(Con permiso de Molière)
He dicho otras veces que, al salir de Cuba con destino Barcelona, tenía la ilusión de encontrarme por la calle con Joan Manuel Serrat, cuyos discos de acetato devoramos mi padre y yo en el balcón habanero que tanto extraño. Lo que nunca dije –solo ahora lo comparto por obvias razones- es que también me auto expatrié con la convicción de que un día cualquiera iba a tropezar aquí con Juan Antonio Samaranch.
Se entenderá que soy un romántico. Según la teoría de las probabilidades, en una ciudad con más de dos millones de habitantes, tan dinámica y estresante como ésta, resultaría bastante difícil tropezar fortuitamente con alguien de las altas esferas que, por lo general, se mueve en automóvil, si es que sale a algún lugar. Digo esto porque en el metro sí he coincidido azarosamente con gente impensable, incluso con personas a las que uno no desea ver.
La vida lo ha demostrado: A Serrat no lo he visto nunca; sé que se crió en Poble Nou, un barrio nada de alcurnia a los pies de Montjuic, y que ahora seguramente no vivirá allí; que, además, tiene viñedos particulares, lo que quiere decir que le dedicará más tiempo al campo que a la ciudad. Y Samaranch, casi con 90 años, acaba de fallecer ayer en la clínica Quirón.
Con él se va una ilusión traída desde la isla. Da pena decirlo, pero ya quedan pocas ilusiones de allá.
Mi vínculo con Samaranch parte de una visión real que tuve de él. Bajaba las escaleras de piedra junto a un vecino mío, conversando con éste una tarde de domingo, de aquellas tranquilas que sucedían en mi barrio que estaba –está, supongo- cerca del zoológico. La gran anchura de la calle y el planteamiento urbanístico de la zona –chalets estilo norteamericano construidos en los años 50- da la oportunidad de transitar por allí sin molestar a nadie, ni siquiera con la vista. Pero en él me fijé porque, en aquella época, era de los pocos extranjeros que visitaban mi país. Y era amigo personal del entonces presidente del Comité Olímpico Cubano, Manuel González Guerra, Manolo, mi vecino.
Como diría el bolero, creo que lo vi solamente una vez, trajeado y esbelto, aunque no fuera un hombre alto. Ver a un hombre trajeado en Cuba se convirtió en una rareza, muy a pesar de la añoranza de los señores “de antes”. Automáticamente otorgaba un símbolo de burguesía si el sujeto no era un embajador o un alto cargo del gobierno. Pero en mi barrio, donde mi familia materna construyó tres lindas casas antes de la revolución, todavía se podía encontrar algunos domingos a hombres en traje de lino, dril cien o guayaberas blancas de hilo de mangas largas. Estos eran los nuevos ricos, nuestros dirigentes.
El deporte en Cuba, junto con la medicina, siempre fue una de las prioridades de Fidel Castro. Renglón álgido de lauros internacionales con los cuales luego se vanagloriaba el comandante. Por ese motivo, mi vecino era un hombre cardinal. Y sus invitados, que bajaban todos las escaleras despacio, también.
Samaranch, como bien se conoce, fue clave en la historia del olimpismo, respetable, intachable y justo. Y fue también, además de falangista, parte directa del gobierno de Franco. Pero esa ración de su vida la corrigió luego con una carrera brillante al frente del Comité Olímpico Internacional, con oficina en Suiza. En realidad nosotros en Cuba llegamos a conocer algo más de Catalunya a partir de los juegos olímpicos de 1992, celebrados aquí en Barcelona. Lo que, sin duda alguna, marcó un antes y un después en esta ciudad. Fue en la inauguración de ese evento cuando lo volví a ver, aunque en la televisión. Ese es el hombre, el mismo que pisó la calle donde yo, de niño, jugaba al béisbol cuando mis amigos me permitían, porque era –y soy- zurdo, y no había guantes para mí.
Un sábado de hace muchos años, en el internado donde yo estudiaba (becas, le llamaban en Cuba) anunciaron que no había transporte para regresar a los estudiantes a casa. Entonces Manolo, el presidente del Comité Olímpico Cubano, fue a buscar a su nieto en su automóvil y, de paso, como éramos vecinos, me buscó a mí. En el trayecto –el internado quedaba en las afueras de la ciudad- pensaba todo el tiempo en preguntarle por su amigo que era el responsable del deporte en el mundo, pero, como soy tímido, no dije nada.
Muchos años después, veinte años después, la vida quiso que yo emigrara definitivamente para Barcelona. Como ya dije, solo tenía dos personas en quien pensar, en Serrat y en Samaranch. La verdad era que aquí no conocía a nadie más, exceptuando al enlace que me trajo a esta ciudad. Pero, repito, estaba tranquilo sabiendo que un día los iba encontrar por la calle.
Cuando abrí mi primera cuenta bancaria, no sabía siquiera que Samaranch era el presidente de la entidad donde yo depositaría mi dinero. Lo supe luego y, por supuesto, me sorprendí. ¿Qué tendrá que ver el deporte, el olimpismo, con los bancos?, me dije.
La vida me ha demostrado que todo tiene relación. Juan Antonio Samaranch pertenecía a la más notable burguesía regional y la entidad financiera que representaba es un símbolo, quizá el más fuerte, de Catalunya.
Samaranch terminó siendo un noble, cuya investidura llegó de manos precisamente del rey de España.
Yo ayer sentí la noticia de su muerte como si se tratara de alguien cercano. He pensado en el porqué y la única respuesta que tengo a mano es que los niños se crean ilusiones difíciles de borrar. Como mismo un mal trato hace mellas de por vida, la visión de una escena que por alguna razón fue íntima en la niñez, queda guardada para siempre en el lado afectivo de nuestra memoria. Y después, si quiere, uno comparte el recuerdo.
