miércoles, 26 de diciembre de 2007

Algunos registros pesan demasiado



Si alguien sabe qué se puede hacer para amortiguar la nostalgia, que me lo diga. No pido un tratado doctoral ni un discurso de filosofía moderna. Me conformo con una receta casera.
¿Debemos alejarnos de todo lo que huela al pasado, de todo lo que nos relacione con la isla alargada de donde venimos?
No comprar música del patio. No reunirse con paisanos para jugar al dominó. No conectarse con portales digitales que versen sobre nuestra nación. No pensar en los que se quedaron allí. No reservar las felicitaciones para la noche vieja y dejarse llevar por las costumbres del santoral católico. Ser de aquí a un 90 por ciento; almorzar con una familia emergente el día 25; aprovechar el día siguiente para descansar en tu casa por la buena obra de un venerable llamado Esteban; esto último si vives en Cataluña.
No ponerte a ver una película cubana de los primeros años ochenta que te han regalado envuelta en un papel de colores. No reflexionar sobre el movimiento del celuloide a 24 cuadros por segundo, porque eso puede hundirte en la melancolía, en tus días aquellos en los que éramos tan felices intentando amar en un cruce de miradas tan a mano siempre, con el gracejo popular que nos dieron los fundadores de un sincretismo cultural apabullante. No profundizar en algo histórico, no ver los créditos de la película, no escuchar la música, no volver a enamorarte del rostro fotogénico y libidinoso de Isabel Santos, en primerísimos planos llenos de juventud, fotogramas que se desbordan de inquietud con una mirada seductora de la actriz, con un micrófono aéreo instalado fuera del encuadre, aunque no se vea pero todos sabemos que el sonido directo está allí. Vida artesanal y creativa en la que nos desenvolvimos dando cada cual lo que podía de su dotación natural.
No asomarse a la ventana de una comedia de sentimientos rodada con cierto aire documental, que se aprovecha del torso desnudo de Mario Balmaseda haciendo juego con unos pezones rosados (y rozados) de la angelical Isabelita Ojos de Pasión. (Mario, aquel mulato de sonrisa pícara que protagonizó culebrones diversos y siempre nos pareció un tipo duro).
No. No recordar dónde estábamos estudiando ni con quién ni en cuál cine la vimos.
No sentir la curiosidad por la edad de Rosita Fornés, un auténtico calendario de todos los tiempos, de todos los momentos de nuestras vidas eternizados por su nombre como una fotografía analógica.
Quiero decir: no desenvolver el paquete de reyes que contiene el filme Se permuta. No tentar la fuerza, el desenvolvimiento doméstico de algo que no tiene cura, o lo que hasta día de hoy se presenta sin antídoto.
No llamar por teléfono después a un amigo que sabe y siente, como tú, lo mismo.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Carta abierta al tiempo



Estimado implacable:

Hoy, de regreso a casa, perdí el tren que tomo cada día porque no nos cuadraba la caja en la tienda, y tuve que quedarme un rato más. El siguiente convoy venía del aeropuerto, atestado de gente cuyas valijas mostraban las etiquetas de las líneas aéreas. Llevaban todos caras de cansancio, aunque intentaban retomar el aliento, con sus respectivos idiomas, hablando en tono familiar. Había muchos niños contentos y exhaustos a la vez. Supuse que todos aquellos viajeros venían a pasar el fin de año a esta ciudad.
Nadie reparó en mí.
En estos últimos tiempos en que he bajado de peso considerablemente y se me hunden los ojos en cavernas color malva, encuentro más miradas cotidianas que antes. Debe ser que llevo un aire nuevo de conjunto, con el pelo alborotado levantándose en puntas silvestres que buscan el sur; digamos que el sur de mi garganta.
Pero nadie se fijó en este que vuelca sus palabras a altas horas de la noche, cuando el polvo de la tienda donde trabajo duerme las huellas de los cientos de clientes que pasan por debajo de un único techo.
Solamente es posible la indiferencia, o la ignorancia de mis cabellos, en un grupo de seres que han cruzado un océano. Atontados por el viaje y deseosos del reencuentro con sus seres queridos. Yo estaba fuera de serie.
Si no hubiera perdido el tren rutinario, entonces no estaría aquí dejando por sentado que percibí tu arrogancia, inefable cronómetro que logras hacer coincidir hasta las palabras más dispersas del planeta.
Me llevaste hasta la noche lluviosa en que llegué con una maleta pequeña, en aquel septiembre remoto en que todavía me hubiera ahorrado un vocablo diciendo maletica.
Ahora veo que este procesador de texto subraya el término maletica.
No lo conoce; está claro quiénes entramos o no en los sistemas.
En todo este período boscoso y turbulento que me has ofrecido –no escribo otorgado porque supongo que no te debo nada-, te he sentido de dos maneras: dilatado y puntilloso.
Me permitiste regresar a casa de visita, ir a París y a Roma, conocer lo que un satírico amigo llamaría mis potencialidades ocultas; disfrutar de la ingravidez y de tus manecillas a contrapelo. Has hurgado, apreciado rival, en mi estado de salud física y mental. Me has colocado en mi sitio aquel lejano 31 de diciembre del 2005 cuando dejé de fumar.
Te confieso que la mayoría de las veces no pienso en ti. Ni te siento. Solo percibo un sinfín de acciones sociales que te pertenecen a un 50 por ciento. El otro 50 se le debe al espacio físico con el que luchas constantemente.
¡Qué diferente era el tren del aeropuerto de hoy con respecto al que pasó hace seis años!
Seis años atrás no llevaban pantallas LCD incorporadas en el fuselaje, por solo citar un ejemplo.
Me hiciste recordar a mi padre, a mi país, a la vergüenza de que un dictador como Fidel Castro exprese a sus 80 y pico de años que le cede el paso a la juventud; me llevaste a los días de la inocencia, de la verborrea continua, copiosa; de la desvergüenza con que vine pensando en que el mundo era un roce de cabellos y un golpe de ojos. Me llevaste a repasar una hilera de rostros inconexos que he tenido delante desde que abrí los párpados, desde que me tomaste de la mano. Sé perfectamente que hoy fue un tren y que mañana será –¡ojalá que no!- una cafetería desierta la que me obligue a escribirte.

Te deseo buena suerte en la vida.

Jorge

domingo, 9 de diciembre de 2007

Metabolismo de la navidad



Hoy observé cómo unas bellas mujeres de la boutique de al lado armaban un arbolito. Combinaron el montaje con el tiempo de labor, entre gente y gente que pasaba, ajenas a mi mirada de paz.
Eran ninfas de la noche ataviadas para salir, con tacones de punta fina, perfumadas, enarboladas con su sexto sentido.
Mientras, en mi tienda, mis compañeras hacían todo lo posible por vender más y mejor, aunque lo segundo sea discutible a todos los niveles. En mi tienda no se erguía un arbolito, sino la malsana circunstancia de competir entre nos, buscando una sumatoria de números que, a fin de mes, se traducirán en dinero. Yo me deleitaba con la escalada del arbolito vecino, copioso, verde fuerte, de mediana estatura. Las miraba a ellas detrás de un cristal, como un filme silente en el que el director es capaz de subtitular lo que se le antoje. Dejé volar la memoria y me remonté a unas bolas de cristal de colores de mi infancia, halladas por sorpresa en un closet de mi casa, abandonadas allí en plena carrera por desmantelar la vida de antes y reiniciar una nueva en otras tierras donde no hubiera triunfado una revolución comunista. Los que olvidaron las bolas de cristal eran los tíos de mi mamá, y sus hijos, que eran los primos de mi madre. Cuando descubrí los cristales esféricos y superfinos, todavía en sus cajas, buscaba otra cosa. Lo cierto es que nunca los instalé, ni los tiré a la basura. Se quedaron donde mismo. Muchos años después, cuando yo tenía unos treinta y pico y el gobierno permitió montar las bolas de cristal, ya no me hacían ilusión. Habíamos crecido sin incorporar las navidades a nuestras vidas, a cambio de unos movimientos de cadera que fueron nuestra danza prioritaria en fin de año, junto con unos alcoholes de extraña procedencia.
La retrospectiva que estaba realizando a mitad de faena en mi tienda no terminó hasta los días de hoy, un presente obligado a motivaciones nuevas que todo el mundo comparte, como es el caso de la navidad. Si las féminas de la boutique contigua dan a luz un arbolito que es símbolo de buena vecindad, ¿por qué el año pasado tuve que pensármelo tanto para instalar uno en casa, con mi mujer que lo deseaba tanto y sin perder ella los nervios?
Recordé un lema que dice que subir lomas hermana hombres (y mujeres, diría yo), y el abeto les servía de nexo a cinco damas que se pasan las tres cuartas partes de sus vidas de cara al público y soportándose más o menos sus biorritmos. Mi mujer tenía razón el año pasado. Hacía falta una descontextualización del tema religioso para darle una oportunidad a la gente para que se una, aunque sea una vez al año.
El árbol creció, se coronó, se expandió por la dulzura femenina de una micro-sociedad observada con lupa a lo lejos por este servidor.
Ya pusieron las luces en toda la ciudad donde vivo y, como siempre, sigo con retraso navideño. No sé qué le voy a comprar a mi mujer, no sé cuándo es la fecha límite para armar el arbusto ficticio de mi casa, no sé por qué tanta gente se vuelve loca comprando cosas. Sólo sé que durante estos días tengo que trabajar más horas y que mis compañeras de equipo están desaforadas con las comisiones.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Cuéntame cómo pasó (IV y final)



Cada vez que veo a la familia Alcántara atravesar el tiempo, me remito a una Habana futurista en la que descansa un manto de odio y de rencor enredado en las piedras; veo una ciudad habitada por gente “normal” que corre a alcanzar el metro del macizo freático agujereado, en vez de por aparcamientos de coches, por trincheras cansadas de esperar la guerra de todo el pueblo. Me hallo a mí mismo lleno de achaques y de tos perruna, con las gafas enganchadas en el surco de presión que dejan los años en la piel.
“Teñido” de blanco en las sienes; acodado frente a una máquina como esta en la que intento dejar rastro de un montón de décadas perdidas, o casi perdidas. Me observo flaco y con una nuez enorme, como el mismo Antonio de la serie, fumando a borbotones el cigarrillo de la compañía íntima; extrañando en silencio la unidad de la familia, la sobremesa, la radio noticiosa, la televisión de tubo que pesaba más que un matrimonio mal llevado. Vuelo a toda prisa con
mi visión del destino, no vaya a ser que las entregas de Televisión Española se me adelanten y los Alcántara sean los que digan la última palabra.
Para los cubanos –casi todos- que esperamos impacientes el cambio de guardia del gobierno de la isla, un serial como Cuéntame… nos ha acompañado durante, diría yo, demasiada tirada, dilatando psicológicamente un proceso natural de desgaste en el que estamos aparcados desde que salimos de allí. Cuéntame… nos gustaba mucho hasta que comenzó a ser cruel con los que no hemos vivido el mismo proceso que se narra en la pantalla. No hay posibilidad de distanciarse del argumento si sabemos que pinta igual que la transición deseada.
Cada vez que me enfrento a la magnífica realización de TVE pienso que se permite tanto estirón, y con tanto desenfado, porque habla de algo, aunque parezca mentira, lejano. Mi mujer me ha dicho que el personaje de la mujer de Antonio representa a su abuela. Y su abuela, que, por cierto, estuvo hace unos días almorzando con nosotros en casa, es un producto de la postguerra, ahora “emplantillada” en el enorme regimiento de ancianos que disfruta de los viajes internacionales por carretera subvencionados por el Estado. Es demasiado tener que visualizarme en un almuerzo con mis nietos, aunque es obligatorio si sintonizo la serie de televisión, que alcanza, creo, su sexta temporada, para recordarme que llegué a estas tierras junto con ella.
Mientras escribo estas líneas, mi mujer prepara la cena para luego degustarla en el salón, donde vemos Cuéntame…esperando el deceso de Franco, como una muerte anunciada que viene rodando a pasos de tortuga, y solo arribará cuando le dé la gana al guionista. Nosotros, mientras, planeamos sobre La Habana, ciudad dormida, apretujada de muchos Antonio y Mercedes, Jorge, Isabelita, Eduardo, más una inmensa pléyade de desafortunados que en su día fueron inscritos como Boris, Iván, Katiuska, Pavel.
Collage tropical, al decir del poeta, en el que también entronca, por si acaso, un Imanol Arias que protagonizó su primer largometraje en aquella ciudad traspuesta.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Cuéntame cómo pasó (III)



Quién sabe cuándo volveré a ver a aquel hombre de gafas graduadas, cordobés, hijo adoptivo de Cataluña, que de vez en cuando se paseaba por la tienda donde trabajo. No irá más a verme, o quizá me equivoque. Creo que lo espanté. El sólo me contó una conmovedora historia porque mi acento le llegó al oído, filtrado entre el bullicio de un día típico de ventas, en el que un mar de gente pasa por delante del mostrador con hijos, perros, bicicletas, padres, abuelos y también con la más profunda soledad.
Mi canción le adornó el camino de tal manera que llegó directo a preguntarme si era cubano. Esa pregunta, si acaso, me la dejan caer al final, en la caja registradora, poco antes del adiós.
Y es fácil de entenderlo. Mi presencia en el suelo de España representó de súbito la proximidad a su propia carne, y me habló envuelto en lágrimas de la isla de Cuba. Al principio estuve escuchándolo sin parpadear, sin mover un músculo de la cara. Creo que mi jefe se dio cuenta de que no estaba vendiendo nada. El hombre no reparó en que me estaba robando el tiempo de trabajo. Necesitaba desahogarse conmigo; me eligió sin avisar, pero le respondí con sumo interés.
Su hermano mayor había desertado del ejército cuando cumplía servicio en Venezuela, en los años de la postguerra. Ciertas autoridades eclesiásticas lo delataron y el mando superior lo subió, junto a dos amigos también fugados, a un barco que haría a la vez de prisión preventiva. En ruta hacia esta península, se lanzaron al mar y nadaron a ciegas. Llegaron a tocar tierra en la orilla de una casita modesta alumbrada por un farol. Allí fueron atendidos por los propietarios de la choza, y a partir de entonces cobijados. Todos cambiaron sus nombres, sus apellidos. Se apellidaron, pues, como la familia de la casa que tenía una sola luz. Eran jóvenes. De manera que comenzaron una nueva vida llenos de ilusiones, de calor humano. Al escuchar el distintivo de la tierra a la que habían arribado, sus ojos se empañaron de alegría, contrariados como estaban porque el nombre de Cuba les decía algo más que una referencia. Era un proyecto de vida tentador lo que se les cruzó por delante, el sueño de la pequeña empresa, de la bodega de víveres, de hacer las américas sin pensarlo mucho. En la isla de Cuba crecía la gente trabajando en los oficios de la vida, y se estiraba uno rápido en el patio del amor. Allí estaban las mulatas, un producto materialmente español, junto con las alpargatas y los potajes de legumbres.
Allí se quedó el hermano de mi cliente, no sé bien si Juan o Manuel, porque no tomé notas sino en el aire. Pero esta historia se supo muchos años, muchas décadas después. Su hermano había desaparecido en Venezuela. Como es de suponer, la estancia cubana le dejó hijos y nietos, lo amarró a la revolución militarizada que dura hasta el día de hoy, y esta revolución lo ajustó a sus leyes. El hermano que me narró esta historia –no sé si Manuel o Juan-, se marchó sin decirme por qué no tuvo noticias del desaparecido durante décadas, hasta que el programa de televisión andaluza Quién sabe dónde lo encontró en la provincia de Matanzas, a unos cien quilómetros de La Habana, en el año 2000, y lo trajo a España, y ellos se abrazaron y luego el de Cuba se dio la vuelta, y ahora quiere legarle su nacionalidad a su familia del Caribe.
Supuese, dándole vueltas al asunto durante un viaje en autobús, que el de allá desapareció involuntariamente porque, a partir de los años 60, nadie de la isla podía cruzar epistolarios con gente del exterior. Eso era un pecado capital. En Cuba durante casi tres décadas dejó de funcionar correctamente el servicio postal. Solo llegaban cartas de Angola –de un lugar no esclarecido de la selva africana-, y de los llamados países amigos, que estaban ubicados en el mapa de Europa del este. Mi familia por la línea materna desapareció en Venezuela. (Donde en principio se había evaporado el desertor de este cuento). Y nunca más he sabido de ellos. Así que, atando cabos, le incorporé a la narración de este emocionado cordobés un salto en el tiempo, una franja oscura que él no quiso o no supo contarme.
Quedaba saber si aún vive el hermano de allá. Y sí, con ochenta años cumplidos, trabajando todavía, trabajando para el gobierno, me dijo mi cliente.

-En Cuba todo el mundo trabaja para el gobierno –apunté-. ¿No piensa volver a verlo?
-Por supuesto, quiero arreglarle los papeles a él ya su familia para que vengan. Mientras haya vida, hay esperanzas – se despidió con un nudo en la garganta, no sé exactamente si Juan o Manuel. Me dijo adiós otra vez en la puerta.
Mi jefe se me acercó para preguntarme qué quería aquel señor.

martes, 20 de noviembre de 2007

Cuéntame cómo pasó (II)



Esta es la historia de mi paso por la vida de otro Jaime, al final de su carrera por alcanzar los rayos del sol. Tripulaba una silla de ruedas de aire comprimido, sin mandos mecánicos excepto las palancas de frenos. Manejaba perfectamente los mandos a distancia, a viva voz, gritando en muchas ocasiones las órdenes. Era un anciano con aspecto de duque bien peinado, oloroso a afeites matinales que hacían un recordatorio a que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Vivió demasiados años para el final elucubrado de un importante hombre de negocios, aspirante a permanecer siempre entre paños planchados con calma, almidonados en los puños y en el cuello. Al arribar a sus 92 abriles, el almidón había desaparecido de los vestidores de su casa y quedaba solamente en la reserva de la despensa. Aun así, la señora de la limpieza y encargada de abastos generales procuraba mantener la estética de los años 60 del ambiente barcelonés de alcurnia. Jaime tenía en su reino otra empleada para su cuidado personal, la que lo levantaba en peso para meterlo en el cuarto de baño.
En su casa se resumían dos promociones de emigrantes toda vez que la encargada principal era una andaluza sesentona que llegó aquí para trabajar en las oleadas de braceros de los tiempos franquistas, y la otra suplementaria era una boliviana de espaldas anchas recién aparecida, capaz de elevar a un toro por los cuernos. Yo entroncaba en la segunda etapa, como socorrista temporero que localizaba cada medio día los bancos soleados del Paseo de Sant Gervasi.
Jaime era amante del sol. Dialogaba con el astro de cara a él, en silencio total, con unas gafas oscuras de vidrio auténtico, queriendo ascender –como Remedios La Bella- hasta las capas más lejanas del espacio azul e infinito. Pocas veces abría la boca. Llegó a confesarme que la vida no vale nada para vivirla en soledad, y que por tal motivo se quería morir. Era un caso atípico de ser matrimonial que sobrevivió varios años la ausencia de mujer. Todavía en el buzón de su casa estaba el nombre de su cónyuge porque, supongo, nunca aceptó su partida. Es por ello que, a pesar de toda la infraestructura creada por sus hijos para garantizarle una calidad de vida mejor, su mente sucumbía invariablemente ante el recuerdo. Vivía en otra época. Firmaba cheques todavía, con una letra inquieta cada vez más indescifrable por el banco.
A mí me contrató para salir cada día a la calle, una hora solamente. Vivimos unos meses transitorios entre el invierno y la primavera, pasando por delante de las mismas personas que lo habían visto apagarse. Lo primero que me preguntó, por teléfono, fue que si yo sabía conducir correctamente una silla de ruedas. Esa hora que estábamos juntos llegó a multiplicarse con el paso del tiempo, debido a charlas más profundas que debo adjudicar únicamente al sol. Esa fuente de luz y calor le sacaba el verbo escondido, hasta el punto de que me animé para proponerle una entrevista de personalidad. Me dijo que no. Entonces capté la idea de que debía tomar notas en la mente.
Su aspecto era legendario, pero, tanto las mujeres de servicio como yo, sabíamos que estábamos echando una partida mortal.
Jaime había sido el responsable de que en este país se vieran de manera ininterrumpida las grandes películas americanas, incluyendo a Latinoamérica. Fue el representante de una de las grandes distribuidoras del mundo. Conoció perfectamente la censura del celuloide en España, y la aceptó como medio natural del franquismo, porque, me dijo varias veces, Franco fue un ser providencial. Su nombre, el de Jaime, aparece en los recuentos de la historia de la cinematografía ibérica, como distribuidor y mecenas de un tiempo diezmado por la dictadura. Pero a él, como a otros hombres de negocios, le fue bien. Poco antes de morirse en mis manos, me enseñó un papel amarillo, acuñado con tinta china, que decía que le conmutaban la pena de muerte por falangista. Según me contó en las alturas de un parque tranquilo de Barcelona, estuvo preso por los rojos en un barco fondeado en el puerto, una especie de corredor de fusilamientos del que salió para un juicio rápido que falló a su favor. Leyendo el acta escrita por un estado de emergencias, pensé que tal vez España se hubiera quedado sin las películas de Cantiflas, de María Félix. Jaime no accedió nunca a ponerse delante de una grabadora de voz, por mucho que insistí y hasta rogué que me dejara ejercer entre bambalinas. Yo suponía que su insistencia en querer morir por aquellos días era una estrategia propia de un anciano, algo más de los chantajes afectivos que me hacían todos de una u otra manera. Pero no. De un día para otro dejó de comer y se fue apagando su escasa voz. Llegaron dos enfermeras de un grupo de asistencia a domicilio para pacientes terminales e indicaron inyectarle cloruro mórfico al 2 por ciento cada ocho horas y una ampolla de escopolamina cada 4. Ese mismo día, a la espera de la llegada de sus hijos, vio como último fotograma de su vida la imagen de una boliviana enorme y un cubano tragando en seco la impotencia que causa una muerte contada por el segundero de un reloj.
Al día siguiente leí la esquela de La Vanguardia, confeccionada por sus vástagos, quienes tuvieron el detalle de incluir los nombres de las dos mujeres que conservaron al anciano con los paños tibios hasta el final de la epopeya.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Cuéntame cómo pasó (I)



