Trasbordo (IV)
Cada vez que comenzaba a desenroscar la cafetera, le llegaban la voz y el rostro de una amiga que le dijo un día que la borra destupe las cañerías. Era imposible, por tanto, no acordarse de ella cada mañana, mediante líneas de conexión. ¿Y dónde estaría esa amiga tan sabia y experta?¿Estaría aún en Barcelona, en España, en el planeta Tierra? ¿Y por qué no la llamaba y salía de dudas? ¿Porque prefería continuar con su recuerdo cotidiano asociado a una infusión casera?
Este era su matiz, el del lejano recuerdo, el de las dificultades para romper la inercia, dejando pasar el tiempo.
Como mismo el polvo humedecido del café le llevaba a recapitular, un sinfín de otras cosas lo transportaba por viajes interminables de la mente. Salía corriendo hacia el metro con el rostro descompuesto, con ganas de vivir pero a la vez con dificultades para aprender a vivir mejor, embotado, con aquella tos perruna que parecía de asmático y, sin embargo, nada tenía que ver con los pulmones. Sabía donde estaba situado su cuerpo, o sea, el lugar que ocupaba en el espacio; pero le costaba proyectarse con acciones. Era un mal emprendedor y con muy poca buena suerte.
Aunque siempre tuvo la duda de si la borra del café ciertamente desatascaba las tuberías, cada mañana la echaba por ahí, como un reflejo condicionado. Suponía que la textura del café molido, una vez mojado, servía para comprimir, resbalar y expandir al mismo tiempo una masa, según las necesidades del diámetro de la tubería. Era una solución anti adhesiva que se iba llevando los residuos persistentes de las canalizaciones. Su amiga no podía equivocarse, mucho menos en cuestiones de limpieza, y prefería seguir sus consejos, aunque fuera en la distancia.
Esa mañana pesada y turbia en la que no podía o no quería responder a las llamadas del despertador, llegó tarde al trabajo. Cumplió el ritual del café frente al fregadero pensando en la cara que tendría su jefe en esos momentos, pensando también en los caprichos de los sueños eróticos, de los sueños rotos. Esa mañana, más parecida al color de las neveras de acero inoxidable que él vendía en su trabajo, tuvo una gran sorpresa. En aras de ganar tiempo, de modo experimental, y también jugándose la confianza de su superior, decidió combinar el metro con una línea de autobuses que pasaba por la esquina de su tienda. Se bajó en una estación a mitad de camino para hacer un trasbordo inesperadamente. Ni él mismo era capaz de comprender por qué lo había hecho. Sus pies lo arrastraron escaleras arriba y corrieron detrás de las decenas de personas que a esa hora volaban por los pasillos del suburbano, apurados o simplemente contagiados con el estrés. Se vio en pleno ascenso de una escalinata de mampostería que lo depositó a los pies de la Sagrada Familia, en el centro de la ciudad. Un punto intermedio en su recorrido habitual de la trama urbana que, desde hacía años, transitaba por debajo, leyendo un periódico matutino u observando las tropas turísticas que llegaban hasta allí, en el ferrocarril, para dejar constancia de que visitaron la obra cumbre todavía inconclusa del universo gaudiano.
Apretujado entre visitantes ocasionales, llegó al asfalto temiendo que hubieran cambiado la parada del autobús; echó un vistazo por encima de las cabezas –decenas, cientos de cuerpos multicolores de los que colgaban máquinas de fotografiar- y halló del otro lado de la calle el techo de la parada, y a continuación vio a la gente que esperaba el autobús. En ese preciso momento pasó por delante de sus ojos el largo coche rojo de los transportes metropolitanos, echando chispas por debajo de los neumáticos y humo entre la coyuntura del acordeón que unía y articulaba el enorme tubo rodante. Se impulsó abriéndose paso entre la gente con educación –perdone, perdone, decía sin mirar-, y cruzó la calle con el semáforo peatonal en rojo. En la otra orilla, supo que no había sucedido nada malo, y supuso además que había mirado el tráfico con un rápido giro del cuello, porque el ser humano está preparado para realizar una serie de automatismos sin que dé tiempo a pensarlos. Alcanzó el pescante de la guagua –como nombraba para sus adentros a los ómnibus locales- en el mismo instante en que se cerraba la puerta, pero las dos hojas volvieron atrás inmediatamente. Lo habían detectado a través del espejo retrovisor.
Tomó aliento como pudo para agradecer al conductor:
-Gracias, muy amable- pronunció de carretilla sin pensar. Su observación somera culminó como un traveling cinematográfico que vuelve al lugar de origen sin mover el eje de la cámara. Algo que vio le pareció interesante. Quedó congelado cuando supo lo que era.
-¿Qué pasa, no me reconoces?- preguntó una voz que salía del volante.
David enmudeció. No dijo nada, aunque sonrió. Se llevó las manos a la cara. El bus comenzó a moverse, a tirar cuesta arriba con sus puertas cerradas y todos los dominios de conducción perfectamente controlados por una bella mujer de unos treinta años, pelirroja, cuyos rasgos singulares él había estudiado mientras le vendía un aspirador doméstico. Pero una parte de aquellos detalles iban ahora ocultos por las inmensas gafas oscuras que Cristina usaba para trabajar.
