lunes, 30 de abril de 2007

Rocío

Querido Viejo:
No sé si esta mujer se merece un texto mío, pero yo tengo ganas de escribirlo. Sobre todo porque me ha devuelto la inspiración que, aunque no daba por perdida totalmente, casi me estaba acostumbrando a la idea de no contar con ella. No hace falta escribir. Leyendo a los buenos articulistas, a los cronistas domingueros de 50 ó 60 líneas ya tienes para el resto de la semana, para suspirar hondo y decir: “¡Coño, éstos están más jodidos, porque sienten lo mismo que yo y tienen la necesidad de escribirlo!”, lo cual supone un ejercicio de desgarramiento adicional. Pero luego del suspiro viene el vacío cuando pienso que aquellos, por oficio o por civismo, tienen el valor de escribirlo, lo cual supone la aproximación más íntima al problema. Entonces entro en la contradicción, en la duda del porqué de la escritura, si realmente vale la pena y cuántas gentes lo van a leer. Si se disuelve en la nada cotidiana –como diría precisamente una escritora-, si los textos aportan algo a la sociedad en estos tiempos en que parece no importarle nada a casi nadie.
A mí me han cortado los dedos y eso lo tengo claro. Y pueden decir lo que quieran. Recientemente –fue lo último que escribí-, me sumé a cierta polémica de cierto periódico en la sección de cartas de lectores. Y no me lo publicaron. Yo que no quería entrar en la vida pública. Me hicieron el favor de no revelar mi identidad, de no mandarme a la hoguera. Claro, lo escribí porque no aguantaba más y porque el tema me tocaba bien de cerca. Sé que me hicieron un gran favor, aunque la carta en cuestión a lo mejor se perdió en los necesarios olvidos de un puente de semana santa. Es posible, no lo descarto porque trabajé, precisamente, de editor en un periódico. Aquello no me desanimó. Me dejó en las mismas.
Compré El País al domingo siguiente y descubrí un texto desgarrador, una especie de evocación de un paisano a otro cuando ya no queda nada por hacer salvo escribir. Lloré como una magdalena porque, entre otras intríngulis que reconocí al vuelo, me hubiera gustado escribir esa evocación. No era un desconocido el que firmaba, y mucho menos el destinatario. Llamé a un amigo que está más jodido que yo y me descubrió la voz lacrimal. Actuó tan discreto que lo que hizo fue invitarme al cine, a ver una película francesa –en versión original- cuyo guión, para regocijo del director, enredaba demasiado la pita, tanto y tanto hasta la agonía. Se me hizo un nudo en la cabeza y, a la salida del cine, cogí un metro en la estación más cercana. Un metro ruidoso, cotidiano y vulgar.
El dossier –prefiero llamarlo así- de El País, me abrió una serie de interrogantes para las cuales, desgraciadamente, tenía respuestas:
¿Por qué no se publica en la tierra donde se producen los hechos, la tierra que inspira a un escritor exiliado escribir de su compatriota y colega encarcelado?
¿Cuánta gente le habrá prestado atención a aquel manifiesto de la verdad, redactado desde la más absoluta impotencia?
¿Por qué tiene un hombre, desde la más absoluta impotencia, por qué tiene que escribir semejante texto lagrimoso que te deja sin aliento, sin poder decir nada, desvencijado, desorientado, leve, con los dedos aún más rotos? ¿Es que acaso, ante el dolor, no puede sustraerse de escribir y llamar a un amigo y que éste le invite al cine?

Yo no sé al autor de aquella defensa a un amigo, pero a mí el hecho de escribir me provoca un desgarramiento tal que me lleva tiempo reponerme. Por eso lo había dejado a cambio de desarrollar mi pensamiento. Comencé a tratar de explicarme el comportamiento humano en sesiones de metro diurnas y nocturnas. Hasta que, el sábado pasado, conocí a una mujer intemporal que, por cierto, todavía no me ha llamado y creo que no me llamará. Pero no importa, eso no viene al caso. Lo importante es que se me cruzó en el camino y descargó en mí toda la felicidad que, supongo, ella misma no tiene para sí. Me hizo el favor de, a través de su recuerdo, encender el ordenador incluso en estos tiempos. ¡Ah, qué dulce recuerdo! Me mordió los labios con la presión necesaria. Y me miró con ojos húmedos mientras saboreábamos algo que nadie pide: un aguardiente de caña. Olfateé su sudor erotizado y se me dispararon los instintos primarios a la enésima potencia. Supongo que se me olvidaron mis tristezas de escritor mutilado porque levité sobre mi propia piel. Parece loco pero sí: salí de mi cuerpo. Se me escaparon unas gotas de semen. Las yemas de los dedos se erizaron y ni siquiera tenía un vaso frío a mano para contrarrestarlas. Tomábamos, vale la pena repetirlo, aguardiente de caña, que no lleva hielo. Capté su señal: ella no quería que yo la tocara (o sí quería, pero no podía permitírselo), por lo que la dejé hacer y deshacer. Nunca mejor dicho. Así que fui un hombre besado, mojado, contento y al final cumplidor.
Con su pelo corto y sus ojos de miel, fue tan inteligente que supo, desde el primer instante, que lo trascendental estaba allí en ese momento de felicidad. Y no me dejó seguir. O sea, no quiso seguir. Se empeñó –ella no lo sabe- en traerme de vuelta al ordenador después de haber tenido aquel terrible shock con la lectura dominical de El País.
Por aquí se empieza, me digo ahora que su recuerdo está delante de mí como un eje. Siento perderme sus labios de aguardiente (pequeñitos, suaves) y aquellos sabios ojos que me miraban como ejes universales. A fin de cuentas, díganme lo que me digan, me parece más real el hecho de volver a escribir que la existencia de una mujer así. Una mujer que, para redondear sus besos, te dice que acaba de nacer, porque se recuperaba de un grave accidente de tránsito en el que no perdió la vida milagrosamente. Se llamaba Rocío. Al menos eso me dijo. Un abrazo:
Jorge