Un hombre se despedía de la vida alejándose de sus objetos personales. Estaba consciente de su padecimiento azaroso, una enfermedad neurodegenerativa que lo iba consumiendo lentamente hasta dejarle solo respirar, y poca cosa más. Había perdido el habla. Me recibía, no obstante, con una sonrisa. Lo sacaba de la cama cada mañana y lo llevaba a la ducha. Allí, como un niño, obedecía mis ordenanzas aferrado a un hierro sujetador, sentado dentro de la bañera en una silla plástica giratoria. A una voz mía, cerraba los ojos para que no le entrara el jabón. Cuando estaba listo, invariablemente, se resistía para quedarse bajo el chorro de agua. Yo sujetaba la manguera, la regadera, para que él tuviera los momentos de gloria más abstractos de sus días. Se me cansaba el brazo. “¿Ya estás, Jaime?”, preguntaba yo. Me pedía más. Entonces cambiaba de brazo.
Hace poco, una compañera de trabajo me confesó que le costaba encontrar la paciencia a su edad, a los 38. Le expliqué que eso se entrena. Le hice este breve cuento de arriba. Mi colega, que es linda y lúcida, no dijo nada, lo dejó ahí.
Ese día me lo pasé pensando en Jaime. ¿Dónde estará Jaime? Hace años que no sé nada de él. Podría llamar, pero no quiero. Era un septuagenario que tuvo la mala suerte de que la vida se le declarara con un Parkinson a los pocos meses de jubilarse. Había sido un brillante director de área de una importante entidad bancaria de Cataluña. Cuando se marchó a casa a disfrutar de sus nietos y de todo lo que había construido con su seriedad y buen humanismo, sus asociados le regalaron un reloj de oro con una inscripción grabada en el reverso. Una pieza exclusiva que simbolizaba el magnífico resultado de su trayectoria, y, de paso, el cariño de algunos de sus compañeros.
Dormía con el reloj puesto. Una vez, despistado, lo metí en la ducha asimismo. La máquina era tan buena que no tragó agua. Se me quedó instalada en la memoria aquella imagen de su cuerpo totalmente desnudo, encorvado, postrado sobre una silla que parecía un objeto de naufragio incongruente, dentro de un cuarto de baño rosado e impoluto, y en la muñeca de Jaime el reloj vistiendo los años.
Su mujer me regañó por no haberme dado cuenta.
El oro y el tiempo se habían juntado con el agua y habían hecho una cofradía. Jaime no le dio demasiada importancia a la incidencia porque para él las cosas materiales iban abandonando su casa poco a poco. Su cabeza estaba en el chorro de la ducha, recibiendo una cascada de alivio físico y emocional suministrada por mis manos. Llevaba el reloj solo para vigilar los ciclos de la lluvia celeste.
Anoche estuvo de visita un antiguo amigo de La Habana. Lo primero que observó fue un proyector de imágenes bastante aparatoso. Sé calcular, más o menos, el alma de las personas por la observación de esa máquina. Hay quien no dice nada; otros que, simplemente, preguntan qué es ese artefacto, y los que, como mi amigo, inquieren directamente de dónde saqué una reliquia así.

-Me la regaló un anciano que estaba haciendo limpieza. Había pasado de todo, de sus recuerdos, de su familia, de su antiguo cargo profesional…de todo menos del placer que proporciona estar debajo de un chorro de agua. Como puedes ver, está en perfecto estado de conservación. Funciona. En lugar de depositarla al lado del contenedor de la basura, donde me pidió que la dejara, la traje a mi casa. Pesa mucho. Atrae el polvo, pero eso también es señal de vida. Me contaron que unos pequeños automóviles de tres ruedas que quedan por ahí salieron de la refundición del metal con que construyeron los aviones de combate de la Segunda Guerra Mundial. Así que tengo esperanzas de que alguien, algún día, necesite ver sus filmes de ocho milímetros para invitarlo a arrancar este proyector, en memoria de Jaime, donde quiera que esté- concluí la explicación al visitante, con la voz entrecortada.

martes, 13 de noviembre de 2007

El parte del tiempo



Me han dicho que un párrafo de la crónica anterior sugiere que estuve deprimido, como usualmente se le nombra a la baja frecuencia de transmisiones de señales de vida, o lo que pudiera ser algo parecido a la tristeza. En Cuba nombrábamos un estado similar con una sola palabra: Gorrión.
Tener gorrión era –supongo que es- “padecer” de un estado anímico bajo, no mostrar deseos de hablar mucho, mirar a los otros con una nube delante de nuestros ojos, transitar de la cama al sofá –y viceversa- con los calcetines puestos, disminuir la productividad intelectual y física, remontarnos mentalmente al pasado, deambular por los días con el pesimismo asomado a la barandilla que marca nuestro equilibrio emocional. La melancolía puede mezclarse perfectamente si nos marca desde siempre nuestro temperamento. Brota sola a la luz.
Pero de ahí a estar deprimido –y me meto en caminos de la psiquiatría- va un tramo muy largo. Puedo decir que estuve asténico, débil, porque he tenido que cambiar mis horarios de golpe, mis contenidos de trabajo, con las exigencias que conlleva en un ser matraquilloso como yo hacer las cosas bien. Además, mi nuevo trabajo me devuelve exhausto a la casa, porque, como adelanté aquí, soy vendedor de electrodomésticos y me mantengo ocho horas de pie. He perdido tono muscular, cuatro tallas de cintura –sin exagerar-, y reposo de mente. Ahora estoy soñando casi todas las noches con equipos de audio y vídeo que me pasan por delante como ovejas, pero no sólo sueño con los aparatos, sino, además, con unas etiquetas naranjas que llevan los códigos de cada género. Me estoy preparando para la gran tirada de venta de navidad. Para entonces, tendré que ser capaz de conocerme las características técnicas, prestaciones, precios, de un sin fin de cámaras fotográficas, agendas electrónicas, teléfonos móviles, MP3 y MP4, entre otros artículos. Si supero esa prueba de fuego –vender más y mejor-, después de las fiestas dejaré funcionando mi piloto automático para seguir mi estilo de vida parecido al de antes. Ya no será igual, por mucho que me esfuerce. Tendré muchas neuronas ocupadas en la “entrañable” letra pequeña de las cajas de los aparatos. Eso sí: obtendré un máster de cómo enrollarme con la gente en un palmo de tierra sin perjudicar mis intereses personales.
Es muy posible que, al dedicarle muchas horas de pensamientos a los aparatitos de la tienda –Cómo vender un GPS a un cliente que buscaba un paquete de baterías AA-, me refugiara en mis nuevas obligaciones reservando el costumbrismo para después. Es cierto: el hábito hace al monje.
No ha sido difícil intercambiar unos minutos de sofá, con calcetines, frente al televisor, por otros frente a esta pantalla. En definitiva, ahora me doy ánimo con cualquier cosa. También vendo pantallas para ordenadores. Así que se trata de vincularlo todo porque todo está concatenado en este mundo nuestro.
Si los cambios de estaciones afectan a uno emocionalmente, y si esto coincide con un cambio de actividad laboral, más el resfriado que ronda los lugares cotidianos, el resultado pudiera ser eso que llaman depresión.
En Cuba esa palabra no la utilizábamos apenas, excepto para la meteorología. Una depresión tropical no es lo mismo que sentirse alguien tropicalmente deprimido.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Marinero en tierra (con permiso de Rafael Alberti)



Una chica rubia cubierta de pecas entró a la tienda a primera hora de la mañana, con una amiga. Hablaban francés entre ellas, aunque se dirigió a mí en correcto castellano.

-Buenos días- me dijo-. Queremos ochenta y dos pilas AA e igual número de las AAA.
-No sé si quedarán tantas aquí. Te doy las que tengo. Si no alcanzan, puedes recorrer todas las ferreterías del barrio- respondí un poco asombrado por el pedido.

Le vendí todas las que tenía. En efecto, no llegaron a la cantidad del pedido. Mientras cobraba en la caja, no pude contenerme y pregunté:

-¿Es para un colegio, verdad?
-No, es para mi hermano y su compañero de viaje. Navegan en uno de los veleros que están fondeados en el puerto. Se van a dar la vuelta al mundo en ochenta días.

Sonreí. Era la primera venta de la mañana, una venta simpática, curiosa. La chica me dejó antes de irse un librito desplegable con toda la información técnica sobre la nave marítima en la que viajaría su hermano. Después de almuerzo, mi curiosidad seguía creciendo y me escapé hasta el muelle a echar un vistazo al velero. Había nueve embarcaciones coloridas amarradas en el canal paralelo al Paseo Colón. Me dio la corazonada de que estaba delante de una gran noticia.

Cuatro días más tarde, en la mañana de hoy, la pereza continuaba rondando mis ánimos, por los mismos motivos insospechados que me tienen lejos de este blog. Abrí un ojo solamente para ver la hora. Eran las once. Mi mujer, disciplinadamente, esperaba despierta una reacción vital de mi parte, cualquiera que le indicara acción, movimiento, despertar de mi letargo silencioso. El edredón que estrenamos hace unos días me sujetaba aun más a la cama, al igual que la sensación tácita de la llegada del invierno. Un domingo, desde que trabajo en el sector del comercio, no lo regalo tan fácil. Con el único ojo abierto por pereza, pesqué el mando de la tele que, a regañadientes, instalé en nuestro dormitorio acto seguido de inaugurar el edredón. Mi mujer desayunaba sola en la cocina. Algo me indicaba que tenía que responder al alba, un poco pasada de hora. Toqué un botón y salió un mar repleto de barcos.

-Mi amor, mira esto- llamé a mi mujer-. Son los veleros de que te hablé.

