martes, 24 de noviembre de 2009

El trago canalla



Dicen los vividores que no es bueno convocar al último trago, sino al penúltimo, ya que ese final no se sabe nunca dónde y con quién ocurrirá. Además, somos jóvenes, entendiendo la juventud como un estadio siempre abierto para compartir una copa en buena compañía. Entre músicos, artistas de la noche por fuerza mayor, los licores van y vienen con mucha facilidad. Por eso mismo ocurren ideas maravillosas no pocas ocasiones en estado de gracia.
En un disco de Concha Buika que acaba de salir hay varias líneas de conexión. La primera es el propio título, El último trago, tocando puertas al amplio mundo de la bohemia. Y luego hay otras, desde un tributo a Chavela Vargas por su larga e intensa vida de 90 años, hasta un callado homenaje –sin querer o queriendo- a Blanca Rosa Gil, la muñeca que canta, una de las voces más emblemáticas del bolero.
He buscado por todas partes y no encuentro una referencia explícita a Blanca Rosa, por mucho que, con solo remontar “Sombras”, la mente se nos vaya sin querer a la interpretación histriónica de la cubana, aquella hermosa mujer que no necesita lanzar zapatazos –como La Lupe- para impresionar. Su perfecta dicción y su desgarro fueron y son dos pilares del bolero.
El productor Javier Limón, revisionista donde los haya, parece que vio en Concha Buika la posibilidad de otorgarle a ciertos textos una categoría teatral –como mismo hacía Blanca Rosa-, pero esta vez con el flamenco encima, ya que Buika, negra de raíz, creció en los arrabales de Mallorca rodeada de gitanos. Y por eso mismo a todo le da ese aire sentido del cante jondo. Este disco de boleros y rancheras –con algún chachachá y algún guaguancó por el medio-, tiene la función de gustar o no gustar. Creo que no admitirá términos medios. Con un pianista acompañante como Chucho Valdés, cualquiera se acercará a ver qué hay. El problema estará en repetirlo muchas veces. La voz nasal de Buika, sus grandes agudos aflamencados, en fin, su dramatismo muy particular , son una rareza que podrían llevar al último o al penúltimo trago.
A Concha Buika le mueve el sentimiento, esto se nota a mil leguas. Su homosexualidad expuesta sin problemas en entrevistas televisivas entronca con las exigencias de un nuevo mundo, urgido de planteamientos sin tapujos y de aceptación por otra parte. (“Se me hizo fácil borrar de mi memoria a esa mujer a quien yo amaba tanto…”). El postmodernismo, no solo con la plástica, sino además, como se ve, en la música, le ha dado un vuelco a las maneras clásicas de interpretar las cosas, ha ensanchado los géneros y mezclado todo con los riesgos que esto conlleva. Este disco goza de un excelente acompañamiento orquestal que, solo por eso, vale la pena.
Ya Javier Limón probó enlazar el flamenco con el bolero, la copla y el son, en Lágrimas Negras, y aquí sigue por ese camino sumando las rancheras y el sentido teatral de una mujer. Dicen los vividores que segundas partes nunca fueron buenas. Pero hay que volver a intentarlo. Esa es la esencia de los atrevidos.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El hombre del traje a rayas


