El muchacho llegó tarde a la redacción del periódico porque,
primero, se enfrentó a la cola de la posada, que iba lenta; luego no aparecían
las sábanas, el camarero todo el tiempo pidiéndole propina; aunque el sitio no
tenía agua corriente, sino un cubo residual, muy sospechoso, además de que la
cama tenía una mancha que fue lo que definitivamente lo desconcentró.
Aun así, la sangre joven luchó todo el tiempo contra los “desperfectos”
que alguien envidioso, o la vida misma, había diseñado para ese día, que fue escogido luego
de un trabajo intenso de decantación con el calendario. Ella estaba casada;
además de eso, que ya de por sí es un problema, la podían ver sentada en la
parrilla de una bicicleta desconocida. Estaba casada con alguien del gobierno.
Alguien que viajaba mucho pero con suficiente poder como para estropearle la
vida a un amante, y el amante se quería mucho.
También, la primera vez que quedaron, siempre a golpe de
calendario, ella cayó con la menstruación.
O sea, un cúmulo de cosas adversas perseguía a la pareja, que hasta el momento era una
pareja virtual. No de internet. No había internet en esa época. Se conocían por
teléfono.
Ella entró en las líneas de un programa de radio nocturno,
un programa de compañía, que el muchacho conducía, alternando con su trabajo en
el periódico. Hablaron varias veces, sin que la llamada saliera al aire.
Hablando de tantas cosas, la chica terminó confesándole que era psiquiatra de
hijos de altos funcionarios de la revolución, niños bien, atormentados y
suicidas.
Al llegar a casa, cansada, llenaba la bañera y se metía
hasta el cuello con la radio puesta. Después de masturbarse, lo llamaba, con
una voz fina y muy relajada. Entonces lo consultaba a él, que no tenía nada de
hijo de papá y mucho menos intentaba quitarse la vida, pero sí estaba bastante
estresado.
Era la época en la que robaban bicicletas con el conductor
encima. Se entiende, a golpe y porrazo. El muchacho debía salir del programa
con la nocturnidad azuzándolo, corroyéndole los nervios, pero aun así seguía
yendo a la cabina, mucho más cuando conoció esa voz.
Ella le daba consejos de cómo relajarse cuando estuviera de
vuelta del programa, porque no podía conciliar el sueño. Llegaba demasiado
excitado para esa hora. Estaban los nervios de lo que debía improvisar frente
al micrófono, los nervios del teléfono, de la censura comunista, los nervios
del camino en bicicleta, y los nervios producidos por esa voz que le aconsejaba
masturbarse para dormir.
Una psiquiatra sin rostro con voz de guaricandilla –solo el
tono de la voz- era un cóctel explosivo en medio de la noche. Lo peligroso, en
todo caso, era el marido.
Ella aceptó quedar, pero con una condición: no se repetiría nunca
más.
El muchacho llegó hecho un flan a la posada de 11 y 24, ubicada en el delta del pestilente Río Almendares, a un
costado del río.
Amarró la bicicleta a un árbol y se puso a esperarla. Apareció
la psiquiatra, una rubia de metro setenta con taconazos y jeans. Llegó en un
Lada, el carro oficial de la jet set en Cuba. Dijo que iba a dejarlo a unas
calles, porque ese auto no debía quedarse ahí.
Él siguió atacado de los nervios. Cuadró con el camarero la
operación. Le dio propina antes de entrar. El lugar no era digno, pero fue el
único que se le ocurrió, el único que
soportaba su billetera.
El sitio le daba morbo a la psiquiatra, ella misma se lo
confesó. La muchacha no quería saber de hoteles, quería desconectar de su
trabajo. Pero él no pudo desconectar, no fue capaz.
Todo fue un desastre. Terminaron rápido. El tiempo se le
echaba encima.
Él le advirtió a ella que no es lo mismo una voz en la radio
que esa voz en la garganta de un tipo común que va en bicicleta.
Ella le dijo que no se preocupara por eso, que ya lo había
visto antes, que sabía como era.
Metido en el lío, su cabeza iba del espionaje a la radio y
de la calle sin alumbrado público a la cara del camarero, pues le habían advertido que las paredes
tenían huecos.
El trago expedito de las posadas, un “telegrama”, demoró en
llegar. Dos vasos verdes y mugrientos aparecieron cuando habían terminado. La
mezcla de ron, menta y hielo picado era una estafa.
Ella permaneció todo el tiempo más relajada que él.
Cuando salieron, la bicicleta no estaba. Habían cortado la
cadena con una cizalla.
Ella lo tuvo que llevar, pero no hasta la puerta del
periódico.
Aunque sabían perfectamente que era 14 de febrero, por haber
estudiado el calendario, en ningún momento expresaron nada acerca del día de
los enamorados, por obvias razones de confidencialidad.
Nunca más se vieron, como habían acordado.
Ella desapareció del teléfono.
Unos meses después, él
dejó la radio y se exilió.