La muchacha de la agencia de viajes no tenía a nadie más que a mí. Quiero decir: en la oficina. Era sumamente agradable, aunque administraba sus sonrisas como quien se cuida del ojo mágico que acostumbra a estar empotrado en el techo. Estaba a gusto conmigo; quería y no quería hablar. Cada vez que nos desviábamos del tema lo retomaba con suavidad, para hacer constar, en asamblea general entre una localizadora de vuelos y un viajante de clase turista, que ella se comportaba profesionalmente, amable y concentrada a la vez.
Entonces miró al techo buscando una respuesta. Desafió el ojo mágico sin pestañar.
Me buscaba entre montones de recuerdos, amigos, conocidos y ex alumnos de La Habana. Me tenía fichado y no sabía de dónde. Yo contaba con más datos sobre ella porque no era la primera vez que le compraba un billete de avión. Suele suceder con las personas que trabajan de cara al público.
Habían transcurrido unos ocho años desde la vez anterior. Ocho años en los que el paso del tiempo nos había cambiado un poco el rictus y el corte de pelo.
Presenté ahora un pasaporte español. Ella lo miró de lejos y dijo que no hacía falta. Solo el nombre.
También se me escapaban giros lingüísticos de aquí. Siempre me sucede cuando hago alguna gestión delante de un mostrador. Supongo que será porque se activa automáticamente un chip creado en los años que fui vendedor de electrodomésticos en una tienda.
La muchacha era de mi edad, más o menos. Seguro que menos.
Ostentaba una mirada triste que más tarde resultó ser una mirada cansada. Cansada de localizar viajes a todas partes desde la pantalla de un ordenador.
Tenía mi billete impreso junto la póliza de seguro médico. Me había devuelto la tarjeta del banco después de cobrar. Yo había firmado exactamente dos papeles. Uno era la póliza y otro el recibo del cobro electrónico. Habíamos hablado del tiempo, lo que se suele hacer en los ascensores si el trayecto es largo. Me estaba tratando tan bien que me dieron ganas de continuar hablando del tiempo. Y así hice.
Salió el tema de la melancolía y la lluvia. Afuera llovía flojo aunque el cielo estaba negro. Es una cosa rara en Barcelona, más en estos tiempos primaverales. Aquí siempre sale el sol, de una manera u otra. Aquí la gente ya va en sandalias, en vestidos trasparentes y gafas oscuras. No es momento para la lluvia después de un invierno tan largo. Por ese motivo no podía regalarle un día así. Un día gris no se regala. Salvo raras excepciones.
Al fin bajó la mirada y me dijo:
-Es que viví en Galicia. Varios años.
-¿Y qué haces aquí?-pregunté.
-Por trabajo.
-¿Sólo por eso?
Sonrió y no comentó nada. Volvió a pensar seguramente en el ojo mágico.
Me entregó el dossier completo en un sobre de papel cromado semi abierto.
Comprendí que debía marcharme, aunque no había entrado nadie más.
Sonó el teléfono y ella lo atendió, haciéndome una señal con la mano de que me esperara.
-Era de la Central… Bueno, que tengas un feliz viaje- se despidió amablemente.
-Lo dudo –dije-. No creo que ese sea el matiz exacto, pero te agradezco el deseo. Hasta la vista. Me voy afuera… a enfrentarme como todos a un día gallego.
-Yo me quedaré aquí hasta que salga el sol-bromeó la muchacha sin importarle el ojo revisor.
-Pueden ser setenta y dos horas, pero te entiendo (pronuncié su nombre). Supongo que no habrás dejado Galicia por cualquier causa injustificada.
Guardé el sobre en el bolso y le di la espalda. En la puerta me giré otra vez para decirle adiós y me encontré a la muchacha con la vista dirigida al techo, buscando todavía esa incómoda información perdida.
Notó que me detuve y entonces incorporó un adiós con la mano.
-Adiós.
Entonces miró al techo buscando una respuesta. Desafió el ojo mágico sin pestañar.
Me buscaba entre montones de recuerdos, amigos, conocidos y ex alumnos de La Habana. Me tenía fichado y no sabía de dónde. Yo contaba con más datos sobre ella porque no era la primera vez que le compraba un billete de avión. Suele suceder con las personas que trabajan de cara al público.