La televisión local transmitía en directo la salida del Barcelona World Race, en su primera edición, con vistas aéreas, más otras tomadas desde el mar y desde la franja litoral. Las nueve tripulaciones recorrerán 25 mil millas náuticas en embarcaciones monocascos de 60 pies de largo. Me entró escalofríos pensar en la vida a bordo durante dos meses y medio sin tocar tierra. Y yo zozobrando de una debilidad muscular provocada por un resfriado turbulento que cogí en el trabajo, supongo, donde todos mis compañeros fuman la “pipa de la paz” tranquilamente sin enterarse de se nos agotaron las pilas pequeñas.
Abrí el otro ojo para comenzar a dejar atrás la vagancia dominical. Me di cuenta de la relatividad de las cosas cuando un hombre está enroscado en la tibieza de un edredón y otro hace pulso con las olas, orientando las velas que tendrán que aguantar el trajín de ochenta días. El recorrido se realiza de Oeste a Este dejando atrás los cabos de Buena Esperanza, Leewin y Hornos, antes de remontar hacia el Atlántico de regreso a Barcelona.
No es la primera vez que la modorra se apodera de mis fuerzas e incluso de mis ganas de comerme el mundo, dicho esto en un sentido lúdico e imaginario. Desde el calor de la cama, introspectivamente, me prometí volver por estas páginas que me estaban esperando, en honor a los marineros osados y temerarios de todo el orbe. Me queda la ilusión de que mi humilde servicio viaja en el Delta Dore, la nave en la que surca los mares el hermano de la pelirroja -¿o era rubia?- francesa que me dejó sin baterías.
No sé por qué no se nos ocurrió llegarnos hasta el puerto a decirles adiós. Quizá porque era domingo, y estos días son sagrados para mi mujer y para mí, además de que teníamos cuentas pendientes en el ámbito doméstico. Pero estaremos allí a mediados de febrero cuando vuelvan, en la rada mediterránea que tanto nos gusta aunque el agua se vista de invierno. Bon Voyage.



Nota: la regata se puede seguir por Internet desde la página http://www.barcelonaworldrace.com/

martes, 23 de octubre de 2007

Causas y azares (con permiso de un poeta)



Esta historia que parece un final debió ser escrita hace mucho tiempo. Incluso, estoy sentado a la máquina un poco por obligación, en pos de finalizar de una vez y por todas mi pasado reciente de algo más de un lustro, desde el momento en que llegué con una pequeña maleta, hasta hace unas pocas semanas en que conseguí mi primer contrato de trabajo. Tal y como he ido contando en el presente blog -mediante retrospectivas expuestas a golpes de nostalgia o desazón-, debería estar montado en una proyección de futuro compuesta fundamentalmente por el día a día, como hace la mayoría de los mortales. Sin embargo, un resfriado que hizo su servicio a gran escala conmigo, me retuvo en horas extrañas debajo de una manta y, entre sudores, recordé que no sería justo enviarles mis semblanzas a los productores de Lulú.com (1) sin redactar el principio.
Todo comenzó en un edificio obrero del distrito Nou Barris, en la antiguamente considerada periferia de Barcelona. Llegué una mañana enviado por la empresa para la que trabajé como auxiliar de geriatría durante varios años, sin papeles, como le llaman generalmente a la ausencia de documentación. Me esperaba un anciano de 90 años delgado como una pluma, arropado como una criatura de meses en una habitación ciertamente infantil que le había prestado uno de sus nietos pequeños. Era invierno y estábamos a los pies de las montañas que separan la ciudad con el Vallés Occidental. Al yayo –lo llamé siempre así- se le veía una nariz de aleta de tiburón, la frente y nada más por fuera de la manta. Era una mañana azul, húmeda y salvaje, por el olor a hierba, en la altura que estábamos. La hija menor del anciano me condujo hasta la habitación pequeña repleta de muñecos, libros escolares, discos, dibujos, fotos de grupos. Me dijo:

-Ahí tienes al coronel.

Era una broma para indicarme desde el principio que su padre había sido un hombre dado a ordenar acciones, testarudo, férreo, de pocas palabras. Al menos esa fue la sugerencia que me transmitió el cargo de una gente en un sistema de mandos.
Esa mañana, sobre las diez, fue la primera vez en mi vida que cambié un pañal, apelando al sentido común del manejo de las cosas elementales, la prueba de fuego que me descalificaría o no a mí mismo luego de haber mentido en la agencia intermediaria, puesto que había asegurado allí mi larga experiencia en el ramo. La hija del anciano, con la que minutos antes había compartido el ascensor sin saber quién era, se dio cuenta de mi improvisado oficio y se ofreció para enseñarme los pasos. Sin doble lectura, agradecida más bien de mi presencia. Sacamos el pañal volteando el cuerpo huesudo de un lado y de otro, y comenzamos la higiene entre los dos. Ella sabía que yo podía ser experto en cualquier cosa menos en manipulación de enfermos. Me regaló una sonrisa identitaria que duró tres años, hasta el último día en que dejamos de vernos.
El coronel pesaba no más de 60 kilos y medía un metro y medio encorvado. Había perdido todos sus dientes, por lo que la boca se le hundía en un dibujo de la vejez que siempre yo había visto en ilustraciones de libros. Sus ojitos lucían una nube gris provocada por cataratas, aunque la visión no era del todo nula. Se apoyaba prácticamente sobre los huesos las últimas gafas graduadas que se hizo, muchos años antes de llegar yo, unos paneles inmensos de pasta desfasados en el tiempo, rústicos, al estilo del abuelo cebolleta. Encima, una gorra a cuadros de pana o tela fina, en dependencia de las estaciones del año. Los pantalones le iban grandes todos. El cinturón también, con agujeros progresivos hasta el ajuste de la semana. Se calzaba con zapatillas de hogares de abuelos, a cuadros, de tela gruesa, con suelas de gomas. Le quedaban grandes, se les salían de los pies a cada rato en medio de la calle; saltaban del carro donde iba sentado y desde donde descubrió que Barcelona se transformaba a pasos de gigante, más allá de las Olimpíadas del 92. Su entorno se había convertido en un tablero de obras públicas mejorado por parques y jardines, lo que nos beneficiaba a los dos. En aquel duro invierno en que lo conocí, a principios del 2002, se forraba hasta la nariz –lo forraba yo- de piezas de vestir, con manta a cuadros superpuesta en las piernas, y así anduvimos la zona y nunca dejamos de salir, excepto los días de lluvia. Su pasión era el fútbol. Con el tiempo fui auto designado para comprarle las pilas de la radio de bolsillo a través de la que recibía los partidos.
El yayo hablaba poco, es la verdad. Llegó a Cataluña para hacer la mili en un batallón antiaéreo, y aquí se enamoró. Al terminar la guerra, luego de pasar por un campo de concentración francés y por otros destinos peninsulares ligados al ejército, vino a reencontrarse con la catalana sencilla y humilde que removió su corazón. La aventura duró toda una vida, con altas y bajas, como suele ocurrir. Había nacido en Ahigal de los Aceiteros, un pueblo a unos cien quilómetros de Salamanca. Sin embargo, y aunque jamás quiso hablar el idioma local, le entregó más de 60 años a Barcelona, a las fábricas y las calles de la otra capital española. Terminó sus días dejando hijos, nietos y bisnietos catalanes, como fundador de una curiosa familia representada tanto en la clase alta empresarial como en la obrera.
A veces, mientras tomábamos el sol en los verdes parques del Nou Barris, me preguntaba a mí mismo qué línea de conexión me gustaría inventarme para llegar a la existencia del yayo. ¿Qué familia española no ha tenido un miembro destinado en Cuba por el ejército, o emigrado por voluntad propia para emprender una vida más próspera, o de visita recientemente dentro de las nuevas oleadas de turismo internacional? A veces me quedaba dormido en los tranquilos parques mañaneros, mientras cantaban los pájaros y el yayo se perdía en sus recuerdos. Era él quien me despertaba removiéndome suavemente. No podía ni con su alma. Estaba escuálido, “desapetitado”, mudo, con ganas de morirse y al mismo tiempo con deseos de luchar por la vida. Llevaba los bolsillos llenos de caramelos de menta, comprados a primera hora en los quioscos de periódicos. Había fumado, había bebido suficiente vino, había degustado infinitas raciones de callos en salsa, había aprendido a conducir un automóvil a los 60, lo que quiere decir que condujo cerca de 30 años; se compró una torre, como se le llama en Cataluña a los chalets, y la mantuvo hasta que sus fuerzas se lo permitieron; jugó a la lotería, a los azares de dinero casi todos. A sus 90 años, cada viernes me hacía pasar primero por los caramelos y después a comprar un cupón de la ONCE. Me llamaba “el turista”, quizá por mi aire de esparcimiento, lúdica manera, con los recuerdos, de matar el tiempo.
Llegué a la conclusión de que vivió un extra pasados los 90 para que yo pudiera bandearme en esta ciudad, en mi exilio auto designado. Tengo suficientes fotos de sus manos estrujadas, de su sonrisa sin dientes. Su recuerdo encaja con los primeros años en los que yo era un ser ilegal y, sin embargo, no sentía miedo al paso del tiempo. Eran los años de la novedad, del amor accidentado en las carreras de la trama urbana; de la entrega total, de las decepciones y el comienzo de tener en cuenta ciertas responsabilidades. Aprendí a respirar por la boca, a bañar un cuerpo encogido en un cuarto de aseo de dos metros cuadrados. Siendo un ilegal, un sin papeles, atravesé varias veces la ciudad con el coronel en una ambulancia, designado por la familia, visitando urgencias. Era su sombra, su cuerpo, su voz y sus ojos diminutos. Como mismo hube de mentir a la agencia, desinformé a un policía que era el hijo varón del coronel. Con el tiempo aclaramos las cosas, cuando el nivel afectivo había crecido y el bregar cotidiano marcó cuotas de seriedad en mi persona.
Siempre pensé que cualquier día mi teléfono iba a sonar para convocarme al funeral repentino del yayo. El tiempo sobrepasó mis cálculos y me vi obligado a emigrar nuevamente para organizar mis futuros papeles. Me fui a Asturias con un plan que fracasó, pero, por razones obvias, entonces tuve que despedirme. Se le aguaron los ojitos casi cerrados que tenía. Tanto él como su hijo, el policía, me desearon suerte en la vida. Hay muy pocas gentes que emigran de Barcelona hacia Gijón. En aquel momento, además de regularizar mis documentos, yo necesitaba romper. Así que lo dejé sentado en su silla de ruedas, envuelto en mantas y con los bolsillos llenos de los caramelos del día.
Mis “papeles”, como he contado en estas páginas, salieron por aquí por Barcelona, y lo de Asturias se resumió a un viaje de una semana. Pero como había roto en serio, no quise mirar atrás y nunca más llamé al coronel. Ni ellos a mí.
Un buen día entré en una farmacia y me atendió un vecino de su edificio. Me reconoció en el acto. Por este vecino supe que había muerto, aunque, tratándose de una versión extraoficial, todavía sigo pensando en que alguien duerme al pie de las montañas tapado hasta la nariz, con una radio encendida toda la noche debajo de la almohada, donde además está envuelto con las fundas un cupón de lotería de los viernes.

