Acabo de enterarme, por Internet, que ha muerto Alberto Pedro, uno de los mayores dramaturgos cubanos contemporáneos, negro achinado, grácil, con voz grave, discreto en la vida pública –al menos, que yo recuerde, nunca lo vi desaforado en actos públicos, ni mucho menos robando cámaras en la televisión. Tenía 51 años y una obra inolvidable. Cuando estrenó Manteca (la tituló, casualmente, igual que la emblemática pieza jazzística de Chano Pozo), yo escribía una columna de teatro, y no me dejaron publicar ni una línea. La obra de Alberto Pedro se estrenó con poca promoción en la Sala Alternativa del Café-Teatro Bertold Brecht, un espacio de escasas posibilidades esceno-técnicas. Al grupo Teatro Mío, encargado del montaje, lo trataron como aficionados, al destinarlo a una sala de segunda categoría, como si le dijeran: “Toma, tienes un espacio, para que luego no digas que no te dejamos estrenar”. Sin embargo, resolvieron el problema, que no era tal problema. Lo importante de esa puesta era el texto y las interpretaciones. En tiempos de censura, el teatro ha logrado escabullirse de alguna manera, quizá como válvula de escape propiciada por el propio gobierno. El teatro es un hecho elitista, en el sentido numérico de la palabra. Hay que ir a verlo y, ya se sabe, las localidades pueden ser limitadas.
Recuerdo Manteca como uno de los hitos del teatro cubano, representación realista de los tiempos que corrían en 1993 si la memoria no me falla, aunque, lógicamente, se utilizó el sentido figurado para decir las cosas. La pieza trata de una familia de tres hermanos que quedan prácticamente aislados en su apartamento pues, de la puerta hacia fuera, el país se descompone, se desmorona y se hace añicos tras la caída del campo socialista. Trascurre un tiempo de crisis económica terrible, al punto de no tener qué comer. Deciden, pues, criar un cerdo en la bañera de la casa, cebarlo con el propósito de comerlo en el momento más necesario. Adquieren lazos afectivos con el animal –se convirtió prácticamente en un miembro de la familia-, y el gran dilema llega a la hora de sacrificarlo. Puñal en mano, los reiterados gritos de “¡lo matamos, lo matamos!” dejan mucho para pensar. El cuadrúpedo es el símbolo de muchas cosas.
Ahora que llega la noticia de la muerte de Alberto Pedro, con quien conversé fugazmente en dos o tres ocasiones, me gustaría saber si ese texto ha sido publicado en alguna revista o antología alguna vez. Valdría la pena leerlo. Dice la noticia que murió de cirrosis hepática. Y no me extraña. Muchos cubanos somos unos bebedores de alcohol empedernidos, y el mundillo de la bohemia, de la farándula, la sociedad artística, por nombrarla más finamente, históricamente se ha asociado con fijación a los alcoholes.
Comencé a beberlos alrededor de los 20 años. Luego, cuando fui a trabajar como periodista del mundo cultural, aumenté las dosis. No me daba cuenta de que, en cada viaje interprovincial, en cócteles, en recepciones, conferencias de prensa, comidas de trabajo, vernisages, estrenos, avances editoriales, debates de conciertos, festivales de cine, había siempre una copa de por medio. A mí el alcohol me favorece mucho, si se me permite expresar tal disparate. Me refiero a la desinhibición. Me siento feliz. Transmito felicidad. A veces caigo en estado de gracia y soy capaz de pensar ideas maravillosas. Mi generación llegó tarde a la intensa vida nocturna de La Habana, a las noches de los grandes cabarets y las descargas de jazz, por ejemplo. Algo vi, pero muy poco. Y eso que nací en la capital. Todo el ambiente de los bares, clubes nocturnos, fue desapareciendo o, mejor dicho, trastocándose por otro de nuevo tipo ,también etílico, pero menos interesante. Siempre soñé con sentarme en una barra elegante y contarle mi vida a un camarero. Lo terrible era que, mientras soñaba con eso, bebía ron a destajo en sitios decadentes. Nunca solo. Éramos muchos amigos, abogados, ingenieros, médicos, literatos, fitosanitarios, cibernéticos, lingüistas, y todos con la lengua enredada algunas veces. La pasábamos bien. Jugábamos al dominó y bailábamos una rueda de casino, con chicas, por supuesto.
