Verlo todo con distancia duele menos (X)
La mejor descarga existencial con Silvia –ron mediante- no tuvo lugar en el bar de Jose, sino otra noche en la terraza de mi casa. Nos quedamos desmenuzando el pasado a cielo abierto y a pocas calles de la orilla del mar. María aún no estaba de vacaciones y se marchó a la cama temprano, después de tomar un postre.
Nos remontamos a la –para mí- difícil época escolar. Silvia nunca había estado becada pero yo sí. Hablando con ella me di cuenta de que tengo asumidos los muy malos episodios que me ocurrieron como si fuera algo normal. Me becaron desde séptimo grado, siendo un niño todavía, porque en aquellos tiempos estaban de moda las becas, que no eran más que campos de concentración para realizar trabajos forzosos –lo digo claro, sí, forzosos, porque había metas obligatorias que cumplir. Solo veía a mi madre los fines de semana –a mi padre casi nunca- y me pasaba el tiempo durmiendo cuando iba a casa. Fue una pesadilla que duró tres años pero de la que aún recuerdo algunos nombres concretos, como el del maltratador que me golpeaba diariamente en las duchas antes de meterse en la cama, y el del jefe de albergue que también nos golpeaba a todos y se entretenía en inundar el dormitorio a altas horas de la noche para que sus subordinados –repito, niños- sacáramos el agua y dejáramos el suelo brillante. Luego de esta humillación, que jamás fue controlada por ningún profesor, nos mantenía un buen rato en atención en la antesala del albergue, desnudos y sin pestañar. Si alguien doblaba las piernas lo abofeteaba fuerte dos o tres veces.
-¿Y por qué no denunciaste estos hechos ante tus padres?-preguntó Silvia compartiendo el dolor.
-Supongo que por lo mismo que una mujer no denuncia a su maltratador. Por miedo, o porque sencillamente cree que eso que pasa es normal.
Mi amiga de la universidad me sugirió que buscara esos nombres en internet, pero realmente no tengo ánimos para revisar nada de este pasado. De hecho nunca supe la gravedad de esas cosas hasta ahora. Creo que era la primera vez que se lo contaba a alguien. Si estuviéramos en Cuba tal vez no lo hubiera narrado. Cuando uno emigra es que verdaderamente toma distancia de los episodios de su vida; sucede al emigrar o cuando uno llega a la senectud. La verdad es que la conversación con Silvia fue como si me confesara ante un cura, cosa que nunca he hecho en mi existencia. Estábamos por supuesto a rostro destapado, sin celosía mediante que nos obligara a un diálogo impersonal; tanto mi madre como la de ella habían fallecido en la isla –producto de la misma enfermedad- y nos embargaba un ánimo solidario capaz de destapar cientos de miles de cajas de Pandora.
Es cierto –me lo ha recordado ella misma en los mails enviados a su regreso a Malmö-: Tomábamos el ron añejo a palo seco, un Barceló que compró para mí en una tienda de chinos. Nos supo a gloria aquella bebida conocida que ahora valía para remarcar la distancia y comprobar que el presente ha sido cierto, benéfico, absolutamente nuestro. Es la mejor ventaja que tenemos al marcharnos de un régimen totalitario, que uno por fin es uno mismo. Pero antes de irnos no nos dábamos cuenta.
-Y es una suerte que estemos aquí, reunidos por voluntad propia, recordando a nuestros amigos-apuntó mi invitada con su insistencia de agradecer las cosas buenas de la vida.
Cuando subimos al Tibidabo, al menos yo, recordé nuestra conversación en la terraza. Subimos en el coche con mi mujer y a Silvia se le quería detener el corazón. Las alturas son como un látigo en su espalda pero ella aguanta si cree que vale la pena. No cierra los ojos, sino más bien disimula hablando sin parar acercándose a otros cuerpos, buscando esa seguridad que su naturaleza le intenta arrebatar, buscándola en el contacto humano. Llegamos hasta lo más alto donde se puede ascender en esa montaña, hasta los pies del Cristo que está sobre la ciudad con sus ojos omniscientes. Es el poder de la Iglesia –como en Río de Janeiro, como en París, como en La Habana- colocado en un gran observatorio para, dice la institución, salvaguardarnos de los desastres naturales. Pero al margen de esta gran ilusión religiosa, está el hecho en sí mismo que es la construcción del monumento.