mayo 2003

viernes, 27 de abril de 2007

El pianista

Hoy le pasé por al lado al encargado del piano-bar donde trabajé al principio de llegar a Barcelona. No me reconoció, de lo que me alegro. Dicen que los encargados de los bares y centros comerciales en general suelen ser más drásticos que los propios dueños. Iba a decir otra palabra, pero me contuve y escribí drásticos. Varios amigos se han quejado de lo mismo. Porque habría que encontrar a alguien que no haya tenido su bestia negra alguna vez en el trabajo. Ahora yo lo puedo escribir suavemente, pero cuando estaba nuevecito, de estreno, vamos, en esta ciudad, pagué la novatada varias veces con dolor en el alma.
Si hablamos con propiedad, el primer trabajo que tuve al llegar fue de camarero, pero no un camarero cualquiera. A través de un conocido cuyo nombre no quisiera recordar, me colocaron detrás de una lujosa barra de ébano con pajarita en el cuello, chaleco y americana negra, y camisa blanca, que tuve que comprar, porque no tenía ni una. El chaleco, desgraciadamente, no era antibalas. Me hubiera hecho falta. El día que me estrené, pasó por allí otro conocido cuyo nombre no quisiera recordar, un sujeto que dice ser fotógrafo profesional y que en aquella ocasión no llevaba la cámara. ¡Mira que se lo recriminé después!
En mi vida yo había llevado una bandeja con una sola mano. Tuve que hacerlo en directo porque le había mentido al dueño. Al llegar la noche de estreno, comenzaron a llenarse las mesas mientras yo seguía detrás de la barra. Me enrollaba con los clientes de una manera fácil, quizá por mi acento, aunque también porque la gran mayoría de ellos comenzaban a dejar soledades desde la primera copa. Había una mujer de unos cincuenta años totalmente borracha. Había llegado borracha. Era cliente habitual, y parece que manejaba bastante dinero. Las copas eran carísimas. Era uno de los lugares que más tarde cierran en los alrededores del Eixample. También tenía frente a mí a un hombre joven y conversador pero no impertinente. Iba de riguroso traje. Supuse que era un ejecutivo. A este lo vi marchar la primera, la segunda y la tercera noche con la camisa por fuera y dando bandazos hasta la puerta. Lo recuerdo con aprecio. Era agradable. Llegaban algunas parejas medio tiempo buscando la oscuridad del salón. El local tenía guardarropa a la entrada, luego la barra larga, un piano al final, tres o cuatro mesas en ese nivel y un piso superior.
Con las localidades a tope, el encargado me pidió la primera noche que saliera de detrás de la barra y llevara los pedidos del segundo piso. El muy cabrón me cambió la orden de una mesa para la de otra y pasé mi primera vergüenza. Lo hizo a propósito. Y lo volvió a repetir. De esa manera me fui aprendiendo el número de cada mesa la primera noche. La segunda noche me volvió a enviar arriba, con una bandeja que él mismo preparó meticulosamente y que contenía un paquete de servilletas, dos posavasos, una cubeta con hielo, un vaso corto pesado, una copa de cava, una botella de Cardhù, una más pequeña con soda, una botella de cava Codorniu que, solamente vacía, pesaba una barbaridad, y un cenicero. Todo debía llevarlo con la mano y el brazo derechos, porque soy zurdo y debía tener esa mano libre para servir delante del cliente. O sea, hacer la operación completa en el aire. Subí las escaleras vigilando los bordillos y el centro de gravedad de la bandeja. Era un lugar bastante oscuro. Encontré la mesa, la única ocupada. Allí había una pareja joven agazapada en una penumbra preocupante. Me planté enfrente, sudando, y pregunté para quién era la copa de cava, porque inferir en esta profesión no es nada conveniente. Era para ella. La operación de descarga del cava debía desembarazarme de buena parte del problema, y no solo por ligereza de peso, sino, además, porque la copa de cava vacía tambaleaba peligrosamente. Su diseño aerodinámico, estéticamente perfecto, no estaba hecho para un camarero primerizo. Debía haber puesto el cenicero y las servilletas y los posavasos primero, pero no lo hice. La chica se dio cuenta y se ofreció para servirse ella misma el cava. A una voz mía, para que no me descompensara la bandeja, tomó la botella con sus dos manos, abrazándola, hasta que se hizo con el orificio del fondo de la ampolla y sirvió una espléndida medida espumosa.
-Ya que estamos en familia –le dije-, ¿podrías servir el wisky?
Se echó a reír y él también. Me dio la impresión de que habían sido camareros alguna vez. También podía ser que estuvieran tirando una cana al aire y deseaban salir de mi presencia lo más rápido posible. En cualquier caso, fueron amables. Los recordaré siempre como mis salvavidas. Es una pena que no pude subir a despedirme un rato más tarde cuando decidí dejar de ser camarero de ese lugar aquella misma noche.
Al bajar con mis sudoraciones y el secreto de sumario de lo que había ocurrido en la planta alta, seguí trajinando detrás de la barra y escuchando cómo desafinaban los clientes. Ya he dicho o sugerido que el lugar era muy lujoso, pero lo que no había mencionado es la decadencia del personal. Eran todos unos regordetes de cincuenta años para arriba –excepto el ejecutivo de la barra y la parejita escondida- que, después de ponerse morados de alcohol, se colocaban alrededor del mueble de cola larga y seguían la melodía del pianista. Pero con tan mala voz y tan perdidos con las letras que aquello se desvirtuaba de pronto. Las etiquetas volaban por los aires. La veterana fumadora de la barra comenzaba a guiñarme un ojo y el pianista, que era un bicho inteligente, proclamaba el típico: “¡Ahora todos conmigo!”.
El pianista era el dueño del bar y el promotor cultural del show que tenía más de ambiente etílico que de artístico. Eso sí: todo estaba impoluto. Y la clientela firme. El anfitrión, un hombre cincuentón, delgado, con traje y buena educación, se llamaba igual que el pintor surrealista: Joan Miró. Parecía interesado en mi situación de periodista cultural transformado en camarero. Hablamos algo de música y creo que pensó, pero no me lo dijo, en la posibilidad de crear una noche cubana con algunos músicos que yo pudiera llevarle. Todo con tal de mover la cartelera, y mantener en alto los ánimos de su peculiar parroquia.
La tercera noche, porque solo trabajé tres noches, me cansé del encargado rápidamente. Quiero decir que no le aguanté su mal humor, o su mala lactancia, o su alma retorcida y triste. Yo no le había hecho nada. Apenas presentarme allí y pedirle algunos consejos prácticos. El hombre, que se llamaba Justo y de su nombre, al menos conmigo, no tenía nada más que su nombre, me negó tres veces seguidas el saludo al llegar. Hubo un momento difícil, muy puntual. Recuerdo que me acerqué para preguntarle por el hielo, porque no lo encontraba, y me ladró textualmente:
-¡Búscate la vida! ¡Y no me preguntes nada más que mi energía es para los clientes!
-¡Pues ahora te quedas con tus clientes, porque yo me marcho!- y me cambié de ropa y salí disparado.
El pianista, que no había escuchado nada pero lo había visto todo, dejó creo que Noche de ronda por la mitad y me siguió por toda la calle. Me alcanzó en la esquina. Le dije que me iba, que no soportaba más a su empleado y que le agradecía, no obstante, haberse jugado media de su diversa botellería conmigo. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó la billetera.
-No, gracias, ya yo tengo bastante con la experiencia. Gracias por todo. ¡Y éxito!
Y tiré hacia delante con la furia y la impotencia al estallar.
Cuando llamé a mi hermano un rato más tarde, desde otro bar donde me senté a relajarme, recibí una zurra inalámbrica. Me regañó, me abofeteó con guantes blancos.
-¡Aquí todos los trabajos se cobran!
Lo escuché, pero nada más. No tomé nota de nada. Y la vida me dio la razón, porque mucho tiempo después una mujer pasajera me llevó por sorpresa ante el pianista. No encontré ninguna explicación válida para decirle a aquella ninfa que no quería entrar. Así que crucé el umbral, tarde en la noche, como un cliente más, eufórico como estaba, paseando mis virilidades y fuera de toda órbita más verdadera que aquella mujer. El pianista me recibió con elegancia y le dijo a su encargado, al mismo de toda la vida:
-¡Sírvele lo que pidan que la consumición va por la casa!