Otoño 2007



Nota (1): El presente blog pasará algún día no muy lejano a los archivos de Lulú.com, editorial virtual mediante la que se puede encargar a domicilio un libro impreso.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Vicentico



Entre los grandes recuerdos que conservo de esta ciudad y mis días –todavía corrientes- aquí, está la sonrisa de un octogenario alto y grueso como una montaña. Cuando quería explicarme algo de sus años mozos, bajaba un poco el mentón para mirarme en contrapicado y hacer, pues, la señal de complicidad, de bajo metal de voz y alta fidelidad. Me secreteaba entonces sus grandes hazañas, que consistían en viajes a Argelia como comerciante de textiles, hasta la construcción de un búnker en pleno campo catalán, pagado al contado cuando tenía alrededor de 60 años.
Fue un inteligente y emprendedor hombre de negocios al que conocí en el ocaso de su vida, una mañana tranquila y primaveral en la que lo saqué de la cama con la ayuda de su esposa. Ese despertar se convirtió en un ritual varios meses.


-Jorgito, ya estás aquí-, me decía con la misma sonrisa enternecida de abuelo refunfuñón, guerrero hasta la médula, pero cascarrabias y testarudo como la gran mayoría de hombres acostumbrados a llevar el mando de un sistema cualquiera durante toda la vida, sin darse cuenta de que el declive ordinario de la naturaleza humana nos obliga a cambiar los hábitos.

-Sí, Vicentico. ¿Cómo has dormido?- respondía pronto para que escuchara mi voz lo más rápido posible y me dibujara su sonrisa indómita.

Caminaba con un andador a pasos cortos y profundos, hundiendo un mar de alfombras que tapizaban su apartamento barcelonés, trampas asustadizas en las que se enredaron más de una vez sus zapatos, los míos y las puntas de gomas del andador. Nunca llegamos al suelo, y eso fue una suerte tremenda, porque no hubiera podido levantarlo. Me contrató para que lo ayudara a prepararse al comenzar el día, que para él alboreaba a las diez de la mañana. Estoy seguro de que me tomó cariño. Me lo demostró más de una vez con los apretones de manos, con la mirada tierna, con la garganta temblorosa por las emociones, con los pequeños detalles de esta vida que consisten, parece mentira, en preguntas tan simples como interesarse por nuestras familias.

Disfrutaba de mis manos y de mis maniobras para afeitarlo con una Braun algo avejentada, aunque seguramente el electrodoméstico formaba parte de su arsenal de guerra. Se reía a carcajadas cada vez que, dentro de la bañera, se encontraba con sus vergüenzas al aire y utilizaba, siempre, la misma broma:

-¡Fíjate, Jorgito, en lo que ha quedado esto! ¡Y pensar que fue una potente sala de máquinas!

Yo siempre lo recordaré con agrado porque me hizo sentir su amigo, sin marcajes de zonas geográficas. Cuando la senectud toca a la puerta, se suelen perder las reservas y el pudor, y ya importa poco de donde uno sea, de donde sea el cuidador, el enfermero, el peluquero. Se lucha contra el peso de los años, reflejado en achaques más o menos llevaderos, en dependencia de nuestros hábitos de antaño y de la suerte que nos depare la naturaleza. No hay más que hacer. Contar los días o no contarlos; vivir o no al margen de las cosas; continuar amando la sencillez del contacto físico, del beneficio de la memoria, o no.
Vicentico había sobrevivido a una guerra. Había combatido en la vertebral Batalla del Ebro, movilizado por los rojos de su territorio, y apresado, en buena lid, según me contó, por los nacionales. Estuvo al borde de la muerte cuando un obús lo alcanzó. Entre las bromas que me hacía en la bañera, estaba mostrarme cada día el agujero que le quedó para siempre en una cadera. Pero, con marcas y todo, supo, como muchos españoles, sobrepasar la amarga experiencia de una contienda civil tan devastadora. Se sumó a la España del progreso –con un poco de suerte y astucia- y se convirtió en un hombre de negocios, navegando viento en popa dentro la Cataluña próspera de los años 70 y 80. Se jubiló, digamos, con las metas cumplidas, y con mucho mundo por debajo de las ruedas de su automóvil. Por eso, como colofón, compró, otra vez con buena suerte, un terreno no muy lejos de la gran urbe condal y se hizo una estupenda casa de piedra que durará lo que Dios quiera, por decir una frase cualquiera.
En estos días, por casualidad, me llevaron por sus predios. Era un festivo por el día de la hispanidad, y salimos al campo. La vida quiso que pasáramos por delante de una finca amurallada que yo conocía muy bien. Estaban las ventanas abiertas y un coche adentro en el porche. Con mi timidez, pasé de largo y no pregunté quién habitaba esas gruesas paredes y, en fin, ese ambiente interior de caza de alta montaña, con su chimenea original, las encinas afuera, el perro correteando si tuviera que realizar un dibujo a lápiz a mi medida. Se me estrujó el corazón solo de pensar que Vicentico fue a morir allí tranquilamente como última voluntad, en su gran obra que no destruirá un rayo, ni el sol, ni el tiempo. Solo los herederos, cualesquiera que fueran, podrán echar abajo el retiro de un hombre que nunca perdió la sonrisa.

Otoño 2007



lunes, 15 de octubre de 2007

De la mitología contemporánea



Cuando era un jovencito, conocí a un melómano de mi edad cuyo hobbie era descifrar las canciones de Silvio Rodríguez. Dedicaba horas a desentrañar la sintaxis del poeta/cantor, pegando el oído a su radio cassette y anotando al margen del original un texto suyo, que luego compartía abiertamente en atípicos círculos de estudio. “Aquí Silvio quiere decir tal cosa…”. Y era posible que nuestro amigo hermenéutico tuviera la razón.
En la universidad, muchos años más tarde, la profesora de gramática nos llevaba a veces ejemplos prácticos de tropos, metáforas y licencias poéticas provenientes del cuerpo de una canción del mencionado autor. Éramos tan jóvenes cuando tales letras nos hacían quebrar la cabeza, pues descubríamos en ellas la poética inusual, rompedora, hermética y a la vez original con la que soñábamos enamorar, hablar, escribir. Encima, nos cuestionábamos constantemente cómo el bardo era capaz de ponerle música a unas palabras tan rebuscadas; aunque no sólo a las palabras: los sintagmas eran –son, porque están grabados- un verdadero lío de musicalidad espiritual en el nivel superior del pensamiento humanista. Para complicar más el fenómeno social, no pocos se hicieron de una guitarra e imitaron a aquel rapsoda delgadito y con alopecia anticipada; pero chocaron con la complejidad de los acordes, del trasteo en el brazo del cordófono. No sonaba igual; sin embargo, se parecía a lo de Silvio, y eso nos valía para reunirnos a la intemperie en las escuelas en el campo.
Más o menos así se fabricó un mito de la lírica universal que en los tempranos años 60 –comenzaba eso que se ha dado en llamar revolución- destacó por su rebeldía en todos los aspectos contraculturales del sistema imperante.
No sabemos exactamente por qué hoy en día apenas ofrece conciertos populares en su país, ni por qué vive como un empresario aburguesado de la periferia protegida de la ciudad, ni qué lo motivó a alinearse a los caprichos del gobierno que lo censuró antes, ni cuál es el origen de sus declaraciones de principios, desfasadas con la actualidad de su país; hipócritas y embusteros alegatos.
Ha cumplido 60 años, dice el periódico, y ahora escribe sobre la realidad de su país, apunta además la plana de esta localidad. No es que queramos hacer la puñeta revisando los diarios, pero no hemos perdido la memoria como para obviar la trayectoria del versificador más oportunista que hemos visto pasar por delante de nuestros ojos. En la misma medida en que un ser humano destaca ante la muchedumbre, es de suponer que se espere de él la mayor coherencia, al menos, ética. Silvio Rodríguez ha podido viajar y decidir dónde poner su campamento. Comparar los sistemas –el capitalismo feroz y el socialismo edulcorado- y sacar cuentas tentativamente eficaces. Sabemos que en Cuba no hay otra opción que alinearse al poder si se quiere vivir del pasado, de los derechos de autor, de la hipocresía.
El Teatre Musical de esta ciudad se llenará, posiblemente, los días 22 y 23 del corriente mes con los nostálgicos de la era Nueva Trova progresista, de aquella etapa cuando, según el propio encartado en estas líneas, “la era (estaba) pariendo un corazón”. Al cabo de casi medio siglo se ha demostrado que lo que estaba alumbrando era un estado inamovible, dictatorial, y es una pena que haya sido así, porque fue hermosa la ilusión de cambiar el orden de las cosas, y alimentó más de un desafuero como el de mi padre, que prefirió quedarse con una muda de ropa y una preciosa mujer combatiente, haciendo el amor en los camiones del corte de caña. Se decantó por esa opción en lugar de embarcarse hacia La Florida. Luego nacimos nosotros….pero de ese episodio familiar ya hace más de 40 años. Como los tengo cumplidos, y, contrario a mi padre, brinqué el charco hacia este otro lado del mundo, llevo varios días tratando de ignorar el cartel promocional del concierto del poeta, pegado en un pirulí en la esquina de mi casa. Hasta hoy, que me provocó más de la cuenta encontrar en el periódico unas palabras suyas insultantes:
“Nadie sabe lo que es el comunismo”.
Hay que matizar, compañero. ¿A qué comunismo te refieres? ¿Al de los postulados marxistas o al que se puso en marcha en este planeta?


