Esta historia que parece un final debió ser escrita hace mucho tiempo. Incluso, estoy sentado a la máquina un poco por obligación, en pos de finalizar de una vez y por todas mi pasado reciente de algo más de un lustro, desde el momento en que llegué con una pequeña maleta, hasta hace unas pocas semanas en que conseguí mi primer contrato de trabajo. Tal y como he ido contando en el presente blog -mediante retrospectivas expuestas a golpes de nostalgia o desazón-, debería estar montado en una proyección de futuro compuesta fundamentalmente por el día a día, como hace la mayoría de los mortales. Sin embargo, un resfriado que hizo su servicio a gran escala conmigo, me retuvo en horas extrañas debajo de una manta y, entre sudores, recordé que no sería justo enviarles mis semblanzas a los productores de Lulú.com (1) sin redactar el principio.
Todo comenzó en un edificio obrero del distrito Nou Barris, en la antiguamente considerada periferia de Barcelona. Llegué una mañana enviado por la empresa para la que trabajé como auxiliar de geriatría durante varios años, sin papeles, como le llaman generalmente a la ausencia de documentación. Me esperaba un anciano de 90 años delgado como una pluma, arropado como una criatura de meses en una habitación ciertamente infantil que le había prestado uno de sus nietos pequeños. Era invierno y estábamos a los pies de las montañas que separan la ciudad con el Vallés Occidental. Al yayo –lo llamé siempre así- se le veía una nariz de aleta de tiburón, la frente y nada más por fuera de la manta. Era una mañana azul, húmeda y salvaje, por el olor a hierba, en la altura que estábamos. La hija menor del anciano me condujo hasta la habitación pequeña repleta de muñecos, libros escolares, discos, dibujos, fotos de grupos. Me dijo:
-Ahí tienes al coronel.
Era una broma para indicarme desde el principio que su padre había sido un hombre dado a ordenar acciones, testarudo, férreo, de pocas palabras. Al menos esa fue la sugerencia que me transmitió el cargo de una gente en un sistema de mandos.
Esa mañana, sobre las diez, fue la primera vez en mi vida que cambié un pañal, apelando al sentido común del manejo de las cosas elementales, la prueba de fuego que me descalificaría o no a mí mismo luego de haber mentido en la agencia intermediaria, puesto que había asegurado allí mi larga experiencia en el ramo. La hija del anciano, con la que minutos antes había compartido el ascensor sin saber quién era, se dio cuenta de mi improvisado oficio y se ofreció para enseñarme los pasos. Sin doble lectura, agradecida más bien de mi presencia. Sacamos el pañal volteando el cuerpo huesudo de un lado y de otro, y comenzamos la higiene entre los dos. Ella sabía que yo podía ser experto en cualquier cosa menos en manipulación de enfermos. Me regaló una sonrisa identitaria que duró tres años, hasta el último día en que dejamos de vernos.
Todo comenzó en un edificio obrero del distrito Nou Barris, en la antiguamente considerada periferia de Barcelona. Llegué una mañana enviado por la empresa para la que trabajé como auxiliar de geriatría durante varios años, sin papeles, como le llaman generalmente a la ausencia de documentación. Me esperaba un anciano de 90 años delgado como una pluma, arropado como una criatura de meses en una habitación ciertamente infantil que le había prestado uno de sus nietos pequeños. Era invierno y estábamos a los pies de las montañas que separan la ciudad con el Vallés Occidental. Al yayo –lo llamé siempre así- se le veía una nariz de aleta de tiburón, la frente y nada más por fuera de la manta. Era una mañana azul, húmeda y salvaje, por el olor a hierba, en la altura que estábamos. La hija menor del anciano me condujo hasta la habitación pequeña repleta de muñecos, libros escolares, discos, dibujos, fotos de grupos. Me dijo:
-Ahí tienes al coronel.
Era una broma para indicarme desde el principio que su padre había sido un hombre dado a ordenar acciones, testarudo, férreo, de pocas palabras. Al menos esa fue la sugerencia que me transmitió el cargo de una gente en un sistema de mandos.
