Reconciliación (VI)
El guía urbano –este que narra-, llevaba años furioso porque la ciudad no lo dejaba entrar. Yo tenía una relación amor/odio con Barcelona que venía de atrás, de los tiempos duros. Después de una década viviendo en los entresijos de la sociedad y también al trabajar, entre otras ocupaciones, en una cadena de tiendas de electrodomésticos que me llevó por casi todos los barrios, poco a poco fui dejando de visitar el centro, la parte antigua.
Pero está claro que Silvia no tenía la culpa de mi desdén. Mucho menos siendo tan interesada en los matices verdaderos de la historia. Ella se fijaba en detalles que yo nunca había visto, en puertas hermosas y en fachadas ciertamente únicas a las cuales le estuve pasando de largo hasta que mi invitada llegó. La vida a veces tiene esos arranques de penitencia que nos aíslan del entorno en que vivimos. Hace falta un agente externo, un viajero, por ejemplo, para volver a andar por las mismas calles de tránsito ordinario y entonces disfrutarlas con más calma.
Está clarísimo que la información dormida sale de nuevo de paseo cuando se activa el papel de guía. ¿Por dónde cortar camino, por dónde ir hacia un lugar predefinido pasando por objetivos claros que le pudieran interesar a Silvia? La respuesta la encontré improvisando. Y pasó algo curioso: los objetivos mismos se cruzaron en el camino.
Silvia me dijo -¿me lo dijo o lo sentí?- que esta ciudad está como para enamorarse. En sus ojos ampliados detrás de sus lentes había una puerta abierta para una aventura. Miraba a los muchachos mientras yo miraba a las muchachas, y luego comentábamos –no siempre- el material. Un día me preguntó que dónde estaban los hombres guapos de Barcelona. Yo le respondí que durmiendo, que, por lo general, salen de noche.
-Entonces habrá que explorar la noche- resolvió en tono de broma.
Hablábamos de Cuba, de la decadencia de nuestro país, de la fuga de cerebros hacia todas partes. Es muy posible que el 80 por ciento de su promoción –su clase hizo época en la historia de la Facultad de Periodismo- esté fuera de la isla. Es una cifra asombrosa. Ahora estamos casi todos interconectados a través de las redes sociales de internet y de alguna manera nos seguimos los pasos, cosa que antes nunca ocurrió. Uno se iba de Cuba y se marchaba para siempre, se sepultaba en el terrible silencio generado por las divisiones políticas.
Mientras hablábamos, ascendíamos por las calles de la parte alta de Gràcia en dirección al Parque Güell, unos de los objetivos circulados con tinta llamativa. Este espacio verde es una mirador al que se puede acceder en metro, caminando un poco luego. Es el segundo objetivo turístico –según la norma que he visto- después del templo de la Sagrada Familia. Una finca tocada por la mano de Gaudí, en cuyos alrededores vivían a finales del XIX y principios del siglo XX los industriales de la época, los hombres más influyentes que hicieron crecer a Barcelona con sus fábricas de textiles y de zapatos. Uno de ellos, el mecenas Eusebi Güell, fue el que le encargó a Gaudí varias obras diseminadas hoy por toda la ciudad. Fue una especie de benefactor que apostó por un tipo de arquitectura en la que poca gente creía, con el ladrillo a la vista, los balcones redondos, el techo en forma de bóveda descubierta, los herrajes torcidos, las baldosas partidas y luego ensambladas en estilo bizantino aunque con trozos grandes; en fin, locuras estéticas realizadas con el más mínimo detalle técnico.
Dentro de los jardines del Parque Güell está el dragón de mosaicos más famoso del mundo, el que sale en todos los libros de arquitectura catalana. También los bancos aéreos ubicados en el borde de un balcón sinuoso, desde donde se ve perfectamente la ciudad a los pies del viajero. Y están las columnatas siempre en alegoría a la naturaleza, en una gruta donde el arquitecto trabajó el recurso de origen para que existiera allí una misteriosa acústica. En este sitio, luego del trasiego de transportes y caminos, nos sentamos en el suelo, donde mejor se está. Y escuchamos un concierto de música clásica. Contrabajo, teclados y violín.
Silvia lo sintió como un regalo. Relajó su mente mirando el mundo al revés.
(Continuará…)
Pero está claro que Silvia no tenía la culpa de mi desdén. Mucho menos siendo tan interesada en los matices verdaderos de la historia. Ella se fijaba en detalles que yo nunca había visto, en puertas hermosas y en fachadas ciertamente únicas a las cuales le estuve pasando de largo hasta que mi invitada llegó. La vida a veces tiene esos arranques de penitencia que nos aíslan del entorno en que vivimos. Hace falta un agente externo, un viajero, por ejemplo, para volver a andar por las mismas calles de tránsito ordinario y entonces disfrutarlas con más calma.
Está clarísimo que la información dormida sale de nuevo de paseo cuando se activa el papel de guía. ¿Por dónde cortar camino, por dónde ir hacia un lugar predefinido pasando por objetivos claros que le pudieran interesar a Silvia? La respuesta la encontré improvisando. Y pasó algo curioso: los objetivos mismos se cruzaron en el camino.
Silvia me dijo -¿me lo dijo o lo sentí?- que esta ciudad está como para enamorarse. En sus ojos ampliados detrás de sus lentes había una puerta abierta para una aventura. Miraba a los muchachos mientras yo miraba a las muchachas, y luego comentábamos –no siempre- el material. Un día me preguntó que dónde estaban los hombres guapos de Barcelona. Yo le respondí que durmiendo, que, por lo general, salen de noche.
-Entonces habrá que explorar la noche- resolvió en tono de broma.
Hablábamos de Cuba, de la decadencia de nuestro país, de la fuga de cerebros hacia todas partes. Es muy posible que el 80 por ciento de su promoción –su clase hizo época en la historia de la Facultad de Periodismo- esté fuera de la isla. Es una cifra asombrosa. Ahora estamos casi todos interconectados a través de las redes sociales de internet y de alguna manera nos seguimos los pasos, cosa que antes nunca ocurrió. Uno se iba de Cuba y se marchaba para siempre, se sepultaba en el terrible silencio generado por las divisiones políticas.
Mientras hablábamos, ascendíamos por las calles de la parte alta de Gràcia en dirección al Parque Güell, unos de los objetivos circulados con tinta llamativa. Este espacio verde es una mirador al que se puede acceder en metro, caminando un poco luego. Es el segundo objetivo turístico –según la norma que he visto- después del templo de la Sagrada Familia. Una finca tocada por la mano de Gaudí, en cuyos alrededores vivían a finales del XIX y principios del siglo XX los industriales de la época, los hombres más influyentes que hicieron crecer a Barcelona con sus fábricas de textiles y de zapatos. Uno de ellos, el mecenas Eusebi Güell, fue el que le encargó a Gaudí varias obras diseminadas hoy por toda la ciudad. Fue una especie de benefactor que apostó por un tipo de arquitectura en la que poca gente creía, con el ladrillo a la vista, los balcones redondos, el techo en forma de bóveda descubierta, los herrajes torcidos, las baldosas partidas y luego ensambladas en estilo bizantino aunque con trozos grandes; en fin, locuras estéticas realizadas con el más mínimo detalle técnico.
Dentro de los jardines del Parque Güell está el dragón de mosaicos más famoso del mundo, el que sale en todos los libros de arquitectura catalana. También los bancos aéreos ubicados en el borde de un balcón sinuoso, desde donde se ve perfectamente la ciudad a los pies del viajero. Y están las columnatas siempre en alegoría a la naturaleza, en una gruta donde el arquitecto trabajó el recurso de origen para que existiera allí una misteriosa acústica. En este sitio, luego del trasiego de transportes y caminos, nos sentamos en el suelo, donde mejor se está. Y escuchamos un concierto de música clásica. Contrabajo, teclados y violín.
Silvia lo sintió como un regalo. Relajó su mente mirando el mundo al revés.
(Continuará…)
Foto del autor
Las columnatas del Parque Güell.
Según se cuenta, la familia Güell hizo su fortuna en Cuba y la Florida con el negocio de los puros. O sea, vendiendo tabaco. Una de las tantas historias de Indianos que existen por los alrededores de Catalunya.
Las columnatas del Parque Güell.
Según se cuenta, la familia Güell hizo su fortuna en Cuba y la Florida con el negocio de los puros. O sea, vendiendo tabaco. Una de las tantas historias de Indianos que existen por los alrededores de Catalunya.
2 comentarios:
¡Magníficas, humanas y sentidas crónicas que nos permiten estar en Barcelona!
Gracias
María Luisa
gracias a ti, María Luisa.
Publicar un comentario