Otoño 2007

domingo, 14 de octubre de 2007

Ferràn se llamaba Fernando



Hace mucho tiempo me estoy resistiendo a escribir sobre el programa que más me gusta de la televisión nacional. Quiero decir: de la televisión catalana. Quiero decir: del Ayuntamiento de Barcelona. Casi nadie ve Barcelona Televisión (BTV), el canal de nuestro alcalde. Desde allí se emite el “espacio” que más me entretiene y, encima, me aplasta por el alto nivel profesional de su conductor. Hablo de Telemonegal, sin más rodeos. Los martes por la noche sufro cuando no puedo estar en casa. Me he enganchado a la magnífica puesta en escena de aquel guía espiritual que casi siempre coincide conmigo. Monegal, Ferràn, que antes se llamaba Fernando –eso me han dicho los más viejos de aquí-, sabe perfectamente que nadie en este extenso país ibérico protagoniza un serial de debate televisivo en directo como lo hace él. Utilizo la palabra protagonista con toda intención, sin que Luis del Olmo se ofenda: es que Monegal ha puesto su apellido al servicio de la nomenclatura de la cartelera. Un pequeño detalle egocéntrico a perdonar. Su vuelco a corazón abierto –¡me da un miedo a veces que le pueda atacar un infarto!- es un acto de valentía total. Digamos que no deja títere con cabeza. Lo malo es que el programa solo se ve en Barcelona y alrededores. Es una pena, la verdad. La televisión nacional –ahora sí- es tan mala que alguien tenía que ponerle límite alguna vez, aunque sea el límite de la crítica que, por cierto, es el más difícil de emprender. El crítico se lo juega todo. A Monegal lo estoy observando desde hace tiempo y, al margen de su autobombo titular, al menos, te hace creer que lo que dice lo siente. Hay mucha gente con sentido común, con inteligencia, con buen gusto, con preparación estética y buena base ética, pero no todos ellos tienen voz pública. A mí Monegal, tanto desde las páginas de El Periódico de Catalunya como desde la pequeña pantalla, me llega, me llena. Incluso cuando tiene que tomarle el pulso a nuestro circunspecto alcalde, que, en definitiva, es quien le paga.
En Cuba hay un crítico de la televisión que es un hombre culto pero deshonesto, corrupto, injusto. Estos rasgos negativos de su personalidad lo llevan a ser mal crítico. Lo que pasa allí es que no tiene competencia. Yo creo que Monegal tampoco tiene un competidor a su nivel dentro de esta tele nuestra de cada día. La gran diferencia entre Monegal y el crítico cubano es que éste último, además de principios, no tiene libertad. Sin libertad de expresión es imposible ejercer la crítica correctamente. Son contemporáneos los dos, bigotudos ambos, envuelticos en carne, con gafas graduadas, ácidos, irónicos, demoledores. Monegal más simpático, la verdad.
Ferràn, el crítico, no el cocinero, lo hace desde los medios provincianos –me refiero a la televisión, no al periódico-, y su gran estocada está en invitar a los hacedores de la tele nacional. A algunos les da rabia que le tiren del pellejo desde un ámbito regional, y terminan perdiendo las tablas. Monegal es un especialista en derribar mitos. Es un artista, un histrión disfrazado de crítico. Críticos somos todos, o casi todos. "El viejo" disfruta haciendo la deconstrucción del sensacionalismo oculto y no tan oculto. Yo no quería escribir nada porque considero que él lo tiene todo –agallas y fino juicio fundamentalmente. Sin embargo, he tenido que salir a defenderlo porque una cronista de la prensa rosa lo puso a parir una vez. Aparentemente.
Me refiero a Carmele Marchante, quien, hablando un catalán entreverado, prácticamente no lo dejó respirar, cuando la mayoría de las veces ocurre lo contrario con el entrevistado de turno. Ferràn: estoy contigo. Sé que desmontaste a Carmele con tu silencio, que no quisiste ponerte a su nivel de gritería, y la dejaste marchar, valga la redundancia, contenta. Tú tienes clase y además confías en la inteligencia de los que estamos recibiendo la señal en casa. Me agradas molt, aunque te estás volviendo pretencioso. No te lo tomes a mal.

Otoño 2007

miércoles, 10 de octubre de 2007

Cuestión de genitales



Cualquier hombre con dos dedos (horizontales) de lujuria perseguiría a Maribel Verdú por los caminos del mundo. La delgadísima ninfa de dientes largos y abundantes labios volvió a asomarse en la gran pantalla, esta vez desde el reto para sí misma de no cautivar a nadie con su belleza, sino con la fibra histriónica. Acaba de salir a la calle Siete mesas de billar francés, el quinto largometraje de otra mujer, Gracia Querejeta, repleto de fuerza en las múltiples historias que narra.
El domingo nos fuimos a verlo mi mujer y yo seducidos por los avances del traíler, y, por qué no, por la curiosidad de constatar el contrapunteo entre Blanca Portillo y la sensualísima Maribel. Nos encontramos con un filme que no deja descansar a nadie durante las casi dos horas de metraje, porque cuenta con un alardoso guión que pretende ahondar en cada uno de la decena de personajes, haciendo hincapié, por supuesto, en las dos mujeres. El ritmo de la película es superágil, entretenido, vertiginoso. El guión utiliza el suspense como punta de lanza para traer más de una sorpresa constantemente, aunque esto le obligue a echarle manos a lugares comunes. La historia comienza a narrarse desde un punto que parece un final, y se va abriendo paso con las subtramas y las pequeñas historias de personajes menores. Hacía tiempo, me dijo mi mujer, que no veía una película española tan redonda y entretenida. Coincido con ella, aunque me parezca que el guión abuse del factor sorpresa. Desde mi más humilde opinión, es uno de los largometrajes nacionales que más dará que hablar en lo adelante, porque se mete hasta el cuello en la verdad social, digamos, en la urdimbre social, porque la verdad es relativa. Hay muchas gratuidades –como la mini historia de la enfermera que se ofrece para hacer la manicura- en pos de la presentación de conflictos sociales de la España de hoy y de la llamada España cañí, la auténtica, la barriotera y costumbrista.
Por suerte, aunque se huela la inspiración en el trhiller de la gran industria del cine, esta cinta no cae en situaciones y mucho menos en cierres americanos; quiero decir, norteamericanos. Podía haberse llegado a eso perfectamente con el buen ritmo de la tragicomedia que se logra.
Pero el final no es de happy end.
El final estaba dicho hacía rato, lo que la directora, los guionistas, tenían que bajar la persiana de una vez.
Historias de mujeres y hombres, de puntos de vistas y lecciones de emprendedores, de ancianos lúcidos y gente testaruda. En fin, cualquier entramado de patio citadino de hoy se ve aquí. Incluyendo –¡parece que no puede faltar en una peli que se respete!- el tema de la inmigración.
Nuestra adorada Maribel, no obstante, se nota sobreactuada. Su personaje no es nada fácil de interpretar y suponemos –mi mujer y yo- que hubo un error de casting. Esta película está muy lejos, por ejemplo, de la sensualidad bucólica que transmite un retrato social como Belle Èpoque. No es el estilo de Maribel, sencillamente, aunque se esfuerce y logre una aproximación, de lo que se le pide, por exceso de carácter.
La delicia total en pantalla es Blanca Portillo. La estábamos persiguiendo, por otras cosas, desde que la vimos en Volver. En esta nueva entrega suya, en la que le toca un papel de perdedora y amargada, no solo logra el matiz exacto del personaje, sino, además, lo enriquece. Hay escenas memorables, como la secuencia en la que tira los vidrios enmarcados al suelo, que la enmarcarán para toda la vida. Y valga la redundancia.
Otra cosa: mientras en las pantallas españolas siga diciéndose que las mujeres tienen cojones en lugar de ovarios, este país seguirá detenido en el tiempo.

Otoño de 2007

lunes, 8 de octubre de 2007

MP3



Durante años estuve negado a montarme en el tren de la revolución tecnológica, pero sólo en los apartados que perjudicaran mis intereses personales. Como mismo compré rápidamente el reproductor de DVD para el ámbito doméstico, el de MP3 portátil tardó en llegar a mi vida bastante tiempo. La razón principal era -¡uf, tengo que hablar en pasado!- que me perdía el sonido ambiente con los cascos puestos.
¿Si ya me había resistido sin doblegarme jamás al aparato itinerante de disco compacto, por qué iba a tentarme el archiconocido MP3? Soy devoto de los espacios abiertos, de los desplazamientos de la gente, de sus conversaciones más rutinarias, del sonido de las puertas, del de los pasos con tacones –lejanos o no-, de la musicalidad armónica de las máquinas, del murmullo del tráfico urbano –ese run run pertinaz e impertinente si quieres escuchar otra cosa-; soy un “enfermo” de los ruiditos singulares de las cremalleras –en Cuba se les llama zíppers-, de las tapas de los estuches para gafas, de las polifonías de los tonos en los teléfonos móviles, personalizados y –como los perros y sus criadores- muy semejantes a sus usuarios; del llanto o la risa de los niños, de los regaños de sus padres, de la comunicación verbal, en fin, que se lleva hoy en día. Con los cascos, obviamente, me lo perdería todo. (¡Vaya palabra dura para nombrar unos auriculares!).
Con el tiempo comencé a tener menos tiempos para mí, y perdónenme el pequeño trabalenguas. Esto me llevó rascarle al señor implacable, a Cronos, una milésima de segundo, casi a arrebatársela. Mis viajes en transportes públicos dejaron de ser un paseo para convertirse en traslados obligatorios, con el cuerpo roto después de ocho horas demoledoras de cara al público. Paralelamente, bajaron los precios de los diminutos reproductores de MP3. Y, como sumatoria, ahora resulta que también los vendo.
Hay personas mayores a las que regalo vocalmente esta historia mientras les suministro una radio convencional de sintonía analógica, si es que la tienda no está muy llena y tomé antes el fharmaton complex, que es un reconstituyente para levantar el ánimo junto a un trago de café. Eso supongo, no lo puedo asegurar.
Los viejecillos me miran con los ojos como platos asombrados de hasta dónde ha llegado la tecnología, mientras les narro en el nivel más elemental posible el principio de funcionamiento.
A los jóvenes como yo –permiso, señor Cronos-, les sobra la explicación. Llegan a comprar directamente. Hace poco vendí un MP3 a una muchacha con gafas que tenía más o menos mis años, quien recién se incorporaba a la avalancha de la incomunicación personal, a la cual se llega, sin dudas, por decisión propia. Se trata de ganar espacios, no en el sentido físico de la palabra, por supuesto.
Le busqué uno bastante atractivo y plano en el diseño, con memoria de un gigabites, y le gasté una broma:

-Antes que todo, te doy la bienvenida a la población abstraída de la cual acabo de ser miembro. Disfrutarás más de tus pensamientos, en la dimensión que desees. Te perderás, eso sí, un piropo a tus espaldas. Pero eso no importa tanto. Tú ten a mano el control de volumen o la pausa por si acaso.

La chica me miró medio confundida, sin poder aguantar una leve sonrisa cándida. Todo el mundo es feliz en el momento de comprar, y también durante el proceso de poner en marcha la primera vez el producto. Leyendo las instrucciones del material también sentimos que descubrimos nuevas experiencias. Esa tarde tuve la dicha de contribuir en el autoregalo –me dijo que era así- de una mujer que se decantó por el formato comprimido de archivos de música.

-¿Cuántos discos le caben a este aparatito?-, preguntó mientras yo le cobraba.
-Los suficientes como para hacer un viaje regional- me salió de golpe-. ¡Ah, se me olvidó decirte lo más importante! –grité cuando ella salía por la puerta-: tiene doble salida de audio; así que lo podrás utilizar en pareja.

Volvió a sonreír.