Al llegar a Barcelona tuve la tentación demasiado fácil. Bares hay para escoger. Descubrí la gran paradoja de que aquí me puedo comprar, en el supermercado, una botella de ron fabricada en mi país más barata que lo que me costaría allá, por la diferencia abismal de poder adquisitivo. Un amigo asturiano me dijo una vez que, los que emigramos, no es que resolvamos un problema, sino que cambiamos un problema por otro. Tiene razón. Ahora me he visto bebiendo ron a solas, muchas veces, evadiendo algo que no tiene cura y que se llama nostalgia. Me acuerdo siempre de este amigo.
Hace poco fui a ver a un iridólogo, un médico que sabe interpretar el funcionamiento interno del cuerpo, de los órganos, a través de iris. Me detectó el hígado alterado. Fue lo único malo que me descubrió. Yo no sabía que el hígado lo filtra todo, que el alcohol lo va mellando hasta aniquilarlo. Es un asunto acumulativo. Me ha asustado mucho la muerte de Alberto Pedro porque, además de mi roncito para las ocasiones especiales –esto es algo muy personal-, aquí he aprendido a degustar los vinos. Me parece demoledor el paralelismo que acabo de descubrir mientras escribo estas líneas, hoy sábado, después de limpiar mi apartamento:
Estoy casi seguro de que, mientras se escribía Manteca, yo vendía ron clandestino de fabricación casera. Más concretamente: el mismo cronista de teatro que escribía para el periódico más importante del país, quemaba el hígado de sus vecinos, mientras un dramaturgo, en otro punto de la cuidad, perfilaba sus personajes con un vaso de ron sobre la mesa.
Verano 2005
3 comentarios:
Jorge I. ya pude venir y me he quedado helada. No puedo decirte más, lo viví así y te entiendo, revivo cosas que incluso están programadas para otra tendedera por allá, por contanto. Es bueno leerte, no te pierdas y no estés tan solo porque al menos este medio nos acerca. Yo tengo una familia que ha crecido aquí y aún así hay días que siento una extraña soledad, por eso te digo. Un abrazo y una copa de vino tinto, pero una eh
Kerala. te respondo en esta cajita ya perdida en el historial del blog, por el tiempo que hace, solo por eso está perdida. Ya no estoy solo, en aquel momento en que lo escribí, sí. Y no quiero recordar aquellos años -mira la fecha de escritura- fue durísimo. Es una triste realidad, nuestro gobierno nos quería asi aniquilados a todos, autodestruyéndonos. Pero solamente desde la distancia se puede reflexionar sobre nuestros asuntos. Hacerlo allí sería suicida. El hígado, los órganos vitales de unos aguantan y los de otros no. Hicimos bien en marcharnos, por mucho que la nostalgia nos sea difícil de llevar. Nos hicieron creer que éramos los mejores y no lo somos. Somos entusiastas, pero con eso no basta para vivir. Te felicito por tener a tu familia fundada afuera, eso no tiene precio. un fuerte abrazo y un millón de gracias por entrar en esta tendedera, como dirías tú misma.
Me alegro por tu pareja, tiene un compañero grande. Dices algo sabio nos creíamos los mejores, esa es una dolorosa verdad. Los cubanos despertamos afuera y quedamos encueros conscientes de nuestra indefensión. Hoy he recibido una carta preciosa del amigo ¿te acuerdas quién? me he quedado llorando. Bien dice mi esposo diario que no regrese al pasado nunca más y Poe también me lo recuerda porque pensar en Cuba siempre me trae remembranzas de un totí espantosamente negro, diciendo Nunca más.
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