Dicen los vividores que no es bueno convocar al último trago, sino al penúltimo, ya que ese final no se sabe nunca dónde y con quién ocurrirá. Además, somos jóvenes, entendiendo la juventud como un estadio siempre abierto para compartir una copa en buena compañía. Entre músicos, artistas de la noche por fuerza mayor, los licores van y vienen con mucha facilidad. Por eso mismo ocurren ideas maravillosas no pocas ocasiones en estado de gracia.
En un disco de Concha Buika que acaba de salir hay varias líneas de conexión. La primera es el propio título, El último trago, tocando puertas al amplio mundo de la bohemia. Y luego hay otras, desde un tributo a Chavela Vargas por su larga e intensa vida de 90 años, hasta un callado homenaje –sin querer o queriendo- a Blanca Rosa Gil, la muñeca que canta, una de las voces más emblemáticas del bolero.
He buscado por todas partes y no encuentro una referencia explícita a Blanca Rosa, por mucho que, con solo remontar “Sombras”, la mente se nos vaya sin querer a la interpretación histriónica de la cubana, aquella hermosa mujer que no necesita lanzar zapatazos –como La Lupe- para impresionar. Su perfecta dicción y su desgarro fueron y son dos pilares del bolero.
El productor Javier Limón, revisionista donde los haya, parece que vio en Concha Buika la posibilidad de otorgarle a ciertos textos una categoría teatral –como mismo hacía Blanca Rosa-, pero esta vez con el flamenco encima, ya que Buika, negra de raíz, creció en los arrabales de Mallorca rodeada de gitanos. Y por eso mismo a todo le da ese aire sentido del cante jondo. Este disco de boleros y rancheras –con algún chachachá y algún guaguancó por el medio-, tiene la función de gustar o no gustar. Creo que no admitirá términos medios. Con un pianista acompañante como Chucho Valdés, cualquiera se acercará a ver qué hay. El problema estará en repetirlo muchas veces. La voz nasal de Buika, sus grandes agudos aflamencados, en fin, su dramatismo muy particular , son una rareza que podrían llevar al último o al penúltimo trago.
A Concha Buika le mueve el sentimiento, esto se nota a mil leguas. Su homosexualidad expuesta sin problemas en entrevistas televisivas entronca con las exigencias de un nuevo mundo, urgido de planteamientos sin tapujos y de aceptación por otra parte. (“Se me hizo fácil borrar de mi memoria a esa mujer a quien yo amaba tanto…”). El postmodernismo, no solo con la plástica, sino además, como se ve, en la música, le ha dado un vuelco a las maneras clásicas de interpretar las cosas, ha ensanchado los géneros y mezclado todo con los riesgos que esto conlleva. Este disco goza de un excelente acompañamiento orquestal que, solo por eso, vale la pena.
Ya Javier Limón probó enlazar el flamenco con el bolero, la copla y el son, en Lágrimas Negras, y aquí sigue por ese camino sumando las rancheras y el sentido teatral de una mujer. Dicen los vividores que segundas partes nunca fueron buenas. Pero hay que volver a intentarlo. Esa es la esencia de los atrevidos.
En un disco de Concha Buika que acaba de salir hay varias líneas de conexión. La primera es el propio título, El último trago, tocando puertas al amplio mundo de la bohemia. Y luego hay otras, desde un tributo a Chavela Vargas por su larga e intensa vida de 90 años, hasta un callado homenaje –sin querer o queriendo- a Blanca Rosa Gil, la muñeca que canta, una de las voces más emblemáticas del bolero.
He buscado por todas partes y no encuentro una referencia explícita a Blanca Rosa, por mucho que, con solo remontar “Sombras”, la mente se nos vaya sin querer a la interpretación histriónica de la cubana, aquella hermosa mujer que no necesita lanzar zapatazos –como La Lupe- para impresionar. Su perfecta dicción y su desgarro fueron y son dos pilares del bolero.
El productor Javier Limón, revisionista donde los haya, parece que vio en Concha Buika la posibilidad de otorgarle a ciertos textos una categoría teatral –como mismo hacía Blanca Rosa-, pero esta vez con el flamenco encima, ya que Buika, negra de raíz, creció en los arrabales de Mallorca rodeada de gitanos. Y por eso mismo a todo le da ese aire sentido del cante jondo. Este disco de boleros y rancheras –con algún chachachá y algún guaguancó por el medio-, tiene la función de gustar o no gustar. Creo que no admitirá términos medios. Con un pianista acompañante como Chucho Valdés, cualquiera se acercará a ver qué hay. El problema estará en repetirlo muchas veces. La voz nasal de Buika, sus grandes agudos aflamencados, en fin, su dramatismo muy particular , son una rareza que podrían llevar al último o al penúltimo trago.
A Concha Buika le mueve el sentimiento, esto se nota a mil leguas. Su homosexualidad expuesta sin problemas en entrevistas televisivas entronca con las exigencias de un nuevo mundo, urgido de planteamientos sin tapujos y de aceptación por otra parte. (“Se me hizo fácil borrar de mi memoria a esa mujer a quien yo amaba tanto…”). El postmodernismo, no solo con la plástica, sino además, como se ve, en la música, le ha dado un vuelco a las maneras clásicas de interpretar las cosas, ha ensanchado los géneros y mezclado todo con los riesgos que esto conlleva. Este disco goza de un excelente acompañamiento orquestal que, solo por eso, vale la pena.
Ya Javier Limón probó enlazar el flamenco con el bolero, la copla y el son, en Lágrimas Negras, y aquí sigue por ese camino sumando las rancheras y el sentido teatral de una mujer. Dicen los vividores que segundas partes nunca fueron buenas. Pero hay que volver a intentarlo. Esa es la esencia de los atrevidos.