viernes, 30 de abril de 2010

El brillo en los ojos



Sucedió anoche de nuevo

La primera vez que vi Habana Blues fue en una sala de Rambla Catalunya en la última sesión, hace ahora unos cinco o seis años. Salí llorando del cine pero no a lágrima viva, sino con los ojos cristalinos y la tristeza atragantada. Anna, que iba a mi lado, esperó solidariamente a que pasaran quince minutos para poder comentar la película y se me abriera por fin la voz.
Había muchas razones para ese estado de ánimo. Yo entonces era un emigrante indocumentado que intentaba rehacer mi vida muy lejos del escenario utilizado en el filme. Por otro lado, acababa de presenciar la primera película con tema cubano y presupuesto español que lograba escapar de un montón de lugares comunes sobre mi país, sin hacer concesiones a nadie y mucho menos a ningún gobierno ni a ninguna productora.
¿Cómo era posible este hecho?
¿Estaría cambiando la correlación de fuerzas, no pocas veces mezquina, que mueve la maquinaria comercial y política?
La respuesta no estaba en el aire.
Benito Zambrano (Solas, 1999 ), sevillano graduado de la escuela de cine de San Antonio de los Baños, en las afueras de La Habana, había vivido intensamente la realidad cubana y estaba dispuesto a no traicionar a nadie, mucho menos a traicionarse a sí mismo. Sabía que el mundo social allí es mucho más rico que lo que habitualmente se ve en el audiovisual común y conocía de primera mano el dolor de una o dos generaciones de jóvenes creadores que seguramente cambiarían su modo de vida, su producción artística, por un horizonte incierto que podía estar en cualquier lugar del planeta. Porque los cubanos emigramos hacia cualquier confín del mundo y en el momento en que se presente la escapada.
Ahí está el dilema fundamental de la película: la lucha entre la ética y las oportunidades, magistralmente caracterizada por los actores Alberto Joel García Osorio y Roberto Sanmartín, dos rostros nada conocidos de la gran pantalla.
Pero hay muchas novedades más. Planteándose una película musical, Zambrano logra escapar del mundo de la salsa para adentrarse en el del rock y el hip hop cubanos, seriamente dañados por la oficialidad nacional al considerarse un elemento peligroso por su actitud contestataria que, lógicamente, le es inherente al género.
En lugar de realizar una comedia musical –lo típico y archiconocido de la identidad caribeña-, el director se metió en camisa de once varas con un drama musical, especie poco al uso que exige un tejido dramatúrgico mucho más complejo. Es verdad que rodar en Cuba es bastante fácil en cuanto a la escenografía y ambientación, ya que las atmósferas naturales están a la mano y no es necesario fabricarlas, pero también escapar de lo manido, a estas alturas, supone una cuota alta de inteligencia. Benito Zambrano, pues, sacó partido a una realidad underground que tanto él como este servidor conocía y la presentó al mundo con la frescura de un cine documental que, sin embargo, no lo es.
Pero veamos cómo, ciertamente, la realidad supera a la ficción. Uno de los actores principales, Roberto Sanmartín, cuyo personaje representa la fuerza de la emigración por encima de todo, decidió emigrar en la vida real. Se quedó a vivir en España cuando vino a presentar la película. Esto da mucho que pensar.
Y la otra revelación, aunque su rostro me “sonara” de alguna función de teatro, fue Yailene Sierra, magistral en su personaje de Caridad. Es toda fuerza y entrega, silencios inolvidables apoyados en miradas espectaculares y exabruptos estremecedores que te calan hasta los huesos. ¿Cómo se puede tener un registro tan ancho? ¿Cómo se puede llevar a niveles tan altos el melodrama?
Habana Blues (una vecina me tocó anoche a la puerta avisándome) volvió a la pantalla de Televisión Española por segunda vez. En mi casa se suspendió toda rutina y, palomitas mediantes, ¡faltaría más!, se abrieron todos los caminos posibles para recibir esta pieza inolvidable del llamado séptimo arte. Y los sentimientos que están amarrados con siete cuerdas de equilibrio terminaron de nuevo brillando en los ojos.

Foto tomada de la televisión
Una escena de Habana Blues, el filme sobre la realidad cubana con el que más nos identificamos los exiliados. Volvió anoche en el canal 2.
De izquierda a derecha, los actores Alberto Joel García Osorio y Roberto Sanmartín.