Otoño de 2007


Nota: La imagen de arriba fue “sustraída” de Las Ramblas, un escenario cotidiano donde las “estatuas humanas” trascienden el resultado plástico para ofrecer un todo conceptual.

viernes, 5 de octubre de 2007

Insularidad, descaro y cintas de video



La gente, por lo general, cuando es enrollada y tiene ganas de hablar, da por seguro que soy canario. Muchos se van del lugar donde yo trabajo con la certeza, y otros tienen el valor de preguntarme.
Recuerdo, por si acaso, que escribo desde Barcelona, un territorio marcado por la sequedad o introversión catalana, por la desconfianza “endémica”, por la distancia o por las reservas del común de los lugareños, para ser más cauteloso con las palabras que utilizo. Lo cierto es que cuesta entrar.
Y luego están los estereotipos: para no pocos de los locales, es bastante habitual que a un hombre de tez blanca, aunque morena, como soy, lo separen del contexto cubano. No. El cubano aquí es de tez negra; en rebajas, hasta mulato. Pero siempre de cabello duro. Así que tengo el contratiempo de que no me ubican a golpe de vista, con mi acentillo me envían al archipiélago español de donde emigraron, hacia Cuba, gran parte de nuestros antepasados. Las mujeres se vuelven locas con la dulzura del acento canario, con el deje musicalizado exento de zetas.
Estoy de cara al público ocho horas diarias y por delante de mis ojos pasa de todo. Como no me han entregado todavía el uniforme reglamentario, voy en “ropa de calle” enseñando mis combinaciones de otoño. Un otoño que no acaba de aterrizar, aunque lo fuerzo un poco con mis mangas largas entreveradas con lo informal. El público que pasa se cree que soy el jefe. La circunstancia de ser nuevo en esa plaza me deja un poco de tiempo libre y aprovecho, cuando se me acercan, para enrollarme. Termino vendiendo casi siempre. Soy comunicador de antes de la guerra –de mi batalla migratoria, quiero decir-, y, por idiosincrasia, tengo la lengua suelta a gusto y lo estaba deseando hace mucho tiempo.
Antes de llegar adonde trabajo ahora -vendo electrodomésticos de corriente alterna y corriente directa-, me hicieron pruebas en una emisora de radio latinoamericana. Y no les di el perfil. Buscaban a un discjockey que fuera capaz de operar cientos de botones simultaneando una venta de sueños tropicales, a base de bachata y merengue. A mí me gusta un ratico esa musiquita, pero no es mi estilo esencial. Ellos se dieron cuenta y me dejaron en la reserva, y eso encadenó, energéticamente, que fuera a parar a una tienda.

-¿Tú eres canario, verdad?
-No, no, soy cubano.

Ese es uno de los diálogos cotidianos ahora, incluyendo un intercambio que tuve con un nativo de aquellas islas. Me gustaría saber por qué se nos parece el acento. El clima, desde mi modesta opinión, justificaría en todo caso la gastronomía similar, ¿pero el acento y los giros lingüísticos no tendrán más que ver con los viajes de antaño de ida y vuelta?
De momento no me aprovecho ni siembro la duda intencionalmente. Solo me dedico a vender equipos de imagen y sonido, en algún lugar de esta ciudad en donde entré como quien atraviesa una puerta para solicitar un poco de agua, y luego se queda a comer.

Siguiendo la idea de varias líneas de conexión, mi vida ha dado un vuelco otra vez hacia la comunicación en abierto. Me gustaría pensar que estoy haciendo radio en el sentido de que las vendo, y de que hablo, mucho, más de la cuenta, aunque con el oyente en cuerpo real.
Una estrategia que utilizo a veces para vender unos ordenadores portátiles que también me asignaron es comenzar por la zona Wi-Fi.

-Tiene el sistema Wi-Fi incorporado –me adelanto- Y en Las Palmas de Gran Canaria, según me han dicho, el ayuntamiento ofrece conexión gratis a orillas del mar.

Y por ahí sigo sin dejar de sonreír suavemente. Y a veces hasta palpo al cliente como si fuera de la familia. Algún día, vivir por ver, alguien me regañará.


Otoño (retenido) de 2007

martes, 2 de octubre de 2007

Corriente alterna



Cierta vez acompañé al médico al señor Coll, de quien hablaré particularmente otro día. Fuimos al oftalmólogo de la seguridad social, en su centro de atención primaria. Allí, como casi siempre ocurre, nos tocó entrar una hora un poco más avanzada de la que indicaba la cita, pero, en cambio, participamos de una junta de vecinos instructiva y un tanto asombrosa. Yo no sabia que en los policlínicos acostumbran a cruzar las salas de espera entre el oculista y el pediatra. Al señor Coll, con 93 años, lo ubicaron en un recinto de atenciones neonatales hasta que lo llamara el especialista, y a los bebés que esperaban su turno, en otro lado frente a la puerta de optometría. Supuse que la idea era motivar a los ancianos para idealizar un viaje a la semilla por unos largos minutos, pero no, era para que los niños no se asustaran con el llanto doloroso de los otros bebés.
Había un silencio tremendo hasta que llegó una chica de unos 30 años con un jolongo en cabestrillo. Primero comenzaron los murmullos a nivel particular, hasta que una señora que iba con su marido rompió el enigma, al parecer movida por la curiosidad que todos los demás teníamos: ¿llevaría un animal atado a su cuerpo? Pero, claro, no estábamos en una clínica veterinaria.

-¿Portas un nen petit?-preguntó en catalán a la chica.
-Sí, una nena. Sólo tiene 24 días.

Y se explayó la joven madre a relatarnos en voz alta y con pelos y señales cómo había sido su parto. En realidad el silencio la llevaba incómoda. Ella estaba rebosante de alegría y quería compartirla, quería echarnos en cara una serie de cuestiones que, por lo menos a mí, me parecieron contracorriente. Había parido en su propia casa el día 24 de diciembre a las 5 y media de la madrugada, y lo había hecho así por deseo propio. Por supuesto, asistida por una comadrona. Previamente al parto, según nos contó, había tomado un curso de cómo dar a luz en el propio hogar, según opciones alternativas y filosóficas al uso que buscan lo natural, o, por lo menos, tratan de acercarse lo más posible a ello. ¿Y si se complica el parto y urge una cesárea? Ya sabemos de antemano que en las zonas rurales e incluso en las urbanas y hasta no hace mucho tiempo iba la comadrona a casa, pero ¿por qué negar la asistencia institucionalizada gratuita? ¿Por solo el hecho de parir a tu medida y además tener la oportunidad de hacerlo de pie? Pero, bueno, en realidad el alumbramiento de la chica no fue lo que más me preocupó, sino su necesidad de gritar a los cuatro vientos que era una madre en producción independiente. Claro que ni siquiera la osada señora que primero la interpeló se atrevió a preguntarle si había localizado unos espermatozoides en un banco de semen, así que nos quedamos con la duda de cómo había sido el proceso de fecundación.
La misma chica se interrumpió para contestar su teléfono. Siguió el mismo tono de voz con el que se dirigía a nosotros. La conversación, después de indicar con lujo de detalles la dirección exacta de su casa –por cierto, vivía en la acera de enfrente del señor Coll- terminó más o menos así:

-Vale, vale, Roser, te espero el jueves...Y, recuerda, ve sola...O sea, con el niño. Pero no lleves a tu marido, que será una fiesta únicamente para las madres.

Bien: esto último me confirmó la sospecha. La chica era una snobista que, ya sea por fracasos personales o por rebeldía antisistema con o sin causa, había
decidido actuar por cuenta propia y había nombrado a su hija Serena que, nunca mejor dicho, sí que lo era. A la niña no le importaba viajar en una bolsa de canguro, y tampoco le molestaba el llanto provocado por las inyecciones. Porque su mamá, como es tan alternativa, la tenía en la sala de espera para oftalmología, o sea, con los ancianos.
¿Y por qué llevarla al pediatra de la seguridad social si, según nos contó la madre, ya Serena tenía su pediatra de cabecera proporcionado por el mismo grupo naturalista?
¿Acaso sería por los medicamentos?
De regreso a casa, el señor Coll me comentó que su vecina estaba de vuelta y media. Para ser mamá por cuenta propia, lo cual es muy loable, me dijo, no hay que ser tan excéntrica. Yo recordé una canción de los Matamoros que es un son y le regalé al abuelito el estribillo, bastante desafinado por mi parte:
“¡Como cambian los tiempos, Benancio! ¿Qué te parece?”.

Nota:
Jolongo : en algunos países latinoamericanos: cesta de tela para recolectar viandas y frutos.


Enero 2006

domingo, 30 de septiembre de 2007

Nitrato de plata



Una turista perdida en la ciudad se me acercó educadamente con un mapa mal encarado. Lo llevaba al revés. Me preguntó que si hablaba inglés y le dije que muy mal, tratando de dibujar una sonrisa para no ser descortés, pero creo que no me salió natural el gesto. En situaciones normales, siempre, levanto mis gafas de sol para comunicarme directamente con la mirada, como apoyatura. Pero esta vez no lo hice en seguida. Necesitaba estar solo y me senté en un banco a orillas de la playa para hacer tiempo, esperando a que llegara la hora de entrar a trabajar en un puesto sin mucha importancia si no fuera porque se trataba de mi primer contrato laboral al cabo de seis años viviendo en una especie de ostracismo involuntario. Llegué hasta el mar casi obligado por mis pies. No soporto sentarme solo en un banco cualquiera de un parque, mucho menos después de haber almorzado sin compañía en un restaurante. Ese día no tenía otra alternativa porque me habían dado hora para una pequeña intervención quirúrgica al mediodía. Hacía años que no almorzaba solo. Debe ser eso lo que me llevó a una introspección delicada a la intemperie, con el salitre mojándome el rostro, mientras miraba constantemente mi reloj de pulsera. Deseaba que pasara volando la hora que me quedó colgada entre una cosa y otra. Pero las manecillas de ese contador terrible de agujas apenas se movían.
Entonces, melancólico como estaba, saqué del bolso un aparato de música minúsculo y, como hace todo el mundo, me puse unos cascos, también diminutos. Empezaba a entrar el otoño con un viento suavemente frío, aunque se veían nadadores valientes o quizá personas que utilizaban el mar como terapia de choque. A mí lo que me mató fue el contexto, el contrapunteo entre el viento y el reloj. Sé que no es bueno pensar en pretérito cuando uno está retraído en un banco, a cielo abierto, mucho menos el primer día confirmado de otoño. Pero no me apetecía leer y no quería hacer llamadas por teléfono para decir cualquier cosa.
Hay un pequeño –por intimista- espacio recurrente en el que nos encontramos disfrutando de la melancolía. Es cuando, sin querer, nos ponemos a sacar cuentas de lo que ha sido nuestra vida, hasta dónde hemos llegado, qué hacemos donde estamos. Darme cuenta de que ese banco a orillas de la Barceloneta era algo más que circunstancial me removió el alma.
Me acordé, por supuesto, de mi padre, del primer rompecabezas que armamos y que nos llevó meses. Tenía una superficie de un metro y medio de largo por uno de ancho, y habíamos montado casi un laboratorio de trabajo en el que entrábamos hasta de madrugada, con los desvelos que tiene cualquiera. Cuando colocábamos una pieza, el grito de alegría se escuchaba en la otra punta de la casa. El puzzle se basaba en una imagen del Mediterráneo muy parecida a la que yo tenía delante, sentado sin saber exactamente por qué preferí aislarme. Dos mil piezas de un pasatiempos familiar que, después de terminado, mi padre enmarcó y colgó en una pared, y allí permaneció durante años, protegido por una película de nylon.
La conclusión que saqué, después de hablar con la turista que me interrumpió el viaje, fue que es necesario estar deshabitado de vez en cuando para que afloren estos recuerdos. La extranjera (lo digo como si yo no lo fuera) se retiró un poco cuando vio que me corrían lagrimones por debajo de las gafas de sol. No me dio tiempo a tirar de mis auriculares porque me hizo una señal de disculpas medio avergonzada, pero, así y todo, le hablé y le mostré mis ojos antes de que se fuera. Señaló con un dedo el lugar en el plano y maltraté el british con una voz acuosa y lejana. Me dio las gracias.
Cuando miré el reloj de nuevo, casi era la hora. Eché un vistazo al horizonte y noté que la luz me molestaba, incluso con los cristales protectores puestos. Una hora atrás había pasado por un quirófano de cirugía ambulatoria en el que me habían extirpado una pequeña verruga de un párpado. Por eso no fui a almorzar a mi casa y por eso llegué hasta la playa un día de trabajo en un horario inusual. La doctora me había dicho que se me quedaría una marca negra por unas horas, hasta que el agua corriente se encargara de retirar el nitrato de plata, la sustancia que ponen para cauterizar la piel. Lo que no sospechaba la facultativa –ni yo- era que, como bien titula un poemario cubano, alguien tiene que llorar, y eso puede ocurrir en cualquier momento.
Otoño 2007

