Si me duele ver a mi ciudad arrastrada por los pelos hacia no se sabe dónde, desvencijada por la sumatoria de objetos que se rompen y no se componen, me duele más comprobar la soledad en las personas.
Aclaro que no me refiero a la soledad absoluta. Por suerte, Cuba es un país donde todavía existe el oído atento y el abrazo espontáneo, de esos que vienen como un pulpo juguetón, y no te sueltan, no te sueltan a pesar del calor. Esos son algunos vecinos, como había dicho antes, y algunos desconocidos que no han perdido la costumbre de tocar. Pero tristemente las cosas han cambiado desde que entró en escena el dólar y su equivalente maldito.
Obsérvese esta foto que tomé mientras esperaba a una amiga en los alrededores de la Plaza Vieja.
Parece un escenario natural y en realidad no lo es.
Hay un sonero de raigambre total que intenta animar a los comensales de la única mesa ocupada en el salón. Son las dos de la tarde –lo digo yo que estaba ahí-, hora ya tardía para almorzar en La Habana. El sitio no está climatizado porque se trata de una antigua casa colonial y han respetado el ambiente de origen. El sonero, cuya fuerza le llega de África más que de los platos hipercalóricos que come diarios, suda con gotas gordas pero no pierde la sonrisa. Detrás del sonero, aunque no se observa en la foto, hay un septeto instrumental que toca como si fuera una actuación en el Carnegie Hall, a teatro lleno. El público natural de este espectáculo está situado detrás de una ventana, como polizonte que quiere llegar a algún lugar y ya no le importa ser visto porque está en alta mar. El fotógrafo (un servidor) toma una cerveza acodado en una barra vacía, pensando en qué sería de esos soneros si la cosa no estuviera tan mal.
Al final de la tanda, el sonero pasa el cepillo y solo recoge el equivalente de dos dólares, uno por parte de los comensales y otro por parte del fotógrafo.
Tienen que repartir esos dos dólares entre siete músicos.
Hay pocas esperanzas de que entren más comensales. El calor de la calle es desesperante, abusador. El turismo está en baja total. Entre otras razones, la isla ha dejado de ser una tierra deseada porque se ha puesto vieja, cansina. El local es precioso, restaurado, con sus cristales de medio punto enteros, como si fuera una burbuja que navega al pairo.
Me sabe mal la cerveza, me sabe mal beberla en ese lugar donde yo no estaría sentado si no fuera turista. Pero yendo más allá, me doy cuenta de que no soy turista, me doy cuenta de que no hay nada más triste que un sonero ejerciendo entre cuatro paredes solitarias, a sabiendas de que afuera la gente quiere bailar.
Apuro la cerveza porque me he equivocado de lugar.
Aclaro que no me refiero a la soledad absoluta. Por suerte, Cuba es un país donde todavía existe el oído atento y el abrazo espontáneo, de esos que vienen como un pulpo juguetón, y no te sueltan, no te sueltan a pesar del calor. Esos son algunos vecinos, como había dicho antes, y algunos desconocidos que no han perdido la costumbre de tocar. Pero tristemente las cosas han cambiado desde que entró en escena el dólar y su equivalente maldito.
Obsérvese esta foto que tomé mientras esperaba a una amiga en los alrededores de la Plaza Vieja.
Parece un escenario natural y en realidad no lo es.
Hay un sonero de raigambre total que intenta animar a los comensales de la única mesa ocupada en el salón. Son las dos de la tarde –lo digo yo que estaba ahí-, hora ya tardía para almorzar en La Habana. El sitio no está climatizado porque se trata de una antigua casa colonial y han respetado el ambiente de origen. El sonero, cuya fuerza le llega de África más que de los platos hipercalóricos que come diarios, suda con gotas gordas pero no pierde la sonrisa. Detrás del sonero, aunque no se observa en la foto, hay un septeto instrumental que toca como si fuera una actuación en el Carnegie Hall, a teatro lleno. El público natural de este espectáculo está situado detrás de una ventana, como polizonte que quiere llegar a algún lugar y ya no le importa ser visto porque está en alta mar. El fotógrafo (un servidor) toma una cerveza acodado en una barra vacía, pensando en qué sería de esos soneros si la cosa no estuviera tan mal.
Al final de la tanda, el sonero pasa el cepillo y solo recoge el equivalente de dos dólares, uno por parte de los comensales y otro por parte del fotógrafo.
Tienen que repartir esos dos dólares entre siete músicos.
Hay pocas esperanzas de que entren más comensales. El calor de la calle es desesperante, abusador. El turismo está en baja total. Entre otras razones, la isla ha dejado de ser una tierra deseada porque se ha puesto vieja, cansina. El local es precioso, restaurado, con sus cristales de medio punto enteros, como si fuera una burbuja que navega al pairo.
Me sabe mal la cerveza, me sabe mal beberla en ese lugar donde yo no estaría sentado si no fuera turista. Pero yendo más allá, me doy cuenta de que no soy turista, me doy cuenta de que no hay nada más triste que un sonero ejerciendo entre cuatro paredes solitarias, a sabiendas de que afuera la gente quiere bailar.
Apuro la cerveza porque me he equivocado de lugar.
(Continuará…)
Foto del autor
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3 comentarios:
Cuando tus crónicas adquieren este tono literario, donde el sentimiento y la vida misma son descritas desde una mirada real, pero no lastimosa, ni política, da un gusto grande leerte...
Maria Luisa
Jorge
Estamos recorriendo La Habana despues de algunos años gracias a tus crónicas.
Me duele, me duele tanto darme cuenta que lamentablemente ya no pertenecemos a ese ( antes ) adorable suelo.
Que le depara el destino a los cubanos? Nutrirnos de recuerdos y olores perdidos. Por suerte aun los tenemos a ustedes que son capaces de alimentarnos con toda esa riqueza que llevan dentro.
Esa generación que dejaron escapar, será la que recupere nuestra historia algun dia.
Un beso grandote y te queremos muchooooooo.
Gracias a mi hermanito "Rodrigo" que te adora y nos contagió con tu encanto.
Esperando el X,
Maite Garcia
María Luisa: creo reconocerte detrás de un seudónimo. Tengo buena memoria y sé que has dejado comentarios antes, hace meses y años. Debo decirte que la mirada no es lastimosa sino es la propia realidad la que lastima mi mirada. Detrás, o delante, de lo que escribo y vi hay un componente político ineludible, lo sabes bien. No me puedo ir por las ramas, hay cosas que duelen demasiado como para quitar el origen. De todas maneras, te agradezco la lectura porque es señal de que en algún punto coincidimos. Tómate tu tiempo para comprender que las cosas que políticamente te molestan no es un ataque personal.
Maite: Tu hermano, el coronel "Rodrigo", está haciendo lo mismo que yo pero con su estilo y su sentido del humor. al final estamos comprometidos de por vida con nuestra nación, que incluye a la cultura, obviamente. Muchas gracias por la visita,a ti y a tu esposo. Seguiré contando sobre mi viaje en próximas entregas. Espero no aburrirlos. un abrazo y buena suerte.
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