Con la presión necesaria (III)
Volver a los días de su adolescencia fue un ejercicio delicioso que duró menos de lo que hubiera deseado, pero significó un regalo, a fin de cuentas. Y a los regalos no se les reclama nada. Se les deja volar hasta que caigan o se pierdan de vista en el horizonte imaginario del plano inconsciente. De eso se trataba: de su faceta onírica.
¡Lástima, lástima de abrir los ojos por culpa del teléfono y encontrarse navegando dentro de su cama con el agua al cuello, con esa pesadumbre que sintió al despertar!; hubiera preferido extender ese momento en el que descubrió quién era la persona que electrizaba todo su cuerpo con la yema de los dedos, con las yemas erizadas y cortantes, visitándole la espalda sin anunciarse, a traición, envuelta en velos de textura vegetal, mojados o húmedos por algún líquido denso como una resina. En un primer momento sintió una adherencia extraña y repelente aunque no le dio tiempo si quiera a pensar en nada, solo a sentirla; porque lo abrazó de pies a cabeza y le selló los ojos viniendo por detrás. Le preguntó que si sabía quién era. Su voz le era familiar. Entonces la mujer dijo que no se apresurara, que sentiría el olor de un ambiente que le llevaría a su nombre. Y se despojó de esa extraña piel áspera para quedarse supuestamente desnuda, amordazándole con sus brazos. Y él boca abajo, dejándose llevar por aquel peso específico, hundiéndose cada vez más en la contrariedad de no saber quién era, aunque conocía el metal de voz. A medio camino, se rindió ante las fuerzas posesivas de sus dedos que no descansaban, marcándole surcos erógenos entre el cuello y la cintura. Algo malo no podría ser, y, si lo fuese, aunque representara la última vez de cualquier cosa, valía la pena disfrutarlo. Un tirón de pelos con tan buen manejo le pareció un masaje, un relajante muscular sin la química de los laboratorios. Encorvó un poco su cuerpo como reacción y ella aprovechó para pasar una de sus manos entre las piernas de él, siempre por detrás. La asaltante palpó un sexo endurecido como si tuviera vida propia –el sexo-, hasta conseguir liberarlo, pero quedó atrapado acto seguido en una palmatoria ágil, diestra, envolvente. El mimetismo le llevó a buscar la fuerza motriz de aquella muchacha realizando una difícil contorsión, y halló un clítoris solo, sin vellos ni algo más por el camino. Estaba sudado, voluptuoso. Le dolía el cuerpo, la postura, la forma de ataque hacia ella y de ella hacia él. Pero comprendió que era la única manera de hacer extensa la sorpresa y, sobre todo, el acertijo. Se mantuvieron acariciándose un rato hasta que le sobrevino un espasmo a la chica y ésta le mordió el cuello, y entonces gimió su nombre -¡y ojalá lo hubiera hecho así la voz del teléfono de esa mañana!-, o, mejor dicho, gimió primero equivocadamente su nombre y luego rectificó y susurró el apodo de su infancia, el mismo de la adolescencia que llevaba cuando ella, su prima, abrió la puerta del cuarto de baño para verlo desnudo. Como entonces él tenía solo catorce años, quedó mudo escuchando los comentarios sobre su sexo, y parece que dio pena con tal desolación que la parienta no se acercó. Pero esta vez, casi treinta años más tarde, volvió por el mismo sexo y se lo arrebató desde una posición constreñida. En el letargo ella no estaba en Miami, donde vive actualmente, ni en algún lugar concreto; descansaba toda su gravedad encima de él, quien era el lugar, y era también el tiempo, pues alcanzó a verse con su imagen actual, y con su corte reciente de peluquería. Justo cuando recordó el nombre y visualizó las facciones de la chiquilla como un sueño dentro de otro, con el rostro aún hundido en la cama, sonó el teléfono:
-¿David?
-Sí, soy yo- contestó.
-¿No piensas venir a trabajar?- escuchó el gruñido bastante enfadado de su jefe.
(Continuará…)
Volver a los días de su adolescencia fue un ejercicio delicioso que duró menos de lo que hubiera deseado, pero significó un regalo, a fin de cuentas. Y a los regalos no se les reclama nada. Se les deja volar hasta que caigan o se pierdan de vista en el horizonte imaginario del plano inconsciente. De eso se trataba: de su faceta onírica.
¡Lástima, lástima de abrir los ojos por culpa del teléfono y encontrarse navegando dentro de su cama con el agua al cuello, con esa pesadumbre que sintió al despertar!; hubiera preferido extender ese momento en el que descubrió quién era la persona que electrizaba todo su cuerpo con la yema de los dedos, con las yemas erizadas y cortantes, visitándole la espalda sin anunciarse, a traición, envuelta en velos de textura vegetal, mojados o húmedos por algún líquido denso como una resina. En un primer momento sintió una adherencia extraña y repelente aunque no le dio tiempo si quiera a pensar en nada, solo a sentirla; porque lo abrazó de pies a cabeza y le selló los ojos viniendo por detrás. Le preguntó que si sabía quién era. Su voz le era familiar. Entonces la mujer dijo que no se apresurara, que sentiría el olor de un ambiente que le llevaría a su nombre. Y se despojó de esa extraña piel áspera para quedarse supuestamente desnuda, amordazándole con sus brazos. Y él boca abajo, dejándose llevar por aquel peso específico, hundiéndose cada vez más en la contrariedad de no saber quién era, aunque conocía el metal de voz. A medio camino, se rindió ante las fuerzas posesivas de sus dedos que no descansaban, marcándole surcos erógenos entre el cuello y la cintura. Algo malo no podría ser, y, si lo fuese, aunque representara la última vez de cualquier cosa, valía la pena disfrutarlo. Un tirón de pelos con tan buen manejo le pareció un masaje, un relajante muscular sin la química de los laboratorios. Encorvó un poco su cuerpo como reacción y ella aprovechó para pasar una de sus manos entre las piernas de él, siempre por detrás. La asaltante palpó un sexo endurecido como si tuviera vida propia –el sexo-, hasta conseguir liberarlo, pero quedó atrapado acto seguido en una palmatoria ágil, diestra, envolvente. El mimetismo le llevó a buscar la fuerza motriz de aquella muchacha realizando una difícil contorsión, y halló un clítoris solo, sin vellos ni algo más por el camino. Estaba sudado, voluptuoso. Le dolía el cuerpo, la postura, la forma de ataque hacia ella y de ella hacia él. Pero comprendió que era la única manera de hacer extensa la sorpresa y, sobre todo, el acertijo. Se mantuvieron acariciándose un rato hasta que le sobrevino un espasmo a la chica y ésta le mordió el cuello, y entonces gimió su nombre -¡y ojalá lo hubiera hecho así la voz del teléfono de esa mañana!-, o, mejor dicho, gimió primero equivocadamente su nombre y luego rectificó y susurró el apodo de su infancia, el mismo de la adolescencia que llevaba cuando ella, su prima, abrió la puerta del cuarto de baño para verlo desnudo. Como entonces él tenía solo catorce años, quedó mudo escuchando los comentarios sobre su sexo, y parece que dio pena con tal desolación que la parienta no se acercó. Pero esta vez, casi treinta años más tarde, volvió por el mismo sexo y se lo arrebató desde una posición constreñida. En el letargo ella no estaba en Miami, donde vive actualmente, ni en algún lugar concreto; descansaba toda su gravedad encima de él, quien era el lugar, y era también el tiempo, pues alcanzó a verse con su imagen actual, y con su corte reciente de peluquería. Justo cuando recordó el nombre y visualizó las facciones de la chiquilla como un sueño dentro de otro, con el rostro aún hundido en la cama, sonó el teléfono:
-¿David?
-Sí, soy yo- contestó.
-¿No piensas venir a trabajar?- escuchó el gruñido bastante enfadado de su jefe.
(Continuará…)
1 comentario:
Metiste la bomba de Hiroshima y Nagasaki!
Solo para tí este comentario.
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