¡Bendito sea el teatro!
Mis amigos catalanes todavía se asombran cuando me ven rociando con ron una esquina de una vivienda. Todavía creen que lo hago por religión o algo místico. A la vuelta del tiempo, me dejan a mano todas las botellas vírgenes para que realice el ritual. Insisto en que tiene que ser con ron, pero ellos quieren hacer extensivo el acto, extensivo a los vinos y licores más o menos ásperos, jugosos, dulces, espumosos.
-¡Vete a la cocina, hazlo allí!-, me piden casi con dolor para que el alcohol de caña no caiga sobre el parquet de madera.
Quienes nacimos dentro del eufemismo que es la revolución cubana, no creemos ni en nuestra sombra; nos enseñaron a no creer en el más allá para concentrar los esfuerzos en el adoctrinamiento materialista, una aberración, sin lugar a dudas. Nosotros, sin embargo, seguimos miméticamente las instrucciones de uso de un mundo mágico que estaba y está siempre a nuestro alrededor, sostenido a fuerza de fuego por el sector africano que nos legaron los españoles y que agradecemos de alguna manera con ese bendito chorro de ron.
Ahí van todas nuestras esperanzas, en la parábola aromática e inflamable que realiza el ron cuando se libera en la inauguración de una botella. Ahí echamos todo lo malo, limpiamos el camino y, de paso, brindamos por el amplio panteón de los orishas, en particular, y en general por todos nuestros santos negros, blancos y mulatos.
Dicen las sabias lenguas que Fidel Castro visita a un babalao, el sacerdote de la religión afrocubana con autoridad –es un decir, ya se sabe que en Cuba nadie manda más que el viejo caudillo. Esto indica que existen babalaos para todos, incluso para los dictadores.
Castro –ya no le llamo Fidel- ha sido el culpable de que la nación cubana esté desparramada por todo el mundo, como los judíos, pero sin las posibilidades amplias que en su momento tuvieron los hebreos para montar negocios. Estamos en todas partes tratando de reinventarnos, con la dura circunstancia de que la nostalgia nos roba buena parte de nuestras energías. Esta noche iremos a bailar a alguna sala de salsa de la ciudad, donde seguramente habrá un cubano como monitor. Primero se le brindará a los santos en un rincón y luego se pedirá que acabe ya esta pesadilla. Se mezclará la muerte del dictador, explícita e implícitamente, y se pondrán todas las miras de optimismo en el 2010, año redondo, lindo, par, nuestro.
Al cerrar mentalmente estos doce meses –hay que hacerlo con la parábola de la dulce gramínea-, recordé la versión nacional de Calígula, la obra de Albert Camus estrenada no por casualidad en París en 1945, cuando finalizaba la Segunda Guerra Mundial. Ya decía yo en el post anterior que, en el teatro, todo queda expuesto, de una u otra manera. Con más o menos simbolismo, esquivando la censura o aprovechándose de ella.
No es extraño que el gobierno cubano autorizara una sala céntrica de la capital –con pocas posibilidades escenotécnicas, cierto, ya que era un cine- en la que se estrenaba y estrena obras conflictivas de carácter pensante. A estas alturas –ya lejos del terreno- creo que ha sido una estrategia de válvula de escape con el fin de desangrar inteligentemente al sector intelectual. Algo así como un “dejar estar” para que el creador tenga un sitio visible pero, al mismo tiempo, se ajuste a los parámetros dictatoriales.
Hay que decir que no todos los creadores tuvieron esa suerte. Pero algunos sí y ahí están, con el metalenguaje a cuestas, porque otra cosa no se puede hacer.
En abril de 1996, hace casi quince años, se estrenó en La Habana Calígula, por el grupo de Teatro El Público. Todo el mundo sabe que Calígula fue un emperador soberbio y sanguinario, a quien, como se dice popularmente en España, “se le fue la pinza”. Se volvió loco, se convirtió en un vanidoso hombre que utilizó todo su poder para adorarse a sí mismo.
Nada más parecido a la realidad en una Cuba tragicómica y terriblemente arruinada, no por el bloqueo, no señor, sino por el empecinamiento de un solo hombre.
¡No es justo!
Aquella temporada de Calígula en La Habana pensaba que el régimen estaba tocando fondo. No contaba con que, casi quince años más tarde, yo estaría en Barcelona huyendo –escapado- de ese mismo régimen y del mismo emperador. ¡Un emperador en pleno siglo XXI!
Al pasar revista, por desgracia tengo que decir que el fabuloso actor cubano que encarnó a Calígula, Roberto Bertrand, ha muerto, presuntamente en suicido. Cerca de aquí, cerca de mi casa, porque los dos compartíamos el exilio en la misma ciudad.
Quiero recordarlo con estas líneas y con un chorro de ron en suelo de granito, entre estas cuatro paredes de mi estudio donde cierro –y encierro- el pasado.
Quiero también agradecer a todos los que se han acercado a este blog y han leído el manojo de crónicas intimistas inspiradas en la lejanía y el recuerdo de Ítaca.
A esa isla volveremos y de hecho volvemos cada día.
¡Feliz 2010!
Nota: Esta fue mi reseña en Granma a propósito del estreno de 1996. Como era de esperar, también el crítico tuvo que irse por las ramas. (Pinchar sobre la imagen para ampliar la lectura. Foto original: Figueroa).