Como si no hubiera pasado nada, como si no se hablara hoy del trauma del Muro de Berlín y nos levantáramos de la cama de un salto, felices por no tener prejuicios, dispuestos a llenar las calles de alegrías y las noches de placer. Con su auténtica sonrisa, la del pícaro, la del Lazarillo de Tormes que anda por todos sitios en España, con los ojos llenos de esperanza y unas palabras creíbles. Así apareció anoche Joaquín Sabina en el programa de entrevistas que realiza Juan Ramón Lucas en TVE.
Tranquilo, cómodo en una de esas sillas giratorias de plató. Complace verlo tan sencillo, con acento andaluz, pero no de Sevilla sino de Jaén, la tierra olvidada –junto a Extremadura- de esta península donde todos comemos aceitunas sin mayores sacrificios. Se le veía enamorado y, de hecho, no hizo más que repetir su estado de embriaguez por una mujer que es su novia –dijo- y es el puntal de su buen estado, de su renacer, de su vuelta a la vida más común.
Tener corazón de poeta lleva siempre implícito el riesgo de perderse dentro de uno mismo, porque al fin y al cabo todas las respuestas están dentro del propio bardo. No he conocido a uno que no haya hecho aguas alguna vez.
La vida de Sabina me parece tan larga como un folletín de amor redactado a la luz del público, de esos llenos de intrigas y subtramas. Claro que esto que digo es pura impresión creada a partir de las letras de sus canciones. Cuando lo tuve cerca, en una rueda de prensa en La Habana, le pregunté si sus historias eran vividas o contadas a él por otros. Me respondió –sin pensarlo, porque es un tipo muy rápido- que ojalá se hubiera tirado a todas esas mujeres.
Aquel concierto apoteósico que ofreció en el Karl Marx –teatro con mayor aforo de Cuba- en junio del 94 queda muy lejos en la memoria. Quince años es mucho tiempo. O poco, claro, porque el tiempo es relativo. Pero al que ha emigrado a los casi cuarenta y se ha tenido que movilizar a la carrera para ponerse al día, el tiempo se le echa encima como una planadora. Esto último sumado a que, cuando lo vi por primera vez, Sabina ya era un poeta hecho e izquierdo, con una obra suficientemente pesada –en el mejor sentido.
Era el Silvio Rodríguez que algunos quisimos tener: protestón, auténtico, risueño y jodedor. Tan profundo como Silvio pero más fácil de digerir. Con otra lírica, dirían los puristas. Me gusta comparar, a veces, para darme cuenta de lo sencillo que es el mundo. Sabina ya lo expresó sin que le quedara nada por dentro. “Esta boca es mía”.
Además de estar seguro de que un día iba a encontrarme por la calle a Serrat –algo que todavía no ha sucedido-, al emigrar a Barcelona tenía el convencimiento de que aquí todo el mundo conocía las canciones de Sabina, de que, al menos, lo adoraban. La realidad ha sido otra: apenas gusta al masivo público y por lo general cae mal. Sin ir más lejos: mi vecina no lo soporta.
A mí me cae bien y se lo he dicho a ella. Pero rápidamente hemos pasado a otro tema habiendo tantos en el ambiente. Ahora vivo en un país democrático de 40 millones de habitantes (no de once, como en la isla). Mi vecina, que a mí me cae estupendamente, no querría perder tiempo en enterarse de mis gustos estéticos ni de la base en que descansan.
Sabina confirmó anoche que su padre, un militar, tuvo que detenerlo en tiempos de Franco; luego Joaquín viajó a Londres con un pasaporte falso y allí, leyenda cierta, explicó, obtuvo una propina de uno de los Beatles. Después regresó a Madrid en plena “movida” y nadie le hacía caso. Hasta que saltó a la fama por sustitución y sus discos se vendieron solos. Hoy creo que la gente ha pasado un poco de él.
Yo no. Yo lo sigo venerando como un santo maldito, capaz de salir de una crisis depresiva provocada seguramente por la vida bohemia y la notoriedad. Pero él tenía ganas de vivir y el único salvamento posible fue levantarse un día de la cama, donde estuvo prácticamente postrado, contó ayer a cámara como si no pasara nada, sonriente, jugando con un sombrero de bombín que la producción del programa le había llevado como apoyatura del fetiche creado por él mismo.
Y no es comunista. Fue comunista contra Franco, lo que se aparta del sentido clásico de la interpretación de la política. Hay que puntualizar, pareció que dijo entre líneas. De Cuba parece ser que se llevó más de un disgusto al punto de escribir en una canción que allí no volvía más.
Yo lo comprendo y, por supuesto, lo perdono.


La foto de arriba es inédita (hasta ahora, claro). Durante la conferencia de prensa que tuvo lugar en la extinta Fundación Pablo Milanés, en junio de 1994, me dediqué a retratarlo con un teleobjetivo de 120 milímetros, mientras el hombre del traje a rayas hablaba plácidamente. Era su primera visita a Cuba, al menos oficialmente. Sabina volvió al año siguiente y, casualidades de la vida, me enviaron del periódico al aeropuerto, donde ya estaban esperándolo su amigo Pablo Milanés y la entonces primera secretaria de la Unión de Jóvenes Comunistas, Victoria Velázquez.

