, me dice, estamos situados encima del perímetro urbano más seguro de Barcelona. Si te fijas, en los bordillos de las aceras hay unos dispositivos en forma de cabezotes que controlan los posibles movimientos del suelo. Estos sensores están conectados con otros de las azoteas de los edificios, y esta lectura del plano físico pasa a registrarse en un ordenador central que emitirá una alarma si se moviera un milímetro la superficie.
Mientras me explica, surgen pausas gastronómicas y sus dientes encajan perfectamente en la masa conglomerada de los productos agrícolas del país. Lo dejo masticar mientras pienso en mis antiguos vecinos de la calle Provença, si permanecerán o no en la plataforma social creada para detener las obras donde trabaja este hombre.
Pienso además en la tuneladora que deglutirá el subsuelo como mismo va desapareciendo poco a poco media flauta de pan rellena. Esa potente máquina abrirá otro surco debajo de nuestros pies, en ese entramado freático que va dejando poco sitio para obras de transporte. Una ciudad ferroviaria allá abajo, sumando a los caminos del metro y de otros trenes, a los estacionamientos de automóviles sumergidos, y ahora la gran obra que al final pasó del clamor de los vecinos.
La gente teme que se desplome el templo gaudiano que aún continúa en obras, y seguirá así por los años de los años. La construcción del túnel para el AVE concluirá primero, dentro de unos tres años entrecomillados según el gesto de una mano del obrero. La otra mano sujeta un trocito de “bocata”.
¿En cuál fase estarán?
Una vecina de este bar -continúa narrando- me dijo el otro día que el ruido de la tuneladora la llevaba medio loca. Tendrá usted que tener un oído muy fino porque la máquina aún no ha salido de Alemania, respondió él irónicamente.
Están preparando el camino para que la tuneladora entre por una boca de Sagrera y al cabo de tres años salga por otra de Sants. Si es que deciden sacarla, acota la corpulenta silueta que tengo delante “merendando”.
¿Cómo es eso? ¿La dejarán bajo tierra?
Cuesta muy caro desmontarla y trasladarla a Alemania. Así que no me extrañaría…
Estamos hablando de una máquina que realiza viajes subterráneos como imaginó Julio Verne que serían. Está provista de cámara de oxígeno, alimentación humana para varias semanas en caso de que los operarios no puedan salir de allí, y otras comodidades que mejor no te explico. Ya casi es la hora de volver a mi faena. Mira, ten en cuenta que ese aparato por delante devora la roca, y por detrás deja el túnel hecho con el material que aprovecha. Lo que no necesita lo expulsa hacia la calle. A veces puede trabajar a una profundidad de ochenta metros.
¿Llevará un dispensario de “bocatas” como estos?, señalo en el aire lo que fue la merienda y ahora está dentro de él. El hombre se ríe. Me ha dicho que le llaman El Oso. No me extraña. Tiene unas muñecas capaces de soportar mucho peso. Continúo imaginando el entierro de la tuneladora, un hallazgo arqueológico para los moradores de la Barcelona del próximo milenio.
Llega Fabienne con otro café que pedí. ¿Conoces a El Oso?, le pregunto. Fabienne se ríe. Dice que es uno de sus mejores clientes. Supongo que sí. A mí me ha dado gusto verlo comer sin desperdicios. También me alegra conocer a gente valiente que sube a tomar el sol, que emerge del mismo lugar donde nos sumergiremos en pocos años.
Hubo un tiempo de la calle Provença en que pensé que desviarían por el litoral el curso del AVE.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Baila conmigo



Al margen del peso emocional que supone un exilio, refugiarse en otro país trae gratas sorpresas para un cubano. En nuestras vidas hay un tránsito oscuro que nos robó buena parte de la cinematografía estadounidense y del mundo del videoclip, por mucho que cueste comprender que sea Cuba uno de los países que más cine yanqui consumen.
Explicar esta fórmula me ha llevado horas de conversaciones informales en los bares de Barcelona, acodado a la barra y con una copa en la izquierda que va cambiando de color. Del burdeos al rosado y del ámbar al amarillo aclarado por una piedra de hielo. Como si una cámara filmara sin parar anclada en el mismo ángulo, y de principio a fin transcurrieran años. Siempre hay alguien en los bares que se asombra de que conozcamos tanto cine “americano”, porque, en principio, nosotros estamos bloqueados.
-Pero nosotros nos robamos las películas y las exhibimos sin permiso-le digo-, pero, ojo, no sustraemos del espacio todo tipo de filmes.
-¿Cuáles no?-pregunta el hombre.
-Los que por asomo o exhibicionismo total tocan el tema cubano, ya sabes, el de Cuba después de la revolución.
El diálogo continúa y expongo que es preferible para el gobierno de la isla exhibir un material altamente violento aunque inocuo en el tema sensible, tú sabes, insisto, el de la política.
Después de recitar de memoria un carretón de títulos producidos en Hollywood, el contertuliano no sale del asombro. Ignora que Cuba es el país de la Siguaraya, o sea, el de los siete poderes.
Al día siguiente, una cadena privada española “echa” una cinta sobre tema nuestro y que jamás había oído mencionar, Baila conmigo, de 1998. La película, con mejor ambientación que guión, se encarga de ilustrar el duro empeño que ponemos en Europa para seguir bailando con el corazón y no con los matemáticos pasos de una academia de ritmos tropicales. En ese sentido, quedó resuelto un grave problema existencial que tengo. Algún día remitiré a alguien a la película.
Pensé en llamar al hombre del bar pero me di cuenta de que no intercambiamos teléfonos. Quería decirle que ese título no pasó por Cuba. Al menos yo no lo recuerdo. Si sale una actuación especial de Albita Rodríguez –la del punto guajiro, no la dueña de una cadena de zapaterías de Barcelona-, no debieron proyectarla allá. Esa mujer andrógina de voz espectacular está prohibida simplemente porque se marchó de la isla.

El tiempo en pantalla de la historia central de amor, protagonizada por Chayanne y Vanessa Williams -¡vaya mulata!-, se me hizo insostenible por culpa del maldito guión. Me entretuve imaginando cómo sería yo cuando envejeciera a partir de los primeros planos de Cris Kristofferson, quien encarna un personaje secundario adornado en plan minimalista como el eterno galán. Pocas palabras y muchos gestos westers, una mirada fría y un corazón derretido como la mantequilla a temperatura ambiente.
No quiero parecer pesimista -¡faltaría más!-, pero cuando Cris Kristofferson, su mujer hippie Rita Coolidge y Billy Joel pasaron por Cuba veinte años antes de rodar Baila conmigo, en nuestra lógica de entonces supusimos que la dictadura estaba comenzando a democratizarse, aunque el concierto fue a puertas cerradas para los hijitos de papá, militantes de la juventud comunista escogidos y algún “socio” de algún hijo de papá.
Me pregunto si de verdad a Cris Kristofferson le gusta la “onda” cubana. En la película representa a un tejano que tuvo un ligue con una preciosa mulata de Santiago de Cuba, a quien no logra olvidar. Le quedó un hijo con ella –Chayanne- que será el anclaje definitivo a tierra para echar buenamente los días que le quedan, realizado en su emprendedor, talentoso y bello retoño.
De mayor quisiera ser como el personaje de Cris, porque ser como él supondría apoderarme de Rita y esos cantares, ya sabemos, están reservados. Más que todo porque la era hippie auténtica ya pasó.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Forever Bicycle



Fabienne ni por asomo concuerda con el estereotipo de “lo cubano”. Es alta, estilizada, rubia. Sus articulaciones son tan delicadas que inspiran cierta fragilidad, ese encanto del mundo femenino que luego se traduce en fuerza cuando la mujer tiene que hacerse un camino prescindiendo de los paños tibios. Porque Fabienne aterrizó en Barcelona para construirse una vida nueva, pasando los treinta años, en el momento justo de tomar o dejar para siempre el tren de los desarraigos, el que pasa solamente una vez sin anunciar cómo será el futuro.
El futuro es más incierto que un cuento de hadas. Ella lo sabía, pero también estaba segura de que su juventud no podía quedarse en el susto de permanecer en Cuba. Ese país diletante que llevamos adosado a la espalda, lindo paisaje bucólico y urbano en el que vender un aguacate del patio particular es una contravención. Fabienne allí llevaba un taxi, con su fina cabellera que también un día pasó por las aulas de la universidad.
Andando por Barcelona es una chica más que corre hacia el metro con un vestido aireado y unas monturas de pasta diseñadas a la orden del día, para que su rostro sea el fresco desayuno de los nuevos tiempos europeos que aún comienzan en esta península ibérica. Hasta aquí han llegado sus ojos acristalados abriéndose paso a las adversidades que casi siempre corre un emigrante. La soledad, la desorientación social, la entrega a cambio de nada que termina doliendo mucho cuando uno descubre que el mundo no es tan fácil de beber. El endurecimiento invisible del carácter y la pérdida –transitoria o a veces definitiva- de la alegría, viajan junto con los trámites que hay que realizar de prisa para obtener resultados y seguir confiando en uno mismo.
Fabienne hizo los deberes muy a pesar de los episodios amargos que traen aparejadas algunas relaciones interpersonales, episodios, se supone, puestos por la vida a ex profeso.

Despabílate, amor

Una mujer sola en una ciudad impersonal de 2,5 millones de habitantes es una realidad perfecta para decidir qué hacer con su vida. Por el camino es necesario realizar depuraciones periódicas, pero lo más complicado es decidir cuál camino tomar. La Habana ha quedado rodada bajo los neumáticos de un taxi clandestino que a día de hoy sigue dando más dolores de cabeza que clamores. Forma parte del pasado pero el destino hace que uno no se olvide jamás de dónde viene. Ocurre entonces una síntesis de la globalización cuando Fabienne conoce a Andro, un joven georgiano que anda deambulando por Barcelona y ambos se casan por amor.
Ella maneja el idioma ruso y no es de asombro. Alguna vez, como parte de esa trasculturación forzosa que nos regaló el campo socialista, vivió en Moscú, de paso por el mundo. Él aprende rápido el castellano con esa facilidad para el multilingüismo que tienen muchos jóvenes europeos. Con ella amplía el vocabulario incorporando códigos de la isla, señales y gestos faciales y mimos a todas luces que no intenta reprimir cuando la acurruca en público. Forman una pareja agradable a la vista y con una curiosa complementación cultural. El referente iconográfico del realismo socialista los acerca pero ellos no se dejan dominar por tal herramienta. Solamente la aprovechan para crecer como un tándem.
Se dan cuenta de que el riesgo es necesario para construir algo propio y montan un bar frente al templo de la Sagrada Familia, un negocio con otro curioso referente.

Los nuevos empresarios

El traspaso de los antiguos dueños les deja en herencia otra vez el símbolo de la traslación, del movimiento. Fabienne lo aprovecha. Le explica a Andro que en nuestro país hay un comandante a quien se le ocurrió acercarnos a nuestros hermanos chinos una vez derruido el socialismo tradicional, y la primera jugada fue entregarnos a cada uno una bicicleta fabricada en Shanghai que rotulaba en su estructura Forever Bicycle. Por lo tanto, el bar continuará llamándose La Bicicleta, un vehículo afín al que, en la distancia, se puede tratar con amor.
A principios de este año, abrieron las puertas con la ilusión de preparar unos mojitos especiales para tomar en la terraza. Pero, lógicamente, la terraza era un sueño de verano. También volar era un sueño de verano y Fabienne lo cumplió cuando aterrizó hace unos pocos años en Barcelona. También corren tiempos de crisis económica y empeñarse en un negocio gastronómico no es precisamente lo que más se estila ahora. Ellos miraron esta lógica como una oportunidad personal, porque las oportunidades no siempre llegan cuando uno está descansando holgadamente en el sofá.
La Bicicleta es un pastiche decorado de forma provisional con lo que se heredó en el traspaso y un toque ínfimo de cubanidad pictórica; una reproducción de un Víctor Manuel, una solicitud expresa de la anfitriona para que firmemos en las paredes, como en la Bodeguita del Medio. Y el mojito preparado con rigor, como dicta la receta.
Fabienne sueña con armar un espacio cultural. Aunque sus padres “ se pasaron con ficha” atribuyéndole un nombre y un aspecto europeo, es coetánea con los miembros de la Generación Y, de esos que se nombran Yusimí, Yusmari, Yusniel,Yoani. Esa generación ha sido la última en beber de los creadores emergentes del patio, los cantautores, los artistas plásticos. La Bicicleta está armada de traspatio, el “teatro arena” donde discutir asuntos espirituales vinculados al arte. Primero, antes de abrir los ciclos –nunca mejor dicho- de debates, hay que ganarse la confianza de los vecinos. Con los vecinos hay que contar siempre para garantizar la base, o sea, una clientela fija que va en principio a tomar café y con el tiempo pedirá localidades en la trastienda.
Delante de una cámara, Fabienne y Andro parecen modelos de una campaña subvencionada por el estado para incentivar confianza en la planificación familiar. Sonríen cómodamente como los filósofos orientales que dan la impresión de no tener nada que perder. Un rato más tarde de hacer la fotografía, dibujan con una lápiz la contabilidad del día, tiran de la persiana y reverencian con disimulo el loquísimo edificio de la Sagrada Familia.
Hasta mañana. Se sumergen abrazados por las escaleras del metro sin mirar atrás.



La Bicicleta. Calle Mallorca 434 entre Lepanto y Marina.

martes, 1 de septiembre de 2009

El plural de Juan



Entre el juglar colombiano/miamense Juanes y el hijo de papá Almeida, los web sites de asuntos cubanos han tenido suficiente trigo durante este verano.
Pareciera como si los tocayos se hubieran puesto de acuerdo con el fin de entretenernos en los dos meses del año que menos noticias corren, y no porque no se produzcan novedades, sino más bien porque los profesionales de la información están de vacaciones y en su lugar quedan los becarios aspirantes a gacetilleros que hacen lo que pueden.
La blogosfera cubana se toma en serio su trabajo de contrapunteo mezclado con el chisme y el desprestigio, de ahí que los Juanes nos hayan mantenido expectantes con el ordenador entreverado con la playa. Hay muchas más cosas interesantes que hacer en los días de ocio, como leer un buen libro que nada tenga en relación con el cosmos cubano; pero he ahí que volvemos sobre lo mismo, quizá porque no perdemos las esperanzas de ver derrumbarse a un régimen abusador que ha secuestrado nuestras vidas sin piedad alguna. Por muy lento que haya sido este proceso de deconstrucción fidelista- por el camino a veces perdemos las ganas de observar si quiera el desplome-, en el fondo sabemos que somos testigos de un largo proceso de destrucción nacional que se presenta en la historia de la humanidad como una de las aberraciones más sostenidas, y de la que la mayoría de los cubanos somos ahora jueces y parte.
Todavía me pregunto qué persigue Juanes con este concierto que programa para muy pronto en la Plaza de la Revolución de La Habana. Pero no deja de ser interesante que el cantautor esté residenciado en Miami, el asentamiento por excelencia –y cercanía geográfica- de la diáspora cubana. Los que hemos vivido el poder de manipulación de la dictadura Castro sabemos que el joven rapsoda saldrá perdiendo, al menos en el ámbito de la opinión pública de la emigración de la isla que ya suma dos millones de nativos, o sea, el veinte por ciento de la población. Sin embargo, un amigo que emigró igual que yo en el 2001 y con quien comparto ciudad de destino, de derechas él, piensa que es positivo que Juanes actúe en Cuba. Me sorprende su pensamiento de distensión. Yo que soy de izquierdas –por decir algo que no sea la derecha- creo todo lo contrario. ¿O los tiempos están cambiando de aire o es que este que escribe ya está mareado y no ve el bosque a lo lejos?

El mulato se rebela

El renombrado Juan Juan Almeida –reiteración no tan ingenua que demuestra ese afán de continuidad de la casta poderosa de Cuba- ahora se apea del coche comodísimo de las cortes castristas. Anduvo en él toda la vida aprovechando ese beneficio que le dio el nacer en una casa protegida por los militares de la media centuria. “La guarnición” le llamábamos a ese búnker de la barriada de Nuevo Vedado, urbanización donde nací y crecí. Pero también estaba “La guarnición” de Alejandro, el otro compañerito de aula que tenía los ojos achinados y era un retoño de Raúl Castro. Así que desde pequeños aprendimos esas palabras militares para encontrar en el espacio de nuestra zona las viviendas de los hijos de papá.
El mulatico Almeida -¿de dónde habrán sacado ese apellido portugués?-era buena gente y nos dejaba asistir a sus fiestas de cumpleaños en “La guarnición”, así como también él asistía a las nuestras en las viviendas que nos cedió en herencia nuestra familia burguesa que se marchó del país bien temprano. En aquellos años 70 solo pensábamos en jugar a los escondidos, aunque los niños que no teníamos ningún pariente en la élite de poder notábamos que nos faltaba algo. Aún así éramos felices porque éramos niños.
El destino nos separó al finalizar la secundaria, cuando ya uno comienza a tomar en serio el bienestar material. Para Juan Juan, Alejandro y Alonso* hubo becas especiales, mientras que para los de “afuera” hubo becas ordinarias más parecidas a campos de concentración vejatorios. Supongo que a partir de entonces comenzó a estructurarse el Juan Juan que aprovechó las oportunidades de su medio para traficar con materiales de diversa pasta. Eso no es nada nuevo en los círculos de poder. Lo que sí llama la atención es que el mulato se rebele contra quien le dio alas y todo el combustible para sus correrías. Esto da la medida de cómo se está desmoronando el sistema castrista, ya que antes no nos enterábamos de los desvaríos de los hijos de papá. Habrá que leerse las Memorias de un guerrillero cubano desconocido que pronto publicará la colección española Espuela de Plata, y comprobar hasta qué punto el autor utiliza la venganza o el resarcimiento como vía de purgatorio. A mí me parece poco digno utilizar al revés los recuerdos de “La guarnición” para salir adelante, porque las noticias veraniegas nos dicen que a Juan Juan ya no lo quiere ni su padre. Su nombre, sin embargo, ha quedado en el centro de un clásico poema “revolucionario” en el que Nicolás Guillén se empeña en resaltar la “justeza” del proceso comunista: “Juan con todo y Juan sin nada”.
La última vez que vi de cerca a Juan Juan fue hace unos veinte años en un garaje de nuestro barrio donde se celebraba una fiesta. Vestía su elegante guayabera blanca y ya estaba medio calvo, aunque seguía sonriendo con el dibujo facial que hacen los soneros de Santiago de Cuba, el dentado sabrosón para que no quepa duda de que el calor humano puede más que todo.


*Alonso de los Santos era hijo adoptivo del Gallego Fernández, el ministro de Educación de entonces y hombre de absoluta confianza de Fidel Castro.