jueves, 27 de septiembre de 2007

El peso de la piel desnuda



La última vez que hablé con ella fue hace un año y medio, y fue por teléfono. Estaba en Madrid y había llegado allí procedente de Zurich, lo que significa que sobrevoló Barcelona. Me llamó intempestivamente para comunicarme que dos días más tarde estaría aquí, en la Ciudad Condal, en la gran metrópolis donde nos conocimos y donde vivimos juntos seis meses. Se me asustó el corazón con la noticia de su viaje y rápidamente me compré ropa nueva, zapatos nuevos y reservé una mesa en un restaurante de diseño de la calle Enric Granados. Era verano. Nosotros nunca nos habíamos visto en verano. Nos tocó encontrarnos bajo un edredón prácticamente todas las noches de ese semestre en el que yo pensé que me moría de placer. Creí llegar a los últimos instantes de mi vida y no me importaba para nada tocar el fin con mis huesos sobre su piel.
Así pasé ese medio año, entre el edredón y sus poros abiertos de par en par.
Todas las noches, al terminar mi trabajo, viajaba en el último metro para encontrarla con un ropón de dormir azul por encima de las rodillas. Cuando se cansó de esperarme para cenar, me dio las llaves de su casa y me dijo que dispusiera de todo lo que encontrara en la nevera y que la despertara suavemente para hacer el amor. No capté la señal. Le hice caso y seguí tomando el último metro de la noche con destino a la periferia de la ciudad, donde ella vivía en un apartamento minimalista. No sé cómo pude regalarle medio año a una mujer de la que únicamente recuerdo tres frases y un cuerpo ardiente, pero a la que no he podido olvidar. Lo peor es que, de todo ese tiempo de mi vida, no recuerdo nada más.
La primera frase que memorizo es una gran torpeza, porque supongo que haya sido una torpeza:
“Mi madre no te quiere porque tú no tienes dinero”.
Lo que hice fue llorar, francamente. Era la segunda vez que me decían algo semejante en la cara. La anterior ocurrió hace muchos años, cuando yo tenía más o menos 18 y me iba al servicio militar. La novia que tenía entonces, nerviosa, angustiada, me confesó que su mamá quería para ella un estudiante universitario. Y me dejó. Hasta cierto punto encontré lógico que una chica tan atractiva como era aquella no quisiera salir con un recluta. Entonces me resigné y traté de olvidarla, porque otra cosa no podía hacer. Se llamaba Ivón. Todavía la puedo visualizar con su pelo crespo, negro, delgadita, con caderas anchas y los dedos largos. Nunca más la vi.
La segunda frase que todavía oigo pronunciar también es metálica, y salió de su boca suavemente, como solía hablar, con un tono bajo, con una sonrisa espectacular, mojada en saliva color rosa y brillaban sus labios, sin lugar a dudas:
“No quisiera perderte, pero he decidido volver a Zurich porque aquí gano poco dinero”.
La oí pero no la escuché. Estaba ella poniendo kilómetros de por medio. Esa noche, lo recuerdo perfectamente, volví a tomar el metro que cierra las estaciones. Por una parte esto último es una metáfora y por la otra no. Se me acabó el invierno y todo terminó.
¿A qué fui aquella noche? A lo mismo que no debía haber ido antes. Y a algo peor: a alimentar su tercera frase inolvidable.
Cuando ocurrió el terrible atentado a los trenes en Madrid, un 11 de marzo, hace ahora dos años, esa misma mañana yo dormía en su cama. Fue ella quien me dio la noticia por teléfono. Por la noche, cuando nos encontramos bajo su edredón, después de copular como bestias, le escuché decir la tercera que para mí es una mezquindad, porque supongo que haya sido una mezquindad:
“¿Ves? Con el atentado que ha ocurrido hoy tengo una razón más para marcharme de aquí”.
Y no tuve valor para vestirme, ir al cajero y localizar un taxi a esa hora de la madrugada.
Después de que se marchó definitivamente a su Zurich natal, su piel me estuvo persiguiendo largos meses y larguísimas noches. Quinientas noches, como diría el poeta. Pero logré salir de su envoltura por una sencilla razón: yo había sobrevivido a miserias mayores.
Hasta ese día en que me llamó de Madrid diciendo que pasaría por aquí, y me compré ropa nueva de verano, y reservé en un restaurante. Todo eso que hice no fue más que un acto reflejo de lo que me hubiera gustado hacer con una mujer inolvidable, pero ésta que venía no lo era, por mucho que hasta la fecha de hoy en que escribo estas líneas no he podido olvidarla. Y creo que no podré olvidarla mientras yo viva en este país y mientras yo viva en el mundo y cada año tenga un 11 de marzo.
Por fin reaccioné. Tomé el teléfono, también intempestivamente, y la llamé antes de que volara a Barcelona para comunicarle que no quería verla nunca más.


casi primavera de 2006

martes, 25 de septiembre de 2007

Perfume de Obbatalá



El último día de nuestras entrevistas, después del café en jarro caliente y ferroso, me tomó de la mano sin permiso y me dijo, halándome:

-Ven, te voy a enseñar mi altar.

Me condujo hasta una estancia pequeña ubicada al final de la vivienda, detrás de todo el orden doméstico de las cosas o, mejor, de sus cosas. Era un cuartucho sin ventanas, separado por una cortina de tela en el que solamente dormía una mujer, rodeada de flores y objetos diversos y, a veces, de comida. Entré amilanado, con una mezcla de susto y respeto. Y entonces centré la vista en una imagen de madera, mediana, toda blanca, con rostro femenino y vestido largo. A sus pies, bandejas aparentemente de plata sosteniendo varias masas de coco fresco. El olor era el que siempre sentí en esa casa, y que no sabía de dónde provenía.
Nadie me había explicado nunca por qué el hogar de los negros huele fuerte, particularmente raro, indescifrable. Ese día supe que ese olor es una mezcla de materia orgánica que habitualmente tiramos a la basura o ingerimos. Frutas, animales muertos, dulces caseros, flores, hierbas del bosque o del traspatio. Todo fresco o descompuesto. Y deja un efluvio permanente.
Los negros, por supuesto, sentirán un olor extraño en casa de los blancos.
En Cuba, aparentemente, está todo mezclado. Pero no es así.
La simbiosis se da en contadas ocasiones, cuando un “mundo” se acerca a otro gracias a un nexo espontáneo.
El altar que tenía delante era la representación concreta de Obbatalá, una figura originalmente masculina trasfigurada en mujer, debido al sincretismo religioso de la isla. Mi anfitriona se llamaba Mercedes, y era porque nació el día de la santa virgen.
Debió sentirse muy comprendida para llevarme a ver su espacio privado, el que le daba fuerza, donde pedía y agradecía a la vez, un dominio místico inédito en los días de mi vida, siendo yo, incluso, ya un hombre. Como me notó algo tenso, me fue explicando el significado de cada uno de los objetos (piedras y metales) sin soltarme la mano, mirándome a los ojos sin pestañar. Comprendí que, siendo una esponja como efectivamente soy, podía sugestionarme fácilmente entre esas cuatro paredes, y el olor, cada vez más fuerte, podía resultar vomitivo.
Me mostró, alejándose un poco, su ritual ordinario, más parecido a un carácter gestual de teatro que a un hecho intimista. Eso fue lo que percibí entonces, a conveniencia, aunque ahora lo repienso de otra manera. Vivíamos en un país cuyo gobierno nos había robado la fe en cualquier cosa que no fuera la doctrina marxista/leninista. A mí, no a ella. Por eso me resultaba difícil creerle, tomarme en serio su introspección. Le profesé, no obstante, el debido respeto.
La mujer, la mujer real, poco a poco, se fue entonando en un rezo lo suficientemente claro como para escucharse en ese ámbito, a pesar del susurro de donde provenía. Comenzó a danzar, ante la mirada estupefacta de quien escribe. Se concentró en la deidad religiosa que tenía enfrente y habló en una lengua desconocida para mí. Se giró de golpe y me dijo:

-¡Ya está! He pedido un camino para ti, en el que puedas realizar tus sueños.

Avanzó y me abrazó. Antes de marcharme, me invitó a su fiesta de cumpleaños, a la que asistí, y en la que sólo estábamos dos o tres blancos de la treintena de personas que había. No supe después si pudieron despacharse la cantidad de comida que pusieron en el cuarto de Obbatalá.

Aquella ocasión, evidentemente, almacené el santo de Mercedes en mi memoria, pero no quise, o no pude, tomármelo a pecho. Una vez aquí en otro mundo, en otro camino, como me dijo ella, he vuelto a recordarla en medio del tumulto que deambulaba por Barcelona buscando donde poner un huevo. Esta ciudad, físicamente, no daba abasto para tanta gente remolcada por la patrona, la Mercé, que, tradicionalmente, instala un festivo espectacular en el que la noche se hace eterna. Cerrando los ojos, trasportándome, alcancé una ráfaga de aquella emanación salvaje que una vez percibí, y que formaba parte de un mundo tan lleno de gloria como este otro.



Otoño de 2007


Nota: La evocación de Mercedes corresponde a una serie de entrevistas que realizamos Alina Méndez Bravet y un servidor en casa de Cheché, sobrina directa del célebre músico cubano Arsenio Rodríguez, hace quince años.