martes, 10 de noviembre de 2009

Nuestro muro sigue en pie



Viendo al mundo celebrar el vigésimo aniversario del derrumbe espontáneo del Muro de Berlín, es imposible para un cubano no guardar un minuto de silencio. Fuimos parte concreta de ese telón de acero y todavía seguimos sufriéndolo, como país aislado –y nunca mejor dicho- que ha quedado tristemente a merced de una dictadura devenida en dinastía, luego de medio siglo en el poder y habiendo afectado a por lo menos tres generaciones, a gente que hoy formamos parte de una diáspora que no ve salida posible a su problema. Triste realidad a la que no pocos políticos de este mundo se empeñan en dar la espalda.
Si hubiéramos tenido frontera terrestre, a la luz de aquellos acontecimientos berlineses de 1989, otro hubiera sido nuestro destino, por muy lejos que estábamos geográficamente del epicentro de los cambios que marcaron el fin de la guerra fría.
Se dice rápido, pero veinte años son muchos. Por ejemplo: en aquellos días me nació un medio hermano que hoy es un joven, un hombre, que, como la mayoría de los de su tiempo, solo piensa en abandonar el país de alguna manera. Recuerdo perfectamente cuando me dieron la noticia. Alguien interrumpió una clase de la Facultad de Periodismo para anunciar su nacimiento. Una llamada a un teléfono de la recepción entroncaba perfectamente con el alumbramiento de un nuevo mundo. Era el último descendiente de mi padre y será, a la vuelta del tiempo, el que menos secuelas lleve de esta larga dictadura sin parangón en la historia de la humanidad. Mi padre, a quien va dedicado este blog, murió sin poder dedicar un minuto de silencio en los veinte noviembres de la caída del Muro.
Dos años antes de que cayera el telón, en las calles cercanas de mi Facultad, un movimiento de artistas plásticos criticaba al régimen con performances y acciones artísticas para nosotros novedosas. Encadenamientos a los postes de la luz, críticas abiertas a la televisión, desmitificación de los héroes de la patria y emplazamiento directo a la prensa escrita, que hoy por hoy sigue siendo soporte propagandístico de un comunismo inexistente. Un profesor de la Facultad –exiliado más tarde en Miami- nos llevaba a ver los performances para luego discutirlos en clases. Método arbitrario que se salía de los planes de estudio y que nosotros disfrutábamos sin saber apenas nada de las consecuencias que podría acarrear al profesor.
También, por aquellos días –repito, dos años antes del derrumbe del telón de acero-, una función de teatro en una importantísima sala de La Habana nos citó para debatir la puesta, tanto artística como temáticamente. Se titulaba “La opinión pública” y hablaba, precisamente, de la censura periodística en un país europeo equis. El debate fue tan intenso que a los pocos días el Comité Central nos solicitó a cada año un cuestionario completo, aparentemente sin ambages, acerca de la opinión que teníamos del país y sus gobernantes. Mis recuerdos me indican que, al menos el grupo de primer año en el que yo estaba entonces, se movió con soltura, ingenuidad y sorpresa. Hubo censura en nuestros puntos, pero los de quinto año lograron subir al Comité Central lo que verdaderamente pensaban. Cuando las listas de preguntas –una verdadera catarsis nunca vista tan masivamente en los años de esa dictadura-llegaron a manos de los analistas del Departamento de Orientación Revolucionaria, algo importante debió suceder para que el jefe de esa área, Carlos Aldana, solicitara reunirse con nosotros en la sede de gobierno, en la Plaza de la Revolución.
Los registros personales ante la entrada a Palacio fueron tan exhaustivos que, al menos yo, comencé a sospechar que algo más grande estaría esperándonos adentro. Nos quitaron grabadoras de mano y cámaras de todo tipo que nos devolverían al final. Solo podíamos pasar una agenda y bolígrafos.
En efecto, cuando se levantó el telón, y una vez sentados todos en nuestros puestos, apareció Fidel Castro.
La historia de este encuentro de 1987 con los estudiantes de Periodismo es larga. Solo quiero apuntar que allí se le dijo a Castro en su cara todo cuanto pensaban los estudiantes de quinto año, desde que él promovía un culto a su personalidad, hasta poner en tela de juicio el llamado internacionalismo proletario, pasando, porque era la época de más auge, por la crítica descarnada al movimiento de microbrigadas que construían aquellos edificios horribles tipo soviet que están todavía en los perfiles de los barrios de Cuba.
Y la libertad de prensa, por supuesto, también se discutió.
Fidel Castro, atormentado e impotente, dio un puñetazo sobre la mesa llegado un momento en que los argumentos de su proyecto de gobierno se iban abajo. Él apenas habló durante el debate, pues en su lugar dejó a Carlos Aldana para que lo defendiera. Después del puñetazo, salió iracundo de la sala y dejó una mala impresión en el ambiente. Un golpe de efecto seguramente para lograr condescendencia hacia su persona. Un alumno de quinto año incluso lo había tuteado, algo jamás visto y que logró desmontar de cierta manera esa personalidad infranqueable, aterrorizante, del dictador.
Hubo un receso con una gran comilona, platos exquisitos que muchos allí presentes jamás habíamos probado. Durante ese intermedio, comenzaba el rumor de que algunas cabezas correrían después. Castro logró recomponerse y volvió al plenario, aguantándose la boca quizá para que las cabezas no rodaran allí mismo. De no haber regresado, nos habría dado simbólicamente la razón, que la teníamos.
Al día siguiente comenzaron unos juicios estudiantiles en los que se nos pedía a todos que hiciéramos una declaración de principios, para comenzar a depurar responsabilidades. Los de primer año caímos por fin en la cuenta de que las cosas no iban a cambiar y de que había que seguir allí, estudiando para sacarnos el título de licenciados.
Los de quinto se graduaron sin problemas, pero la respuesta del Comandante fue enviarlos a todos a emisoras de radios municipales de todo el país, pequeñas estaciones de baja potencia perdidas en sitios lejanos.