(Continuará…)
Cada vez que comenzaba a desenroscar la cafetera, le llegaban la voz y el rostro de una amiga que le dijo un día que la borra destupe las cañerías. Era imposible, por tanto, no acordarse de ella cada mañana, mediante líneas de conexión. ¿Y dónde estaría esa amiga tan sabia y experta?¿Estaría aún en Barcelona, en España, en el planeta Tierra? ¿Y por qué no la llamaba y salía de dudas? ¿Porque prefería continuar con su recuerdo cotidiano asociado a una infusión casera?
Este era su matiz, el del lejano recuerdo, el de las dificultades para romper la inercia, dejando pasar el tiempo.
Como mismo el polvo humedecido del café le llevaba a recapitular, un sinfín de otras cosas lo transportaba por viajes interminables de la mente. Salía corriendo hacia el metro con el rostro descompuesto, con ganas de vivir pero a la vez con dificultades para aprender a vivir mejor, embotado, con aquella tos perruna que parecía de asmático y, sin embargo, nada tenía que ver con los pulmones. Sabía donde estaba situado su cuerpo, o sea, el lugar que ocupaba en el espacio; pero le costaba proyectarse con acciones. Era un mal emprendedor y con muy poca buena suerte.
Aunque siempre tuvo la duda de si la borra del café ciertamente desatascaba las tuberías, cada mañana la echaba por ahí, como un reflejo condicionado. Suponía que la textura del café molido, una vez mojado, servía para comprimir, resbalar y expandir al mismo tiempo una masa, según las necesidades del diámetro de la tubería. Era una solución anti adhesiva que se iba llevando los residuos persistentes de las canalizaciones. Su amiga no podía equivocarse, mucho menos en cuestiones de limpieza, y prefería seguir sus consejos, aunque fuera en la distancia.
Esa mañana pesada y turbia en la que no podía o no quería responder a las llamadas del despertador, llegó tarde al trabajo. Cumplió el ritual del café frente al fregadero pensando en la cara que tendría su jefe en esos momentos, pensando también en los caprichos de los sueños eróticos, de los sueños rotos. Esa mañana, más parecida al color de las neveras de acero inoxidable que él vendía en su trabajo, tuvo una gran sorpresa. En aras de ganar tiempo, de modo experimental, y también jugándose la confianza de su superior, decidió combinar el metro con una línea de autobuses que pasaba por la esquina de su tienda. Se bajó en una estación a mitad de camino para hacer un trasbordo inesperadamente. Ni él mismo era capaz de comprender por qué lo había hecho. Sus pies lo arrastraron escaleras arriba y corrieron detrás de las decenas de personas que a esa hora volaban por los pasillos del suburbano, apurados o simplemente contagiados con el estrés. Se vio en pleno ascenso de una escalinata de mampostería que lo depositó a los pies de la Sagrada Familia, en el centro de la ciudad. Un punto intermedio en su recorrido habitual de la trama urbana que, desde hacía años, transitaba por debajo, leyendo un periódico matutino u observando las tropas turísticas que llegaban hasta allí, en el ferrocarril, para dejar constancia de que visitaron la obra cumbre todavía inconclusa del universo gaudiano.
Apretujado entre visitantes ocasionales, llegó al asfalto temiendo que hubieran cambiado la parada del autobús; echó un vistazo por encima de las cabezas –decenas, cientos de cuerpos multicolores de los que colgaban máquinas de fotografiar- y halló del otro lado de la calle el techo de la parada, y a continuación vio a la gente que esperaba el autobús. En ese preciso momento pasó por delante de sus ojos el largo coche rojo de los transportes metropolitanos, echando chispas por debajo de los neumáticos y humo entre la coyuntura del acordeón que unía y articulaba el enorme tubo rodante. Se impulsó abriéndose paso entre la gente con educación –perdone, perdone, decía sin mirar-, y cruzó la calle con el semáforo peatonal en rojo. En la otra orilla, supo que no había sucedido nada malo, y supuso además que había mirado el tráfico con un rápido giro del cuello, porque el ser humano está preparado para realizar una serie de automatismos sin que dé tiempo a pensarlos. Alcanzó el pescante de la guagua –como nombraba para sus adentros a los ómnibus locales- en el mismo instante en que se cerraba la puerta, pero las dos hojas volvieron atrás inmediatamente. Lo habían detectado a través del espejo retrovisor.
Tomó aliento como pudo para agradecer al conductor:
-Gracias, muy amable- pronunció de carretilla sin pensar. Su observación somera culminó como un traveling cinematográfico que vuelve al lugar de origen sin mover el eje de la cámara. Algo que vio le pareció interesante. Quedó congelado cuando supo lo que era.
-¿Qué pasa, no me reconoces?- preguntó una voz que salía del volante.
David enmudeció. No dijo nada, aunque sonrió. Se llevó las manos a la cara. El bus comenzó a moverse, a tirar cuesta arriba con sus puertas cerradas y todos los dominios de conducción perfectamente controlados por una bella mujer de unos treinta años, pelirroja, cuyos rasgos singulares él había estudiado mientras le vendía un aspirador doméstico. Pero una parte de aquellos detalles iban ahora ocultos por las inmensas gafas oscuras que Cristina usaba para trabajar.
(Continuará…)