Casi en la primavera de 2006

miércoles, 25 de abril de 2007

Solange

Yo nunca había visto nevar. Y, a decir verdad, lo que estaba cayendo en Barcelona metropolitana no era nieve, sino una especie de granizada en forma de lluvia que se deshacía antes de tocar la calle. Me fui a caminar sin rumbo por mis cercanas arterias del Eixample para dejarme mojar frío, cayendo la noche. Es una hora que no me gusta nada si estoy ocioso, porque me hace sentir infeliz ver la prisa de la gente; escuchar el murmullo de la ciudad provocado por los desplazamientos me inhibe y al final me aplasta. Yo había dejado el bar de Joan Miró con mucha soberbia y estaba pasando unos días negros con tanta soledad, sin saber hacia dónde apuntar mi vida y, por desconocimiento, sin saber disfrutar al menos el esbozo de nieve que caía. Entré en un bar de la calle Enric Granados, más abajo de Valencia, según recuerdo, y me pedí un cortadito. Me pareció que estaba en París con aguacero sin haber estado en París jamás. La arquitectura, los cristales del bar, el reflejo de las luces de los coches me marcaba esa intuición, y también, quizá, porque podía pedirme un croissant sin problemas. Mi paraguas quedó recostado al cristal y me dejó de regalo un charco de agua a mis pies. Yo ocupaba una mesita para dos, de madera, y a mi alrededor charlaban y fumaban los que igualmente se hubieran detenido allí un día de verano. El bar es un gran negocio .Intenté leer los periódicos del día –ya casi al fenecer la jornada-, pero mi cabeza no estaba para letras, sino para soñar con París. Hoy por hoy no me caben dudas de que Barcelona es afrancesada, más en el Eixample con sus terrazas y en general todos sus aires libres y sus fachadas y sus dulcerías. En aquel entonces me movía en los primarios encantos intuitivos, me movía (es un decir, porque no salía de cuatro o cinco manzanas del Eixample) ilusionadísimo por el olor a tabaco rubio, por la elegancia desenfadada del vestir que veía, por lo cercana que sentía la posibilidad de una conquista agotando solo un 0,001 por ciento de mis caudales de Casanova. Todo era muy fácil según me lo planteaba. No hacía falta dinero. Es más, no pensaba en el dinero. Yo tenía ganas de amar a alguien debajo de un farol que trasluce la nieve en el aire. Resfriarme si era posible y sentir cómo se despegaban las suelas de mis zapatos. Estaba viviendo una nevada histórica en Barcelona después de no caer en 10 ó 15 años, y en mi bolsillo chasqueaban las últimas pesetas agujereadas con las que, dos meses más tarde, no podría pagar el cortadito. Pero yo era un advenedizo invernal.
Por eso cuando conocí a Solange pensé que mayor fortuna había que mandarla a buscar al París de los años 20. Ella trabajaba en el servicio doméstico de la casa de un amigo catalán que me invitó a comer. Llevaba el clásico delantal de rayitas azules que no sé por qué usan todas las empleadas de hogar, y tenía el cabello suelto, un pelo ligeramente rizado y fino. Solange, que aparentaba tener mucho menos de su edad, portaba una mirada triste y una vocecita tan distante que daba pena escucharla. Un cuerpo precioso se dejaba ver entre la transparencia de su delantal, de frente, y de espaldas, cuando su voz se hundía todavía más, salían a flote unos glúteos redondos y firmes, bien proporcionados dentro del vaquero milimétricamente entallado. Su rostro, con pómulos salientes, confirmaba la humildad andina de sus ademanes. Solange no pudo evitar el coqueteo a pesar de su timidez. Mientras fregaba los platos y hablábamos cosas banales, porque yo no salí de la cocina prácticamente a nada, me miraba de soslayo en busca de comunicación, con unos ojos negros ardientes de amor. Había venido de Perú hacía casi tres años y su vida se había reducido a servir a otros, dentro de un ámbito lujoso y frío de los barrios altos de Barcelona. Su vida se resumía en acompañar a la madre de mi amigo a la peluquería, servir la mesa, ordenar la cocina y acostarse a dormir a las diez de la noche en una pequeña habitación de empleados que tenían para ella. Mi amigo, saltando vallas y prejuicios, la invitaba al cine de vez en cuando con una nobleza extraordinaria, porque mi amigo, además de poseer un gran corazón, también necesitaba alguien con quien comunicarse. No sé cómo nos las arreglamos para intercambiar teléfonos casi en la puerta, ante la mirada atónita de mi amigo y la soberbia de su madre que, por supuesto, nunca más me ha invitado a comer en su mesa de etiqueta.
A partir de entonces, los fines de semana de Solange empezaron a cambiar pues comenzamos a vernos y a conocernos contando las horas para que no se nos terminaran. El invierno recrudecía, por lo que los paseos cada vez iban a menos y nos refugiábamos en el céntrico apartamento que me habían prestado y con la durísima circunstancia de que Solange tenía que amanecer en el sitio donde la conocí, porque así eran las reglas del juego según su contrato de trabajo. De manera que, a la hora que más deseábamos estar juntos, castigados por la prisa y por la pasión que corrían en sentido contrario, ella se encogía de hombros con los ojos húmedos y sin palabras en los labios. Me imagino el remolino que debía sufrir por dentro esa mujer que disfrutaba del sexo a sus anchas, y que antes y después del sexo la embargaba un remordimiento terrible de pecadora, de infiel, de libertina dentro de los parámetros estrechos que le había marcado el catolicismo. Lo peor, lo más duro que encontré en su existencia humilde y solícita, no era el tema religioso (trabajo me costó llegar a besarla), sino el desconocimiento de sus derechos como mujer íntegra e independiente. A sus casi 40 años, que, repito, yo le quitaría 20 sin dudar, yo había sido el segundo hombre en su vida, según me contó. Desde los 15 años en que se casó con uno de su pueblo mucho mayor que ella, hasta el sol de hoy, se había dedicado por entero a cuidar de su marido y de sus dos hijos, a soportar un machismo aplastante que ella no podía ver porque fue enseñada a someterse sin réplicas de ningún tipo, porque su mundo no le permitía siquiera pensar diferente. Se acomodó a lo tradicional sin mirar su belleza en un espejo –los espejos estaban trucados en su pueblo-; aprendió a bailar perfectamente las marineras, y, contrariando su naturaleza tibia de mujer sensual, de infinita amante del deseo por encima de todo, se convirtió en propiedad privada del cerebro de un hombre que apenas conocí por referencias, pero que estoy seguro no hizo con ella otra cosa que aprovechar el poder primitivo de un cacique.
Tanto es así que, todavía, Solange trabajaba de sol a sol, lejos de su familia y de su tierra, soportando el desdén de la sociedad española que la multiplica por cero, y a principios de mes enviaba su dinero casi íntegro para pagar la escuela de sus hijos. No conocía las discotecas, no se sentaba jamás tranquilamente en un bar y no era capaz de estimarse a sí misma. Nunca olvidaré la primera vez que hicimos el amor, después de cortejarla largo y tendido durante semanas, lo que para mí significó un tierno regreso a la adolescencia por el extensísimo juego de seducciones que utilicé removiendo mis ardides clásicas y empolvadas. El primer beso, el primer abrazo rebuscado llegaron como la cadencia de un baile de salón decimonónico que requiere un entramado lingüístico y gestual bien pulido, con sus intermedios inviolables en los que el caballero le ofrece su pañuelo blanco a la dama; ésta se seca el sudor de su frente con delicado manejo de la tela impoluta, bordando con gotas de su fragancia un Sí todopoderoso, y acto seguido, con un golpe seco, despliega su abanico para rematar el coqueteo. El caballero entiende el lenguaje y le ofrece su brazo para no desperdiciar los próximos compases de la música. Lo que pasaba era que, en la coda divina de nuestra danza, Solange se tenía que marchar y yo la acompañaba por las calles desiertas de la ciudad, atravesando cortinas gélidas de niebla.
Una vez que comenzamos más temprano el desesperante minué, Solange se despistó en no sé cuál de los pasos y fuimos a parar al dormitorio, con las agujas del reloj amenazando mi existencia. Solange era un candil infinito que ardía a fuego lento, a fuego tenue. La sentía arder debajo del edredón mientras me martillaban en la cabeza los segundos de relojería suiza de su tiempo real, que, por extensión, era el tiempo mío. El poco tiempo psicológico que pude merecer durante un par de meses en que la estuve viendo, me dedicaba, entre bambalinas, a mirarle aquellos ojos con fiebre, enfermos de tanta pasión retenida. Su actitud sumisa, autodestructiva e inoculada reiterativamente a lo largo de su vida conyugal, creo que fue lo que más me asustó y le dije adiós. Hubo algo que superó el fragor cómplice de las noches que vivimos amándonos, algo que incluso superó la complicidad inigualable del intercambio de teléfonos. Fue una imagen. Yo solo lo había visto en películas y no podía creer que me estuviera pasando algo semejante. La primera vez que hicimos el amor, Solange cumplió un ritual insulso que consistía en desnudarse delante de mí y meterse en la cama y taparse hasta el cuello, en espera de que el hombre (en este caso, yo) entrara a poseerla directamente como un sistema establecido de emisor-receptor. Sin juegos previos ya desnudos, sin recorridos de punta a punta, sin erotismo visual. Me marcó una actitud de roles dogmáticos que yo hasta el momento conocía solo por referencias, y me destrozó el alma a fin de cuentas.
Aquella actitud decía mucho, porque en lo adelante vino lo que yo me había sentado a esperar. Se me hacía difícil aceptar un final que a todas luces era inevitable, porque a la tercera vez que me dijo: “Tú no me quieres para nada”, comprendí que me iba a vencer mi egoísmo. Ella era una víctima de antaño y yo no era su victimario.
Tomándome el cortadito en aquel bar de la calle Enric Granados sentí el sexo hirviendo de Solange, percibí el tacto de su pubis negro intensamente poblado y llegué a olerlo con la anuencia de un milímetro de registro que logré arrebatarle y que evidentemente quedó en mi memoria olfativa. Me gustó el recuerdo y no me sentí mal por lo que había pasado. Como le había jurado a nuestro amigo común que no la volvería a llamar, me zafé responsablemente la imagen de esa bella mujer -hija de padre francés y madre peruana- con la que pasé mis primeras nieves líquidas que todavía seguían cayendo en el distrito del Eixample. Recogí mi paraguas de caballero y regresé a casa en mi París imaginario escudriñando los portales de Passeig de Gràcia que, en esa fecha, no sirven un café afuera ni al mismísimo Baudelaire si apareciera.


Invierno 2001

lunes, 23 de abril de 2007

En otro lugar no sería una fiesta

Querido viejo:
Cuando esta ciudad se llene de flores tu memoria rondará por encima de todos nosotros haciendo un vuelo rasante. Volverás con tus palabras tranquilas a medir nuestros pasos, con cariño, con tus observaciones la mayor parte de las veces certeras. Hace mucho tiempo que dejaste de equivocarte y aprendiste a esperar a que la vida misma nos trajera las cosas; aprendiste a buscarle el lado positivo a todo, que lo hay, por muy duros que parezcan los acontecimientos. Cuando esta ciudad amanezca y la sal mojada del ambiente se mezcle con la luz, estaré pensando en remediar urgentemente la falta que me haces. Buscaré una salida para no tener que asociarte con la melancolía y sí con lo que verdaderamente construyo en este lado del mundo. No he parado de dejarte inscripciones en cientos de lugares, en las calles, en las vistas aéreas, en los ramales del ferrocarril, en la infinidad de túneles que nos han puesto por debajo de los pies, en cada centímetro de esta casa alegre y tibia como tú. Todavía me pregunto cómo fue que no llegaste a mi puerta nueva justo cuando terminé de ensartar los desaciertos. Cuando por fin respiré nuevos aires y me senté tranquilo a dibujar más o menos la fecha en la que entrarías por esta puerta. No me ha dado tiempo a recuperarme de la noticia, siquiera asimilar que un día como hoy tenga que escribirte una carta distinta, por reflejo, sencillamente, como autómata como hago ahora. Esta ciudad está llena de encanto y de luces tenues. La historia de estas calles tiene que ver con el hombre que hay en ti, con el hombre moderno que no traiciona jamás la galantería, y mucho menos abandona el lenguaje fino de las conquistas. No entiendo cómo he nombrado, desde que vine, nuevos espacios para ti, abriendo una ruta tentativa para esta segunda naturaleza que tuvimos que encarar a la fuerza. Y ahora me remito a ti como memoria intangible, tirando de palabras que utilizaba para otras cosas, para otros cuerpos. No me da miedo amanecer hoy con la ciudad inundada de libreros y saber que pasarás en vuelo rasante. Me da miedo saber que luego quedaré solo cuando anochezca, y por eso evitaré la imagen del desmonte de los kioscos; estaré atento para que no me sorprenda el sonido sobrecogedor de los barredores que vienen detrás. Para ese momento debe haber una alternativa. Como la hay cuando se termina una película que me hace pensar en ti y nos cierran el cine. Me adelanto a pensar y a oler cómo será esta ciudad dentro de unas horas, para que no me sorprenda ni una sola lágrima por muy saludable que sea llorar. No quiero más sorpresas ambientales. Me adelanto con estas líneas totalmente apesadumbradas para que el día me pese menos. El año pasado redacté desde París los ambientes que inscribí en tu nombre, en la avanzada que íbamos haciendo. Pasé el día de tu cumpleaños allí, pensándote pero también divirtiéndome con mi mujer. Entonces las cosas y los pasos no tenían fechas ni aproximaciones a un tiempo concreto. Hoy me duele tanto tener que escribir que cumplirías tus 63 esperando mi crónica de San Jordi. Tu cumpleaños, mi santo que jamás he celebrado pero aquí sí, porque la ciudad me involucra, el trueque de las flores por los libros, el detalle de tu sensibilidad mezclada con la leyenda local, uf, mi nombre virado al catalán, sonando distinto aunque repetido un millón de veces por la radio, los mensajes de la gente que me recuerda, un pastel de manzana que hizo mi mujer en el horno de casa, Las Ramblas abarrotadas de gente, mi amigo Jaime y su mujer abriéndome las ventanas para que te vea pasar. Quisiera no estar aquí para no tener que asumir este compendio de casualidades, que duele tanto y no funciona en ninguno de nuestros sueños. Pero no puedo hacer las maletas otra vez, ahora que soy relevo declarado a los cuatro vientos. Me levantaré temprano, correré las cortinas del salón y sentiré estas líneas mucho más llevaderas, cuando de verdad sea una mañana de 23 de abril en esta ciudad adonde llegué de paso. Tomaré el café con mi mujer pensando en ti, adorando tus consejos y riñendo con la vida por la prisa que toma injustamente a veces.

