lunes, 14 de mayo de 2007

Dejando La Habana

El día en que mi padre me confesó que era miembro de la seguridad del estado cubano comprendí que estábamos absolutamente perdidos. Un hombre dedicado a seguir con tranquilidad el curso de la vida, sencillo trabajador del sector de la administración pública, romántico a más no poder e incapaz de penetrar en la intimidad ajena si no es estrictamente necesario, buscó una ocasión muy particular y casi entre dientes me lo dijo. Se notaba que no podía más, que un secreto de esa magnitud, guardado durante años en lo más profundo de su alma, lo iba a matar si no lo comunicaba al menos a una persona, y me escogió a mí.
Lo peor era que yo sabía su falta de vocación para esos asuntos, y solo de pensar en el hecho de que mi padre era cínicamente utilizado para conseguir información barata dentro de un país marcado por el espejismo y la desconfianza hacia el prójimo, me sacudió tanto que, en la soledad de mi habitación, me puse a llorar enlazando historias conocidas.
El, que no tienía nada de temerario y de arriesgado mucho menos, había dejado marchar una embarcación hacia los Estados Unidos en los tempranos años 60, un yate alquilado por unos primos “del norte” que, ahora sacando cuentas, no tengo bien claro si llegó a zarpar hacia La Habana o si la operación quedó solo en el trabajo de mesa familiar. Con dos o tres mudas de ropa en el armario, 50 kilos de peso corporal y la enorme utopía de construir la Revolución, en aquel tiempo se dedicó, como mucha gente, a la agricultura. Luego nacimos nosotros, dentro de la vorágine popular que significó la nacionalización de todas las empresas privadas y, a la par, la prohibición de los Beatles en los medios de difusión masivos.
Por eso el día en que me dijo aquello, me revolcó la rabia de pies a cabeza solo de imaginarme la cantidad de años aguantándose la boca, sufriendo sin saber por qué se dejó reclutar, o, peor, sabiendo que se aprovecharon de su alma noble y flagelándose por no haber tenido valor para decir que no. Lo peor era que ya a esas alturas de los años, después del desmoronamiento del campo socialista, ni siquiera la población sentía orgullo por los miembros del cuerpo de seguridad del estado, porque la pérdida de valores cívicos fue tan enorme que se desarrolló el individualismo más grande que yo haya vivido en todos estos años cubanos; se explayó la rabia y las bajas pasiones y no pocos comenzaron a escribir, mentalmente, sus listas negras.
Pero siempre tuve la duda de que mi padre haya sido de verdad un miembro de la seguridad del estado. Además de que no era su estilo, estoy casi convencido de que su capacidad de crear fantasías fue demasiado lejos alienado como muchos por un sistema intimidatorio, brutalmente dirigido a taladrar –y poseer- las mentes de todos los posibles. Ahora, alejado de aquella escena sobrecogedora y prácticamente muda de la sala de su casa, estoy casi convencido de que mi padre me regaló esa información para felicitarme por un camino que yo acaba de tomar horas antes en mi trabajo: no aceptar la membresía del Partido Comunista de Cuba.
Con esa declaración, mi padre me estaba premiando con un secreto exclusivo, estaba violando una de las reglas fundamentales que consistía en desinformar a la gente para que parezca que los agentes están en todas partes y a la vez no están. En cuanto a mí, por primera vez en mi vida yo tenía uno declarado delante, aunque, repito, estoy casi seguro de que su membresía era más una hipérbole que una verdad a raja tabla.
Con el recuerdo de sus labios titubeantes y sus ojos húmedos hice las maletas (o la maleta) para escapar de una isla en la que mi lugar, buscado y rebuscado pacientemente en los últimos años, no aparecía por sitio alguno, ni en las extensas paredes de mi casa; aquellos muros verdes desteñidos que, en el exterior, conservaban todavía la pintura original del año 1949.
Decirle adiós a mis amigos, a mi profesión, a mi casa, significaba una torcedura brusca en la vida que, a los 37 años, me podía costar muy caro. Un amigo me había tirado varias veces un cordel desde Barcelona, pero, entre recogidas y lanzamientos, el cabo no llegó hasta agosto del 2001, en forma de una carta bastante expedita que tuve que recoger en el barrio chino habanero, en un restaurante cantonés cuyo ambiente y respectiva cita en la oficina (una especie de entresuelo con escaleritas bien discretas) me recordó las películas sobre la mafia neoyorquina. Me largué del sito en mi eterna bicicleta china (ruedan tantas en La Habana que no se trata de coincidencia alguna), y no paré hasta un hermoso parque de mi barrio, amplio, verde y tranquilo como la mayoría de los parques del Vedado a las dos de la tarde. El sudor me corría de la cabeza a los pies, pegajoso, salado (seguramente) y, como ya estamos acostumbrados a esos líquidos corredizos, que se te secan en el cuerpo y vuelven a empapar, solo utilicé un dedo pulgar para desprenderme el que brotaba de la frente, el sudor más juguetón de los que brotaban siempre, porque se metía dentro de los ojos cuando ibas en la bicicleta y cuando no corría el viento. Con las manos mojadas abrí el sobre, pero antes de leer la misiva que, en principio, me abría una puerta en otros confines, recordé que llevaba en la billetera un dólar medio estrujado que representaba casi el salario de dos días de trabajo. La ocasión lo merecía: por alguna razón habían instalado un chinchalito en ese parque donde aprendí a montar bicicleta: para que un periodista sudado, a las dos de la tarde, portador de una carta-puente, recogida en el bario chino en medio de un trance peliculero, se lo gastara al instante. Pedí una cerveza más sudada que yo y hasta tuve deseos de dejar los quince céntimos de vuelto, pero me contuve.
-Ante todo –me dije-, se trata de no tirar la casa por la ventana porque faltan los temibles trámites migratorios de ambos países-.
Y me bebí la cerveza más intima que hubiera tomado jamás. Unos días más tarde, exactamente una semana después del atentado a las torres gemelas de Nueva York, un vuelo de Air Europa me depositaba en el aeropuerto de Madrid. Y, tomando el puente aéreo pactado dentro del billete original, otro me trajo hasta Barcelona cayendo la noche, aquel atardecer lluvioso impregnado de olor a mar, a una humedad que no pude reconocer dentro de mis registros olfativos adquiridos a lo largo de diez años de viaje por toda la isla de Cuba. Mi amigo estaba a la salida esperándome. Nos abrazamos sin apenas comentar nada, nos metimos en el coche y nos perdimos por una autopista rápida, hacia las afueras de la ciudad.
Aquella noche, aturdido aún por el cambio de horario, antes de dormir le escribí una carta a mi padre:
“Querido Viejo:
Barcelona desde el aire tiene el encanto del borde marítimo, que Madrid no. Y no quiero meterme en la eterna bronca comparativa de las dos ciudades. Cuando el avión sobrevoló Barcelona y siguió de largo hacia el mar, pensé que tal vez había tomado una ruta equivocada –quise jugar así-, hasta que dio un giro lento, espléndido, sobre las aguas del Mediterráneo, y le entró a la ciudad en sentido contrario, como si volviéramos a Barajas. Fue bajando lentamente y lo que hasta el momento era un panorama abstracto, iba tomando figuras de cruceros fondeados en el puerto, largas avenidas iluminadas sin austeridad, grandes vallas publicitarias, edificios, coches, grandes cuadrículas de edificios que me sugirieron, entonces, un sentido urbanístico muy fácil de llevar.
El llamado Puente Aéreo había sido, durante una hora y media, una terrible turbulencia que no permitió a la azafata repartir el café. Pero el encuentro desde arriba con Barcelona cambió todo de golpe. Se despejó el cielo y el avión dejó de tambalearse, aunque, considerando que ya estábamos sobre nuestro paradero, se olvidaron del café y a la aeromoza no volvimos a verle el pelo. En realidad es un viaje corto que a mí me tocó de día en el despegue y de noche en el aterrizaje. Llovía suavemente, pero de una manera pertinaz, como suele ocurrir aquí. Yo viajaba con una camisa demasiado tropical para la época, y no porque fuera estampada con palmeras, como aparecen siempre en las películas, sino porque la maldita camisa tenía un color chillón que nada tenía que ver con el otoño. Yo quería mucho esa camisa en Cuba, quizá porque allí empastaba mejor con la luz ambiente y seguro porque, aún, me sigue gustando su textura.
“Mi maleta no apareció en la descarga del vuelo en que vine. La tenían arrinconada, intacta, en un despacho de vuelos anteriores. Curiosamente, el equipaje había llegado antes que yo, debido a una mala sincronización entre la factura y los puentes aéreos de La Habana, Madrid y Barcelona. Pero, después de tanto esperar, al lado de la estera y no ver nada, hallé mi pequeña valija en aquel departamento de atrasos y, por lo visto, adelantos. Claro que me asusté. Aunque mis documentos principales de identidad iban conmigo, en la maleta estaba un dossier de mi vida profesional que no volvería a reconstruir jamás, y también un archivo de negativos contentivo de diez años de trabajo. Estaban allí las fotos de buena parte del teatro cubano de los años 90. Además, en la maleta viajaba mi título universitario y algunos objetos personales que me dolía perderlos. Cuando la vi solitaria y pequeña, todavía con olor a La Habana y con una fisonomía tan sencilla comparándola con las otras que rodaban por aquel aeropuerto, me sacudió ese pensamiento existencial que nos hace tan frágiles a veces. Ese sentido relativo del tiempo y el espacio que te asusta cuando ya no te da lo mismo ciertas cosas. Al final de todo, yo había tenido que hacer lo que mucha gente hizo en su momento: borrón y cuenta nueva.
“Como no tenía en casa nada más que aquella maleta pequeña, y como, a la vez, no quería seguir arrastrando recuerdos ociosos, la noche anterior del vuelo hice la depuración más importante de mi vida. Fui verdaderamente selectivo, duro, frío y calculador. Por primera vez. Quise traer solo los recuerdos vivos y cuando vi a qué se resumían me entraron escalofríos. Pero en fin, querido viejo, ya estoy aquí y desde aquí te escribo. Un abrazo:

Jorge”.

Septiembre 2001

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