Me llevaron una noche a las ruinas de un antiguo hotel en el centro de Santa Clara, a unos 300 kilómetros de la capital de Cuba. Antes de entrar, nos habíamos tomado un par de rones a palo seco, porque me dijeron que así era mejor, para capturar más fácil el tono de un sitio oscuro en el que podían suceder muchas cosas, desde enamorarte de alguien a primera vista –de alguien abstracto y fantasmal, de alguien intangible y muy posiblemente efímero-, hasta revisarte los bolsillos sin decoro para conquistar el filo de la última moneda que se queda enganchada en los pliegues de la tela, y, si la encontrabas, ofrecerla al hombre de la máquina de café, al amanecer, sintiendo que has vivido el triple de lo que te correspondía a esas alturas de tu existencia.
Me lo advirtieron y lo comprobé, lo viví más de lo que indican las prescripciones autorizadas de los bohemios de esa ciudad. Entré por una puerta estrecha y se me abrió un espacio romano abarrotado de sombras, siluetas, visiones dobles recostadas a los muros de ladrillo. Descubrí que eran hombres besándose y seguí hasta el fondo, empujando mis pasos con decenas de miradas encajadas en mi espalda. La mano que me llevaba era de mujer, eso sí lo recuerdo. Me trasmitía la presión necesaria para que yo sintiera seguridad y libertad al mismo tiempo. Me halaba hacia un traspatio donde debían estar otras sombras y por donde no existía salida. Casi nunca hay salida por el fondo, y, si la hay, se debe pedir permiso. Yo no conocía a nadie. Era imposible reconocer uno de aquellos rostros. Porque no eran rostros, sino cabezas de dragones en ramilletes dobles. Mientras avanzaba, miré un poco más abajo y encontré los brazos de los dragones dentro de los bolsillos de sus compañeros, los brazos enteros. Las piernas entrelazadas, dobles, y por los cuerpos caían unas melenas refractantes emboscadas por el humo del tabaco, y de los torsos crecían unos brazos fuertes como árboles milenarios, amarrados en las puntas, cosidos a los bolsillos de la ropa.
-Nunca habías visto esto-comentó la voz de mujer que me halaba.
No dije ni media palabra. No podía. No había espacio para media palabra. Era el espacio exacto para respirar. Tragué en seco. Sentí deseos de agarrar un vaso de ron y todavía faltaban algunos metros para llegar atrás, a un final incierto pero supuestamente más iluminado. Detrás debía estar el bar y la máquina de café. Detrás debía estar el aparato de música, el encargado del salón.
Llegamos y me revisé los bolsillos. Me tiré el pelo de la frente hacia atrás. No me faltaba nada, excepto un poco de aliento. Pedí ron sin hielo en un vaso ancho y me preguntaron si lo quería doble. Dije que sí. Allí todo era doble, y sentía cómo mi alma se resquebrajaba a pedazos, pero comencé a observar algunos rostros mejores dibujados por la luz. Y vi las primeras sonrisas que me llevaron a la normalidad.
No, nunca había estado en un sitio así. Nunca había visto a dos hombres besándose en los labios, amándose y deseándose con locura, hombres de espaldas anchas y brazos fuertes. Nunca había imaginado siquiera aquella escena, porque nunca tuve la necesidad de imaginarla. Aquella escena existía, era más real incluso que yo, porque yo estaba fuera de contexto y esa circunstancia anulaba mis sentidos, con el afán de encontrar un mínimo de seguridad más allá de los dedos de quien me llevaba.
La mujer me dijo que me estaban mirando, pero que no hiciera caso a los ojos de la gente y disfrutara de la copa de ron, que allí no pasaba nada si uno no tenía la voluntad de que sucediera. Quise irme de pronto, sin terminar la copa, y ella me aguantó.
-No te marches. Esto es único y tienes que verlo un poco más. Recuerda que eres cronista por esencia. Esta es una fracción de Cuba que no sale en los periódicos ni en ningún lado-me persuadió con elegancia.
¿Por qué había tantos homosexuales amándose desesperadamente?
Era evidente que estaba ante un fenómeno sociológico que el tiempo, la investigación, me ilustrarían después. Había algo más que aquellas sombras de las paredes. Había cierta normalidad. El anormal en ese instante era yo. Había un orden de las cosas, lo que pasaba era que esas cosas yo no las conocía. Y no sabía que podían tener lugar en un sitio público y con taquilla, en una isla censurada hasta lo imposible.
Me quedé un poco más. Pedí otro vaso lleno de ron, el mismo vaso, recuerdo, rellenado. Me afinqué en la barra y le di la espalda a la gente. Conseguimos un par de banquetas. La chica era una funcionaria del Ministerio de Cultura, era humana y heterosexual como yo. Recuerdo que se puso celosa, aunque le pudo más sentirse mi anfitriona. Cambiamos de tema y se nos olvidó el ambiente. Cuando volvimos por él, porque necesitábamos la imagen como ilustración de alguna cosa, ya no estaban. Las sombras se habían marchado y en su lugar había varios grupos de personas mayores llenos de luz.
Brotó de debajo de las piedras del suelo un conjunto musical, con guitarras, voces y percusión menor. Cambió la época, el compás, la gente. Llegaron los boleros, los sones montunos. Miré alrededor y el responsable de todo aquello seguía siendo el mismo, el señor delgado y tímido que nos dio la bienvenida en la barra, porque la muchacha del Ministerio de Cultura lo conocía.
Esa fue la noche más larga de mi vida, la más extraña, la más inolvidable.
Con el tiempo se hizo necesario encontrar el ron allí, a 300 kilómetros de mi casa, porque aquellas ruinas –que ahora cumplen un cuarto de siglo- producían la revelación artística muy a menudo, y uno continuaba siendo cronista, y, parecerá extraño, pero el ron de allí sabía diferente.
Nota: Como recuerdo de El Mejunje, un centro cultural del referencia en Cuba, tan querido e inolvidable que duele mencionarlo desde tan lejos. Como recuerdo a Silverio, aquel amigo que siempre estuvo y está allí. Como recuerdo a un sorbo de ron seguido de otro de café.
Me lo advirtieron y lo comprobé, lo viví más de lo que indican las prescripciones autorizadas de los bohemios de esa ciudad. Entré por una puerta estrecha y se me abrió un espacio romano abarrotado de sombras, siluetas, visiones dobles recostadas a los muros de ladrillo. Descubrí que eran hombres besándose y seguí hasta el fondo, empujando mis pasos con decenas de miradas encajadas en mi espalda. La mano que me llevaba era de mujer, eso sí lo recuerdo. Me trasmitía la presión necesaria para que yo sintiera seguridad y libertad al mismo tiempo. Me halaba hacia un traspatio donde debían estar otras sombras y por donde no existía salida. Casi nunca hay salida por el fondo, y, si la hay, se debe pedir permiso. Yo no conocía a nadie. Era imposible reconocer uno de aquellos rostros. Porque no eran rostros, sino cabezas de dragones en ramilletes dobles. Mientras avanzaba, miré un poco más abajo y encontré los brazos de los dragones dentro de los bolsillos de sus compañeros, los brazos enteros. Las piernas entrelazadas, dobles, y por los cuerpos caían unas melenas refractantes emboscadas por el humo del tabaco, y de los torsos crecían unos brazos fuertes como árboles milenarios, amarrados en las puntas, cosidos a los bolsillos de la ropa.
-Nunca habías visto esto-comentó la voz de mujer que me halaba.
No dije ni media palabra. No podía. No había espacio para media palabra. Era el espacio exacto para respirar. Tragué en seco. Sentí deseos de agarrar un vaso de ron y todavía faltaban algunos metros para llegar atrás, a un final incierto pero supuestamente más iluminado. Detrás debía estar el bar y la máquina de café. Detrás debía estar el aparato de música, el encargado del salón.
Llegamos y me revisé los bolsillos. Me tiré el pelo de la frente hacia atrás. No me faltaba nada, excepto un poco de aliento. Pedí ron sin hielo en un vaso ancho y me preguntaron si lo quería doble. Dije que sí. Allí todo era doble, y sentía cómo mi alma se resquebrajaba a pedazos, pero comencé a observar algunos rostros mejores dibujados por la luz. Y vi las primeras sonrisas que me llevaron a la normalidad.
No, nunca había estado en un sitio así. Nunca había visto a dos hombres besándose en los labios, amándose y deseándose con locura, hombres de espaldas anchas y brazos fuertes. Nunca había imaginado siquiera aquella escena, porque nunca tuve la necesidad de imaginarla. Aquella escena existía, era más real incluso que yo, porque yo estaba fuera de contexto y esa circunstancia anulaba mis sentidos, con el afán de encontrar un mínimo de seguridad más allá de los dedos de quien me llevaba.
La mujer me dijo que me estaban mirando, pero que no hiciera caso a los ojos de la gente y disfrutara de la copa de ron, que allí no pasaba nada si uno no tenía la voluntad de que sucediera. Quise irme de pronto, sin terminar la copa, y ella me aguantó.
-No te marches. Esto es único y tienes que verlo un poco más. Recuerda que eres cronista por esencia. Esta es una fracción de Cuba que no sale en los periódicos ni en ningún lado-me persuadió con elegancia.
¿Por qué había tantos homosexuales amándose desesperadamente?
Era evidente que estaba ante un fenómeno sociológico que el tiempo, la investigación, me ilustrarían después. Había algo más que aquellas sombras de las paredes. Había cierta normalidad. El anormal en ese instante era yo. Había un orden de las cosas, lo que pasaba era que esas cosas yo no las conocía. Y no sabía que podían tener lugar en un sitio público y con taquilla, en una isla censurada hasta lo imposible.
Me quedé un poco más. Pedí otro vaso lleno de ron, el mismo vaso, recuerdo, rellenado. Me afinqué en la barra y le di la espalda a la gente. Conseguimos un par de banquetas. La chica era una funcionaria del Ministerio de Cultura, era humana y heterosexual como yo. Recuerdo que se puso celosa, aunque le pudo más sentirse mi anfitriona. Cambiamos de tema y se nos olvidó el ambiente. Cuando volvimos por él, porque necesitábamos la imagen como ilustración de alguna cosa, ya no estaban. Las sombras se habían marchado y en su lugar había varios grupos de personas mayores llenos de luz.
Brotó de debajo de las piedras del suelo un conjunto musical, con guitarras, voces y percusión menor. Cambió la época, el compás, la gente. Llegaron los boleros, los sones montunos. Miré alrededor y el responsable de todo aquello seguía siendo el mismo, el señor delgado y tímido que nos dio la bienvenida en la barra, porque la muchacha del Ministerio de Cultura lo conocía.
Esa fue la noche más larga de mi vida, la más extraña, la más inolvidable.
Con el tiempo se hizo necesario encontrar el ron allí, a 300 kilómetros de mi casa, porque aquellas ruinas –que ahora cumplen un cuarto de siglo- producían la revelación artística muy a menudo, y uno continuaba siendo cronista, y, parecerá extraño, pero el ron de allí sabía diferente.
Nota: Como recuerdo de El Mejunje, un centro cultural del referencia en Cuba, tan querido e inolvidable que duele mencionarlo desde tan lejos. Como recuerdo a Silverio, aquel amigo que siempre estuvo y está allí. Como recuerdo a un sorbo de ron seguido de otro de café.
3 comentarios:
Soy de Sta Clara y recuerdo con nostalgia "La Mezcolanza" del ssabados en "El Mejunje",aunque ,como a ti ,mi heterosexualidad me hizo sentir extraño alli mas de una vez.
Un saludo:ROBERTO
Sí, Roberto, nos sentíamos extraños allí en ese ambiente. para mí fue un choque brutal. con el tiempo dejé de tenerle miedo a aquello, y supe que había otras opciones culturales allí. los viernes de la buena suerte, etc, y el festival nacional de teatro de pequeño formato. ¡qué recuerdos de Santa Clara!todo un emporio cultural y artístico esa ciudad. Te deseo que estés bien en Madrid. Ojalá la vida no sea tan dura contigo. Un abrazo y gracias por la visita.
Cada detalle, cada nota, me ha llevado a las fiestas de William, en la Habana... Es increíble lo que se siente, es alucinante palpar toda la movida subte que subyace en nuestra propia ciudad y que la mayoría ni imagina... He vuelto siempre que puedo, y he sentido siempre la misma libertad, un soplo de aire fresquísimo que te devuelve renovado y conmovido.
Saludos, te sigo.
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