Primavera 2007

sábado, 21 de abril de 2007

Velocidad de la luz



Y subí con ella, pero no a su luna, sino a una Vespa toda destartalada que tenía y a la que había que darle un golpe en el faro trasero para que nos vieran transitar. Era una moto de 125 centímetros cúbicos, negra, con la que recorrimos al menos dos estaciones del año y Barcelona y media, de noche, de madrugada, lloviendo, alegres y muy cabreados también. Yo me aferraba a su espalda con todo mi cuerpo, quedando solo el espacio que los cascos nos dejaban, y a veces me gustaba sujetarme de sus senos pequeños, impulsado por un sentido de pertenencia recurrente, incluso precoz, porque recuerdo que ahí fueron a parar mis manos la primera vez que subí encima del mundo con ella, contra el viento y el polvo. Arrancaba de una sola vez, de un golpe de pierna. En los semáforos me gustaba encontrar silencio para enamorarme del sonido de su motor de combustión interna, del olor de la gasolina, de las vibraciones del metal. Me llevó al rompeolas del puerto, a vivir la aventura de agazaparnos en la noche, con los faros y el ruido apagados. Fuimos por el extrarradio de la ciudad, buscando cenas perdidas en las laderas de la montaña. Nos defendíamos como peces voladores en el entramado urbano de la zona vieja y la nueva, entre autobuses hambrientos, taxis cazadores y otras motos que, como la nuestra, salían disparadas de las esquinas, retozando sobre el asfalto día y noche y saboreando el júbilo que da la libertad de la velocidad, la libertad del viento.
Fui con ella el amante discreto que cuidaba sus espaldas –nunca mejor dicho cuando tomábamos la Vespa-, que adoraba a sus hijas tanto en la guerra como en la paz. Me dejé llevar. Tuve ilusiones. Muchos sueños. Fuimos al circo. Me sentí feliz cuando una de sus niñas me narraba al oído todo lo que yo veía, bajito, para no molestar a nadie, para que yo la recordara toda la vida, para que se quedara su susurro infantil en mi memoria histórica sobre esta ciudad. Construimos puentes y caminos para recorrer distancias enormes dentro de su propia casa que tenía cuatro dormitorios, tres niñas y una madre. Hicimos los deberes todos, los de la escuela, los de la cocina, los de la limpieza, los del mercado, los de comenzar a conocer nuestros cuerpos en medio de la zozobra que provoca saber que tres niñas duermen cerca. Pero ella estaba muy escéptica todavía, muy dañada por reprimirse la palabra precisa durante años, muy dejada al verbo envidioso de sus amigas, las que no tenían niñas ni marido y no podían sobrellevar esas carencias. Se confundió conmigo pensando en que yo lo aguantaría todo cuando se abriera por primera vez su almacén de miserias. Y no fue posible. Lo más triste de todo es que sólo me ha quedado el recuerdo de nosotros en la moto por la ciudad y el de una de sus niñas en forma de voz, en el circo.


Invierno 2003

viernes, 20 de abril de 2007

El parto y la luna

Una vez apareció en una esquina de la ciudad mostrando una sonrisa. Se dice fácil, pero el precio de un rostro alegre -ya lo sabemos de sobra-, hoy por hoy se sigue cotizando bastante caro.
-Vamos a tomar un café-, dijo utilizando el mejor pretexto que siempre saca del bolsillo. Arrugó la frente en espera de una respuesta y, de una manera muy personal, sus ojos permanecieron abiertos como un mar de verano: tibios, inquietos y también cansados. Con el cuerpo recogido extrañamente en una curva de pudor –si ella pudiera, pensé, se guardara el cuerpo en el mismo bolsillo de donde extrae los pretextos puntuales-, hizo una señal con la mano para indicar una terraza. Dejó escapar una risotada tan sonora que no venía al caso, y esa misma manera de estar presente la delató aun más que su sonrisa. La puso al desnudo por el simple hecho de no tener otro recurso para salir del paso.
En realidad no ocurría nada más que un encuentro entre dos personas de sexo opuesto, más o menos contemporáneas, que iban a hablar seguramente de algo trivial. Era –es- una mujer pequeña y huesuda, puro nervio en el mejor estilo del estresante mundo en que vive. Sencillamente vestida con cuatro prendas que sacó sin mucho detalle de un armario –cuatro piezas incluyendo la ropa interior y los zapatos-. Parecía que se iba a desarmar si vibrara la tierra, que iba a volar si pasara una manga de viento. Iba de rojo y sin transparencia, pero la ropa ajustada al cuerpo dejaba ver una piel tersa, fuerte y quizá un poco amarrada a largos años de autocensura.
Su mejor secreto resultó ser una confesión de mujer paridora, en el sentido recto de la palabra. Y entonces su naturaleza femenina comenzó a crecer ante mí, a una velocidad vertiginosa cada vez que explicaba ser una sobreviviente de largos años de matrimonio; una especie de náufrago en tierra que ya ni siquiera esperaba entonces un tren a la vista, y que ya no sabía ni mucho menos lo que es hacer las maletas. Pero en su día –explicó- una fuerza interior solicitó un diálogo urgente con su alma, y la posibilidad de la palabra exacta, personal, le fue concedida.
Fue cuando tuvo claro que debía soltar una carcajada estrepitosa al doblar de la esquina, dedicada para el que la quisiera tomar sin contemplaciones y para el que supiera, además, apreciar su otra faceta en la modalidad de la sonrisa. Me dijo que una vez había tirado cuatro trastos imprescindibles al tren, que recogió en orden de llegada cada uno de sus partos, que hizo un bultito con los dolores pensando en dejarlo en una remota estación, y que inmediatamente puso en marcha un proyecto intuitivo que debía avanzar hacia la dicha.
Viaje hacia la dicha, tituló mentalmente el impulso del que ahora, sonriente, coqueta, tibia me iba explicando mientras tomábamos un café.
Cuando narró uno por uno sus tres partos de niñas, alumbramientos que la llevaron a parirse a sí misma en intervalos de dos años, olvidó el cuarto empujón de caderas. El primero –salvaje, primitivo- fue puntual. El segundo fue mejor. El tercero resultó el más duro e impresionante porque la niña venía con prisa. El cuarto –pensé yo- significó el desenterramiento de una semilla que no había logrado germinar cómodamente. Pero, repito, este último brote no vino a cuentas en su boca, aun cuando era un número redondo, par, trabajado con sus propias manos como si fuera a moldear el barro.
Claro que el olor del café la remontaba a su niñez, y ese detalle le produjo una mezcolanza de planos temporales impresionante. A tal extremo de apuntarse a la famosa sentencia gardeliana: “veinte, cuarenta años no son nada si te puedes encontrar en la situación de volver a empezar. Como cuando yo me separé. En décimas de segundos todo se convirtió en nada. Puedes pasarte la vida sin enterarte de lo que tienes al lado…”.
Por eso, y a pesar de que se confiesa temerosa ante lo desconocido, se contradijo aquel día en que subió al tren sus partos y paquetes. Ya no temía a nada o a casi nada. Solo -apuntó sin titubear un instante- podría asustarle la pérdida del Mediterráneo que le dio luz y color, y olor a marisco y sabiduría marinera en lo que al roce entre la piel y el agua se refiere.
-Tú vienes de otro mar, de otro clima, de otro sol, de otra luz, de otras vibraciones, de otra gastronomía, de otra cultura, sin más rodeos-, me recordó sosteniendo la misma sonrisa.
-¿Entonces para qué me has citado, además de para regalarme una sonrisa y un secreto de paridora?- le contesté.
Emitió nuevamente el sonido indiscreto de su carcajada y me miró a los ojos como si yo debiera saber lo que pasa por su cabeza. Encendió el penúltimo cigarrillo de una caja que había rodado de lado a lado de la mesa, expulsó una bocanada de humo como si esta vez pariera una quinta esencia, y en tono grave pero bajito me dijo resueltamente:
-Aunque te suene raro, la luna pasará por aquí de un momento a otro. Es un privilegio verla llena y compartirla contigo. Confío en que, entre los dos, podamos alcanzar una transparencia ocasional que se esfume como los veinte años de Gardel o los cuarenta que tengo en las costillas. No seas tonto, déjate llevar y báñate de esencia clara que la gente que anda por aquí rondando no da más que para oscuridad. ¿O es que acaso no crees en mi manera de dar a luz?

