lunes, 21 de mayo de 2007

Tejanos

El sol está afuera, sin nubes, aunque corre un aire gélido y tenemos que sentarnos de cara a la luz, protegidos en las espaldas por una cortina de edificios rompevientos que discurren a lo largo de la Vía Julia. José, mi abuelo postizo, va envuelto como una cebolla de siete capas, superpuestas por mí con mucha delicadeza y vigor al mismo tiempo: está tan débil que me da miedo empujarlo al suelo mientras lo visto, pero no puedo permitir que me haga tratarlo con pena. Lleva, además, guantes, bufanda y gorra del pueblo.
Enciendo un cigarro como parte de un ritual matutino que me lleva, invariablemente, a pensar en una canción de Sabina que habla de los abuelitos al sol. Abro las páginas de un libro y no me puedo concentrar. Quiero pensar en una noche en la que había tenido un sueño erótico con los pechos de Maika Vergara, una cronista “del corazón” de quien tuve noticias por primera vez a raíz de su prematura muerte, que ocurrió, coincidentemente, a causa de un accidente cardiovascular. Yo estaba bastante molesto desde que desperté y me di cuenta de que había soñado con alguien que había calado en mi subconsciente por culpa de la información subliminal.
Hay algo de lo que no podré evitar reírme en el tiempo de vida que me quede. Y es el gran absurdo de que a mí me pagan por ver ciertos programas del corazón. Me pagan en metálico, no es broma. A 7.84 euros la hora. No es que un equipo de sondeo de los programas “rosa” me pague eso, pero el resultado es el mismo y, como está bien pagado, justifico los medios. Es la señora de la otra casa donde voy a trabajar, la mujer del otro abuelo postizo. Se traga todo el cotilleo que le pongan delante y asegura que no le gusta el chismorreo, que solo lo hace por estar informada de lo que sucede a su alrededor. Y, para hacer tiempo antes de llevar a la cama a su marido, me dice: “¡Siéntate, que es temprano!”. Así fue como visualicé todos los homenajes póstumos a la recién fallecida cronista, quien, según insistieron sus compañeros en medio del dolor y la tristeza, gustaba de llevar escotes pronunciados.
Así que, atando cabos, responsabilicé de mi sueño erótico a la esposa del abuelo Jaume, un hombre noble de espíritu y culto donde los haya, enfermo ahora de parkinson y camino a terminar sus días frente a la pantalla rosa de un televisor. Y no es que tenga yo algo en contra de Maika Vergara ni de alguno de sus colegas, sino que me sorprendió verme en la Vía Julia del Nou Barris, a miles de kilómetros de mi casa de La Habana, con un frío que pelaba, recapitulando un sueño inducido por la sociedad, confirmándome eso mismo, que nadie, casi nadie, para no ser absoluto, escapa.
Lo del sueño con la cronista había sido semanas atrás. Así que lo pasé de largo lo más rápido que pude para poder concentrarme en un sueño erótico real, si es que cabe que algún sueño pueda ser real. La mañana anterior, realmente, yo había decidido regalarme por navidades un tejano, y entré a un comercio cercano donde había una chica sola, aburrida, ambientada por esa música estandarizada de discoteca que le da un toque alegre a ciertas tiendas juveniles. La saludé con una sonrisa y le expliqué mi deseo textil, impulsado por el engaño de hacerme feliz en estas fechas sumamente tristes si tienes tu familia lejos. Era rubia artificial, pero tenía el cabello largo y cuidado, brilloso, sedoso; estaba ligeramente maquillada y vestía con buen gusto. Debía tener unos treinta años. Me trajo tres o cuatro modelos de mi talla y me indicó el probador dentro de aquel recinto tibio y pequeño. Me probé todos los tejanos y le pregunté si me podían arreglar los bajos. Pues sí: servicio completo, profesional, a la medida. Pagué y le dije adiós a través del cristal. Como ando ligero de sueños, y al parecer en perfecta combinatoria entre lo subliminal y lo real, esa misma noche se me volvió a disparar el erotismo involuntario. Fui más abajo del torso y en esta ocasión tenía música de discoteca.
El abuelito José se preocupa por mi silencio. Hace una ruptura intelectual drástica. Me pide que localice los resultados de la Liga de Campeones del fútbol en las páginas del Metro. Abro el diario pero sigo pensando en que tengo que recoger el tejano esa misma mañana. La chica me había advertido que la costura se resolvía de un día para otro. Me desdoblo. Vocalizo, como un lector de tabaquería, las estadísticas de la Liga de Campeones. El abuelito se las sabe de memoria. Las había escuchado en la radio por la noche antes de dormir. Comprendo que quiere asegurarse de que nada ha cambiado en 12 horas, y me hace pensar que le gusta escucharme para no sentirse solo. Hacemos un dúo alternativo. Yo digo: “Barcelona-Osasuna…”, y él dice: “2-1”. Entonces leo mal a propósito y me rectifica. Se las sabe todas. Me hace reír, me relaja. Me pongo de pie y le aviso que voy a darme un saltico a recoger el tejano, que se porte bien y que procure que no lo rapten, pues no podríamos pagar el rescate. Nos reímos.
