Corríamos por la guardarraya de los naranjales delante
del automóvil del director, un polaquito. (El carro, quiero decir. Él no; él
debió ser un fascista).
Era un hombre
de baja estatura, pelado con máquina casi al cero. Fumaba puros pequeños,
recortados. Daba la impresión de que los llevaba apagados. Era terrible.
Nosotros, reclutas
que recién terminamos el servicio militar con la esperanza de ir a la
universidad. Llegamos a una escuela de San Antonio de los Baños –en las afueras
de La Habana- para estudiar nueve o seis meses de bachillerato concentrado, eso
que el ministro de las Fuerzas Armadas –o sea, el actual presidente de Cuba-
creó bajo el seudónimo de Orden 18. La escuela se llamaba igual que el marino
peruano que luchó en la guerra cubana contra España: “Leoncio Prado”.
Allí todo
marchaba bien. Todos los desplazamientos en “unidades” los hacíamos marchando.
Hacia el comedor, hacia los albergues, hacia las aulas. Un control aleatorio en
la puerta de cualquiera de las instalaciones tenía al director en primera
línea. De llevar el cabello más largo que él, cualquiera de nosotros terminaba
humillado en la barbería, si es que ese día no lo tenía agrio y la orden era
suspender el pase del fin de semana. Las uñas un poco largas también le
cruzaban los cables.
Era civil. Sin
embargo, tenía un par de tenientes y un capitán del ejército regular bajo su
mando. Nunca se había visto algo igual.
La escuela
andaba derecha, incluso con más rigor que las unidades militares de la zona,
más que los batallones de tanques de las inmediaciones de “Vaca Muerta”, de
donde llegaba este que escribe luego de realizar cuatro maniobras con
proyectiles reales y manejar una mole de hierro en los campos de tiro de “Jejenes”.
Nada que ver
con aquello que pensábamos era la vida militar. El dictador de “Leoncio Prado”
superaba cualquier recuerdo de malas noches al cavar un emplazamiento para el
tanque de guerra. Era un aparecido en medio de la paz relativa, o lo que es lo
mismo: en los campos de naranja en flor
por los que no se llegaba a ningún lugar concreto, sino se jugueteaba
con la libertad.
¿Cuántas
veces nos hizo cortar la maleza con su colección de machetes los sábados de
cielo despejado, mientras los que habían tenido suerte se marchaban a lo lejos
en las típicas guaguas “Girón”, y uno no entendía esa tristeza provocada por un
hombre con poder?
Poder y perversión.
Muchos años
después, supe que lo habían pasado como director a la escuela de hostelería de
la capital, ubicada en el hotel Comodoro. Un centro de enseñanza enfocado en el
turismo, sector muy conocido en la isla como ejemplo de discriminación.
Más
tarde de esto lo vi paseando a un perro peludo en los alrededores de mi casa. Éramos
vecinos de un barrio de élite de la capital que con la llamada “Revolución” se
pobló con militares de alta jerarquía, además de ministros y altos comisarios
políticos.
Paseaba al
perro con su puro mordido e igual de rapado que antes. Lo identifiqué enseguida
y le clavé la mirada. Él se apartó como si uno hubiera pasado nada.
Todos estos años –el que
viene cumplo 50- me he preguntado constantemente dónde estará Andrés Soberón
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