Se lo había advertido a Silvia, que llegaríamos hasta lo más alto de la ciudad y desde allí tendría a Barcelona a sus pies, compartida, eso sí. El dominio desde las alturas y el aire fresco que soplaba nos envolvieron en momentos de recogimiento y silencio. Yo pensé en el valor de Silvia luchando contra el vértigo, en lo que debía sentir ella en esos instantes, teniendo a uno de sus destinos soñados en un puño. Aproveché que estaba en la cima de un templo expiatorio y perdoné a mis verdugos de la época escolar. Todo en silencio, hasta ahora.
Nos remontamos a la –para mí- difícil época escolar. Silvia nunca había estado becada pero yo sí. Hablando con ella me di cuenta de que tengo asumidos los muy malos episodios que me ocurrieron como si fuera algo normal. Me becaron desde séptimo grado, siendo un niño todavía, porque en aquellos tiempos estaban de moda las becas, que no eran más que campos de concentración para realizar trabajos forzosos –lo digo claro, sí, forzosos, porque había metas obligatorias que cumplir. Solo veía a mi madre los fines de semana –a mi padre casi nunca- y me pasaba el tiempo durmiendo cuando iba a casa. Fue una pesadilla que duró tres años pero de la que aún recuerdo algunos nombres concretos, como el del maltratador que me golpeaba diariamente en las duchas antes de meterse en la cama, y el del jefe de albergue que también nos golpeaba a todos y se entretenía en inundar el dormitorio a altas horas de la noche para que sus subordinados –repito, niños- sacáramos el agua y dejáramos el suelo brillante. Luego de esta humillación, que jamás fue controlada por ningún profesor, nos mantenía un buen rato en atención en la antesala del albergue, desnudos y sin pestañar. Si alguien doblaba las piernas lo abofeteaba fuerte dos o tres veces.
-¿Y por qué no denunciaste estos hechos ante tus padres?-preguntó Silvia compartiendo el dolor.
-Supongo que por lo mismo que una mujer no denuncia a su maltratador. Por miedo, o porque sencillamente cree que eso que pasa es normal.
Mi amiga de la universidad me sugirió que buscara esos nombres en internet, pero realmente no tengo ánimos para revisar nada de este pasado. De hecho nunca supe la gravedad de esas cosas hasta ahora. Creo que era la primera vez que se lo contaba a alguien. Si estuviéramos en Cuba tal vez no lo hubiera narrado. Cuando uno emigra es que verdaderamente toma distancia de los episodios de su vida; sucede al emigrar o cuando uno llega a la senectud. La verdad es que la conversación con Silvia fue como si me confesara ante un cura, cosa que nunca he hecho en mi existencia. Estábamos por supuesto a rostro destapado, sin celosía mediante que nos obligara a un diálogo impersonal; tanto mi madre como la de ella habían fallecido en la isla –producto de la misma enfermedad- y nos embargaba un ánimo solidario capaz de destapar cientos de miles de cajas de Pandora.
Es cierto –me lo ha recordado ella misma en los mails enviados a su regreso a Malmö-: Tomábamos el ron añejo a palo seco, un Barceló que compró para mí en una tienda de chinos. Nos supo a gloria aquella bebida conocida que ahora valía para remarcar la distancia y comprobar que el presente ha sido cierto, benéfico, absolutamente nuestro. Es la mejor ventaja que tenemos al marcharnos de un régimen totalitario, que uno por fin es uno mismo. Pero antes de irnos no nos dábamos cuenta.