Habían transcurrido unos ocho años desde la vez anterior. Ocho años en los que el paso del tiempo nos había cambiado un poco el rictus y el corte de pelo.
Presenté ahora un pasaporte español. Ella lo miró de lejos y dijo que no hacía falta. Solo el nombre.
También se me escapaban giros lingüísticos de aquí. Siempre me sucede cuando hago alguna gestión delante de un mostrador. Supongo que será porque se activa automáticamente un chip creado en los años que fui vendedor de electrodomésticos en una tienda.
La muchacha era de mi edad, más o menos. Seguro que menos.
Ostentaba una mirada triste que más tarde resultó ser una mirada cansada. Cansada de localizar viajes a todas partes desde la pantalla de un ordenador.
Tenía mi billete impreso junto la póliza de seguro médico. Me había devuelto la tarjeta del banco después de cobrar. Yo había firmado exactamente dos papeles. Uno era la póliza y otro el recibo del cobro electrónico. Habíamos hablado del tiempo, lo que se suele hacer en los ascensores si el trayecto es largo. Me estaba tratando tan bien que me dieron ganas de continuar hablando del tiempo. Y así hice.
Salió el tema de la melancolía y la lluvia. Afuera llovía flojo aunque el cielo estaba negro. Es una cosa rara en Barcelona, más en estos tiempos primaverales. Aquí siempre sale el sol, de una manera u otra. Aquí la gente ya va en sandalias, en vestidos trasparentes y gafas oscuras. No es momento para la lluvia después de un invierno tan largo. Por ese motivo no podía regalarle un día así. Un día gris no se regala. Salvo raras excepciones.
Al fin bajó la mirada y me dijo:
-Es que viví en Galicia. Varios años.
-¿Y qué haces aquí?-pregunté.
-Por trabajo.
-¿Sólo por eso?
Sonrió y no comentó nada. Volvió a pensar seguramente en el ojo mágico.
Me entregó el dossier completo en un sobre de papel cromado semi abierto.
Comprendí que debía marcharme, aunque no había entrado nadie más.
Sonó el teléfono y ella lo atendió, haciéndome una señal con la mano de que me esperara.
-Era de la Central… Bueno, que tengas un feliz viaje- se despidió amablemente.
-Lo dudo –dije-. No creo que ese sea el matiz exacto, pero te agradezco el deseo. Hasta la vista. Me voy afuera… a enfrentarme como todos a un día gallego.
-Yo me quedaré aquí hasta que salga el sol-bromeó la muchacha sin importarle el ojo revisor.
-Pueden ser setenta y dos horas, pero te entiendo (pronuncié su nombre). Supongo que no habrás dejado Galicia por cualquier causa injustificada.
Guardé el sobre en el bolso y le di la espalda. En la puerta me giré otra vez para decirle adiós y me encontré a la muchacha con la vista dirigida al techo, buscando todavía esa incómoda información perdida.
Notó que me detuve y entonces incorporó un adiós con la mano.
-Adiós.
Foto del autor. Cadaqués, Costa Brava
3 comentarios:
Qué bueno eres para crear suspense, atmósfera y emociones!
Los días grises son en verdad un regalo especial, para amantes que quieren estar fuera del mundo.
pero son pocos esos amantes... o tal vez yo esté equivocado. en realidad, cuando uno está al ciento por ciento, es preferible un día gris, porque el regalo de la naturaleza lo pone uno, o lo ponen dos. esto es un señuelo, Silvita. Me imaginé que ibas a "saltar" viviendo donde vives. ¡Qué no sabrás de días grises!. No sucedió nada más en la agencia. Es solo un intro para lo que viene después del viaje. un abrazo.
Pues Yoyi, lo más hermoso de los días grises no me lo descubrió suecia, sino la habana, en tiempo de ciclón, en un cuartico sitiado por paredes de lluvia, atacado por ráfagas enfurecidas. La frialdad de las sábanas y el ardor de la piel, los días que se confunden, las cosas volando afuera, estruendo, un radiecito olvidado donde a nadie le interesaba oir los partes del tiempo porque no importaba por donde anduviera el ciclón, nosotros éramos el ojo de todas las tormentas.
Qué recuerdos tan lindos: vivir sitiados y apertrechados de ron, galletas de soda, barras de guayaba, humo, incienso, velas...
Debo no obstante reconocer que también han habido días gris perla, gris seda, gris amor de escandinavia.
Besitos!
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