Esa mañana, sobre las diez, fue la primera vez en mi vida que cambié un pañal, apelando al sentido común del manejo de las cosas elementales, la prueba de fuego que me descalificaría o no a mí mismo luego de haber mentido en la agencia intermediaria, puesto que había asegurado allí mi larga experiencia en el ramo. La hija del anciano, con la que minutos antes había compartido el ascensor sin saber quién era, se dio cuenta de mi improvisado oficio y se ofreció para enseñarme los pasos. Sin doble lectura, agradecida más bien de mi presencia. Sacamos el pañal volteando el cuerpo huesudo de un lado y de otro, y comenzamos la higiene entre los dos. Ella sabía que yo podía ser experto en cualquier cosa menos en manipulación de enfermos. Me regaló una sonrisa identitaria que duró tres años, hasta el último día en que dejamos de vernos.
El coronel pesaba no más de 60 kilos y medía un metro y medio encorvado. Había perdido todos sus dientes, por lo que la boca se le hundía en un dibujo de la vejez que siempre yo había visto en ilustraciones de libros. Sus ojitos lucían una nube gris provocada por cataratas, aunque la visión no era del todo nula. Se apoyaba prácticamente sobre los huesos las últimas gafas graduadas que se hizo, muchos años antes de llegar yo, unos paneles inmensos de pasta desfasados en el tiempo, rústicos, al estilo del abuelo cebolleta. Encima, una gorra a cuadros de pana o tela fina, en dependencia de las estaciones del año. Los pantalones le iban grandes todos. El cinturón también, con agujeros progresivos hasta el ajuste de la semana. Se calzaba con zapatillas de hogares de abuelos, a cuadros, de tela gruesa, con suelas de gomas. Le quedaban grandes, se les salían de los pies a cada rato en medio de la calle; saltaban del carro donde iba sentado y desde donde descubrió que Barcelona se transformaba a pasos de gigante, más allá de las Olimpíadas del 92. Su entorno se había convertido en un tablero de obras públicas mejorado por parques y jardines, lo que nos beneficiaba a los dos. En aquel duro invierno en que lo conocí, a principios del 2002, se forraba hasta la nariz –lo forraba yo- de piezas de vestir, con manta a cuadros superpuesta en las piernas, y así anduvimos la zona y nunca dejamos de salir, excepto los días de lluvia. Su pasión era el fútbol. Con el tiempo fui auto designado para comprarle las pilas de la radio de bolsillo a través de la que recibía los partidos.
El yayo hablaba poco, es la verdad. Llegó a Cataluña para hacer la mili en un batallón antiaéreo, y aquí se enamoró. Al terminar la guerra, luego de pasar por un campo de concentración francés y por otros destinos peninsulares ligados al ejército, vino a reencontrarse con la catalana sencilla y humilde que removió su corazón. La aventura duró toda una vida, con altas y bajas, como suele ocurrir. Había nacido en Ahigal de los Aceiteros, un pueblo a unos cien quilómetros de Salamanca. Sin embargo, y aunque jamás quiso hablar el idioma local, le entregó más de 60 años a Barcelona, a las fábricas y las calles de la otra capital española. Terminó sus días dejando hijos, nietos y bisnietos catalanes, como fundador de una curiosa familia representada tanto en la clase alta empresarial como en la obrera.
A veces, mientras tomábamos el sol en los verdes parques del Nou Barris, me preguntaba a mí mismo qué línea de conexión me gustaría inventarme para llegar a la existencia del yayo. ¿Qué familia española no ha tenido un miembro destinado en Cuba por el ejército, o emigrado por voluntad propia para emprender una vida más próspera, o de visita recientemente dentro de las nuevas oleadas de turismo internacional? A veces me quedaba dormido en los tranquilos parques mañaneros, mientras cantaban los pájaros y el yayo se perdía en sus recuerdos. Era él quien me despertaba removiéndome suavemente. No podía ni con su alma. Estaba escuálido, “desapetitado”, mudo, con ganas de morirse y al mismo tiempo con deseos de luchar por la vida. Llevaba los bolsillos llenos de caramelos de menta, comprados a primera hora en los quioscos de periódicos. Había fumado, había bebido suficiente vino, había degustado infinitas raciones de callos en salsa, había aprendido a conducir un automóvil a los 60, lo que quiere decir que condujo cerca de 30 años; se compró una torre, como se le llama en Cataluña a los chalets, y la mantuvo hasta que sus fuerzas se lo permitieron; jugó a la lotería, a los azares de dinero casi todos. A sus 90 años, cada viernes me hacía pasar primero por los caramelos y después a comprar un cupón de la ONCE. Me llamaba “el turista”, quizá por mi aire de esparcimiento, lúdica manera, con los recuerdos, de matar el tiempo.
Llegué a la conclusión de que vivió un extra pasados los 90 para que yo pudiera bandearme en esta ciudad, en mi exilio auto designado. Tengo suficientes fotos de sus manos estrujadas, de su sonrisa sin dientes. Su recuerdo encaja con los primeros años en los que yo era un ser ilegal y, sin embargo, no sentía miedo al paso del tiempo. Eran los años de la novedad, del amor accidentado en las carreras de la trama urbana; de la entrega total, de las decepciones y el comienzo de tener en cuenta ciertas responsabilidades. Aprendí a respirar por la boca, a bañar un cuerpo encogido en un cuarto de aseo de dos metros cuadrados. Siendo un ilegal, un sin papeles, atravesé varias veces la ciudad con el coronel en una ambulancia, designado por la familia, visitando urgencias. Era su sombra, su cuerpo, su voz y sus ojos diminutos. Como mismo hube de mentir a la agencia, desinformé a un policía que era el hijo varón del coronel. Con el tiempo aclaramos las cosas, cuando el nivel afectivo había crecido y el bregar cotidiano marcó cuotas de seriedad en mi persona.
Siempre pensé que cualquier día mi teléfono iba a sonar para convocarme al funeral repentino del yayo. El tiempo sobrepasó mis cálculos y me vi obligado a emigrar nuevamente para organizar mis futuros papeles. Me fui a Asturias con un plan que fracasó, pero, por razones obvias, entonces tuve que despedirme. Se le aguaron los ojitos casi cerrados que tenía. Tanto él como su hijo, el policía, me desearon suerte en la vida. Hay muy pocas gentes que emigran de Barcelona hacia Gijón. En aquel momento, además de regularizar mis documentos, yo necesitaba romper. Así que lo dejé sentado en su silla de ruedas, envuelto en mantas y con los bolsillos llenos de los caramelos del día.
Mis “papeles”, como he contado en estas páginas, salieron por aquí por Barcelona, y lo de Asturias se resumió a un viaje de una semana. Pero como había roto en serio, no quise mirar atrás y nunca más llamé al coronel. Ni ellos a mí.
Un buen día entré en una farmacia y me atendió un vecino de su edificio. Me reconoció en el acto. Por este vecino supe que había muerto, aunque, tratándose de una versión extraoficial, todavía sigo pensando en que alguien duerme al pie de las montañas tapado hasta la nariz, con una radio encendida toda la noche debajo de la almohada, donde además está envuelto con las fundas un cupón de lotería de los viernes.
Otoño 2007
Nota (1): El presente blog pasará algún día no muy lejano a los archivos de Lulú.com, editorial virtual mediante la que se puede encargar a domicilio un libro impreso.
El yayo hablaba poco, es la verdad. Llegó a Cataluña para hacer la mili en un batallón antiaéreo, y aquí se enamoró. Al terminar la guerra, luego de pasar por un campo de concentración francés y por otros destinos peninsulares ligados al ejército, vino a reencontrarse con la catalana sencilla y humilde que removió su corazón. La aventura duró toda una vida, con altas y bajas, como suele ocurrir. Había nacido en Ahigal de los Aceiteros, un pueblo a unos cien quilómetros de Salamanca. Sin embargo, y aunque jamás quiso hablar el idioma local, le entregó más de 60 años a Barcelona, a las fábricas y las calles de la otra capital española. Terminó sus días dejando hijos, nietos y bisnietos catalanes, como fundador de una curiosa familia representada tanto en la clase alta empresarial como en la obrera.