-Y es una suerte que estemos aquí, reunidos por voluntad propia, recordando a nuestros amigos-apuntó mi invitada con su insistencia de agradecer las cosas buenas de la vida.
Cuando subimos al Tibidabo, al menos yo, recordé nuestra conversación en la terraza. Subimos en el coche con mi mujer y a Silvia se le quería detener el corazón. Las alturas son como un látigo en su espalda pero ella aguanta si cree que vale la pena. No cierra los ojos, sino más bien disimula hablando sin parar acercándose a otros cuerpos, buscando esa seguridad que su naturaleza le intenta arrebatar, buscándola en el contacto humano. Llegamos hasta lo más alto donde se puede ascender en esa montaña, hasta los pies del Cristo que está sobre la ciudad con sus ojos omniscientes. Es el poder de la Iglesia –como en Río de Janeiro, como en París, como en La Habana- colocado en un gran observatorio para, dice la institución, salvaguardarnos de los desastres naturales. Pero al margen de esta gran ilusión religiosa, está el hecho en sí mismo que es la construcción del monumento.
Se lo había advertido a Silvia, que llegaríamos hasta lo más alto de la ciudad y desde allí tendría a Barcelona a sus pies, compartida, eso sí. El dominio desde las alturas y el aire fresco que soplaba nos envolvieron en momentos de recogimiento y silencio. Yo pensé en el valor de Silvia luchando contra el vértigo, en lo que debía sentir ella en esos instantes, teniendo a uno de sus destinos soñados en un puño. Aproveché que estaba en la cima de un templo expiatorio y perdoné a mis verdugos de la época escolar. Todo en silencio, hasta ahora.
(Continuará…)
Foto del autor
El Tibidabo es uno de los puntos más altos de la ciudad. Se puede acceder fácilmente, tanto en automóvil como en transporte público. Es, al mismo tiempo, parque de atracciones y lugar de recogimiento. Allí está instalado el templo del Sagrado Corazón de Jesús, curiosamente en el mismo emplazamiento donde se pretendía construir un gran casino a principios del siglo XX.
El Tibidabo es uno de los puntos más altos de la ciudad. Se puede acceder fácilmente, tanto en automóvil como en transporte público. Es, al mismo tiempo, parque de atracciones y lugar de recogimiento. Allí está instalado el templo del Sagrado Corazón de Jesús, curiosamente en el mismo emplazamiento donde se pretendía construir un gran casino a principios del siglo XX.
2 comentarios:
Ay, Jorge, mi hermano: esa fue una noche bien fuerte. Y de verdad le agradezco mucho a la vida que la hayamos tenido. Y a tí la confianza de abrirme tu pasado. He pensado varias veces en lo que me contaste, por supuesto, y en otras muchas cosas que he recordado de mi propia vida, porque la memoria tiene sus diques, y si una grieta se abre, resulta que se desbordan en avalancha los recuerdos. Eso está bien, creo, que el agua salga y la presión se afloje, hacer cuentas y pasar la ralla del perdón, que es superar, pero no la del olvido, porque yo me pregunto qué estará pasando ahora, con los más jóvenes, en los mismos sitios. Y la verdad es que me erizo.
Ahora, cuando recuerdo la subida en coche, a pie, y luego por las escaleritas hasta el mismo Cristo del Tibidabo, ahí también me erizo. Porque yo a eso le tengo un miedo! Pero con ustedes me atreví. Y encima, quién se iba a resistir a la seducción de tener Barcelona a sus pies, sobre todo compartida!
Sin embargo, te confieso, más miedo me dieron las escaleritas del Parc Guell, vaya a saber por qué. Será porque nos faltaba María? Dale un beso!
A ver si nos tocan otros Barcelós en Barcelona, o en cualquier parte!
Ya miré: no hay Barceló -ni Abuelo- en el Systembolaget :(
Que te mejores pronto del catarro!
¡¡Sin palabras, amigos míos!! Sin palabras.
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