Otoño 2002

miércoles, 18 de abril de 2007

Resaca impertinente

El martes, al anochecer (ayer), todavía duraba el embotamiento que me provocó ver dos películas de temática dura seguidas. Está contraindicado para los emigrantes y yo no lo sabía. Ahora asumo la irresponsabilidad desde la óptica del cuidado personal, convirtiéndome –nunca es tarde- en mi propio programa centinela. Creo que escribí alguna vez, o conté a alguien, la sensación que tengo de querer atrapar espacios constantemente, como si el mundo terminara mañana. El exceso de imágenes acumuladas de golpe en la mente ha provocado un mecanismo de defensa natural, para dar tiempo a que el proceso de asimilación se realice con profundidad. Con implicación. La defensa ha frenado el estrés que, por sobregiro de información, estuvo a punto de producirse, pero, como efecto secundario, me ha inhabilitado en otras funciones tan cotidianas como sonreír.
Para entender mi estado de ánimo actual –seco, taciturno-, recapitulé las imágenes de las películas y llegué a la conclusión de que la sala oscura, el proyector y la seriedad del espectador pueden ocasionar trastornos transitorios de la personalidad. Madrigal, de Fernando Pérez, me recordó una época en la que yo era cronista de teatro y tenía que enfrentarme frecuentemente a una sala semivacía. La década de los 90 trajo un panorama bastante triste para la escena cubana en sentido general. Las grandes compañías comenzaron a desintegrarse y también a segregarse, lo que, entre otras fatalidades, trajo consigo que desaparecieran los repertorios de estas agrupaciones, digamos, históricas. Surgieron los llamados proyectos, que a veces se componían de dos o tres miembros, incluyendo al director. Me tocó “cronicar” los años del pequeño formato, de la palabra oscura, de la gestualidad por encima de todo. Salvo pocas compañías que, heroicamente, intentaron mantenerse en pie, el mundo de las tablas se desperdigó por la falta de medios materiales. Llegó la era de querer viajar al exterior del país a través del pequeño formato. Los montajes resultaban poco atractivos para un público convencional –se creaban más para un espectador concreto o un festival determinado- y, por otra parte, el transporte urbano se volvió casi inexistente. Yo iba en bicicleta, con copiloto a veces, y me manchaba los pantalones con la cadena. Cuando llegaba a mi asiento reservado y cruzaba la pierna, veía la mancha de grasa y me desconcentraba. Me desconcertaba. Me dedicaba a pensar todo el tiempo en que el actor o la actriz que tenía delante, al final de la función, marcharía en bicicleta igualmente. ¿Valía la pena mancharse el pantalón de grasa negra y sudar, pedaleando, si en la sala había cuatro o cinco espectadores? El actor, la actriz, sabían que si no se situaban delante de esos cuatro o cinco espectadores podían perder el oficio. Ahora lo comprendo, cuando me siento a escribir por la misma razón. El mayor reto, sin embargo, no era, entonces, tratar de que mis pantalones no rozaran con la catalina, sino presentar 40 líneas serias para la edición del martes. Por respeto a los actores y por respeto a mí mismo las escribía lo más decorosamente posible y lo menos destructivas posible, aunque no me hubiera gustado la función. Me convertí en cómplice de la escena nacional. En uno más de los tantos que hacíamos de la vida un vuelta ciclística.
Esa experiencia me dio el recurso de la síntesis en lugar de la omisión. No era justo que, con la escasez de papel que había y, por ende, la ausencia de medios de prensa, aquellos perseverantes actores no tuvieran un recuerdo impreso en su currículum. En mis manos estaba, sin dudas. Salvo raras excepciones, la cartelera teatral la seguía a mi manera. Otro problema era el contenido de las obras. Cuando eran peligrosas para el Estado, tenía que irme por las ramas, pero sentía el compromiso de escribir algo. La gran mayoría de las obras decían algo crítico, pues el teatro, siendo un hecho efímero, siempre ha sido la vanguardia de la contestación política y social. Cuando aquello no imaginaba en qué sitio iba a estar a la vuelta del tiempo, ni me lo planteaba. Esa vuelta me ha sorprendido en Barcelona. Me sorprende encontrarme sufriendo todavía la angustia del teatro cubano, su necesidad de evasión, de expansión, de creación libre y no cifrada –aunque algunos directores de escena se escuden en el simbolismo para lograr golpes de efecto-, su alto vuelo supeditado a unos presupuestos raquíticos y ridículos, su diversidad estética y, en fin, su amor a las tablas. Todo lo que expone simbólicamente Fernando Pérez en Madrigal es cierto. Yo lo viví y me persigue todavía.


Primavera 2007

lunes, 16 de abril de 2007

Sin intenciones de perder la ternura

La verdad es que la tarde del domingo, propicia para una tanda de cine tranquilo, se nos volvió un quebradero de cabeza. Al salir de la función de las seis, decidimos tomarnos una merienda y –esas cosas que pasan cuando menos lo necesitas- los camareros nos atendieron bastante mal. Nos desatendieron, mejor dicho. Para rematar, una mujer de unos 35 años, con un perfume espantoso, se sentó en la mesa de al lado, sola y sin marido. Como no la atendían, recogió sus cosas que tenía enganchadas en el espaldar de la silla y se marchó. Mi mujer, profundamente intuitiva, detectó algo raro. Inmediatamente revisó su bolso y descubrió que le habían robado la billetera. Salté de mi puesto como un muelle; corrí hacia salida de la cafetería y miré hacia ambos lados de la calle. La vi, a unos 50 metros, recostada a un coche como si fuera el de ella, como si fuera a abrir la puerta del automóvil. Corrí y la alcancé. La abracé por las costillas de manera que quedara inmovilizada. Mi mujer ya estaba a mi lado cuando le dije a la carterista:
-¡Te llevas un monedero!
Estaba oscureciendo. El factor sorpresa hizo que la carterista se pegara un susto tremendo y devolviera el monedero en el acto, disculpándose con que tenía un hijo que mantener. La dejé hablando sola detrás de mí. Regresamos a la cafetería, a la mesa donde habían quedado nuestras chaquetas y los bocadillos a medio comer. A mi mujer le temblaban las manos. Aun así, para cambiar de tema y cumplir con nuestra más apetecible costumbre, decidimos comentar la película que acabábamos de ver.
No sé exactamente por cuántas razones, pero Madrigal me había dejado un sabor extraño. Muy extraño. Siempre que me quedo con dudas trato de situarme también como espectador en Cuba, porque funcionan condicionantes distintas en uno y otro lado, por mucho que, casualmente, en la película de Fernando Pérez se hable de Barcelona como un lugar quimérico. Siempre me resulta acusatorio encontrar en las películas cubanas actuales rostros de personas con las que he tenido algún trato cercano. Me siento un poco deudor por haberme marchado y dejarlos a ellos haciendo la misma vida de siempre. Es como si esa realidad ya no me perteneciera y la misma proyección de las imágenes me acusara de abandono. En Madrigal hay un juego del teatro dentro del cine en el que aparece un director real de un grupo real (Carlos Díaz, de Teatro El Público) y todo el tiempo me pareció que estaba mirando un ensayo a través de un agujero. El cameo de Carlos Díaz , sumando el claroscuro fotográfico de la película, me provocó incluso sentir los olores de la sala Trianón, donde algunas veces estuve entre bambalinas y muchas otras como espectador. La lluvia constante en Madrigal, descubrir algunos emplazamientos de la cámara –por haber estado antes allí-, me provocó desazón; me rompió el cuerpo como cuando uno coge un constipado. Luego la historia de Luisita y Javier, por mucho que me encante escuchar una y mil veces los vocativos en los diálogos, me pareció patética más que poética. La muchacha –el personaje, no la actriz- queda muy mal resuelta como ser atípico y apartado socialmente. El personaje está repleto de una falsa ternura, apuntalado por un elemento visual absolutamente forzado en la cosmovisión regular de lo cubano: un arpa. Es cierto que la historia podía desarrollarse en cualquier lugar, pero se habla de un lugar concreto: La Habana. (Buscando información, más tarde supe se trata de un homenaje a otro filme inconcluso de un director europeo). Soporté bastante bien la primera parte de la película disfrutando, sobre todo, de la fotografía de Raúl Pérez Ureta, de esos primeros planos muy bellos en rostros también bellos, de la corrección de la luz para lograr ambientes lúgubres y húmedos. (Todos sabemos que La Habana no carece de luz, excepto cuando el viandante se desmarca por una cuartería, por ejemplo). Pero cuando cambia la historia, o sea, cuando cambia el plano espacial, y llegué a la ciudad imaginaria de Eros, sucumbí ante la oscuridad. Me desconcentré y, sinceramente, no entendí nada.
En la cafetería, para desviar un poco el susto provocado por la joven carterista, hice un trato con mi mujer: ella me explicaría el guión de la película y yo algunos símbolos concretos, como el de los fumigadores (que se refiere a la campaña contra el mosquito Aedes aeyiptis), y el de la lotería de las monjas (sorteo de visados anual para viajar definitivamente a los Estados Unidos). Mi mujer, valiente y con criterio, como siempre es, defiende la propuesta polisémica de la película. Me dijo que quiere buscar más en el cine de Fernando Pérez, ya que la reta. “Me atraen las cosas difíciles”, me dijo.
Y sí que es difícil Madrigal: se recomienda no pestañar ni un instante y concentrarse lo más posible para poder entender la maraña de planos cruzados en las dos historias que se cuentan interrelacionando, para más embrollo, a la literatura con el cine. Le recordé a mi mujer que, contrario a ella, no soy de complicarme la vida. Salí del cine con muchísimo dolor de cabeza (cosa habitual en mí). Esa exposición de La Habana por muy plástica que haya quedado, me pareció demasiado pretenciosa.
Un camarero seco y pimpollo se nos acercó para curiosear sobre el suceso que había ocurrido esa tarde. Como advertimos más morbo que solidaridad en su interés, y, además, minutos antes nos había maltratado profesionalmente, preferimos darle escasa información sobre el robo perpetrado. Pagamos y nos fuimos caminando a casa, debatiendo todavía sobre la película, pero hasta hoy por el mediodía no se me quitó el dolor de cabeza. Dormí mal.