Veinte años más tarde

La historia, el paso del tiempo, colocó a Carlos Aldana, defenestrado, en un hotel o centro de ocio de la capital; los artistas plásticos rebeldes de la calle emigraron masivamente a México; el profesor que nos llevaba a ver los performances es hoy un columnista importante del Nuevo Herald, en Miami; el alumno que tuteó a Fidel Castro, emplazándolo, hoy es funcionario, director de Cultura de una provincia oriental de Cuba, lo que quiere decir que se retractó de alguna manera; una inmensa mayoría de mis compañeros de aula de primer año viven exiliados en Miami y otras partes del mundo; los de quinto año también andan dispersos por la geografía universal; Fidel Castro continúa dando órdenes, ahora detrás de la fachada de su hermano, y el mío, el que nació a la luz de los cambios del mapa geopolítico universal, sueña con marcharse del país, hecho ya un hombre.
La agenda donde tomé notas de la histórica reunión iba dentro de un bolso que un ciclista me arrebató poco tiempo después en la ciudad de Camagüey.
Todavía hay alguien dedicado a intimidarme en los comentarios de este blog.
De manera que nuestro muro, hay que decirlo, asumirlo, aún sigue ahí, como un dinosaurio.
Los políticos se hacen los de la vista perdida.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Evelina



Un barrio chino anda por ahí

Me apunté a la lista de invitados de Gloria Fuertes Band para que me avisen dónde se presentan, en qué escenario grande o pequeño de esta ciudad que se resiste, no sabemos por qué, a la música en directo. El directo suele ser el alma perdida que al final encuentra su camino, naturalmente, igual que en el teatro, si se diera el hecho de que coinciden al menos un actor, un espectador y un texto por el medio.
Luego, si hay más personas, como ocurrió anoche en el traspatio de La Bicicleta –a orillas de la Sagrada Familia-, se produce un espectáculo interactivo, relajado, cómodo de sentir. Es una banda de músicos muy jóvenes que suenan de maravilla en plan acústico, con textos originales, de estos tiempos, y una voz líder dulce (la Pili) que encaja bien con la atmósfera pop folk. El formato no deja de ser curioso, porque mantiene dos instrumentos melódicos en primera línea –un violín con mucho carácter y sabor, interpretado por una francesa, y una flauta que ayer no salió porque el ejecutante es un médico que estaba de guardia; autor de letras, también.
Por detrás, la base rítmica descansa en dos guitarras (la folk de Pili y la principal de Pablo, gallego, orquestador). Un cajón y bongós en manos de un venezolano que acaba de entrar en el equipo, y un bajo eléctrico a cargo de un uruguayo que improvisa voces más tarde, en la coda. Gente simpática, sonriente, ávida de actuar mientras transcurre una vida paralela que es la de la calle, la que nos toca de alguna manera a todos. Un compendio de nacionalidades y culturas locales coincidentes y no excluyentes, como el ya usual término de Barrio Chino que sustituye al de Torre de Babel. Por esto, y porque lo sentían de veras, no pasaron por alto celebrar los veinte años del derribo del muro de Berlín, con una canción.
Es una estampa de Europa –con asiento en Barcelona; aunque se resista al directo, no deja de ser moderna, cosmopolita ciudad-, estampa surgida en un café seguramente, en un bar con más posibilidades. Les atrajo el nombre de la poetisa madrileña de la postguerra (Gloria Fuertes), y de cierta manera le hacen honor. Hay humor, riesgo, atrevimiento en los textos de la banda.
No importa, como anoche, si las luces se cruzan malamente o si el espacio vital resulta corto y tumultuoso –chocaban los brazos de los instrumentos-; lo más necesario es que se produzca la música, y si no sale bien, volverla a hacer. Yo diría que hubo un single del concierto en la calidez de Evelina, una pieza evocadora que se hizo dos veces porque en la primera el bajo estaba desconectado. Cosas simpáticas, como gags, que ocurren en las mejores familias.


