lunes, 30 de agosto de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



En la frontera del deber (VIII)

Un cubano, además de un estereotipo tropical, es una bebida refrescante con cierta densidad, cuyos matices –a priori ambiguos- se quedan por un tiempo en el paladar. Es curioso cómo en España han dado algunos gentilicios a frutas y bebidas –también está el paraguayo, cuya textura se parece al melocotón-, pero es que con lo del cubano, que se toma mayormente en época estival, la han clavado, hablando bárbaramente.
Consiste en un vaso o copa alta de horchata con una bola de helado de chocolate dentro, íntegra, para que el cliente la mezcle a su gusto con una cucharilla larga. Se toma despacio, al menos eso es lo que sugiere su servicio, mientras uno conversa desestresado en una terraza. A mí me hacía mucha gracia que Silvia lo probara; sin embargo, no en todos los sitios lo venden. Habría que buscar una horchatería o heladería y ninguna se había cruzado en nuestro camino, o si se cruzó –seguro que sí- no la vi. Es lo que se lleva ahora, las bebidas frías, sean industriales o artesanales. Mientras observaba a Silvia beberse una botellita de horchata que nos vendieron a precio de oro en el Parque Güell, estuve pensando en que se podría realizar una exploración de Barcelona siguiendo algo así como una ruta de la horchata. Hay horchaterías típicas en el centro que hacen su agosto en estas fechas, y nunca mejor dicho. Son las mismas cafeterías que en invierno venden turrones artesanales, para no tener que cerrar sus puertas. Todo está muy bien montado y estudiado al dedillo.
No es lo mismo una horchata o un turrón adquirido en un supermercado que en uno de estos sitios especializados. Pero, claro, todo tiene su precio.
Lo cierto es que no se me ocurrió llevar a Silvia por ahí. No tenía ningún plan preconcebido y nos dejamos manejar por la improvisación, por ese tempo fabuloso del que uno pocas veces puede disfrutar. Al salir del Parque Güell le propuse ir caminando cuesta abajo hasta encontrarnos con el corazón del barrio de Grácia que está en los alrededores de la calle Verdi, la Plaza de la Virreina y la Plaza del Sol. Es uno de los pocos barrios que no cambia en verano porque siempre tiene ambiente, mayormente gente joven, progre, como le llaman aquí. Eso de progre a estas alturas es una etiqueta, está clarísimo, como mismo un cubano lo es. Lo bueno que tienen las etiquetas es que, conociéndolas, se puede disfrutar de ellas si se toman con distancia, como un suvenir que en resumen no es más que un recuerdo. Creo que a Silvia no se le olvidará nunca ese café que nos tomamos en un bar antiguo en la Plaza del Sol, arrinconados como estábamos en una mesita al lado de la puerta. Es posible que en un bar como ese –un bar de copas y tapas, más que todo- sirvan una horchata, pero, a decir verdad, lo que necesitábamos para enderezar un poco el cuerpo era un café.
Se llenó de repente el local. Eran las seis o las siete de la tarde. Había un camarero muy atento que se movía con si tuviera electricidad, él solo para todas las mesas. El otro camarero, que en realidad era el que le gustaba a Silvia, estaba detrás de la barra. La clientela era mayormente local, algo que tanto a mi invitada como a mí nos encantaba ver. Comparto con Silvia una afición sencilla –aunque a veces imposible- que consiste en tomarme un café con un residente, para observar cómo se mueve entre la gente y cómo vive en sentido general. Aquel bar era un muestrario de la sociedad española joven, no de alcurnia, sino precisamente todo lo contrario. Había un cumpleaños en el fondo y de allí venía la algarabía. Se nos torcía el cuello sin quererlo, observando aquella fiesta. La homenajeada se subió encima de la barra, feliz a tope, y agradeció la presencia de sus amigos, tanto verbal como gestualmente. Alzó su falta dándose la vuelta. Por un momento pensé que no llevaría ropa interior. Todo es posible en un mundo de tolerancia donde el sexo ha pasado a ser una vitrina, ahorrándose la sugerencia.
Después del café, nos pedimos una copa de ron añejo que el camarero sirvió a toda marcha, dejándonos una sonrisa verdadera. Es curioso: con la misma materia prima podíamos haber tomado de una sola vez un carajillo, que es la conjunción de un café con el licor que se tercie. Pero supongo que la demanda de un añejo llegó sola, cayó por su propio peso al comprobar que el día tiene a veces dos mitades, una de rigurosa disciplina y otra mitad absolutamente lúdica. Así que pagamos para cambiar de sitio, porque yo quería llevar a Silvia a tomar una copa a uno de mis bares, de los que, durante una época, formaron parte de mi vida. Dejamos atrás el Sol Soler y comenzamos a bajar despacio hasta encontrarnos con las calles del Eixample, otro distrito que aunque más glamuroso alberga también de todo.
Comenzó a caer la noche y a remitir, ¡cómo no!, un poco el calor. El efecto del añejo inmediato en vena –quiero decir: sin hielo siquiera, como debe ser, parar no desvirtuar la materia- nos situó en una dimensión privilegiada. No es que saliéramos de marcha expresamente duchados y arreglados; la cuestión interesante estaba en que continuábamos explorando la ciudad sin conceder ventajas al tiempo.

(Continuará…)

Foto del autor
En Verdi, una calle peatonal llena de restaurantes árabes, están los cines de igual nombre. La gente progre suele ir a Gràcia para ver las películas en versión original.

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