Primavera 2007

sábado, 14 de abril de 2007

De los otros hace 20 años

Con la sala medio vacía –o medio llena, mejor-, y una secuencia insoportable de risitas niñeras a mis espaldas, anoche afronté el conmovedor filme La vida de los otros, ópera prima del realizador alemán Florian Henckel von Donnersmarck.
Después de Good by, Lenin, realizada magistralmente en la cuerda tragicómica, que se soporta mejor cuando de hechos dolorosos e históricos se trata, volver a los días –y años- de la pesadilla totalitaria en alemania oriental suponía un ejercicio casi extremo de implicación con el cine. Para mí, en Good by, Lenin está dicho todo desde una manera desenfadada y optimista, porque en definitiva la vida sigue. Cuando todo lo malo ha pasado, si bien es honesto no perder la memoria, por otra parte es aconsejable construir con la materia prima que se tiene por delante, la renovada, la descontaminada, la que está en pañales todavía pues esa suele no llevar adentro el rencor. Es la única manera. De este asunto se ocupó correctamente en su día el país desde donde escribo, dando saltos de gigantes para poder alcanzar el tiempo perdido, no el mismo tiempo, claro, sino el espíritu social que debió caracterizar una época. Es posible –aunque inaceptable- que a cuatro chiquillas se le escaparan las risas durante la proyección de La vida de los otros en el cine al que fui; es que como si le estuvieran hablando de historia antigua, de una Europa anquilosada y tosca por donde se ven unos vehículos cuadrados que avanzan por unas calles desiertas, allá en el lejano 1984. Luego comprendí que alguien se pueda reír –viniendo del país que vengo, en la ruta del surrealismo socialista- con situaciones tan absurdas como que un joven gordito y salpicón se dedique a escuchar por cables la alcoba marital de unas gentes que habitan un edificio viejo. Lo curioso es que, al mismo tiempo en que se sentían risas sueltas por detrás, a mí se me escapaban lágrimas.
Para este cronista no está tan lejano 1984, entre otras razones porque, para poder ubicarme en tiempo y espacio actual, he tenido que empezar a vivir desde cero a los casi cuarenta años. Voy muy detrás de todo tratando de alcanzar una libertad individual que no conocía, pero que mi mente se empeña en ralentizar, incluso en negar. Y existe esa libertad, ya lo creo.
Enfrentar una película tan dramática como La vida de los otros, que versa sobre el control de la existencia individual a manos de unos pocos poderosos, supone para mí un adelanto de lo que pasará en la isla a la vuelta del tiempo, pero, si miro el filme –o sea, su historia- en tiempo real, resulta demoledor. Porque precisamente ahora se ha destapado una ira colectiva en el sector intelectual cubano que reclama no ser sujeto a investigaciones particulares, algo de lo que precisamente se sirve el largometraje alemán como recuento histórico.
Yo le decía anoche a mi mujer que no puedo negar esa realidad, que si la película está en el cine hay que ir a verla. Pasar de largo sería esconderse uno más de lo que siempre se ha escondido. Es la hora de la verdad, de enfrentar el dolor que causa darse cuenta de que uno ha sido parte de los otros durante mucho tiempo. Toda una vida. Prefiero –le decía a mi mujer- no conocer a nadie en mi edificio. Prefiero ser un hombre anónimo. Como tantos otros que corren a tomar un tren. La película plantea una cruda verdad, por suerte hoy casi inexistente en el mundo: vivir en un país donde la gente es propiedad del estado.
La academia norteamericana “se mojó” otorgándole el premio a la mejor producción extranjera. Si los Oscar se pasaban con ficha (en el juego del dominó puede costar caro), hubiera sido imperdonable tal y como está el mundo. Una película tan seria como esta, excelentemente interpretada y con un magnífico guión –del propio realizador-, merecía no quedar en los anaqueles de cine independiente. A mí, no obstante, me sobran unos 20 minutos de metraje. La excelencia interpretativa de esos seres bien delineados, protagonistas y antagonistas a la vez –el escritor y su espía particular-, no merecía para nada un final de tragedia griega tan horroroso como el que le ocurre al otro personaje central –la chica que los une-, y mucho menos un regodeo de telenovela al uso, donde el malo y el bueno, transformados por los nuevos tiempos, no se encuentran jamás. El filme cierra en falso varias veces y tira hasta lo imposible de la sensibilidad del espectador. Le comentaba a mi mujer que no hacía falta decir lo que sucedió después de que cayó el Muro de Berlín. De eso harán, en breve, 20 años. A los seres que vamos rezagados no nos apetece mucho pensar en qué sucederá después, porque, hablando de tragedia griega, aún estamos en el nudo.


Primavera 2007

viernes, 13 de abril de 2007

Arquitectura del espacio

Para María

Ahora, corazón, que el hierro
nos convoca cada día
dejemos la melancolía
en la puerta con el perro.
No creas que con esto encierro
motivos superficiales:
si se plantan colosales
erguidas naturalezas
ignorados por torpezas
declinan los materiales.



Febrero 2007

jueves, 12 de abril de 2007

Carta abierta a Jennifer López

Estimada Jennifer:
Es cierto que nunca he sentido la necesidad de buscarte y, sin embargo, noticias de ti se cruzan en mi vida a cada momento. Tengo un amigo absolutamente serio y monogámico, casado, que daría lo que fuera por conocerte. El es de pocas palabras, en general articula diez o doce al día; por eso me asombró tanto que “gastara” dos para pronunciar tu nombre y apellido en un juego de azar, en una sobremesa. A partir de ese momento supe que, además de belleza, tienes un componente en la personalidad atractivo. El amigo del que te hablo me sirve de referente para evitar equivocaciones que, como seguro sabes, pululan por la Tierra para enseñarnos a levantar cabeza. La semana pasada, cuando estuviste en nuestros televisores en el plató de Tele 5, dejé lo que estaba fregando para verte. Sentía curiosidad por observarte de cerca sentada en un sofá –y sentado yo en otro, pero en mi casa-, fijarme en tus ademanes, tu manera de cruzar las piernas, tu empatía, tu autenticidad, tu sencillez, tu humildad –bella palabra-, tu sentido práctico del momento, tu comportamiento común y personalizado a la vez, tu “saber estar” –esta frase hecha debe tener una explicación mejor, pero no voy a perder tiempo en buscarla-; en fin, todo lo que me sugirió siempre tu nombre en la boca de mi amigo casi perfecto. Seguramente sabes que los seres vivos también estamos sujetos a mitificaciones y que rompemos moldes cuando algún espacio o medio interactivo nos humaniza. (Utilizo el plural de modestia para ir entrenándome). Mi encuentro contigo, a través de la pantalla, corroboró que eres una gran mujer: afable, sonriente, fresca. Al menos eso dejaste ver. Si fue una pose –cosa que no creo- estuvo bien disimulada, y superaste mis expectativas con respecto a la vanidad que siempre uno espera de ese otro mundo tan ajeno a mí que es el del divismo. Estas líneas van para ofrecerte disculpas, desde la milésima porción de territorio que me toca en este país, toda vez que enciendo un televisor aquí. Sentí vergüenza ajena todo el tiempo al ver que el presentador, Jesús Vázquez, no fue capaz de lanzar una sola pregunta interesante, de inquirir algo medianamente civilizado y cortés. Se deshizo en halagos banales y tremendamente frívolos. De esos epítetos tú debes estar aburrida, porque la mente humana es muy cómoda y, en muchas ocasiones, no es dada a elaborar algo especial. Digo especial, fíjate, no enciclopédico. Es tan sencillo como tomarse un café con un amigo y preguntarle si a él también le afecta emocionalmente el raro comportamiento climático de un tiempo a esta parte. Jesús Vázquez se perdió la oportunidad de demostrar que en este país pudieran existir programas de entretenimiento que necesariamente no jueguen con la desgracia ajena, que no frivolicen la cara triste de este planeta; programas alegres y juveniles y también desenfadados a los que no les falte materia pensante (iba a decir materia gris, pero quedaría mal en este contexto). Tuviste demasiado aguante, my dear. Una simple interlocución, como pedirte que le trasladaras tu experiencia a los noveles que allí estaban de Operación Triunfo hubiera dejando el programa en mejor estado. Fue una vergüenza la sarta de superficialidades que te pusieron por delante en los escasos diez minutos que le regalaste a la televisión de este país –la privada, en este caso-. La oportunidad sé que no se volverá a repetir: tú tan suave, dispuesta y condescendiente. Tu paso por la pantalla doméstica me sirvió para comprender, una vez más, por qué apenas en mi casa vemos la programación que hay. Sentía tanta pena viendo el derroche de superficialidad delante de ti, que salí apurado a tocar el carné de socio del video club. Bendije la tarjeta magnética para mis adentros. Te puse orujo, my dear, junto con una porción de hierba buena en un vaso especial. Te lo dediqué con absoluta cortesía y brindé el mismo compendio con mi mujer, en ausencia de mi amigo el que te idolatra. No le he comentado nada por si acaso no vio aquel desastre de esta televisión nuestra de cada día. El presentador, estimada Jennifer, pudo saltar perfectamente la obscenidad de hablarte sobre tus bellísimas asentaderas. Queda demostrado que vivimos en la retaguardia. Una cosa es lo que tú quieras hacer, mostrar o sugerir en un videoclip y otra muy diferente tenerte delante con un vestido precioso y muy buena disposición para dialogar.
Me gustaría pensar que tomaste nota de este descalabro inaceptable. La prestancia, la clase, el talante del que habla el presidente de este país no está en antena.
Un abrazo cordial:

Jorge

P.D. Ahora entiendo por qué Rod Stewart dejó al mismo presentador con la palabra en la boca, en el mismo plató.


