Te sigo esperando (II)
Llevaba años dejándose perseguir por las sombras de dos figuras de novela; a veces, durmiendo, las dejaba entrar en su habitación, en aquellos días de extrema soledad. Eran dos nombres con apellidos: Florentino Ariza y Fermina Daza.
A él lo imaginaba flaco, desgarbado, sombrío, inoportuno, tenaz, penoso, un dislate. Pero era el símbolo de la inconciencia y de la elegancia en paralelo. A ella la veía ir y venir al galope por las montañas, agitando su cabellera negra, con una actitud severa y, por ese motivo de carácter, sufrida. Pensaba que la vida era una tirada de páginas o una partida de cartas, o también un rosario de años en los que el agotamiento físico pone fin a los cuerpos, porque, si de algo había aprendido en los últimos tiempos, era de la vejez. Cuidando viejecillos a domicilio, por los barrios de Barcelona; cambiando tres o cuatro pañales al día; esperando, mientras, su oportunidad. Lo había aprendido.
“Por algún lado tendrá que salir el sol”, se repetía a menudo para darse ánimo. Era entonces el recuerdo de la perseverancia de Florentino lo que le ayudaba a soportar el olor de los excrementos de los ancianos, efluvios convertidos en su látigo y en su ausencia de perspectivas; además de las temporadas de lluvia en las que se removía la tristeza. Resultaba paradójico: la triste figura de un personaje apocado era su alivio, porque supo quedarse con el dulce final de la novela, aun sabiendo que el texto que tanto lo fascinó era producto de la ficción, del absurdo tragicómico de la narrativa contemporánea.
¿Se identificaba por tal razón con el personaje de Florentino o con el destino de éste?
Con ninguna de las dos opciones. Se identificaba con el sueño o con la ilusión y con la capacidad de disfrutar un recuerdo, aunque el proceso le costara un desengaño, una improcedencia; pero lo vivía intensamente. Durante aquellos años no tan lejanos, su vida se resumió en un trasiego en autobuses por toda la ciudad. Sin percatarse, a fin de resolver un salario regular, se volvió itinerante, sombrío como el propio Florentino. Se horrorizó al darse cuenta. Se horrorizó más al comprobar que no tenía opción viable para cambiar, porque era un ser indocumentado, autoexiliado o autodesterrado, y ni siquiera bienvenido en su lugar de destino. Vivía atrapado en una ciudad a la que miraba desde lo alto, encaramado en un palomar solitario y frío, sin palomas, aunque hay que destacar la abundante luz del día que disfrutaba por todas partes. Escribía para perderse menos, o para encontrarse con sus recuerdos que era de lo único que podía redactar. Necesitaba un empujón de ánimo, alejarse del alcohol, un roce de piel sin trucos y sin vendutas, bálsamo en la espalda, compañía que supiera o al menos pudiera escuchar. Tiró pasos de ciego en sentido circular, repitiendo malas pisadas incluso; derrochando las citas insolubles por matar el tiempo; saliendo con honor de muchas, pero herido. Se endureció su alma con los palos de la vida –parafraseando a un poeta-, y se construyó una coraza de cristal.
Al fin tenía coraza.
Un buen día, cuando el tiempo le otorgó sus documentos legales para el país o ciudad de destino, atravesó la puerta de un comercio y, en lugar de escribir sus memorias como cada noche, vocalizó un par de palabras firmes. El encargado del local se sintió atraído por su prestancia y lo invitó a un café que duró media hora. Hablaron lo justo, solo el lapso necesario para que él presentara sus nuevas credenciales, llevando por dentro a ese gran luchador que siempre había sido Florentino Ariza, en el sentido de no cejar jamás mientras hubiera vida. Y se percató de que algo había cambiado en su trayectoria.
Fue contratado en el acto como vendedor de electrodomésticos. En ese mismo instante, borró la marca de los pañales malolientes y de la muerte por desgaste en sus manos. Porque se le abría una puerta. Y eso él lo había deseado, lo había vislumbrado y supo esperar.
