Nuestros caminos festivos y nocturnos se cruzaron este sábado en el andén de una estación de metro, a las cinco de la mañana, cuando centenares de jóvenes regresaban a sus casas después de una larga noche. Viajábamos en direcciones opuestas. Esperábamos el primer convoy que inauguraba la circulación del suburbano a esa hora, pero la diferencia con una jornada común estaba marcada por la Feria de Abril, un evento con inspiración andaluza que cada año arrastra una multitud de almas emparentadas musicalmente con los aires del sur.
Me dejé caer en uno de los bancos duros del andén y estaba medianamente feliz. Con el cuerpo hecho danzas, la cabeza alelada y mi sangre retozando con un compendio de cubatas y surtidos marinos fritos en aceite reciclado. Había bailado de todo, con mujeres divertidas que pasaban buscando un cambio de estación en cada una de las casetas, buscando el punto de giro más allá de las coreografías sevillanas a las que, tristemente, le faltan los hombres. El andén, también el de enfrente mío, estaba rebozado y olía a pescado frito, alcohol y tabaco. Los ánimos iban en declive anunciando el comienzo de una resaca general que cada uno sufriría o disfrutaría en sus cuatro paredes dominicales, instalados –como haría yo- entre sábanas frescas y calditos calientes de pollo.
La observé directamente porque la tenía de frente. La vi vomitando y, aunque no escuchaba el sonido de sus arcadas, cada una de ellas me dolía como si me estuvieran clavando un punzón. He pasado por eso. Hace muchos años que no me emborracho, pero, incluso habiéndolo sufrido en la lejana adolescencia, el malestar y el arrepentimiento que genera ese estado es inolvidable.
Nadie se ocupaba de ella.
Llegó el tren de su lado y tapó el campo visual. Transcurrieron unos pocos minutos hasta que arrancó el convoy. Quedó sola sentada en el mismo banco con la cabeza hacia abajo, doblada toda su espina dorsal y su cabellera negra casi tocando el suelo donde había vomitado. Mi tren pasó enseguida y volvió a tapar el campo visual. Me quedé sentado donde mismo. El convoy arrancó y quedamos los dos solos en el sótano de la estación, frente a frente. Ella no me veía.
Decidí dar la vuelta. Por dentro una fuerza solidaria me impulsó. Si lo hubiera pensado dos veces no hubiera ocurrido esto. Hay muchas cosas negativas en las que pensar. Desenlaces fatales, acusaciones injustas.
Subí y bajé las escaleras a toda marcha hasta que por fin me coloqué a su lado. Ella no notó absolutamente nada.
Me senté a escasos centímetros de su cuerpo. Estaba tiritando de frío. Tenía los zapatos negros de tacón salpicados de lo que había devuelto. Llevaba unos jeans y una camiseta negra sin mangas. Entre el pantalón y la camiseta quedaba descubierto un tramo de espalda y un tramo de cintura. Le hablé al oído y me dijo:
-Me encuentro fatal- con una voz casi inaudible, hundida en su regazo.
-Lo sé, pero debes tratar de levantar la cabeza. ¿Cómo te llamas?
-Jenny.
-¿Jennifer?
-Sí.
-Bueno, Jenny, no te preocupes que vas a llegar bien a tu casa. Esto es cuestión de tiempo. A ver, mírame a los ojos.
-No puedo, no puedo.
-Debes tratar de incorporarte para que te dé un poco el aire.
Mientras le hablaba, pensé en que tal vez las cámaras de seguridad me habían seguido los pasos, me observaban. Llegaban nuevos pasajeros igual de contentos y tambaleantes. La estación volvía a llenarse.
-¿Hacia dónde vas?
-Vía Julia.
-¿Quieres que te acompañe hasta allí o prefieres esperar aquí a que te sientas mejor?
-Quiero ir a mi casa. Quiero acostarme a dormir.
Me quité la chaqueta y cubrí a la muchacha por los hombros. Las personas que estaban cerca tomaban la escena como algo normal. Miraban el charco a los pies de Jenny con cara de asco, pero enseguida cambiaban la vista. Logré que levantara la cabeza, sin hacer fuerza y solo convenciéndola. Tendría unos veinte años. Sus ojos almendrados estaban casi cerrados, sus labios rosados mojados y sucios. Metí una mano en mi bolso, tanteando, en busca de un paquete de clínex. Los encontré. Con Jenny tumbada encima de mí pude maniobrar y limpiarle un poco los labios. Le toqué la frente y tenía una temperatura bastante normal. Enseguida me tranquilicé. Estaba borracha pero la bebida no la había llevado a las proximidades de un coma etílico. Como le había dicho, todo mejoraría en cuestión de quince o veinte minutos. Mejor si le diera el aire de verdad. Allí abajo el aire no sirve.
Jenny se escurrió hacia abajo hasta que quedó totalmente horizontal, boca arriba, apoyando la cabeza encima de mi muslo derecho. Le aparté el cabello de la cara y le dije que esa posición era peor, porque el techo de la estación le daría vueltas y se marearía más. No me importaba que me vomitara encima. Me preocupaba su familia, sus padres. Decidí llevarla hasta su casa cuando pasara el próximo tren.
Todo el tiempo me venían a la mente las cámaras de seguridad. Yo no podía ser acusado de nada, aunque en el peor de los casos era la palabra de Jenny contra la mía. Si no hubiera ido en su auxilio, probablemente amaneciera tumbada en el mismo banco. Además, alguien podría aprovecharse de ella.
Logré incorporarla para subir al tren. No la soltaba por miedo a que se desplomara. Nos sentamos uno al lado del otro. Ella recostó su cabeza al cristal del vagón y aproveché para observarla. Estaba bien vestida. Era una muchacha preciosa. Intenté reconstruir los hechos. Me dijo que había salido con unas amigas y habían mezclado todo tipo de bebidas y se habían comido unos bocadillos. Sus amigas la habían dejado sola en la estación del metro.
Jenny volvió a vomitar entre sus piernas. Ahora me salpicó mis zapatos. Las personas del vagón sonrieron como si fuera algo normal. Pensaban que éramos tal vez pareja o amigos.
-Vomita todo, no te cohíbas- dije a su oído.
Le puse una mano en la frente. Sé que ese contacto físico da sensación de amparo. Noté signos ligeros de mejoría en ella. Estaba un poco más incorporada y con los ojos más abiertos. Me preguntó hacia dónde yo iba. Le dije que primero a dejarla a ella y luego a mi casa a dormir.
-Pero…
-No te preocupes, mañana no trabajo. Lo importante es que llegues bien.
-¿Cómo te llamas?-por fin se dio cuenta de que no sabía nada de mí.
- Jorge- respondí con una sonrisa suave.
-Gracias, Jorge, eres todo un caballero.
-Hoy por mí y mañana por ti. No tienes que agradecerme nada.
El convoy avisó de su parada, próxima estación.
La ayudé a levantarse. Se había enredado su cabello en un botón del puño derecho de mi camisa. Caminamos hasta la puerta del tren prácticamente abrazados. No daba tiempo de desenredar el cabello. Una vez en el andén, lo zafamos con cuidado.
-¿Cuál es tu salida?
-Esta de la derecha-señaló Jenny.
Las escaleras eléctricas estaban estropeadas. Cosas que pasan cuando uno más necesita que todo esté bien. Nos quejamos a dúo.
Comenzamos a subir despacio. Yo la aguataba por el hombro. Llevaba mi brazo derecho por encima de ella. Fue un instinto sobreprotector. Tenía miedo de que se desplomara. Pero en ese momento ya Jenny se sentía mejor.
Por las escaleras nos cruzamos a varios jóvenes, varones, que iban bastante alegres, borrachos también. Nos miraron pero no dijeron nada. Me pregunté qué hubiera sido de Jenny sola en esa situación. Qué hubiera sido de ella sentada como estaba en el subsuelo de Barcelona con la cabeza metida entre las piernas, temblando de frío. He visto gente perder el conocimiento por un shock etílico. Sé que han muerto personas por eso.
Acompañé a Jenny hasta la esquina de su casa. Me dijo que vivía cerca, que estaba fuera de peligro, que prefería ir sola a partir de ese momento. No quise forzar más la situación, aunque me quedé preocupado porque la calle por la que se adentró estaba oscura.
Jenny era enfermera. Eso me dijo. El mundo al revés.
-Algún día me atenderás tú- le aseguré medio en broma cuando nos despedimos y mientras me devolvía mi chaqueta y me daba dos besos en las mejillas.
La observé alejarse sin que ella me viera. Caminaba bastante bien. Había vomitado todo y debía tener el estómago y el esófago irritado. No quiso que le comprara una coca-cola ni una botella de agua en las máquinas de la estación.
Quería dormir, dormir, tumbarse en su cama y que pasara el malestar.
Supongo que esté bien, que no haya tenido ningún tropiezo en los metros que faltaban para alcanzar los bajos de su edificio. Yo no pude conciliar el sueño enseguida. Cuando llegué a mi casa estaba amaneciendo y tenía la sensación de haber hecho un viaje muy largo. Me senté en la terraza a fumarme un cigarrillo y a pensar en lo que había sucedido. La Feria de Abril, todo lo que bailé y los cubatas de ron me quedaban demasiado lejos.
Un final feliz me rondaba y, sin embargo, la imagen de Jenny solitaria con la cabeza hundida en el corredor de enfrente me perseguía sin dejarme tregua.
Fui a la nevera a buscar una coca-cola para hacer tiempo hasta que por fin pudiera meterme en la cama.
Amaneció.
Me dejé caer en uno de los bancos duros del andén y estaba medianamente feliz. Con el cuerpo hecho danzas, la cabeza alelada y mi sangre retozando con un compendio de cubatas y surtidos marinos fritos en aceite reciclado. Había bailado de todo, con mujeres divertidas que pasaban buscando un cambio de estación en cada una de las casetas, buscando el punto de giro más allá de las coreografías sevillanas a las que, tristemente, le faltan los hombres. El andén, también el de enfrente mío, estaba rebozado y olía a pescado frito, alcohol y tabaco. Los ánimos iban en declive anunciando el comienzo de una resaca general que cada uno sufriría o disfrutaría en sus cuatro paredes dominicales, instalados –como haría yo- entre sábanas frescas y calditos calientes de pollo.
La observé directamente porque la tenía de frente. La vi vomitando y, aunque no escuchaba el sonido de sus arcadas, cada una de ellas me dolía como si me estuvieran clavando un punzón. He pasado por eso. Hace muchos años que no me emborracho, pero, incluso habiéndolo sufrido en la lejana adolescencia, el malestar y el arrepentimiento que genera ese estado es inolvidable.
Nadie se ocupaba de ella.
Llegó el tren de su lado y tapó el campo visual. Transcurrieron unos pocos minutos hasta que arrancó el convoy. Quedó sola sentada en el mismo banco con la cabeza hacia abajo, doblada toda su espina dorsal y su cabellera negra casi tocando el suelo donde había vomitado. Mi tren pasó enseguida y volvió a tapar el campo visual. Me quedé sentado donde mismo. El convoy arrancó y quedamos los dos solos en el sótano de la estación, frente a frente. Ella no me veía.
Decidí dar la vuelta. Por dentro una fuerza solidaria me impulsó. Si lo hubiera pensado dos veces no hubiera ocurrido esto. Hay muchas cosas negativas en las que pensar. Desenlaces fatales, acusaciones injustas.
Subí y bajé las escaleras a toda marcha hasta que por fin me coloqué a su lado. Ella no notó absolutamente nada.
Me senté a escasos centímetros de su cuerpo. Estaba tiritando de frío. Tenía los zapatos negros de tacón salpicados de lo que había devuelto. Llevaba unos jeans y una camiseta negra sin mangas. Entre el pantalón y la camiseta quedaba descubierto un tramo de espalda y un tramo de cintura. Le hablé al oído y me dijo:
-Me encuentro fatal- con una voz casi inaudible, hundida en su regazo.
-Lo sé, pero debes tratar de levantar la cabeza. ¿Cómo te llamas?
-Jenny.
-¿Jennifer?
-Sí.
-Bueno, Jenny, no te preocupes que vas a llegar bien a tu casa. Esto es cuestión de tiempo. A ver, mírame a los ojos.
-No puedo, no puedo.
-Debes tratar de incorporarte para que te dé un poco el aire.
Mientras le hablaba, pensé en que tal vez las cámaras de seguridad me habían seguido los pasos, me observaban. Llegaban nuevos pasajeros igual de contentos y tambaleantes. La estación volvía a llenarse.
-¿Hacia dónde vas?
-Vía Julia.
-¿Quieres que te acompañe hasta allí o prefieres esperar aquí a que te sientas mejor?
-Quiero ir a mi casa. Quiero acostarme a dormir.
Me quité la chaqueta y cubrí a la muchacha por los hombros. Las personas que estaban cerca tomaban la escena como algo normal. Miraban el charco a los pies de Jenny con cara de asco, pero enseguida cambiaban la vista. Logré que levantara la cabeza, sin hacer fuerza y solo convenciéndola. Tendría unos veinte años. Sus ojos almendrados estaban casi cerrados, sus labios rosados mojados y sucios. Metí una mano en mi bolso, tanteando, en busca de un paquete de clínex. Los encontré. Con Jenny tumbada encima de mí pude maniobrar y limpiarle un poco los labios. Le toqué la frente y tenía una temperatura bastante normal. Enseguida me tranquilicé. Estaba borracha pero la bebida no la había llevado a las proximidades de un coma etílico. Como le había dicho, todo mejoraría en cuestión de quince o veinte minutos. Mejor si le diera el aire de verdad. Allí abajo el aire no sirve.
Jenny se escurrió hacia abajo hasta que quedó totalmente horizontal, boca arriba, apoyando la cabeza encima de mi muslo derecho. Le aparté el cabello de la cara y le dije que esa posición era peor, porque el techo de la estación le daría vueltas y se marearía más. No me importaba que me vomitara encima. Me preocupaba su familia, sus padres. Decidí llevarla hasta su casa cuando pasara el próximo tren.
Todo el tiempo me venían a la mente las cámaras de seguridad. Yo no podía ser acusado de nada, aunque en el peor de los casos era la palabra de Jenny contra la mía. Si no hubiera ido en su auxilio, probablemente amaneciera tumbada en el mismo banco. Además, alguien podría aprovecharse de ella.
Logré incorporarla para subir al tren. No la soltaba por miedo a que se desplomara. Nos sentamos uno al lado del otro. Ella recostó su cabeza al cristal del vagón y aproveché para observarla. Estaba bien vestida. Era una muchacha preciosa. Intenté reconstruir los hechos. Me dijo que había salido con unas amigas y habían mezclado todo tipo de bebidas y se habían comido unos bocadillos. Sus amigas la habían dejado sola en la estación del metro.
Jenny volvió a vomitar entre sus piernas. Ahora me salpicó mis zapatos. Las personas del vagón sonrieron como si fuera algo normal. Pensaban que éramos tal vez pareja o amigos.
-Vomita todo, no te cohíbas- dije a su oído.
Le puse una mano en la frente. Sé que ese contacto físico da sensación de amparo. Noté signos ligeros de mejoría en ella. Estaba un poco más incorporada y con los ojos más abiertos. Me preguntó hacia dónde yo iba. Le dije que primero a dejarla a ella y luego a mi casa a dormir.
-Pero…
-No te preocupes, mañana no trabajo. Lo importante es que llegues bien.
-¿Cómo te llamas?-por fin se dio cuenta de que no sabía nada de mí.
- Jorge- respondí con una sonrisa suave.
-Gracias, Jorge, eres todo un caballero.
-Hoy por mí y mañana por ti. No tienes que agradecerme nada.
El convoy avisó de su parada, próxima estación.
La ayudé a levantarse. Se había enredado su cabello en un botón del puño derecho de mi camisa. Caminamos hasta la puerta del tren prácticamente abrazados. No daba tiempo de desenredar el cabello. Una vez en el andén, lo zafamos con cuidado.
-¿Cuál es tu salida?
-Esta de la derecha-señaló Jenny.
Las escaleras eléctricas estaban estropeadas. Cosas que pasan cuando uno más necesita que todo esté bien. Nos quejamos a dúo.
Comenzamos a subir despacio. Yo la aguataba por el hombro. Llevaba mi brazo derecho por encima de ella. Fue un instinto sobreprotector. Tenía miedo de que se desplomara. Pero en ese momento ya Jenny se sentía mejor.
Por las escaleras nos cruzamos a varios jóvenes, varones, que iban bastante alegres, borrachos también. Nos miraron pero no dijeron nada. Me pregunté qué hubiera sido de Jenny sola en esa situación. Qué hubiera sido de ella sentada como estaba en el subsuelo de Barcelona con la cabeza metida entre las piernas, temblando de frío. He visto gente perder el conocimiento por un shock etílico. Sé que han muerto personas por eso.
Acompañé a Jenny hasta la esquina de su casa. Me dijo que vivía cerca, que estaba fuera de peligro, que prefería ir sola a partir de ese momento. No quise forzar más la situación, aunque me quedé preocupado porque la calle por la que se adentró estaba oscura.
Jenny era enfermera. Eso me dijo. El mundo al revés.
-Algún día me atenderás tú- le aseguré medio en broma cuando nos despedimos y mientras me devolvía mi chaqueta y me daba dos besos en las mejillas.
La observé alejarse sin que ella me viera. Caminaba bastante bien. Había vomitado todo y debía tener el estómago y el esófago irritado. No quiso que le comprara una coca-cola ni una botella de agua en las máquinas de la estación.
Quería dormir, dormir, tumbarse en su cama y que pasara el malestar.
Supongo que esté bien, que no haya tenido ningún tropiezo en los metros que faltaban para alcanzar los bajos de su edificio. Yo no pude conciliar el sueño enseguida. Cuando llegué a mi casa estaba amaneciendo y tenía la sensación de haber hecho un viaje muy largo. Me senté en la terraza a fumarme un cigarrillo y a pensar en lo que había sucedido. La Feria de Abril, todo lo que bailé y los cubatas de ron me quedaban demasiado lejos.
Un final feliz me rondaba y, sin embargo, la imagen de Jenny solitaria con la cabeza hundida en el corredor de enfrente me perseguía sin dejarme tregua.
Fui a la nevera a buscar una coca-cola para hacer tiempo hasta que por fin pudiera meterme en la cama.
Amaneció.
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9 comentarios:
¡Hola! Yoyi. Un jesto como un angel caido del cielo, lo que pudo ser todo lo contrario, un diablo salido del centro de la tierra(Quisas por su cercania). Saludos, Eduardo.
Sí, Eduardo, sé que pudo haber saildo mal todo, que me acusaran de algo que no hice...en fin, la historia terminó así. no me arrepiento pero para la próxima dejaría a la muchacha en manos de la autoridad o de los guardias de seguridad del metro, aunque éstos no estaban en el andén. un saludo y gracias.
Yoyi. Cuando me referia a un diablo salido del centro de la tierra, no era hasia tu jesto(ni mucho menos) ni a su posible consecuencia negativa(que por desgracia abundan las malas interpretaciones sobre jestos tan humanos como este), sino que a lo mejor llegaste antes que los diablos que hay a esas horas con intenciones muy diferentes a las tuyas... Saludos, Eduardo.
Ella me confesó que un chaval la había abordado con malas intenciones, pero que por suerte se alejó. ¿Será que estuve presente en el momento preciso y en el lugar necesario? era bastante probable que le hubiera sucedido algo malo porque había muchos borrachos alrededor.Saludos
Después de tantos años,no acabo de acostumbrarme a la indiferencia hacia el prójimo que parece impregnar esta sociedad...por eso tu gesto me parece más hermoso. Gracias también en mi nombre.
(Por cierto, tampoco me acostumbro a ver las riadas de jóvenes ebrios, sin ton ni son, los fines de semana, en cualquier ciudad de España...¿lo has pensado?) Un abrazo
Querida Tania: Yo tampoco me acostumbro al egoísmo. Todavía cedo el paso y el asiento a las personas mayores. Nunca renunciaré a eso. Sí, he pensado en que la juventud, como dice el refrán, es más hija de su tiempo que de sus padres. Y estos tiempos son de soledad, aunque cuestre creerlo. un abrazo para ti.
compadre gracias a Ti la Fama de los cubanos se mentiene en Pie.
Me haces sentir orgulloso.
Un barzo fuerte jk
un gesto que hay que agradecer y quizas al dia siguiente con el dolor de la resaca supiera que todo habría podido acabar peor si no hubieses aparecido tu, gracias saludos.
Yoyi, eres un buenazo y un caballero! Me quedé pensando en las amigas de esa muchacha... cómo pudieron dejarla así? Menos mal que tropezó contigo. Bueno, cúídate mucho y saludos a María!
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