viernes, 27 de abril de 2007

El pianista

Hoy le pasé por al lado al encargado del piano-bar donde trabajé al principio de llegar a Barcelona. No me reconoció, de lo que me alegro. Dicen que los encargados de los bares y centros comerciales en general suelen ser más drásticos que los propios dueños. Iba a decir otra palabra, pero me contuve y escribí drásticos. Varios amigos se han quejado de lo mismo. Porque habría que encontrar a alguien que no haya tenido su bestia negra alguna vez en el trabajo. Ahora yo lo puedo escribir suavemente, pero cuando estaba nuevecito, de estreno, vamos, en esta ciudad, pagué la novatada varias veces con dolor en el alma.
Si hablamos con propiedad, el primer trabajo que tuve al llegar fue de camarero, pero no un camarero cualquiera. A través de un conocido cuyo nombre no quisiera recordar, me colocaron detrás de una lujosa barra de ébano con pajarita en el cuello, chaleco y americana negra, y camisa blanca, que tuve que comprar, porque no tenía ni una. El chaleco, desgraciadamente, no era antibalas. Me hubiera hecho falta. El día que me estrené, pasó por allí otro conocido cuyo nombre no quisiera recordar, un sujeto que dice ser fotógrafo profesional y que en aquella ocasión no llevaba la cámara. ¡Mira que se lo recriminé después!
En mi vida yo había llevado una bandeja con una sola mano. Tuve que hacerlo en directo porque le había mentido al dueño. Al llegar la noche de estreno, comenzaron a llenarse las mesas mientras yo seguía detrás de la barra. Me enrollaba con los clientes de una manera fácil, quizá por mi acento, aunque también porque la gran mayoría de ellos comenzaban a dejar soledades desde la primera copa. Había una mujer de unos cincuenta años totalmente borracha. Había llegado borracha. Era cliente habitual, y parece que manejaba bastante dinero. Las copas eran carísimas. Era uno de los lugares que más tarde cierran en los alrededores del Eixample. También tenía frente a mí a un hombre joven y conversador pero no impertinente. Iba de riguroso traje. Supuse que era un ejecutivo. A este lo vi marchar la primera, la segunda y la tercera noche con la camisa por fuera y dando bandazos hasta la puerta. Lo recuerdo con aprecio. Era agradable. Llegaban algunas parejas medio tiempo buscando la oscuridad del salón. El local tenía guardarropa a la entrada, luego la barra larga, un piano al final, tres o cuatro mesas en ese nivel y un piso superior.
Con las localidades a tope, el encargado me pidió la primera noche que saliera de detrás de la barra y llevara los pedidos del segundo piso. El muy cabrón me cambió la orden de una mesa para la de otra y pasé mi primera vergüenza. Lo hizo a propósito. Y lo volvió a repetir. De esa manera me fui aprendiendo el número de cada mesa la primera noche. La segunda noche me volvió a enviar arriba, con una bandeja que él mismo preparó meticulosamente y que contenía un paquete de servilletas, dos posavasos, una cubeta con hielo, un vaso corto pesado, una copa de cava, una botella de Cardhù, una más pequeña con soda, una botella de cava Codorniu que, solamente vacía, pesaba una barbaridad, y un cenicero. Todo debía llevarlo con la mano y el brazo derechos, porque soy zurdo y debía tener esa mano libre para servir delante del cliente. O sea, hacer la operación completa en el aire. Subí las escaleras vigilando los bordillos y el centro de gravedad de la bandeja. Era un lugar bastante oscuro. Encontré la mesa, la única ocupada. Allí había una pareja joven agazapada en una penumbra preocupante. Me planté enfrente, sudando, y pregunté para quién era la copa de cava, porque inferir en esta profesión no es nada conveniente. Era para ella. La operación de descarga del cava debía desembarazarme de buena parte del problema, y no solo por ligereza de peso, sino, además, porque la copa de cava vacía tambaleaba peligrosamente. Su diseño aerodinámico, estéticamente perfecto, no estaba hecho para un camarero primerizo. Debía haber puesto el cenicero y las servilletas y los posavasos primero, pero no lo hice. La chica se dio cuenta y se ofreció para servirse ella misma el cava. A una voz mía, para que no me descompensara la bandeja, tomó la botella con sus dos manos, abrazándola, hasta que se hizo con el orificio del fondo de la ampolla y sirvió una espléndida medida espumosa.
-Ya que estamos en familia –le dije-, ¿podrías servir el wisky?
Se echó a reír y él también. Me dio la impresión de que habían sido camareros alguna vez. También podía ser que estuvieran tirando una cana al aire y deseaban salir de mi presencia lo más rápido posible. En cualquier caso, fueron amables. Los recordaré siempre como mis salvavidas. Es una pena que no pude subir a despedirme un rato más tarde cuando decidí dejar de ser camarero de ese lugar aquella misma noche.
Al bajar con mis sudoraciones y el secreto de sumario de lo que había ocurrido en la planta alta, seguí trajinando detrás de la barra y escuchando cómo desafinaban los clientes. Ya he dicho o sugerido que el lugar era muy lujoso, pero lo que no había mencionado es la decadencia del personal. Eran todos unos regordetes de cincuenta años para arriba –excepto el ejecutivo de la barra y la parejita escondida- que, después de ponerse morados de alcohol, se colocaban alrededor del mueble de cola larga y seguían la melodía del pianista. Pero con tan mala voz y tan perdidos con las letras que aquello se desvirtuaba de pronto. Las etiquetas volaban por los aires. La veterana fumadora de la barra comenzaba a guiñarme un ojo y el pianista, que era un bicho inteligente, proclamaba el típico: “¡Ahora todos conmigo!”.
El pianista era el dueño del bar y el promotor cultural del show que tenía más de ambiente etílico que de artístico. Eso sí: todo estaba impoluto. Y la clientela firme. El anfitrión, un hombre cincuentón, delgado, con traje y buena educación, se llamaba igual que el pintor surrealista: Joan Miró. Parecía interesado en mi situación de periodista cultural transformado en camarero. Hablamos algo de música y creo que pensó, pero no me lo dijo, en la posibilidad de crear una noche cubana con algunos músicos que yo pudiera llevarle. Todo con tal de mover la cartelera, y mantener en alto los ánimos de su peculiar parroquia.
La tercera noche, porque solo trabajé tres noches, me cansé del encargado rápidamente. Quiero decir que no le aguanté su mal humor, o su mala lactancia, o su alma retorcida y triste. Yo no le había hecho nada. Apenas presentarme allí y pedirle algunos consejos prácticos. El hombre, que se llamaba Justo y de su nombre, al menos conmigo, no tenía nada más que su nombre, me negó tres veces seguidas el saludo al llegar. Hubo un momento difícil, muy puntual. Recuerdo que me acerqué para preguntarle por el hielo, porque no lo encontraba, y me ladró textualmente:
-¡Búscate la vida! ¡Y no me preguntes nada más que mi energía es para los clientes!
-¡Pues ahora te quedas con tus clientes, porque yo me marcho!- y me cambié de ropa y salí disparado.
El pianista, que no había escuchado nada pero lo había visto todo, dejó creo que Noche de ronda por la mitad y me siguió por toda la calle. Me alcanzó en la esquina. Le dije que me iba, que no soportaba más a su empleado y que le agradecía, no obstante, haberse jugado media de su diversa botellería conmigo. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó la billetera.
-No, gracias, ya yo tengo bastante con la experiencia. Gracias por todo. ¡Y éxito!
Y tiré hacia delante con la furia y la impotencia al estallar.
Cuando llamé a mi hermano un rato más tarde, desde otro bar donde me senté a relajarme, recibí una zurra inalámbrica. Me regañó, me abofeteó con guantes blancos.
-¡Aquí todos los trabajos se cobran!
Lo escuché, pero nada más. No tomé nota de nada. Y la vida me dio la razón, porque mucho tiempo después una mujer pasajera me llevó por sorpresa ante el pianista. No encontré ninguna explicación válida para decirle a aquella ninfa que no quería entrar. Así que crucé el umbral, tarde en la noche, como un cliente más, eufórico como estaba, paseando mis virilidades y fuera de toda órbita más verdadera que aquella mujer. El pianista me recibió con elegancia y le dijo a su encargado, al mismo de toda la vida:
-¡Sírvele lo que pidan que la consumición va por la casa!


Casi en la primavera de 2006

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