Como reza o rezaría un tango, Madrid es una ciudad a la que hay que volver. No alcanza el tiempo en un primero, segundo, tercer viaje para conocer esta imponente ciudad que ha crecido hacia todas partes dejando al caminante a veces despistado y, más que esto, aturdido. El viajero que viene de Barcelona y está acostumbrado a orientarse cómodamente entre el mar y la montaña aquí tiene que claudicar; no es posible dominar la orientación desplazándose bajo tierra en trenes de todo tipo que van hacia todas las direcciones y utilizan diferentes niveles de profundidad como corredores.
Al salir a la superficie, luego de varios cambios de líneas, es vital dejarse llevar por el ritmo de la ciudad y no intentar descubrir rápidamente dónde estamos. Luego se sabrá. Lo importante es guardar energías para disfrutar de los lugares –incluyendo los bares, por supuesto- y después regresar al trasiego del subsuelo, y volver. Y así hasta el infinito.
Madrid es primero un bar y a continuación una ciudad. Todavía más en invierno, esta época en la que resulta imposible quedar con alguien a la intemperie. Por esa razón los bares están a tope todo el día, muy por el contrario a lo que se pudiera pensar en medio de una crisis económica. Ahí está el clásico bocadillo de calamares, un tentempié tan popular como el kilómetro cero que está marcado en la Puerta del Sol. Bocadillo de calamares con mayonesa y cerveza de barril, en cantinas abarrotadas de gente que casi grita para contar lo que necesite, saltando barreras de servilletas tiradas al suelo con estilo. Lo importante es hablar, beber y morder el calamar.
Así se conoce la gente. Muy pocas veces el primer contacto se realiza en los vagones o andenes subterráneos por donde discurre, digamos, una segunda vida parecida a la de las hormigas locas.
Pero veamos que el bocadillo de calamares no es precisamente un elemento frugal. Además de la mayonesa, contiene unos aros de ese bicho rebosados con harina y fritos. Son calmares a la romana, un plato que no existe como nombre en la capital de Italia.
No sé qué sería de Madrid sin los bocadillos, sin los trenes y sin la cantidad de gente que vive aquí. En esa misma medida, claro, te salen amigos por todas partes. Y ahí es cuando hay que tener tacto para quedar con todos –mezclándolos o no- en los bares de la zona norte, sur, este y oeste. Madrid, definitivamente, funciona como una rosa náutica en busca de un mar. Su río Manzanares, tristemente, se ha quedado atrás en el orden de las nuevas referencias. Ahora hay que fijarse en los edificios altos porque la capital de España ha decidido crecer hacia arriba.
Dos años atrás, las cuatro “bestiales” torres de negocios que aparecen en la fotografía no estaban. Y dice una amiga mía que vive al lado de ellas, en el barrio de Chamartín, que las construyeron en un plis plas. En un abrir y cerrar de ojos. O lo que es lo mismo, proporcionalmente: en lo que sirven un bocadillo de calamares.
Foto del autor, tomada desde la estación de Chamartín.
Al salir a la superficie, luego de varios cambios de líneas, es vital dejarse llevar por el ritmo de la ciudad y no intentar descubrir rápidamente dónde estamos. Luego se sabrá. Lo importante es guardar energías para disfrutar de los lugares –incluyendo los bares, por supuesto- y después regresar al trasiego del subsuelo, y volver. Y así hasta el infinito.
Madrid es primero un bar y a continuación una ciudad. Todavía más en invierno, esta época en la que resulta imposible quedar con alguien a la intemperie. Por esa razón los bares están a tope todo el día, muy por el contrario a lo que se pudiera pensar en medio de una crisis económica. Ahí está el clásico bocadillo de calamares, un tentempié tan popular como el kilómetro cero que está marcado en la Puerta del Sol. Bocadillo de calamares con mayonesa y cerveza de barril, en cantinas abarrotadas de gente que casi grita para contar lo que necesite, saltando barreras de servilletas tiradas al suelo con estilo. Lo importante es hablar, beber y morder el calamar.
Así se conoce la gente. Muy pocas veces el primer contacto se realiza en los vagones o andenes subterráneos por donde discurre, digamos, una segunda vida parecida a la de las hormigas locas.
Pero veamos que el bocadillo de calamares no es precisamente un elemento frugal. Además de la mayonesa, contiene unos aros de ese bicho rebosados con harina y fritos. Son calmares a la romana, un plato que no existe como nombre en la capital de Italia.
No sé qué sería de Madrid sin los bocadillos, sin los trenes y sin la cantidad de gente que vive aquí. En esa misma medida, claro, te salen amigos por todas partes. Y ahí es cuando hay que tener tacto para quedar con todos –mezclándolos o no- en los bares de la zona norte, sur, este y oeste. Madrid, definitivamente, funciona como una rosa náutica en busca de un mar. Su río Manzanares, tristemente, se ha quedado atrás en el orden de las nuevas referencias. Ahora hay que fijarse en los edificios altos porque la capital de España ha decidido crecer hacia arriba.
Dos años atrás, las cuatro “bestiales” torres de negocios que aparecen en la fotografía no estaban. Y dice una amiga mía que vive al lado de ellas, en el barrio de Chamartín, que las construyeron en un plis plas. En un abrir y cerrar de ojos. O lo que es lo mismo, proporcionalmente: en lo que sirven un bocadillo de calamares.
Foto del autor, tomada desde la estación de Chamartín.
3 comentarios:
en "castellano" se dice en un "pis pas"
anónimo si buscas bien en el diccionario de la Real Academia Española tú también te has equivocado y peor todavía, porque has osado en hacer la salvedad, se escribe (pispás) todo junto. Te sugiero que antes de corregir averigues.
se nota que hay mala leche en el primer anónimo. El "plis plas" que escribí reproduce una forma coloquial que se utiliza mucho en España. Tal vez debí ponerla en negritas o letras inclinadas, para no moletar a los puristas. En fin, gracias por comentar aquí. un saludo cordial-
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