miércoles, 25 de abril de 2007

Solange

Yo nunca había visto nevar. Y, a decir verdad, lo que estaba cayendo en Barcelona metropolitana no era nieve, sino una especie de granizada en forma de lluvia que se deshacía antes de tocar la calle. Me fui a caminar sin rumbo por mis cercanas arterias del Eixample para dejarme mojar frío, cayendo la noche. Es una hora que no me gusta nada si estoy ocioso, porque me hace sentir infeliz ver la prisa de la gente; escuchar el murmullo de la ciudad provocado por los desplazamientos me inhibe y al final me aplasta. Yo había dejado el bar de Joan Miró con mucha soberbia y estaba pasando unos días negros con tanta soledad, sin saber hacia dónde apuntar mi vida y, por desconocimiento, sin saber disfrutar al menos el esbozo de nieve que caía. Entré en un bar de la calle Enric Granados, más abajo de Valencia, según recuerdo, y me pedí un cortadito. Me pareció que estaba en París con aguacero sin haber estado en París jamás. La arquitectura, los cristales del bar, el reflejo de las luces de los coches me marcaba esa intuición, y también, quizá, porque podía pedirme un croissant sin problemas. Mi paraguas quedó recostado al cristal y me dejó de regalo un charco de agua a mis pies. Yo ocupaba una mesita para dos, de madera, y a mi alrededor charlaban y fumaban los que igualmente se hubieran detenido allí un día de verano. El bar es un gran negocio .Intenté leer los periódicos del día –ya casi al fenecer la jornada-, pero mi cabeza no estaba para letras, sino para soñar con París. Hoy por hoy no me caben dudas de que Barcelona es afrancesada, más en el Eixample con sus terrazas y en general todos sus aires libres y sus fachadas y sus dulcerías. En aquel entonces me movía en los primarios encantos intuitivos, me movía (es un decir, porque no salía de cuatro o cinco manzanas del Eixample) ilusionadísimo por el olor a tabaco rubio, por la elegancia desenfadada del vestir que veía, por lo cercana que sentía la posibilidad de una conquista agotando solo un 0,001 por ciento de mis caudales de Casanova. Todo era muy fácil según me lo planteaba. No hacía falta dinero. Es más, no pensaba en el dinero. Yo tenía ganas de amar a alguien debajo de un farol que trasluce la nieve en el aire. Resfriarme si era posible y sentir cómo se despegaban las suelas de mis zapatos. Estaba viviendo una nevada histórica en Barcelona después de no caer en 10 ó 15 años, y en mi bolsillo chasqueaban las últimas pesetas agujereadas con las que, dos meses más tarde, no podría pagar el cortadito. Pero yo era un advenedizo invernal.
Por eso cuando conocí a Solange pensé que mayor fortuna había que mandarla a buscar al París de los años 20. Ella trabajaba en el servicio doméstico de la casa de un amigo catalán que me invitó a comer. Llevaba el clásico delantal de rayitas azules que no sé por qué usan todas las empleadas de hogar, y tenía el cabello suelto, un pelo ligeramente rizado y fino. Solange, que aparentaba tener mucho menos de su edad, portaba una mirada triste y una vocecita tan distante que daba pena escucharla. Un cuerpo precioso se dejaba ver entre la transparencia de su delantal, de frente, y de espaldas, cuando su voz se hundía todavía más, salían a flote unos glúteos redondos y firmes, bien proporcionados dentro del vaquero milimétricamente entallado. Su rostro, con pómulos salientes, confirmaba la humildad andina de sus ademanes. Solange no pudo evitar el coqueteo a pesar de su timidez. Mientras fregaba los platos y hablábamos cosas banales, porque yo no salí de la cocina prácticamente a nada, me miraba de soslayo en busca de comunicación, con unos ojos negros ardientes de amor. Había venido de Perú hacía casi tres años y su vida se había reducido a servir a otros, dentro de un ámbito lujoso y frío de los barrios altos de Barcelona. Su vida se resumía en acompañar a la madre de mi amigo a la peluquería, servir la mesa, ordenar la cocina y acostarse a dormir a las diez de la noche en una pequeña habitación de empleados que tenían para ella. Mi amigo, saltando vallas y prejuicios, la invitaba al cine de vez en cuando con una nobleza extraordinaria, porque mi amigo, además de poseer un gran corazón, también necesitaba alguien con quien comunicarse. No sé cómo nos las arreglamos para intercambiar teléfonos casi en la puerta, ante la mirada atónita de mi amigo y la soberbia de su madre que, por supuesto, nunca más me ha invitado a comer en su mesa de etiqueta.
A partir de entonces, los fines de semana de Solange empezaron a cambiar pues comenzamos a vernos y a conocernos contando las horas para que no se nos terminaran. El invierno recrudecía, por lo que los paseos cada vez iban a menos y nos refugiábamos en el céntrico apartamento que me habían prestado y con la durísima circunstancia de que Solange tenía que amanecer en el sitio donde la conocí, porque así eran las reglas del juego según su contrato de trabajo. De manera que, a la hora que más deseábamos estar juntos, castigados por la prisa y por la pasión que corrían en sentido contrario, ella se encogía de hombros con los ojos húmedos y sin palabras en los labios. Me imagino el remolino que debía sufrir por dentro esa mujer que disfrutaba del sexo a sus anchas, y que antes y después del sexo la embargaba un remordimiento terrible de pecadora, de infiel, de libertina dentro de los parámetros estrechos que le había marcado el catolicismo. Lo peor, lo más duro que encontré en su existencia humilde y solícita, no era el tema religioso (trabajo me costó llegar a besarla), sino el desconocimiento de sus derechos como mujer íntegra e independiente. A sus casi 40 años, que, repito, yo le quitaría 20 sin dudar, yo había sido el segundo hombre en su vida, según me contó. Desde los 15 años en que se casó con uno de su pueblo mucho mayor que ella, hasta el sol de hoy, se había dedicado por entero a cuidar de su marido y de sus dos hijos, a soportar un machismo aplastante que ella no podía ver porque fue enseñada a someterse sin réplicas de ningún tipo, porque su mundo no le permitía siquiera pensar diferente. Se acomodó a lo tradicional sin mirar su belleza en un espejo –los espejos estaban trucados en su pueblo-; aprendió a bailar perfectamente las marineras, y, contrariando su naturaleza tibia de mujer sensual, de infinita amante del deseo por encima de todo, se convirtió en propiedad privada del cerebro de un hombre que apenas conocí por referencias, pero que estoy seguro no hizo con ella otra cosa que aprovechar el poder primitivo de un cacique.
Tanto es así que, todavía, Solange trabajaba de sol a sol, lejos de su familia y de su tierra, soportando el desdén de la sociedad española que la multiplica por cero, y a principios de mes enviaba su dinero casi íntegro para pagar la escuela de sus hijos. No conocía las discotecas, no se sentaba jamás tranquilamente en un bar y no era capaz de estimarse a sí misma. Nunca olvidaré la primera vez que hicimos el amor, después de cortejarla largo y tendido durante semanas, lo que para mí significó un tierno regreso a la adolescencia por el extensísimo juego de seducciones que utilicé removiendo mis ardides clásicas y empolvadas. El primer beso, el primer abrazo rebuscado llegaron como la cadencia de un baile de salón decimonónico que requiere un entramado lingüístico y gestual bien pulido, con sus intermedios inviolables en los que el caballero le ofrece su pañuelo blanco a la dama; ésta se seca el sudor de su frente con delicado manejo de la tela impoluta, bordando con gotas de su fragancia un Sí todopoderoso, y acto seguido, con un golpe seco, despliega su abanico para rematar el coqueteo. El caballero entiende el lenguaje y le ofrece su brazo para no desperdiciar los próximos compases de la música. Lo que pasaba era que, en la coda divina de nuestra danza, Solange se tenía que marchar y yo la acompañaba por las calles desiertas de la ciudad, atravesando cortinas gélidas de niebla.
Una vez que comenzamos más temprano el desesperante minué, Solange se despistó en no sé cuál de los pasos y fuimos a parar al dormitorio, con las agujas del reloj amenazando mi existencia. Solange era un candil infinito que ardía a fuego lento, a fuego tenue. La sentía arder debajo del edredón mientras me martillaban en la cabeza los segundos de relojería suiza de su tiempo real, que, por extensión, era el tiempo mío. El poco tiempo psicológico que pude merecer durante un par de meses en que la estuve viendo, me dedicaba, entre bambalinas, a mirarle aquellos ojos con fiebre, enfermos de tanta pasión retenida. Su actitud sumisa, autodestructiva e inoculada reiterativamente a lo largo de su vida conyugal, creo que fue lo que más me asustó y le dije adiós. Hubo algo que superó el fragor cómplice de las noches que vivimos amándonos, algo que incluso superó la complicidad inigualable del intercambio de teléfonos. Fue una imagen. Yo solo lo había visto en películas y no podía creer que me estuviera pasando algo semejante. La primera vez que hicimos el amor, Solange cumplió un ritual insulso que consistía en desnudarse delante de mí y meterse en la cama y taparse hasta el cuello, en espera de que el hombre (en este caso, yo) entrara a poseerla directamente como un sistema establecido de emisor-receptor. Sin juegos previos ya desnudos, sin recorridos de punta a punta, sin erotismo visual. Me marcó una actitud de roles dogmáticos que yo hasta el momento conocía solo por referencias, y me destrozó el alma a fin de cuentas.
Aquella actitud decía mucho, porque en lo adelante vino lo que yo me había sentado a esperar. Se me hacía difícil aceptar un final que a todas luces era inevitable, porque a la tercera vez que me dijo: “Tú no me quieres para nada”, comprendí que me iba a vencer mi egoísmo. Ella era una víctima de antaño y yo no era su victimario.
Tomándome el cortadito en aquel bar de la calle Enric Granados sentí el sexo hirviendo de Solange, percibí el tacto de su pubis negro intensamente poblado y llegué a olerlo con la anuencia de un milímetro de registro que logré arrebatarle y que evidentemente quedó en mi memoria olfativa. Me gustó el recuerdo y no me sentí mal por lo que había pasado. Como le había jurado a nuestro amigo común que no la volvería a llamar, me zafé responsablemente la imagen de esa bella mujer -hija de padre francés y madre peruana- con la que pasé mis primeras nieves líquidas que todavía seguían cayendo en el distrito del Eixample. Recogí mi paraguas de caballero y regresé a casa en mi París imaginario escudriñando los portales de Passeig de Gràcia que, en esa fecha, no sirven un café afuera ni al mismísimo Baudelaire si apareciera.


Invierno 2001

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