Primavera del 2007

martes, 10 de abril de 2007

Barceló rima con Barcelona

Acabo de decidir que no compraré nunca más una botella de ron Havana Club, ni dos botellas ni tres ni cuatro; ni media, ni un cuarto, por si hay mal pensados. Nada. He tardado un quinquenio –para utilizar un término del lenguaje del partido comunista- en llegar a esta conclusión. ( Como no me gusta ser absoluto, escribo estas líneas para que me quede el compromiso).
Podía haber decidido dejar el ron en su totalidad, pero considero que no es el momento. Uno a veces llega a conclusiones por motivos totalmente pragmáticos. Me da vergüenza decirlo. No es tan difícil darse cuenta de que cada vez que uno compra una botella de Havana Club le está dejando dinero al gobierno Cubano (y a los franceses asociados). Esto siempre lo supe, pero no me dolía comprar el Havana porque lo considero un patrimonio personal. Con la madurez -divino tesoro-, uno llega a la conclusión de que la integridad máxima (otro absolutismo) solo se logra haciendo dejación incluso del patrimonio, parcial o total. La integridad es una categoría filosófica de alto nivel que se resiste al tiempo y a las tentaciones. Hay escalones para llegar a la integridad. Primero hay que transitar por un espacio –otra categoría filosófica- adecuado para poder pensar tranquilamente. Teniéndolo, el primer análisis que realicé fue el del precio de la botella de Havana 3 (siempre compraba el 3 años) con respecto a mi poder adquisitivo. En la propia ciudad de la Habana me era imposible. En Barcelona no me supone un gasto excesivo, trabajando, pongamos, de camarero. Las cuentas daban. Y seguí.
Con el tiempo –otra categoría filosófica-, descubrí otros rones tan buenos o mejores que el Havana y a mejor precio; y no tan difíciles de encontrar. (De los cuatro supermercados que tengo en el barrio, solo uno vende el Havana, y hay que llamar a un empleado para que abra la vidriera). Y seguí.
Estaba dispuesto a localizar el Havana 3 en Google si era preciso. (¡Qué bueno hablar en pasado!). Todo por mantener una identidad que en algunas conversaciones llaman idiosincrasia y en otras cultura gastronómica. Esas herramientas funcionan cuando estás solo y no deseas dialogar con tu más profundo interior.
Pero no nos engañemos: hay más vidas posibles.
Con el paso del tiempo, estando más estable emocionalmente -¡ojo, cuida a tu pareja!-, e ingresando lo mismo en la economía doméstica, entras a El Corte Inglés y descubres una inmensa gama de rones a unos precios asequibles. Los detallas, mientras tu mujer compra unos quesos especiales para fondue. Te quedas clavado frente a la estantería de los rones. No reaccionas; la haces mirar. Sacas unas cuentas mentales a empujones y te quedas absorto. En ese preciso instante tienes dos opciones:

a) alargar el proceso de dejación del ron
b) elegir lo que más te apetezca

Allí, frente a la estantería de los rones, decidí dejar de comprar el Havana Club 3 y toda la gama correspondiente a estas marca.
Me compré un ron Barceló añejo dominicano por un euro más de lo que cuesta el Havana 3.
Sé que cuando mi mujer lea esto se pondrá contenta. Ella me quiere y ama mi lucidez. Sabe que la lucidez –que no es una categoría filosófica, pero se nutre de varias- es primordial para el funcionamiento pleno del hombre. Sabrá que he dado un buen paso. Que gastaré un euro más en lo adelante, beberé un ron de más calidad y comenzaré a disfrutar de la vida con menores problemas de conciencia. Que dejaré de transferir dinero al holdin cubano/francés.
Me ha llevado años este proceso –recalco. El Corte Inglés siempre ha estado ahí. Y la anglosajona V de Havana Club, también. Habana se escribe con B. A veces no nos damos cuenta de pequeños detalles.
El Barceló está buenísimo. Me declaro ante estas páginas un hombre feliz.


Primavera del 2007

sábado, 7 de abril de 2007

Te quiero

Cada vez que escucho esas palabras por la calle, pienso que me estás hablando al oído a altas horas de la noche, cuando hacemos el amor entre dientes para que no nos sientan los vecinos. Ni tú ni yo tenemos la culpa de que las paredes de toda esta ciudad sean membranas de pez, por donde transpira nuestro deseo con la arritmia necesaria. Está prescrito facultativamente que tenemos que acelerarnos sin miedo porque se nos hace necesario desarrollar este vértigo. Sin pactarlo intuimos el susurro como paliativo pues está claro que no nos íbamos a callar. Descubrimos así la palabra trasfigurada, la moldura personal de esos momentos innombrables en los que nuestra habitación parece un espacio lunar. Allá donde dicen que no existe nadie, en esa punta de años observada a través de un telescopio, estamos nosotros desvelados. Jugamos a nombrarnos con el tacto porque la luz blanca no alcanza. A esa hora modulamos las formas como un vicio porque comenzamos así y así nos acostumbramos a conseguir intimidad. Sabemos que los vecinos no están a veces y no ensayamos proyectar la voz. ¿Para qué? ¿Para qué molestar? Vivimos en un mundo aparte construido palmo a palmo con la ilusión de sorprendernos nosotros mismos, cada día, con los colores que salieron de una carta anárquica. Ha sido lindísimo construir sobre la marcha y sobre la marcha irnos enamorando del espacio que elegimos, que no se parecía en nada al de ahora. Si nos ha llevado esfuerzo eso no se cuenta ahora mismo. Cuando aceptamos esta galería llena de papeles amarillos no medimos el grosor de las paredes ni los decibelios posibles, ni pensamos en la música ni en el espacio lunar –entre otras cosas porque era inimaginable-, ni en la fecha de construcción del edificio. No sé cómo te sientes tú reposando insomnios en esta casa centenaria; yo me alegro de formar parte del ideario de aquellos constructores porque me da orgullo cumplir con las exigencias acústicas. No es por ellos, es por ti. No te concebiría de otra manera. Tu declaración no jurada al oído me hace el efecto del coro popular que a veces siento, u otras veces leo en los labios de miles de personas que caminan como locos y como locos entran en los autobuses y como locos salen de las puertas sin mirar. Cada vez que me rozan el abrigo, que me rozan el paraguas pienso que dicen Te quiero. Todos maquinamos constantemente lo que nos gusta hacer o lo que nos gustaría soñar, y casi no atendemos a nada. Nuestras maneras de estar en la noche levitando con el tono regulado es una respuesta de irreverencia aunque no lo parezca. No hay que ganar espacios con egoísmos sino con sentido común y el nuestro no tiene desperdicio.


Primavera 2007

jueves, 5 de abril de 2007

La peña de Candela

Una de las primeras escenas de la película Princesas muestra con agilidad y con naturalidad el pubis de Candela Peña. La joven actriz, premiada este año con un Goya por su interpretación en este filme, se sometió a una secuencia de desnudo pélvico que competía con los créditos iniciales: ¡a ver quién se fija en los nombres del editor, del director de fotografía, del guionista, del ambientador, del director incluso! Nadie. Bueno, yo sí; en una segunda vuelta cuando “rebobiné” el DVD al cabo de tres o cuatro minutos del metraje. Muy valiente es Candela por asumir una escena –llena de cortes, es cierto, pero bien hechos- en la que el guión le pide que se ponga a trajinar semidesnuda por casa de buena mañana, como si no pasara nada. No sé si hubiera soportado un plano secuencia –la actriz, porque el espectador moriría en el intento-. Ella tiene madera y lo ha demostrado con creces en esta cinta en la que dignifica el oficio más antiguo del mundo, y vuelvo ahora a la susodicha escena del principio: contando dinero en cueros –por cortes, no importa- se puede sugerir la misma sensualidad y dureza juntas que tendiendo la ropa en cueros.
En el momento de escribir esta crónica, he dejado la película porque me llamaron del trabajo y tuve que salir volando. Por el camino me puse a pensar en un cuento que me hizo una amiga de Rubí –una pequeña ciudad cercana a Barcelona. La historia, real, ocurrió en Rubí y fue una chica cubana la protagonista. Resulta que, en Cuba, candela sólo significa fuego, mientras que aquí es un nombre de mujer. A la pobre chica –cuenta mi amiga Elena- se le estaba quemando la casa y se le ocurrió salir al balcón a gritar: ¡Candela!, ¡Candela! Como era de esperar, la gente pensó que estaba llamando a alguien y no le hicieron ni el más mínimo caso. Cuando por fin aparecieron los bomberos, el incendio tuvo que ser declarado como de grandes proporciones.
Como he tenido la suerte hoy de pasar una tarde bastante tranquila –aún sigo en el trabajo-, me he puesto a escribir sobre una elucubración que tiene que ver con los alrededores de mi casa. (En mi casa, dicho sea de paso, me espera el DVD de Princesas que no sé si retomarlo por donde lo dejé o comenzar de nuevo por los primeros sugerentes créditos). La idea es que, como vivo al lado de los bomberos, de los bomberos más antiguos de Barcelona –me refiero al inmueble de la calle Provença-, pasaré por allí para sugerirles que vean esta película en sus ratos de ocio en el cuartel. Como sé que los bomberos son enrollados, y que cuelgan carteles –el más conmovedor fue la tela que atravesaba la calle con los rótulos: Els bombers diu NO a la Guerra, cuando Aznar nos llevó de cabeza a esa increíble intromisión en Irak-, les propondré fundar un Club de Fans de Candela Peña, o, si les parece ambicioso el proyecto, podemos dejarlo en La Peña de Candela . ¡Son tan enrollados!; de verdad, lo digo yo que los veo todos los días en la acera jugándosela con cuanto cuerpo femenino pasa por allí. Los de Rubí supongo que también. En fin, veré si puedo continuar con la película cuando llegue a casa. De momento, si se mantiene tranquilo el ambiente en mi trabajo, puedo ir pensando en el diseño del carné de socios. Y en las cuotas.


