Tengo una amiga que vive en la ribera del Manzanares. Hace cerca de diez años prescindió de su pequeña isla para ir adonde la llevara el viento. Tras una breve estancia en Ámsterdam, ciudad flotante y perfumada por el cannabis, recogió sus maletas rumbo a Madrid, con la ilusión de reencontrarse con viejos amigos de la Isla de Pinos que se dedicaban a la música popular.
En Madrid le abrieron las puertas en una de las viviendas de planta baja, con techo de tejas, que conforman un curioso reparto residencial cerca de la Casa de Campo. A la vuelta del tiempo, luego de atravesar varios años “sin papeles” y ocuparse en el servicio doméstico de la zona, mantiene una sonrisa espectacular, pero no de esas aparatosas, sino la sonrisa suave y sincera que se ofrece a cambio de nada, desde que amanece hasta que la razón le indica la necesidad de dormir. Incluso durmiendo es bastante frecuente verla sonreír.
Ha adoptado las maneras felinas de Madrid, porque en esa ciudad se duerme poco. La noche es tan larga como una autovía perfectamente iluminada, con tres o cuatro carriles para cada sentido. Ella viaja a través de la noche porque, aun prescindiendo de su isla chiquita –la que está al sur de La Habana, despegada de la isla grande-, encuentra en el diálogo la mejor manera de resarcir todo tipo de pérdidas que pudieran rondar en su cabeza. Así, nos dieron las cuatro y las cinco y las seis de la mañana perdidos en los recuerdos de lo que fuimos y en la evidencia de lo que somos ahora.
Somos cuarentones –nos reíamos de eso-, pero unos cuarentones que empiezan de cero a construirse todo un mundo alrededor. Esto tiene sus ventajas y sus contratiempos.
Si uno logra tomar el pasado como una referencia y no como coartada –se suele hacer esto último muy frecuentemente-, es más fácil sonreírle a la vida y en general a todo el mundo. Me recordaba mi amiga que tenemos una sola vida y ésta debemos aprovecharla, sobre todo, con dignidad y con maneras creativas.
Cuando desperté en su casa una mañana soleada de este invierno loco, ya ella estaba trabajando frente al ordenador. Tenía un desayuno de reyes preparado en la cocina y me aguardaba sin nervios para pasear por los alrededores. Me encantó verla conjugar su trabajo con ese maravilloso don de anfitriona que tiene. Disfruté, envidioso, su talante, su aplomo para conseguir de las horas un lugar donde descansar la vista y reposar las dudas. Aunque pueda parecer que tiempo y espacio son dos categorías diferentes, ella supo unirlas y hacer que la disfrutáramos juntos.
Como un baile de salón, reposado y rítmico, me llevó por su lugar de fuga. La orilla del Manzanares es un paseo tranquilo, al menos en la zona cercana a la Casa de Campo. Incluso existe allí una urbanización que se llama San Pol de Mar, igual que un pueblo costero del Maresme catalán. Me preguntaba yo en silencio de dónde viene toda esa ilusión, mientras cruzábamos un puente romántico y observaba cómo los pescadores devolvían al agua su captura.
Es puro entretenimiento, higiene metal, fuga.
Nos despedimos en el puente, de manera simbólica. Creo que no fue casual. Mientras nos abrazábamos, llegaron gaviotas pequeñas y rebuscaron en la superficie del río, en el mismo lugar donde los pescadores habían soltado vivas las truchas. Volví a cuestionarme en silencio qué hacían allí, tan lejos del mar, unas gaviotas.
Me marché con la duda. Sin embargo, durante largas horas después, continuaba viendo la sonrisa de mi amiga emigrada, la que llegó un día buscando un simple lugar, y hoy está a punto de inaugurar una empresa propia de gestión cultural.
Durmiendo poco, eso sí, aunque confiando mucho en sí misma.
Foto del autor: desde el puente, a orillas del Manzanares.
En Madrid le abrieron las puertas en una de las viviendas de planta baja, con techo de tejas, que conforman un curioso reparto residencial cerca de la Casa de Campo. A la vuelta del tiempo, luego de atravesar varios años “sin papeles” y ocuparse en el servicio doméstico de la zona, mantiene una sonrisa espectacular, pero no de esas aparatosas, sino la sonrisa suave y sincera que se ofrece a cambio de nada, desde que amanece hasta que la razón le indica la necesidad de dormir. Incluso durmiendo es bastante frecuente verla sonreír.
Ha adoptado las maneras felinas de Madrid, porque en esa ciudad se duerme poco. La noche es tan larga como una autovía perfectamente iluminada, con tres o cuatro carriles para cada sentido. Ella viaja a través de la noche porque, aun prescindiendo de su isla chiquita –la que está al sur de La Habana, despegada de la isla grande-, encuentra en el diálogo la mejor manera de resarcir todo tipo de pérdidas que pudieran rondar en su cabeza. Así, nos dieron las cuatro y las cinco y las seis de la mañana perdidos en los recuerdos de lo que fuimos y en la evidencia de lo que somos ahora.
Somos cuarentones –nos reíamos de eso-, pero unos cuarentones que empiezan de cero a construirse todo un mundo alrededor. Esto tiene sus ventajas y sus contratiempos.
Si uno logra tomar el pasado como una referencia y no como coartada –se suele hacer esto último muy frecuentemente-, es más fácil sonreírle a la vida y en general a todo el mundo. Me recordaba mi amiga que tenemos una sola vida y ésta debemos aprovecharla, sobre todo, con dignidad y con maneras creativas.
Cuando desperté en su casa una mañana soleada de este invierno loco, ya ella estaba trabajando frente al ordenador. Tenía un desayuno de reyes preparado en la cocina y me aguardaba sin nervios para pasear por los alrededores. Me encantó verla conjugar su trabajo con ese maravilloso don de anfitriona que tiene. Disfruté, envidioso, su talante, su aplomo para conseguir de las horas un lugar donde descansar la vista y reposar las dudas. Aunque pueda parecer que tiempo y espacio son dos categorías diferentes, ella supo unirlas y hacer que la disfrutáramos juntos.
Como un baile de salón, reposado y rítmico, me llevó por su lugar de fuga. La orilla del Manzanares es un paseo tranquilo, al menos en la zona cercana a la Casa de Campo. Incluso existe allí una urbanización que se llama San Pol de Mar, igual que un pueblo costero del Maresme catalán. Me preguntaba yo en silencio de dónde viene toda esa ilusión, mientras cruzábamos un puente romántico y observaba cómo los pescadores devolvían al agua su captura.
Es puro entretenimiento, higiene metal, fuga.
Nos despedimos en el puente, de manera simbólica. Creo que no fue casual. Mientras nos abrazábamos, llegaron gaviotas pequeñas y rebuscaron en la superficie del río, en el mismo lugar donde los pescadores habían soltado vivas las truchas. Volví a cuestionarme en silencio qué hacían allí, tan lejos del mar, unas gaviotas.
Me marché con la duda. Sin embargo, durante largas horas después, continuaba viendo la sonrisa de mi amiga emigrada, la que llegó un día buscando un simple lugar, y hoy está a punto de inaugurar una empresa propia de gestión cultural.
Durmiendo poco, eso sí, aunque confiando mucho en sí misma.
Foto del autor: desde el puente, a orillas del Manzanares.
2 comentarios:
Doy fe de la emoción que a tu amiga, en la lectura, le trasladaron tus palabras y reflexiones. Bien y ¡bien! compartidas. Y es que, tu amiga, que también es la mía, de saber ser, sabe, pero de ser sabio también.
es preciosa y dulce esta oveja, que ademas me ha hecho llegar a ti, a tu blog.
lindo verla a través de tus ojos, que obviamente se parecen a los míos...
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