Ella es la rubia perfecta (segunda parte)
En el viaje a Guantánamo conocimos a Laura. La casualidad quiso que nos sentáramos justo detrás, en el An-24 de Cubana de Aviación que entonces –y supongo que aún- hacía los viajes a esa provincia. Iba sola, al lado de la ventanilla, mirando hacia las nubes. Tomasito y yo supusimos que era extranjera. No tenía ninguna pinta cubana. En Cuba hay rubias nativas, por supuesto, aunque pocas tienen la piel tan blanca. Fue Tomasito el que la “asaltó” primero, en pleno vuelo. Teníamos una hora y media de viaje –quizá dos-, pero él no podía esperar. Se lo comía la intriga de saber quién era:
-Hola, ¿vas a algún trabajo en Guantánamo o es un viaje turístico?-le preguntó.
En los vuelos nacionales de España este abordaje a quemarropa es difícil que ocurra. Los vuelos van llenos de ejecutivos y comerciales que no tienen ganas de hablar con nadie y conciben el trayecto como una rutina pesada. Pero en Cuba la gente habla constantemente en todas partes. La gente se conoce en la calle. O en un avión bimotor todavía de hélice:
-Voy a un evento, a un evento de teatro- respondió Laura girando todo el torso hacia atrás.
Entonces vimos sus ojos azules y sus incontables pecas, sus labios finos y toda la cara despejada. Llevaba el cabello recogido con una goma e iba sin pendientes.
Laura hablaba español bastante bien. Pensamos que podía ser europea, pero jamás norteamericana. ¡Hay, el bloqueo!
Cuando nos enteramos de que viajábamos con una muchacha yanqui, nos llenó todavía más de curiosidad su presencia allí, en ese avioncito desvencijado que nos habían regalado los soviéticos a cambio de tropas, de azúcar o simplemente de complicidad.
El panorama era bastante curioso: Una gringa en un avión ruso conversa con dos periodistas oficiales cubanos.
Sin embargo, el tema principal fue el teatro.
Nos llenamos de alegría al comprobar que íbamos al mismo lugar los tres. ¡Una rubia acababa de entrar en nuestro itinerario! Era la primera mujer confirmada en todo el viaje, periplo que comenzaría en la capital provincial y terminaría, con buen tiempo, en las márgenes del río Miel, en Baracoa. Pasaríamos por Maisí, el extremo más oriental de la isla donde, según se quiera ver, comienza o termina el territorio cubano.
Cuando llegamos a Guantánamo, nadie nos estaba esperando. Nuestra aventura comenzó en el aeropuerto haciendo autostop. Y terminó despidiéndonos de Laura en medio del monte, rodeados de amigos, de actores profesionales de teatro para niños. Después yo la volvería a ver en La Habana. Fui a visitarla a un pequeño apartamento que tenía alquilado en el Vedado. Me seguía pareciendo raro que una extranjera viviera como nosotros y tuviera una vida tan sencilla. Debieron otorgarle algún permiso especial para su investigación porque el gobierno cubano es muy estricto con los extranjeros. Más con los norteamericanos, supongo, porque enseguida piensan que son espías.
Pero Laura en realidad era una antropóloga que hacía su doctorado sobre los proyectos de teatro comunitario en la isla, y era también –eso lo supimos después- una excelente bailarina de salón, de niveles competitivos internacionales.
Otra cosa: no se llamaba Laura. Ese nombre se lo pusieron en Cuba nada más llegar. Se lo pusieron por comodidad pues a los cubanos les costaba pronunciar Laurie. Sin embargo, a ella le gustó y se presentaba así. Y así se quedó en nuestras mentes.
Tomasito, que era un divertido de la vida, la estuvo observando todo el tiempo. El primer día de camino, los actores trabajaron en una de las escuelas perdidas en la geografía nacional y nosotros los ayudamos con el montaje de la escenografía. Como era un lugar de difícil acceso, nos llenamos de fango hasta la cabeza. En un descanso, apareció Laura por detrás de un árbol, muy limpia, y no porque no hubiera hecho nada. Es posible que se hubiera lavado un poco en el río. Entonces Tomasito dijo aquella frase célebre que recordaré toda mi vida:
-¡Miren!- señaló a Laura con el índice-. ¡Lo de las películas norteamericanas no es mentira! ¡Esas rubias siempre están impecables!
Todos nos morimos de la risa. Y hubo que explicárselo a la protagonista, por descontado, porque no entendió nada.
Muchos años después, volví a ver a Laura en Barcelona, como adelanté en el post anterior. Entonces le mostré la foto que preparamos Tomasito y yo y recordamos la Cruzada Teatral del año 2000, rememoramos los escenarios improvisados y lo enriquecedora que fue aquella experiencia. Pero no tenía a mano esta foto que le tomé mientras ella observaba el Estrecho de los Vientos, subida en lo alto del faro de Maisí.
Es todavía un negativo sin imprimir, mal cuidado, como se puede apreciar, pero virgen. Es muy casual que su imagen no fuera cortada, como solía ocurrir –¡antiguamente!- con el último fotograma del carrete, el número 36. Se salvó Laura por ser una mujer muy observadora y absolutamente tranquila.
Hoy vive cerca de Washington y se ha casado con un médico de Urgencias, de esos mismos que salen en las teleseries norteamericanas y que tanto les gustan a las españolas. Con la diferencia de que su médico es real.
Han tenido un hijo recientemente.
Es una pena que Tomasito se haya ido de este mundo tan temprano y me deje solo con estos recuerdos. Es por ello que he preferido compartirlos.
Foto del autor
Laurie Frederik es antropóloga y bailarina de salón.
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