Febrero 2006

miércoles, 4 de abril de 2007

Memorias del agua


Pocas veces en mi vida había llovido tanto como aquel fin de semana en Cadaqués, cuando todos los relojes del mundo cayeron en el olvido de este cronista, incluyendo los cronómetros fláccidos de Dalí, aquellos dormilones tan originales. Yo llevo un reloj en la muñeca. Un momento, que lo retiro ahora mismo.
Me acordé esta mañana de los relojes desformados de Dalí mientras desayunaba. Mi mujer y yo mojábamos las galletas María en el café con leche y todas se derretían. Yo tenía prisa, como cada mañana. El tiempo me acosaba –y me acusaba, como me acusa siempre-, pero mi mujer y yo nos dedicamos a mirar las galletas dobladas y reírnos, porque no logramos sostener la redondez de una sola. Ella no sabe que yo estaba recordando el viaje a Cadaqués. Fue un instante, por asociación de ideas. Pasadas las horas -¡se nota, tengo que hablar del tiempo!- volví a casa esta tarde empapado de agua de lluvia, como en aquellos días en que no paró de diluviar en Cadaqués. La belleza del pueblo no se perdió en ningún momento entonces. El mar parecía desbordarse y las barcas zafarse de los amarraderos, como un mundo náutico que nos viene encima mientras tomamos pescado fresco con vino blanco. Mi mujer y yo estábamos empapados de pies a cabeza –o viceversa, porque el agua cae por la fuerza de gravedad-sentados en un restaurante marinero totalmente vacío. Los camareros no nos quitaban los ojos de encima. Se aburrían esperando que entrara gente. No teníamos constancia de que viviera alguien más en ese pueblo. Sabíamos que estar allí es un privilegio y no deseábamos pensamientos inoportunos: solo fijarnos en el mar revuelto que nos venía encima. Mi mujer fue al baño a secarse un poco y regresó con las manos llenas de papel. No había secador eléctrico. Temblábamos de frío. Yo estaba de espaldas al mar pero ella me iba narrando el panorama. De vez en cuando yo me giraba y veía el primer plano de las siluetas de los camareros y el cielo y el mar grises de fondo. Sentía sus miradas en mi espalda. Decidí disfrutar del tiempo deteniéndolo en ese pedazo de paisaje revuelto –y brutal-; teníamos la ropa pegada al cuerpo, el pelo chorreando, los calcetines empapados, la ropa interior, los bolsos, las cámaras de fotografía, los relojes (el mío, porque mi mujer no lleva jamás); la carta del restaurante goteaba, el vino se juntó con lo que salpicábamos, el mantel estaba húmedo, la madera de la mesa también, el suelo resbalaba y la pared más próxima no terminaba de secarse nunca. Los camareros trajeron una toalla cuando nos sirvieron el pescado. Entró un hombre, nos saludó. Era el dueño. Llevaba un paraguas por pura utilería escénica. Se sonrío al vernos a nosotros también chorreando. Empezaron los relámpagos. Pestañó la luz. Luego los truenos. Una barca se soltó y dio tres vueltas de campana. Mi mujer fue la que lo vio. Terminamos con el pescado. Pedimos los postres y la cuenta. Antes de pagar, fotografié a mi mujer que parecía acabada de salir de la ducha. La cuenta estaba por las nubes. El cielo no daba tregua. Nos marchamos bajo un paraguas de utilería. Teníamos que recorrer el litoral de punta a punta de cualquier manera. Teníamos las horas contadas y esa sensación nos obligó a mirar el tiempo. Mi reloj se ahogó. Estaba duro como una piedra entre los restos del naufragio del pueblo. Nosotros no zozobramos jamás. Anduvimos por los cuatro costados de esa boca de mar que se llama Cadaqués y que no para de mostrar el nombre de Dalí por todas partes, hasta en las cartas de los restaurantes. El turismo era algo sin conexión en nuestro viaje a lo más húmedo y atormentado de la geografía catalana. Entramos a port lligat, vimos el faro donde finalizan los pirineos a lo lejos. Nos sentamos en los escalones de la casa de Salvador Dalí pisando un río que bajaba de la montaña. Todo aquello nos pareció abandonado. No había un guardia, nadie. Solo nosotros, con la piel arrugada. Nos quedamos allí. Secamos la ropa, o intentamos secarla. Estábamos abrazados sin camareros delante. No pasó un alma por ese lugar que no fuéramos nosotros dos. Al menos así lo recuerdo cuando pienso en qué circunstancias nos plantamos en la puerta de esa casa blanca, escalonada, irreverente y excéntrica.
No recuerdo que haya salido el sol en algún momento. De regreso, caminamos mucho bebiéndonos el agua que bajaba de nuestras cabezas. Llegamos al centro de la villa, a la iglesia de Santa María, que estaba al lado de nuestro hostal. Subimos descalzos por las piedras lisas de pizarra. Nos encerramos en el hostal con la calefacción al máximo. A mi mujer se lo ocurrió desconectar los teléfonos, la radio, la televisión, la aldaba de la puerta y, aún más, la mente de los dos. Caímos en estado de gracia.
Hoy que está lloviendo igual o parecido en Barcelona me gustaría desafiar el tiempo, el temporal también. Tengo recuerdos para eso.
No puedo demostrar nada fehacientemente porque las fotos del viaje, excepto esta, se mojaron.


Primavera 2007

martes, 3 de abril de 2007

Tirando hacia adelante

Abuso humildemente de cierta licencia libertaria que me ha regalado la vida, y, una tarde de lluvia como la hoy, me concedo una reflexión sobre la ética, basado en un hecho verídico.
Mi colega Raúl Rivero escribe los sábados en el diario El Mundo. Lo leo y lo disfruto. Gozo con su prosa suelta, ocurrente, lírica, justiciera. Pienso que su firma prestigia ese periódico. No compro El Mundo: está situado diariamente en la cafetería que visitaba por las mañanas. El verano pasado, como casi todas las personas en este país hacen vacaciones, dejaron de llevar el diario, porque se ve que es el dueño quien lo compra para sus clientes. Se le olvidó que hay clientes fijos, como yo, que no tienen vacaciones. Reclamé El Mundo –por leer a Raúl Rivero-, y la camarera me respondió que no lo tendría hasta septiembre. Por primera vez, entonces, lo compré, en un kiosko. Acto seguido me pregunté si era mejor que el poeta y periodista Raúl Rivero llegara solo a mis manos, naturalmente, colado entre las páginas sabatinas, de paso por una cafetería. Y sí, tenía razón. No debí buscarlo, pues la lectura no me supo igual. Entonces me di cuenta de que, al comprarlo, había forzado una situación.
La grave crisis filosófica duró durante toda una mañana. Por esos mismos días llegué a la conclusión de que soy susceptible a atravesar futuros debates internos de ética del emigrado.
En primer lugar, Raúl Rivero fue “fichado” por El Mundo porque, al llegar a España, provenía de una prisión en Cuba. (Sin cuestionar su talento como cronista). ¿Si me hubieran ofrecido su papel yo lo habría aceptado? Claro que no. Hubiera evitado la cárcel a toda costa.
Entonces comprendí que no debía situarme en el plano de Raúl Rivero, sino en el de su hijo.
¿Si mi padre fuera Raúl Rivero hubiera aceptado su liberación a cambio de que la Unión Europea aflojara el cerco político en el que tenía al gobierno cubano? Lo hubiera aceptado, por supuesto.
De todo este complejo rollo ético me quedó claro que seguiría leyendo al poeta y periodista si se me cruza en el camino. No volvería al kiosko por El Mundo, eso sí. Esperaría hasta septiembre con un libro de la estantería de mi casa dejándome llevar por las casualidades. Porque fue así como me lo encontré, de pura casualidad en una cafetería.
El tiempo, ese del que hablé alguna vez, me lo ha facilitado todo. Por cuestiones de trabajo tuve que cambiar de cafetería, de camarera, de dueño de bar y de periódico. Queda claro que soy un lector eventual.



Primavera 2007

domingo, 1 de abril de 2007

La media naranja

Me acabo de dar cuenta de que el ombliguismo nos ataca. Esto es: hablar y pensar solo desde la perspectiva de uno mismo. El YO es tan repudiado por algunos editores de periódicos con mucha razón. En informativos está prohibido. No así en otros géneros como la crónica, que lleva sentimiento. Otra cosa es que algunos editores tengan terminantemente prohibido el YO por política de contenido y no de estilo. ¿Dije política? Me parece que lo dije de carretilla, sin pensarlo, vamos. Hace tiempo que no comulgo con la política. Para que se tenga una idea:
YO, que escribo estas líneas en primera persona, no sabía escribir este pronombre personal. Crecí profesionalmente en un diario donde esa palabra no existe, ni en las oficinas espirituales, porque no teníamos oficinas espirituales. La censura del YO me dañó seriamente el punto de vista, toda vez que el pensamiento debía expresarse en plural. Por un lado, me coartó, en la arrancada, el lugar que ocupo en el espacio. Aunque también hay que decir que me no me adjudicó el vicio del ombliguismo. Creo que tengo un balance, saludable y reconfortante, aunque no esté exento de meter el delicado pie.
El llamado de atención me llegó ayer desde Argentina. Una amiga que lee las presentes descargas me recordó –suave, suavecito me lo dijo- que allá están llegando al otoño. YO, por tanto, no le decía nada con lo que siento en estos días con la llegada de la primavera. O le decía algo, pero inconexo con sus presiones atmosféricas. Aunque, aseguró, sus hormonas también se preparan para recibir el cambio de estación. Confirmé lo de los desajustes hormonales. De paso, recordé que, yendo de lo particular a lo general, somos hemisféricos y además esféricos. El sur también existe y los argentinos reclaman cierta atención.


Primavera del 2007