Entro a la tienda. La hipotética rubia hace ver que no me reconoce. -Vengo a recoger un pantalón-, le digo. -¿A nombre de quien?-, pregunta. Paso por alto su estrategia de hacerme impersonal. Entonces ella me dice algo que yo no esperaba pero que encajaba en su contenido de trabajo: -Ya está tu pantalón arreglado, si quieres, puedes probártelo-.
-Me gustaría contarte algo si tienes tiempo y si me aseguras que no lo tomarás como una falta de respeto-, respondí a cambio. -Tengo tiempo, no viene casi nadie a esta tienda. Y lo otro lo dudo. Me pareces unas persona educada-, fue su salida. Así que me explayé sin casi respirar:
-Mira, es que anoche tuve un sueño erótico contigo. Te pido de favor que no te enfades. Los sueños no se pueden dirigir. Como este espacio es tan pequeño, te sentía muy cerca. En realidad lo estabas. Esta cortina de tela es tan frágil que no va a insonorizar la respiración, y siendo tan corta, me verías los pies descalzos y verías cómo me coloco los pantalones. La dejé abierta deliberadamente. Era como si nos conociéramos de toda la vida. Mientras yo me cambiaba de un tejano a otro, tú me ibas dando tu parecer desde el mostrador, hasta que entraste y me dijiste que, si quería, me marcabas los bajos. Cuando te agachaste, vi la piel de tu espalda como nacía desde la cintura, una piel delicada, poblada en esa zona por un tapiz sensual de vellos claros. Vi la raíz de tu cabellera haciendo un contraste liviano. Te erguiste y rozaste conmigo. Me miraste a los ojos a menos de diez centímetros de distancia. Debajo de las miradas, tus manos comenzaron a acariciar mis glúteos y luego mi sexo que, como debes imaginar, estaba a punto de reventar la tela menor.
En mi puesto de cliente, estatus que marcabas con delicadeza a cada paso, yo no debía tocar nada de la tienda sin autorización. Así hice. Me dediqué a mirar cómo tomabas las medidas de todo mi cuerpo. Me encantaba aquel ejercicio de manos libres, pues podía disfrutar mirándote como me hacías el amor con toda la profesionalidad de una vendedora que intuye qué me convendría más, con qué pieza me quedaría definitivamente, intercalando ofertas y relación calidad-precio.
“Mi trabajo es usted”, al fin dijiste en un momento álgido en el que se necesitaba más que nunca una voz. Me sentía en las nubes, comprando al por mayor y al detalle al mismo tiempo.
“Quiero esos tejanos”, solicité señalando los que llevabas enrollados en los tobillos, y acto seguido me los pusiste y sentí que estaban húmedos. Ahora estabas desnuda, pero calzada, como en las películas. De pronto, recordé al abuelo José y levanté la vista por encima del vestidor. A través del cristal parecía justamente lo que dice Sabina: un abuelito al sol, meditabundo, quizá dormido, pero solo, en medio de tanta gente que pasaba de largo y lo miraba por encima del hombro. Había perdido la noción del tiempo. Le prometí una incursión de cinco minutos a tu tienda. Tal vez habían pasado diez. Todo había sido muy rápido, surrealista, y tú olías a flor salvaje. Te besé en los labios y salí corriendo con tejanos de mujer. Me deslicé a su lado como una liebre y le dije: -Yayo, aquí estoy-. No respondió. El olor a sexo de tu tejano envolvió la escena. El abuelo no oye bien, pero huele magnífico. Los abuelos saben mucho de la vida, han vivido lo suficiente como para, por lo menos, aproximarse a la verdad. El sabe, sin verme, cuando estoy inquieto, preocupado; cuando fumo más o menos, cuando estoy triste; cuando tengo exceso de ternura, cuando miento. Cuando él tiene pesadillas, yo también. El roce nos ha compenetrado de tal manera que hasta nos duelen los huesos los mismos días. Yo llego a casa extenuado. Me han dicho que eso sucede porque las personas mayores roban la energía positiva a las más jóvenes, con el afán instintivo de conservarse.
Me han dicho que se la roban a través de la piel, en el trasvase de las manos. Soy incrédulo para esas cosas metafísicas. En todo caso, le regalo mi energía con mucho gusto. Incluso, mientras hacíamos el amor, mientras me hacías el amor en aquel rincón de pruebas, le dediqué mi felicidad al abuelo José. Así que me daba igual compartir con él tu olor a sexo textil. Lo miré y estaba dormido. Lo removí un poco y me dijo: “¡mírame ahí cómo quedaron los gallegos del Celta!”. Giré la cara hacia el cristal de tu tienda y fue cuando me di cuenta de que no sabía tu nombre.
Hasta ahí. Es lo que recuerdo del sueño-, finalicé mirándola de la cintura hacia abajo para ver si llevaba pantalones o no.
Ella había demostrado hasta entonces ser verdaderamente parca en palabras. Parecía una mujer sin un tiempo real, excelente vendedora pero cauta hasta en la mirada. Una de dos: o estaba casada con el dueño de la tienda, o era una cazadora voraz cuyo trabajo la mantenía a raya durante el día y por la noche se perdía por las autopistas de internet. Dejó escapar una sonrisa nada comprometida y me dijo:
-Me ha gustado tu sueño. Por cierto, han traído modelos nuevos…-, señalando el probador.

Invierno 2003

No hay comentarios: