Pasamos revista de lo que ocurría 15 años atrás en la Facultad de Periodismo. También pasamos lista de la gente que entonces había a nuestro alrededor. La gran mayoría ya no estaba en Cuba. Más de un 60 por ciento.
Algunos profesores habían muerto y otros emigrado al igual que muchos alumnos.
Nuestro país quedaba ahora ubicado solamente en la memoria de los 90, el decenio que, tras el desplome del campo socialista europeo, fue concluyente para tirar la toalla allá adentro. Pensamos que allí no había nada que hacer y, los que pudimos, nos marchamos. Cobardía, instinto de conservación o egoísmo eso se verá y se discutirá después, cuando finalmente desaparezca la dictadura imperante.
Tanto mi anfitrión de Begur como este servidor teníamos la urgencia de contar el pasado, pero sabiendo hacerlo en la medida necesaria. Por eso la noche no cerró sus puertas con tales cuentos, sino debatiendo una ruta inmediata que determinaría si a la mañana siguiente mi mujer y yo regresábamos a Barcelona. Es magnífico no sentir la presión de una agenda de trabajo. Muy a pesar del temporal de invierno en el que estábamos metidos –o disfrutándolo en el más intrincado silencio-, se nos hizo breve el tiempo en esa comarca. Mejor dicho, en los alrededores de ésta.
Esa noche me metí en la cama tratando de apartar los recuerdos, con un dulce abrazo de mi mujer y su calor corporal elevado, más de lo habitual. Parecía tener fiebre, una fiebre repartida en iguales grados de la cabeza a los pies. Estábamos enroscados como buñuelos en almíbar cuando sonó mi teléfono. Era mi antiguo compañero de clases para informarme que habían llegado bien, que la nieve aún no había aparecido y que su esposa quedó encantada con nosotros.
Recordé entonces que en el minibar había, entre otras, una botellita de whisky JB y algunos frutos secos. Los precios de este servicio son más caros que en los aviones, abusivos, ridículos, pero para eso estaban, para sacarte de un apuro. El contenido de la botellita dio para llenar medio vaso corto en strike*.
Tenía que elegir entre sentarme afuera a fumar, envuelto en una manta, o continuar disfrutando del estado febril de mi mujer. Seguían rondando los recuerdos por mi cabeza, aquellos rostros simpáticos de la Facultad tan llenos de vehemencia, de candor, de ilusiones. Nuestras aulas, siendo de una carrera selecta a la que se accedía solo mediante altos promedios y una prueba de selectividad preliminar, estaban repletas de jóvenes provincianos. Entre ellos –y que me desmientan si leen esto y se sienten ofendidos-, la gran mayoría de las muchachas era virgen.
Fui al armario empotrado de la habitación en busca de una manta. La saqué de una bolsa de plástico y me enrosqué en la franela como un animal desamparado. Mi mujer me miraba sin decir nada. Entonces le pregunté:
-¿Me esperas un segundo si me fumo un cigarro?
Hizo una seña medio enfadada de aprobación.
A la mañana siguiente desayunamos como reyes en la mesa bufet. Ya no llovía aunque el viento continuaba alborotando los árboles. Luego subimos a hacer las maletas.
Entregamos la habitación a otra chica que nos hizo las cuentas con diligencia en el ordenador central. Todo estaba correcto. Nos preguntó si teníamos algo del minibar para sumarlo. Declaré la consumición, una factura absurda si no está altamente justificada por los tormentos de cualquier naturaleza.
Mientras viajábamos en el coche en busca de una gasolinera, todavía no teníamos decidido si regresábamos a casa o apostábamos por una noche más en un hotelito íntimo que nos habían recomendado nuestros anfitriones, una masía reformada, nos habían dicho, en las afueras de Begur. Antes de llegar a la gasolinera, vimos el cartel de la masía. Sentimos buenas vibraciones desde la carretera y por tanto entramos a mirar. Había un par de coches aparcados. En la recepción, sin embargo, no se veía a nadie.
Mi mujer tocó varias veces el timbre mecánico, como de época, que descansaba en el mostrador. Le dejó caer con fuerza la presión de su mano derecha reiteradamente. El entorno era como la sala de estar de una vivienda, paredes de piedra, muebles de madera realizados con buen gusto por algún ebanista de las cortes españolas, plantas naturales de interiores, una escalera en curso hacia un piso inferior, una puerta de acceso a un salón comedor, a la derecha; una recepción, en fin, donde se combinaba equilibradamente el ordenador de servicio, una cafetera industrial y varias repisas con botellas al uso. Ambiente rural retocado por un diseñador de hoy.
Pasaron algunos minutos y seguíamos solos mirando aquello. A mí me comenzó a gustar la decoración y la intimidad de la casa. Los grandes hoteles no me entusiasman mucho. Me agradó la confianza de dejar las puertas abiertas y la recepción sola, como si fuera un museo de autoservicio. Algo nos indicó que existía vida en aquel lugar, al menos vida animal. Vimos unas deposiciones de perro en una esquina del salón de espera.
-Hay gente- aseguré a mi mujer señalando la deyección.
No sé si me habrá oído. Es posible que sí. Lo cierto es que teníamos ya delante a un hombre de unos cincuenta años cuando no habíamos terminado de examinar los excrementos. Llevaba una coleta amarrada en la nuca y vestía con absoluta sencillez. Lo saludamos y le preguntamos si tenía habitaciones libres.
Se lo pensó, como si fuera un estratega, pero respondió afirmativamente enseguida. Mi mujer –me comentó más tarde- sospechó en ese momento que el hombre se estaba haciendo el interesante.
¿Cómo era posible que no tuvieran habitaciones disponibles un día como ese entre semana y a punto de nevar, fuera de temporada, fuera de todo tipo de lógica y acabados, como estábamos, de pasar las navidades?
La habitación era un sueño. Tenía una cama en la que podían dormir cuatro personas sin apenas rozarse. Quedaba debajo de la entrada al hotel porque allí todo transcurría hacia abajo, en las estribaciones de una colina desde donde se veía un valle magnífico, sereno. La decoración era cálida y el armario todo un mueble sensual de dos puertas, con ese olor a madera perpetuo que, para mi gusto, sirve de ambientador. Desde que entré enfilé la mirada hacia el armario. En ese mismo instante me cambió el estado de ánimo, me sobrevino un estado de excitación que despertó la libido, los deseos de estar allí recluido con mi mujer y olvidado del mundo. Una vez más se hacía evidente mi inclinación por los espacios poco visibles.
El cuarto de baño, sin embargo, quedaba en una planta superior. Esa obligación de bajar y subir dentro de un mismo techo, más las dimensiones exactas de la idea que tengo de los dormitorios, me produjo placer.
Además de televisión y un equipo de música, la recámara incluía un minibar.
Pero no le hice caso en espera de salir a buscar un supermercado donde abastecernos de algunos productos complementarios.
Mientras mi mujer exploraba el espacio, subí al coche a buscar las maletas. Ya lo había pensado, así que traje, de vuelta, además, un disco de boleros que llevábamos en la guantera.
Eran las doce del mediodía en punto cuando invité a mi mujer a bailar. Colocamos la calefacción local a unos 24 grados. Los pasos del bolero, con la voz de Luz Casal de fondo, retumbaban en el suelo de madera cruda. Parecía que estábamos en una plataforma insular donde la altura no marea, ni da vértigo, ni miedo, ni tristeza. Ese era el sitio. El que buscábamos al principio. El rincón donde soltar todos los pesos, incluido el peso de la nostalgia que es tan difícil de llevar.
(Continuará…)
Foto del autor.
Algunos profesores habían muerto y otros emigrado al igual que muchos alumnos.
Nuestro país quedaba ahora ubicado solamente en la memoria de los 90, el decenio que, tras el desplome del campo socialista europeo, fue concluyente para tirar la toalla allá adentro. Pensamos que allí no había nada que hacer y, los que pudimos, nos marchamos. Cobardía, instinto de conservación o egoísmo eso se verá y se discutirá después, cuando finalmente desaparezca la dictadura imperante.
Tanto mi anfitrión de Begur como este servidor teníamos la urgencia de contar el pasado, pero sabiendo hacerlo en la medida necesaria. Por eso la noche no cerró sus puertas con tales cuentos, sino debatiendo una ruta inmediata que determinaría si a la mañana siguiente mi mujer y yo regresábamos a Barcelona. Es magnífico no sentir la presión de una agenda de trabajo. Muy a pesar del temporal de invierno en el que estábamos metidos –o disfrutándolo en el más intrincado silencio-, se nos hizo breve el tiempo en esa comarca. Mejor dicho, en los alrededores de ésta.
Esa noche me metí en la cama tratando de apartar los recuerdos, con un dulce abrazo de mi mujer y su calor corporal elevado, más de lo habitual. Parecía tener fiebre, una fiebre repartida en iguales grados de la cabeza a los pies. Estábamos enroscados como buñuelos en almíbar cuando sonó mi teléfono. Era mi antiguo compañero de clases para informarme que habían llegado bien, que la nieve aún no había aparecido y que su esposa quedó encantada con nosotros.
Recordé entonces que en el minibar había, entre otras, una botellita de whisky JB y algunos frutos secos. Los precios de este servicio son más caros que en los aviones, abusivos, ridículos, pero para eso estaban, para sacarte de un apuro. El contenido de la botellita dio para llenar medio vaso corto en strike*.
Tenía que elegir entre sentarme afuera a fumar, envuelto en una manta, o continuar disfrutando del estado febril de mi mujer. Seguían rondando los recuerdos por mi cabeza, aquellos rostros simpáticos de la Facultad tan llenos de vehemencia, de candor, de ilusiones. Nuestras aulas, siendo de una carrera selecta a la que se accedía solo mediante altos promedios y una prueba de selectividad preliminar, estaban repletas de jóvenes provincianos. Entre ellos –y que me desmientan si leen esto y se sienten ofendidos-, la gran mayoría de las muchachas era virgen.
Fui al armario empotrado de la habitación en busca de una manta. La saqué de una bolsa de plástico y me enrosqué en la franela como un animal desamparado. Mi mujer me miraba sin decir nada. Entonces le pregunté:
-¿Me esperas un segundo si me fumo un cigarro?
Hizo una seña medio enfadada de aprobación.
A la mañana siguiente desayunamos como reyes en la mesa bufet. Ya no llovía aunque el viento continuaba alborotando los árboles. Luego subimos a hacer las maletas.
Entregamos la habitación a otra chica que nos hizo las cuentas con diligencia en el ordenador central. Todo estaba correcto. Nos preguntó si teníamos algo del minibar para sumarlo. Declaré la consumición, una factura absurda si no está altamente justificada por los tormentos de cualquier naturaleza.
Mientras viajábamos en el coche en busca de una gasolinera, todavía no teníamos decidido si regresábamos a casa o apostábamos por una noche más en un hotelito íntimo que nos habían recomendado nuestros anfitriones, una masía reformada, nos habían dicho, en las afueras de Begur. Antes de llegar a la gasolinera, vimos el cartel de la masía. Sentimos buenas vibraciones desde la carretera y por tanto entramos a mirar. Había un par de coches aparcados. En la recepción, sin embargo, no se veía a nadie.
Mi mujer tocó varias veces el timbre mecánico, como de época, que descansaba en el mostrador. Le dejó caer con fuerza la presión de su mano derecha reiteradamente. El entorno era como la sala de estar de una vivienda, paredes de piedra, muebles de madera realizados con buen gusto por algún ebanista de las cortes españolas, plantas naturales de interiores, una escalera en curso hacia un piso inferior, una puerta de acceso a un salón comedor, a la derecha; una recepción, en fin, donde se combinaba equilibradamente el ordenador de servicio, una cafetera industrial y varias repisas con botellas al uso. Ambiente rural retocado por un diseñador de hoy.
