Diez años. Parece mentira. Yo estaba esa mañana metido en
una cama ajena cuando sonó el teléfono. Me habían dejado solo, porque ella se
fue a trabajar. Me llegó su voz por el auricular como si fuera un extraño quien
te avisa de lo peor: sin matices ni entonación ni sangre en las venas. Algo
grande debió pasar para que me llamara. Nuestras citas eran de noche solamente.
Las imágenes de la tele eran de espanto. Estaban ocurriendo
en Madrid. Yo estaba en Barcelona y tenía que tomar un tren inmediatamente para
ir a trabajar. Mi horario comenzaba a las diez.
Lo primero que se me ocurrió fue llamar a uno de mis mejores
amigos para comprobar que estuviera vivo. Así de directo lo pensé. La vida
quiso que fuera yo quien lo sacara de la cama, como me habían hecho a mí. No se
había enterado.
El viaje en el tren se me hizo eterno, mirando cada
mochila, bolso, maleta. La bomba podía estallar en cualquier momento. Durante
todo el día, estuve viendo las imágenes más horrorosas que jamás pasaron por
delante de mis ojos. Estuve así, pensando en bombas, durante dos semanas.
A un día de las elecciones ocurría la tragedia. ¡Qué raro!
A mí me daban igual las elecciones. Yo no iba a votar.
Seguía siendo indocumentado. Entonces fue peor, con el miedo de una explosión al lado.
El tiempo tendría que pasar, como en efecto pasó.
La política española ahora me queda muy lejos al mudarme a
Miami. No quiero leer los periódicos españoles. Los tengo en Favoritos y en
twitter. Solo leo titulares, links, enlaces. En uno de ellos, anoche, hora de
Miami, anunciaban el décimo aniversario de la muerte de 191 personas –cito de
memoria- y la mutilación de otras muchas, física y psicológicamente.
Fue Al Qaeda, no fue ETA, eso queda claro.
Al menos se supo que en España no estábamos tan bien
protegidos.
¡Qué dolor y que susto comprobar que a cualquiera le puede tocar
una mochila-bomba en un tren de cercanías!
Lo siento en lo más profundo por aquellos que iban en esos
trenes.
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