A veces, mientras tomábamos el sol en los verdes parques del Nou Barris, me preguntaba a mí mismo qué línea de conexión me gustaría inventarme para llegar a la existencia del yayo. ¿Qué familia española no ha tenido un miembro destinado en Cuba por el ejército, o emigrado por voluntad propia para emprender una vida más próspera, o de visita recientemente dentro de las nuevas oleadas de turismo internacional? A veces me quedaba dormido en los tranquilos parques mañaneros, mientras cantaban los pájaros y el yayo se perdía en sus recuerdos. Era él quien me despertaba removiéndome suavemente. No podía ni con su alma. Estaba escuálido, “desapetitado”, mudo, con ganas de morirse y al mismo tiempo con deseos de luchar por la vida. Llevaba los bolsillos llenos de caramelos de menta, comprados a primera hora en los quioscos de periódicos. Había fumado, había bebido suficiente vino, había degustado infinitas raciones de callos en salsa, había aprendido a conducir un automóvil a los 60, lo que quiere decir que condujo cerca de 30 años; se compró una torre, como se le llama en Cataluña a los chalets, y la mantuvo hasta que sus fuerzas se lo permitieron; jugó a la lotería, a los azares de dinero casi todos. A sus 90 años, cada viernes me hacía pasar primero por los caramelos y después a comprar un cupón de la ONCE. Me llamaba “el turista”, quizá por mi aire de esparcimiento, lúdica manera, con los recuerdos, de matar el tiempo.
Llegué a la conclusión de que vivió un extra pasados los 90 para que yo pudiera bandearme en esta ciudad, en mi exilio auto designado. Tengo suficientes fotos de sus manos estrujadas, de su sonrisa sin dientes. Su recuerdo encaja con los primeros años en los que yo era un ser ilegal y, sin embargo, no sentía miedo al paso del tiempo. Eran los años de la novedad, del amor accidentado en las carreras de la trama urbana; de la entrega total, de las decepciones y el comienzo de tener en cuenta ciertas responsabilidades. Aprendí a respirar por la boca, a bañar un cuerpo encogido en un cuarto de aseo de dos metros cuadrados. Siendo un ilegal, un sin papeles, atravesé varias veces la ciudad con el coronel en una ambulancia, designado por la familia, visitando urgencias. Era su sombra, su cuerpo, su voz y sus ojos diminutos. Como mismo hube de mentir a la agencia, desinformé a un policía que era el hijo varón del coronel. Con el tiempo aclaramos las cosas, cuando el nivel afectivo había crecido y el bregar cotidiano marcó cuotas de seriedad en mi persona.
Siempre pensé que cualquier día mi teléfono iba a sonar para convocarme al funeral repentino del yayo. El tiempo sobrepasó mis cálculos y me vi obligado a emigrar nuevamente para organizar mis futuros papeles. Me fui a Asturias con un plan que fracasó, pero, por razones obvias, entonces tuve que despedirme. Se le aguaron los ojitos casi cerrados que tenía. Tanto él como su hijo, el policía, me desearon suerte en la vida. Hay muy pocas gentes que emigran de Barcelona hacia Gijón. En aquel momento, además de regularizar mis documentos, yo necesitaba romper. Así que lo dejé sentado en su silla de ruedas, envuelto en mantas y con los bolsillos llenos de los caramelos del día.
Mis “papeles”, como he contado en estas páginas, salieron por aquí por Barcelona, y lo de Asturias se resumió a un viaje de una semana. Pero como había roto en serio, no quise mirar atrás y nunca más llamé al coronel. Ni ellos a mí.
Un buen día entré en una farmacia y me atendió un vecino de su edificio. Me reconoció en el acto. Por este vecino supe que había muerto, aunque, tratándose de una versión extraoficial, todavía sigo pensando en que alguien duerme al pie de las montañas tapado hasta la nariz, con una radio encendida toda la noche debajo de la almohada, donde además está envuelto con las fundas un cupón de lotería de los viernes.
Otoño 2007
Nota (1): El presente blog pasará algún día no muy lejano a los archivos de Lulú.com, editorial virtual mediante la que se puede encargar a domicilio un libro impreso.