Pasaron algunos minutos y seguíamos solos mirando aquello. A mí me comenzó a gustar la decoración y la intimidad de la casa. Los grandes hoteles no me entusiasman mucho. Me agradó la confianza de dejar las puertas abiertas y la recepción sola, como si fuera un museo de autoservicio. Algo nos indicó que existía vida en aquel lugar, al menos vida animal. Vimos unas deposiciones de perro en una esquina del salón de espera.
-Hay gente- aseguré a mi mujer señalando la deyección.
No sé si me habrá oído. Es posible que sí. Lo cierto es que teníamos ya delante a un hombre de unos cincuenta años cuando no habíamos terminado de examinar los excrementos. Llevaba una coleta amarrada en la nuca y vestía con absoluta sencillez. Lo saludamos y le preguntamos si tenía habitaciones libres.
Se lo pensó, como si fuera un estratega, pero respondió afirmativamente enseguida. Mi mujer –me comentó más tarde- sospechó en ese momento que el hombre se estaba haciendo el interesante.
¿Cómo era posible que no tuvieran habitaciones disponibles un día como ese entre semana y a punto de nevar, fuera de temporada, fuera de todo tipo de lógica y acabados, como estábamos, de pasar las navidades?
La habitación era un sueño. Tenía una cama en la que podían dormir cuatro personas sin apenas rozarse. Quedaba debajo de la entrada al hotel porque allí todo transcurría hacia abajo, en las estribaciones de una colina desde donde se veía un valle magnífico, sereno. La decoración era cálida y el armario todo un mueble sensual de dos puertas, con ese olor a madera perpetuo que, para mi gusto, sirve de ambientador. Desde que entré enfilé la mirada hacia el armario. En ese mismo instante me cambió el estado de ánimo, me sobrevino un estado de excitación que despertó la libido, los deseos de estar allí recluido con mi mujer y olvidado del mundo. Una vez más se hacía evidente mi inclinación por los espacios poco visibles.
El cuarto de baño, sin embargo, quedaba en una planta superior. Esa obligación de bajar y subir dentro de un mismo techo, más las dimensiones exactas de la idea que tengo de los dormitorios, me produjo placer.
Además de televisión y un equipo de música, la recámara incluía un minibar.
Pero no le hice caso en espera de salir a buscar un supermercado donde abastecernos de algunos productos complementarios.
Mientras mi mujer exploraba el espacio, subí al coche a buscar las maletas. Ya lo había pensado, así que traje, de vuelta, además, un disco de boleros que llevábamos en la guantera.
Eran las doce del mediodía en punto cuando invité a mi mujer a bailar. Colocamos la calefacción local a unos 24 grados. Los pasos del bolero, con la voz de Luz Casal de fondo, retumbaban en el suelo de madera cruda. Parecía que estábamos en una plataforma insular donde la altura no marea, ni da vértigo, ni miedo, ni tristeza. Ese era el sitio. El que buscábamos al principio. El rincón donde soltar todos los pesos, incluido el peso de la nostalgia que es tan difícil de llevar.
(Continuará…)
Foto del autor.
Nota: *Strike, anglicismo proveniente del béisbol que se utiliza a menudo en Cuba para tomar ron sin hielo.
4 comentarios:
Muy Buena la quinta parte. como a a ti me encantan los espacios poco visibles y a ritmo de bolero, tu noche debe haber sido especial.
te sigo
Robe.
ese baile fue fundamental...gracias por tu visita, robe.
Me alegra que al fin lograran su escapada feliz :)
No creas, Miriela, todavía hay contratiempos. pero gracias de todas maneras. un saludo.
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