Foto tomada de La Vanguardia. Samaranch, una sus últimas imágenes.
Se entenderá que soy un romántico. Según la teoría de las probabilidades, en una ciudad con más de dos millones de habitantes, tan dinámica y estresante como ésta, resultaría bastante difícil tropezar fortuitamente con alguien de las altas esferas que, por lo general, se mueve en automóvil, si es que sale a algún lugar. Digo esto porque en el metro sí he coincidido azarosamente con gente impensable, incluso con personas a las que uno no desea ver.
La vida lo ha demostrado: A Serrat no lo he visto nunca; sé que se crió en Poble Nou, un barrio nada de alcurnia a los pies de Montjuic, y que ahora seguramente no vivirá allí; que, además, tiene viñedos particulares, lo que quiere decir que le dedicará más tiempo al campo que a la ciudad. Y Samaranch, casi con 90 años, acaba de fallecer ayer en la clínica Quirón.
Con él se va una ilusión traída desde la isla. Da pena decirlo, pero ya quedan pocas ilusiones de allá.
Mi vínculo con Samaranch parte de una visión real que tuve de él. Bajaba las escaleras de piedra junto a un vecino mío, conversando con éste una tarde de domingo, de aquellas tranquilas que sucedían en mi barrio que estaba –está, supongo- cerca del zoológico. La gran anchura de la calle y el planteamiento urbanístico de la zona –chalets estilo norteamericano construidos en los años 50- da la oportunidad de transitar por allí sin molestar a nadie, ni siquiera con la vista. Pero en él me fijé porque, en aquella época, era de los pocos extranjeros que visitaban mi país. Y era amigo personal del entonces presidente del Comité Olímpico Cubano, Manuel González Guerra, Manolo, mi vecino.
Como diría el bolero, creo que lo vi solamente una vez, trajeado y esbelto, aunque no fuera un hombre alto. Ver a un hombre trajeado en Cuba se convirtió en una rareza, muy a pesar de la añoranza de los señores “de antes”. Automáticamente otorgaba un símbolo de burguesía si el sujeto no era un embajador o un alto cargo del gobierno. Pero en mi barrio, donde mi familia materna construyó tres lindas casas antes de la revolución, todavía se podía encontrar algunos domingos a hombres en traje de lino, dril cien o guayaberas blancas de hilo de mangas largas. Estos eran los nuevos ricos, nuestros dirigentes.
El deporte en Cuba, junto con la medicina, siempre fue una de las prioridades de Fidel Castro. Renglón álgido de lauros internacionales con los cuales luego se vanagloriaba el comandante. Por ese motivo, mi vecino era un hombre cardinal. Y sus invitados, que bajaban todos las escaleras despacio, también.
Samaranch, como bien se conoce, fue clave en la historia del olimpismo, respetable, intachable y justo. Y fue también, además de falangista, parte directa del gobierno de Franco. Pero esa ración de su vida la corrigió luego con una carrera brillante al frente del Comité Olímpico Internacional, con oficina en Suiza. En realidad nosotros en Cuba llegamos a conocer algo más de Catalunya a partir de los juegos olímpicos de 1992, celebrados aquí en Barcelona. Lo que, sin duda alguna, marcó un antes y un después en esta ciudad. Fue en la inauguración de ese evento cuando lo volví a ver, aunque en la televisión. Ese es el hombre, el mismo que pisó la calle donde yo, de niño, jugaba al béisbol cuando mis amigos me permitían, porque era –y soy- zurdo, y no había guantes para mí.
Un sábado de hace muchos años, en el internado donde yo estudiaba (becas, le llamaban en Cuba) anunciaron que no había transporte para regresar a los estudiantes a casa. Entonces Manolo, el presidente del Comité Olímpico Cubano, fue a buscar a su nieto en su automóvil y, de paso, como éramos vecinos, me buscó a mí. En el trayecto –el internado quedaba en las afueras de la ciudad- pensaba todo el tiempo en preguntarle por su amigo que era el responsable del deporte en el mundo, pero, como soy tímido, no dije nada.
Muchos años después, veinte años después, la vida quiso que yo emigrara definitivamente para Barcelona. Como ya dije, solo tenía dos personas en quien pensar, en Serrat y en Samaranch. La verdad era que aquí no conocía a nadie más, exceptuando al enlace que me trajo a esta ciudad. Pero, repito, estaba tranquilo sabiendo que un día los iba encontrar por la calle.
Cuando abrí mi primera cuenta bancaria, no sabía siquiera que Samaranch era el presidente de la entidad donde yo depositaría mi dinero. Lo supe luego y, por supuesto, me sorprendí. ¿Qué tendrá que ver el deporte, el olimpismo, con los bancos?, me dije.
La vida me ha demostrado que todo tiene relación. Juan Antonio Samaranch pertenecía a la más notable burguesía regional y la entidad financiera que representaba es un símbolo, quizá el más fuerte, de Catalunya.
Samaranch terminó siendo un noble, cuya investidura llegó de manos precisamente del rey de España.
Yo ayer sentí la noticia de su muerte como si se tratara de alguien cercano. He pensado en el porqué y la única respuesta que tengo a mano es que los niños se crean ilusiones difíciles de borrar. Como mismo un mal trato hace mellas de por vida, la visión de una escena que por alguna razón fue íntima en la niñez, queda guardada para siempre en el lado afectivo de nuestra memoria. Y después, si quiere, uno comparte el recuerdo.
Foto tomada de La Vanguardia. Samaranch, una sus últimas imágenes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario