-Déjalo refrescar, guapa. Apaga el motor y deja la música puesta- sugerí muy por lo bajo, con resignación, pensando que tal vez estábamos predestinados a vivir una aventura extrema en el Baix Empurdà, esa zona magnífica donde conviven en total armonía el mar y la montaña.
Estaba asustada. Su cuerpo temblaba de frío.
La lluvia no cesaba y, en realidad, no era tan copiosa. Lo más pesado de todo era el fuerte viento que soplaba con ráfagas disparejas. Los cristales del coche continuaban empañados.
-¿Puedo dejar la calefacción?-preguntó humildemente.
-Supongo que con el motor apagado no funcionará. Esto es cuestión de tiempo.
Pasaron cinco minutos. Le dije que probáramos ya. El olor a quemado no había desaparecido del todo pero supusimos que se trataba del resto quedado en las tuberías del acondicionador de aire. Mi mujer arrancó el motor, colocó la primera velocidad y soltó el freno de mano.
Aceleró con fuerza y soltó suavemente el embrague. El coche comenzó a subir.
Justo al girar en la punta de la cuesta, vimos un bar abierto. Dejamos el coche en el aparcamiento privado de un hotel pequeño que había al lado y estaba cerrado. Entramos al bar y, tanto una mujer como un hombre que estaban en la barra, se quedaron asombrados de que alguien entrara allí.
Nos sentamos y pedimos chocolate caliente y croissant. Preguntamos por algún alojamiento.
-Todo está cerrado a cal y canto, nos dijeron a coro.
-¿No queda nada?-insistí con algo de pena en los ojos.
-Hombre- intervino ella, que parecía dueña de la cafetería-… seguro que el Parador de Aiguablava está abierto. Ese lugar nunca cierra. Además, tiene unas vistas preciosas.
-¿Y de precio…? – me quedé con la cara asustada.
-No creas. No hay mucha diferencia con estos hotelitos de aquí adentro.
El Parador de Aiguablava estaba entre los hoteles que busqué en internet, pero su página web no me había dejado reservar on line. No sé por qué. Y era cierto: aunque un poco más caro que el resto de los hoteles de Begur, la diferencia de precio no era escandalosa.
Es un edificio de tres o cuatro plantas construido sobre un farallón. Si uno lo mira en perspectiva cenital –hay fotos que lo muestran-, parece que lo depositó un helicóptero cuando el hotel estaba todo hecho en un molde de una fábrica, y, luego de posarlo en el acantilado, el helicóptero se marchó y lo dejó a su suerte. Como todo Parador español, tiene encantos únicos. En este caso, lo excepcional son las vistas sobre el Mediterráneo.
La mujer de la cafetería, como se dice vulgarmente, se enrolló con nosotros. Llegó hasta ofrecernos alquiler en un apartamento de veraneo de su propiedad; sólo había que preparar el sitio. Le dijimos que probaríamos con el Parador, que, si estuviera cerrado, volveríamos.
El camino estaba lleno de curvas. Ocho kilómetros, aproximadamente, recorrimos solitarios por una carretera estrecha. Por fin lo vimos al final del camino, escondido entre árboles y rocas. Aparcamos en la explanada que hay frente a la recepción pero nos quedamos dentro del coche un rato para calibrar los nervios, fumarnos un cigarrillo y comprobar que el olor a goma quemada había desaparecido totalmente.
Mientras fumábamos, me acordé del viaje que hice con mi mujer a Varadero. Fue una retrospectiva difícil de recordar porque allí tuvimos el encontronazo directo con las leyes cubanas, tan absurdas y humillantes. Entonces, hace ahora dos o tres años, no recuerdo bien, no nos dejaron hospedarnos en un hotel de la magnífica playa azul porque no estábamos casados. Ahora tampoco lo estamos. Pero en España no tendrían por qué pasarme cuentas políticas.
Entramos al Parador. No se veía a nadie más que a los dos recepcionistas, un hombre de unos cincuenta años y una chica joven. Me dirigí a ella y solicité una habitación doble para una noche. Diez minutos más tarde, estábamos mi mujer y yo en el balcón de una pieza casi más grande que nuestro apartamento en Barcelona, avituallada con “todos los hierros”. Miré hacia los lados, abajo, arriba y continuaba sin encontrar un alma. El paisaje era imponente. Un acantilado se nos venía encima con su lengua de mar revuelto, el sonido del impacto de las olas, el frío inquietante, los árboles dando zarpazos y el temporal detrás de todo esto con un cielo gris profundo. Aunque no se veía, la otra orilla debía ser el norte de África. El Mediterráneo no lo parece pero es un mar cerrado.
¿Qué hacemos aquí?, me pregunté en silencio, mirando una pareja de gaviotas que descansaba a escasos metros, tranquila, disfrutando de su hábitat y, en fin, disfrutando de la soledad.
(Continuará…)
Estaba asustada. Su cuerpo temblaba de frío.
La lluvia no cesaba y, en realidad, no era tan copiosa. Lo más pesado de todo era el fuerte viento que soplaba con ráfagas disparejas. Los cristales del coche continuaban empañados.
-¿Puedo dejar la calefacción?-preguntó humildemente.
-Supongo que con el motor apagado no funcionará. Esto es cuestión de tiempo.
Pasaron cinco minutos. Le dije que probáramos ya. El olor a quemado no había desaparecido del todo pero supusimos que se trataba del resto quedado en las tuberías del acondicionador de aire. Mi mujer arrancó el motor, colocó la primera velocidad y soltó el freno de mano.
Aceleró con fuerza y soltó suavemente el embrague. El coche comenzó a subir.
Justo al girar en la punta de la cuesta, vimos un bar abierto. Dejamos el coche en el aparcamiento privado de un hotel pequeño que había al lado y estaba cerrado. Entramos al bar y, tanto una mujer como un hombre que estaban en la barra, se quedaron asombrados de que alguien entrara allí.
Nos sentamos y pedimos chocolate caliente y croissant. Preguntamos por algún alojamiento.
-Todo está cerrado a cal y canto, nos dijeron a coro.
-¿No queda nada?-insistí con algo de pena en los ojos.
-Hombre- intervino ella, que parecía dueña de la cafetería-… seguro que el Parador de Aiguablava está abierto. Ese lugar nunca cierra. Además, tiene unas vistas preciosas.
-¿Y de precio…? – me quedé con la cara asustada.
-No creas. No hay mucha diferencia con estos hotelitos de aquí adentro.
El Parador de Aiguablava estaba entre los hoteles que busqué en internet, pero su página web no me había dejado reservar on line. No sé por qué. Y era cierto: aunque un poco más caro que el resto de los hoteles de Begur, la diferencia de precio no era escandalosa.
Es un edificio de tres o cuatro plantas construido sobre un farallón. Si uno lo mira en perspectiva cenital –hay fotos que lo muestran-, parece que lo depositó un helicóptero cuando el hotel estaba todo hecho en un molde de una fábrica, y, luego de posarlo en el acantilado, el helicóptero se marchó y lo dejó a su suerte. Como todo Parador español, tiene encantos únicos. En este caso, lo excepcional son las vistas sobre el Mediterráneo.
La mujer de la cafetería, como se dice vulgarmente, se enrolló con nosotros. Llegó hasta ofrecernos alquiler en un apartamento de veraneo de su propiedad; sólo había que preparar el sitio. Le dijimos que probaríamos con el Parador, que, si estuviera cerrado, volveríamos.
El camino estaba lleno de curvas. Ocho kilómetros, aproximadamente, recorrimos solitarios por una carretera estrecha. Por fin lo vimos al final del camino, escondido entre árboles y rocas. Aparcamos en la explanada que hay frente a la recepción pero nos quedamos dentro del coche un rato para calibrar los nervios, fumarnos un cigarrillo y comprobar que el olor a goma quemada había desaparecido totalmente.
Mientras fumábamos, me acordé del viaje que hice con mi mujer a Varadero. Fue una retrospectiva difícil de recordar porque allí tuvimos el encontronazo directo con las leyes cubanas, tan absurdas y humillantes. Entonces, hace ahora dos o tres años, no recuerdo bien, no nos dejaron hospedarnos en un hotel de la magnífica playa azul porque no estábamos casados. Ahora tampoco lo estamos. Pero en España no tendrían por qué pasarme cuentas políticas.
Entramos al Parador. No se veía a nadie más que a los dos recepcionistas, un hombre de unos cincuenta años y una chica joven. Me dirigí a ella y solicité una habitación doble para una noche. Diez minutos más tarde, estábamos mi mujer y yo en el balcón de una pieza casi más grande que nuestro apartamento en Barcelona, avituallada con “todos los hierros”. Miré hacia los lados, abajo, arriba y continuaba sin encontrar un alma. El paisaje era imponente. Un acantilado se nos venía encima con su lengua de mar revuelto, el sonido del impacto de las olas, el frío inquietante, los árboles dando zarpazos y el temporal detrás de todo esto con un cielo gris profundo. Aunque no se veía, la otra orilla debía ser el norte de África. El Mediterráneo no lo parece pero es un mar cerrado.
¿Qué hacemos aquí?, me pregunté en silencio, mirando una pareja de gaviotas que descansaba a escasos metros, tranquila, disfrutando de su hábitat y, en fin, disfrutando de la soledad.
(Continuará…)
Foto del autor. Esta es la sobrecogedora estampa que se veía desde la habitación.
5 comentarios:
Hola por aquí! Ya me enganché con la crónica jejej espero la continuación. Un cariñoso saludo a ti y tu esposa
Hermoso! Salirse de la realidad, entrar en "la zona"... esto pinta bien. Yoyi: eres un romántico!
Genial. espero con ansias la tercera parte.
Joder Jorge, que habilidad tienes para "enganchar" con tus cronicas seriadas.Te deseo "Feliz año nuevo" ahora que te vuelvo a leer.En espera de la tercera parte..un saludo:ROBERTO
¿Qué hacemos aquí? Esa pregunta me causó mucha gracia, pues ya sabes que...y creo que pensaron en lo mismo que yo porque se ha detenido la narración y me gusta son envidiables ahora.
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