La gestión de Fabienne en La Bicicleta, calle Mallorca 434, va encaminada, supongo que intuitivamente, a promover los artistas emergetes.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Laboratorio de Miles Davis



Extrapolación cubana anoche en L’Auditori

Al pianista Omar Sosa, un camagüeyano adoptado en Barcelona por su manera muy particular de hacer jazz, le encargaron el primer capítulo del ciclo que aquí se elaboró sobre los cincuenta años del álbum King of Blues, del genial Miles Davis. Ya terminado, entre los nervios que provoca un reto así y la responsabilidad de presentar su trabajo en el 41 Festival de Jazz de la Voll-Damm, anoche estrenó su particular visión, variaciones digamos que muy personales de las piezas del álbum. Eso era lo que se quería. Los otros dos capítulos, a cargo de Chano Domínguez y del baterista Jimmy Cobb, único sobreviviente de la banda original reclutada por Davis, todavía están por salir en el momento de escribir estas notas.
Sosa entró de primero al escenario de la sala Oriol Martorell, en L’Auditori; santiguó el ámbito con una tela roja marcando un territorio de lado a lado de su piano, y arrancó las primeras notas al teclado, vestido de babalao, con zapatos rojos y gafas verdes. Luego fueron saliendo sus músicos hasta completar el sexteto. Sus variaciones, ciertamente, lo eran. Excepto la segunda pieza, que respetó bastante la lírica del blue, un llamado al alba, según dijo Sosa, lo otro se fue por caminos demasiados experimentales, para mi gusto. Muy poco de aire afrocubano –la etiqueta con la que Sosa se mueve-, y sí música electroacústica por los cuatro costados. “Interferencias” marcadas a propósito con un incalculable número de aparaticos electrónicos que descansaban no solo en el suelo, sino, además, encima del piano, en el lugar de las partituras.
Un paso más lejos, según dicen algunos críticos, de lo que se entiende por cubanía, Omar Sosa se mueve en círculos exquisitos del jazz, en festivales importantes. Es un músico universal que ha marcado su caché mostrando la simbiosis de la raíz afro con una Cuba "revolucionaria" que forma a sus talentos y luego los pierde total o parcialmente por querer controlarlos en cuerpo y alma, además de no pagarle, justamente, su verdadero caché. Sosa ahora es barcelonés, del Barrio Gótico, de los arrabales de la más antigua Europa. Verlo anoche me recordó –y no me gusta comparar por simple placer- a un Edesio Alejandro que también experimentó en La Habana con el sonido afroelectroacústico, igualmente vestido de babalao, pero Edesio es rubio de ojos azules, lo que lo hace aun más esperpéntico.
Todavía no entiendo por qué Sosa no incluye en su agrupación un set de percusión afrocubana. Lo eché en falta, lo sentí por detrás, en las interminables notas del baterista que parecía una máquina con sentimiento. Dafnis Prieto, cubano, fue la estrella del concierto, no el trompetista invitado Jerry González a quien se le vio en sombras y sin brillo, aun cuando el concierto se inspiraba en la trompeta con sordina, sobre todo, de Davis.
También sentí que el espectáculo cerró en falso. Hubo temas por el medio de mayor vuelo y emoción, en la hora y veinte que duró y que supo, sin ambages, a poco. El sexteto de Sosa incluye a otros dos cubanos: el trompetista Dennis Hernández (excelente su intervención con sordina) y el saxo alto y flautista Leandro Saint-Hill; además del saxo tenor Peter Apfelbaum, norteamericano, y el barcelonés Childo Tomas en el bajo eléctrico.
A mí me sobraron efectos electrónicos y me faltó ese toque afro que define a Sosa, pero, a fin de cuentas, esto que digo termina siendo subjetivo, ya que la música es un hecho abstracto. Producto de la abstracción –me gustaría que así fuera- me pareció sentir en una pieza llena de variaciones algún acorde de La amorosa guajira, el mítico tema del también camagüeyano Jorge González Ayué, compositor de una época ya lejana. Sería un lindo homenaje, de Camagüey a Barcelona, de la sencilla canción al experimento.
Omar Sosa dedicó su actuación de anoche a Bebo y Chucho Valdés, padre e hijo que acaban de obtener un Premio Grammy Latino en la categoría de mejor disco de jazz, por su álbum Juntos para siempre.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Gastronomía y disfraz