Unos largos meses después, estrenaron en el cine la adaptación de su novela favorita. Se tomó unos días para pensar si valía la pena verla en pantalla. Decidió que sí, que otra gente como él tenía derecho a interpretar a su manera las inmensas páginas de papel. Encontró un mundo de imágenes visuales bellísimas y ajustadas al original, en el sentido de la ambientación, de la reconstrucción de la época que se narra. Florentino Ariza y Fermina Daza volvieron a hacer el amor en un trasporte fluvial interminable. Ante sus ojos pasaron los cuerpos desnudos de ambos ancianos, que olían a flora nacida en el delta de un río de América Latina. Se estremeció con la certeza de que vale la pena esperar, siempre que la razón de la espera sea un cuerpo o una acción que caiga por su propio peso.
Salió del cine emocionado y abrió, de tránsito, las puertas de un bar cercano. Allí se acercó a la barra a pensar en Cristina, la pelirroja que ocupaba sus sueños, sus días, sus noches, sus bosquejos mentales. Pasó a su lado un hombre árabe vendiendo rosas. El otro vendedor, el de electrodomésticos, lo llamó con una señal.
-Déme una, por favor- pidió a continuación con el billete en la mano.
El ramilletero lo miró desconfiado y avanzó hacia él. Por unos instantes se debatió entre la duda de que fuera una broma, pensando tal vez que un hombre solo pocas veces compra un ornamento de ese tipo en un café de ambiente nocturno. Hasta que se recompuso y le lanzó la indirecta:
-Las flores son para todos por igual, ¿no es así?
-Ella está aquí a mi lado, aunque usted no la ve. Se llama Cristina. Creo que le gustará este botón- cerró el diálogo acodado en la cantina, girándose de espaldas a la entrada del lugar.
(Continuará…)
Llevaba años dejándose perseguir por las sombras de dos figuras de novela; a veces, durmiendo, las dejaba entrar en su habitación, en aquellos días de extrema soledad. Eran dos nombres con apellidos: Florentino Ariza y Fermina Daza.
A él lo imaginaba flaco, desgarbado, sombrío, inoportuno, tenaz, penoso, un dislate. Pero era el símbolo de la inconciencia y de la elegancia en paralelo. A ella la veía ir y venir al galope por las montañas, agitando su cabellera negra, con una actitud severa y, por ese motivo de carácter, sufrida. Pensaba que la vida era una tirada de páginas o una partida de cartas, o también un rosario de años en los que el agotamiento físico pone fin a los cuerpos, porque, si de algo había aprendido en los últimos tiempos, era de la vejez. Cuidando viejecillos a domicilio, por los barrios de Barcelona; cambiando tres o cuatro pañales al día; esperando, mientras, su oportunidad. Lo había aprendido.
“Por algún lado tendrá que salir el sol”, se repetía a menudo para darse ánimo. Era entonces el recuerdo de la perseverancia de Florentino lo que le ayudaba a soportar el olor de los excrementos de los ancianos, efluvios convertidos en su látigo y en su ausencia de perspectivas; además de las temporadas de lluvia en las que se removía la tristeza. Resultaba paradójico: la triste figura de un personaje apocado era su alivio, porque supo quedarse con el dulce final de la novela, aun sabiendo que el texto que tanto lo fascinó era producto de la ficción, del absurdo tragicómico de la narrativa contemporánea.
¿Se identificaba por tal razón con el personaje de Florentino o con el destino de éste?
Con ninguna de las dos opciones. Se identificaba con el sueño o con la ilusión y con la capacidad de disfrutar un recuerdo, aunque el proceso le costara un desengaño, una improcedencia; pero lo vivía intensamente. Durante aquellos años no tan lejanos, su vida se resumió en un trasiego en autobuses por toda la ciudad. Sin percatarse, a fin de resolver un salario regular, se volvió itinerante, sombrío como el propio Florentino. Se horrorizó al darse cuenta. Se horrorizó más al comprobar que no tenía opción viable para cambiar, porque era un ser indocumentado, autoexiliado o autodesterrado, y ni siquiera bienvenido en su lugar de destino. Vivía atrapado en una ciudad a la que miraba desde lo alto, encaramado en un palomar solitario y frío, sin palomas, aunque hay que destacar la abundante luz del día que disfrutaba por todas partes. Escribía para perderse menos, o para encontrarse con sus recuerdos que era de lo único que podía redactar. Necesitaba un empujón de ánimo, alejarse del alcohol, un roce de piel sin trucos y sin vendutas, bálsamo en la espalda, compañía que supiera o al menos pudiera escuchar. Tiró pasos de ciego en sentido circular, repitiendo malas pisadas incluso; derrochando las citas insolubles por matar el tiempo; saliendo con honor de muchas, pero herido. Se endureció su alma con los palos de la vida –parafraseando a un poeta-, y se construyó una coraza de cristal.
Al fin tenía coraza.
Un buen día, cuando el tiempo le otorgó sus documentos legales para el país o ciudad de destino, atravesó la puerta de un comercio y, en lugar de escribir sus memorias como cada noche, vocalizó un par de palabras firmes. El encargado del local se sintió atraído por su prestancia y lo invitó a un café que duró media hora. Hablaron lo justo, solo el lapso necesario para que él presentara sus nuevas credenciales, llevando por dentro a ese gran luchador que siempre había sido Florentino Ariza, en el sentido de no cejar jamás mientras hubiera vida. Y se percató de que algo había cambiado en su trayectoria.
Fue contratado en el acto como vendedor de electrodomésticos. En ese mismo instante, borró la marca de los pañales malolientes y de la muerte por desgaste en sus manos. Porque se le abría una puerta. Y eso él lo había deseado, lo había vislumbrado y supo esperar.
Unos largos meses después, estrenaron en el cine la adaptación de su novela favorita. Se tomó unos días para pensar si valía la pena verla en pantalla. Decidió que sí, que otra gente como él tenía derecho a interpretar a su manera las inmensas páginas de papel. Encontró un mundo de imágenes visuales bellísimas y ajustadas al original, en el sentido de la ambientación, de la reconstrucción de la época que se narra. Florentino Ariza y Fermina Daza volvieron a hacer el amor en un trasporte fluvial interminable. Ante sus ojos pasaron los cuerpos desnudos de ambos ancianos, que olían a flora nacida en el delta de un río de América Latina. Se estremeció con la certeza de que vale la pena esperar, siempre que la razón de la espera sea un cuerpo o una acción que caiga por su propio peso.
Salió del cine emocionado y abrió, de tránsito, las puertas de un bar cercano. Allí se acercó a la barra a pensar en Cristina, la pelirroja que ocupaba sus sueños, sus días, sus noches, sus bosquejos mentales. Pasó a su lado un hombre árabe vendiendo rosas. El otro vendedor, el de electrodomésticos, lo llamó con una señal.
-Déme una, por favor- pidió a continuación con el billete en la mano.
El ramilletero lo miró desconfiado y avanzó hacia él. Por unos instantes se debatió entre la duda de que fuera una broma, pensando tal vez que un hombre solo pocas veces compra un ornamento de ese tipo en un café de ambiente nocturno. Hasta que se recompuso y le lanzó la indirecta:
-Las flores son para todos por igual, ¿no es así?
-Ella está aquí a mi lado, aunque usted no la ve. Se llama Cristina. Creo que le gustará este botón- cerró el diálogo acodado en la cantina, girándose de espaldas a la entrada del lugar.
(Continuará…)
2 comentarios:
Hola!!! Yoyi...
La foto es muy buena, con tres protagonistas, un foco y un solo ecenario... Rasionalizar es una palabra socialista, que no es mas que produdtividad. El dia a dia del capitalismo.
Saludos, Eduardo.
En concreto esta foto está en tela de juicio, porque no sabemos bien quién apretó el obturador, si mi mujer o yo. Fue una noche de despedidas, baile y copas. La tomamos (ambos, pues) en una crêperia que está en el paseo del Born. Gracias por el elogio, Eduardo. A mí también me encanta esta foto que, de hecho, dio pie al texto, y no al revés como suele suceder. Cuídate mucho de los madrugones. Un abrazo.
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