Tenemos un grupo muy curioso de amigos. Somos cinco parejas. Ellas, todas españolas. Ellos, todos extranjeros. Nos reunimos cuatro o cinco veces al año aunque vivimos en la misma ciudad. Una de las parejas ha tenido un hijo, y otra, dicen bocas extraoficiales, están al darnos la noticia.
Nos conocimos sumando gente, no fue de golpe.
Hay informáticos, maestros, comerciales y escritores.
La noche más reciente que nos vimos –no fue la última, eso está claro- ocurrió este fin de semana movidos por la fiesta de Halloween, un tema místico que, en principio, iba mucho más lejos del saber de muchos de nosotros. En Iberoamérica está entrando el asunto con pujanza, sumando pretextos de convocatoria para vernos las caras –o medias caras, por los disfraces-, y también impulsados por ese motor comercial tan nuestro y puntual.
Lo más interesante es que en Cataluña, donde vivimos, se mezclan perfiles no excluyentes, sumando estilos en lugar de suplantar uno por otro. La Castañada (o Castanyada, en idioma local) se celebra con vino de moscatel, panellets, boniato y castaña asados la víspera del día de los fieles difuntos. Halloween ha puesto el toque “terrorífico” del disfraz, el ambiente gótico de castillos endemoniados. O sea, otra película.
Ante la nota aclaratoria –en Facebook se convocó- de que todos, sin escusa, debíamos llevar al menos una pincelada de Halloween, mi mujer y yo corrimos a una tienda de disfraces y compramos solo un par de complementos, un tocado ligero que nos sirviera de salvoconducto para estar en el salón de encuentro. Uno interiormente se niega y termina sucumbiendo. Es más importante no perder las amistades, ya que la vida agitada que tenemos todos nos quita tiempo de estar.
Fuimos llegando al pase de lista. Era simpático reconocer a la gente detrás de un disfraz. No es solo cosa de niños. Nos abrazamos. Faltaba una pareja, la que debe anunciar en breve que viene un retoño en camino.
¿Cómo te ha ido en todo este tiempo? Aunque Facebook nos mantiene al tanto, la pregunta se hizo porque no es lo mismo el informativo virtual que el contacto directo. Las expresiones, el tacto, el tamaño del cabello. Cosas que cambian. O no.
Yo me sigo negando a comer un boniato de postre. Para mí sigue siendo una guarnición. Y como hay confianza no tuve que hacer el paripé. La noche se fue rápida, porque cuando hay mucho para hablar el paso de tiempo se acelera. Cóctel de bienvenida, revisión del vestuario, primer plato, segundo, postre de rigor, postre universal, café, copas, una foto para componer un collage (cortesía de Maricarmen Marcos), resumen de los despachos interpersonales, el bebé despierta y avisa la hora.
Taxi de vuelta a casa. Un conductor loco e imprudente que no tuvo noche de Halloween nos trajo con altanería. En el coche comprendimos, mi mujer y yo, que nos sobraba el disfraz de verbena, todavía enganchado en el cuerpo porque logramos integrarlo gracias a la buena calidad del ambiente.