jueves, 29 de abril de 2010

Íntimos y confesionales



Leyendo un despacho de veinte años atrás trasmitido desde las inmediaciones de Panamá, a propósito de la invasión norteamericana a ese país, el periodista de La Vanguardia Joaquim Ibarz metía en un recuadro una nota de color que me llamó poderosamente la atención.
En aquel contexto convulsionado por la búsqueda y captura de Manuel Antonio Noriega, el reportero hacía alusión a que el dictador practicaba los cultos religiosos afro caribeños, ya que se habían localizado altares y ofrendas en cada una de las residencias del militar y que, incluso, habían encontrado una lista negra de personas que Noriega no soportaba, una relación de nombres “tirados” a la maldición entre los que se encontraba, curiosamente, el del reportero.
Parece muy contradictorio que un militar de alto rango, en cuyos orígenes debieron estar, en todo caso, los cultos católicos, se refugie en la santería. Pero los cubanos sabemos que eso es posible. Siempre he oído decir que Fidel Castro se “consulta” habitualmente con un babalao particular, que cree en la fuerza de los orishas por mucho que haya bajado de la Sierra Maestra con un rosario en el cuello.
Yo no lo he practicado, pero realicé una tesis de grado sobre un músico cubano famoso criado a la sombra de estos cultos religiosos y me tuve que meter de cierta manera en ese mundo tan pasional como incierto.
A Castro le han salido las cosas bien, contrario al destino de su antiguo amigo panameño que terminó acusado de narcotráfico, cumpliendo diecisiete años a la sombra de una celda de Miami y ahora, hace un par de días, trasladado a París para rendir cuentas en el país galo, que lo acusa de lavado de dinero allí.
Parece ser que el padrino de Noriega no hilaba tan fino como el de su colega barbudo. Particularmente creo que la astucia, traiciones y conspiraciones de Fidel Castro han sido siempre su carta de triunfo, aunque para llegar a ser un intocable y morir en la cama de su búnker –como parece ocurrirá- Castro haya destruido una nación, varias ciudades de la isla y eliminado físicamente a no pocos de sus allegados.
Todos sabemos que la “limpieza” de generales y militares cubanos que realizó por aquellos días en que apresaron a Noriega fue para cerrar el caso, para situar unos culpables ante la palestra pública mundial. ¡Cualquiera diría que el máximo líder cubano no estaba al tanto de las operaciones de tráfico de droga en la cuenca del Caribe, en las que su país, sin lugar a dudas, estaba implicado!
Pero ha sido inteligente: buscó unos culpables, los enjuició públicamente y al final los llevó al paredón de fusilamiento.
Fidel Castro, que se sepa, no lavó dinero en París comprando inmuebles de lujo. ¿Para qué, si lo que él ambiciona fundamentalmente es el poder y eso lo ha tenido siempre?
¿Para qué desviar dineros a otros países si él tiene su propio paraíso fiscal, tan grande como una isla de más de 1200 kilómetros de punta a punta y un sinfín de rincones vírgenes donde la naturaleza es tan suave y tan agradable como un abrigo de plumas?
La imagen de Noriega vista en estos días en televisión, encogido y arrastrando cadenas, daba la medida de su torpeza, de sus maneras oportunistas de sabueso inexperto. Su dictadura militar duró apenas siete años. La que nos ha tocado a los cubanos ya supera los cincuenta.
La lista negra de Noriega quedó enganchada a los pies de un altar, mientras que la del zar cubano se ha llevado a la práctica constantemente y aún sigue creciendo.

Foto tomada de La Vanguardia
Manuel Antonio Noriega llegó a poseer la llave de ambos mundos. El Canal de Panamá, una zona franca, ha servido durante años a barcos mercantes cubanos que llevan productos, incluso norteamericanos, a la isla.

lunes, 26 de abril de 2010

Cuando termine el rocío…



El universo lorquiano está poblado de mujeres duras, enérgicas y con el rostro compungido, vestidas de negro de la cabeza a los pies. Llevan ese luto perenne impuesto por la Iglesia y por aquellos tiempos tan oscuros en los que la represión del cuerpo femenino ganaba fuerza, sin embargo, en el conjuro de la unión entre ellas.
Este es un lado triste de la historia de España que ha dado al arte uno de sus más grandes calificadores. Porque Lorca lo planteó en la literatura y los creadores, con el paso del tiempo, han hecho suyo ese ámbito a través de la danza, retumbando las tablas sin temor alguno.
No hay que ir a Andalucía para verlo. La emigración interna en la península también arrastró, entre otras cosas, su folclor. Estas muchachas que aparecen en la foto rozan los veinte años y han nacido en Catalunya, lejos del escenario natural donde Federico García escribió. Pero llevan en la sangre la veta flamenca del sur, el lamento profundo de aquellos cantos y el tempo del taconeo trasmitido de generación en generación.
Y ahora el taconeo está en escena en la Feria de Abril de Barcelona, dentro de las casetas de cada pueblo andaluz, de cada hermandad rociera y de cada agrupación sindical. Solo hay que darse una vuelta por allí y dejarse llevar por alguna corazonada, como me sucedió este sábado que andaba como loco buscando un sitio concreto. Al final decidí instalarme en la carpa de la Hermandad Rociera de Rubí, porque ese pequeño pueblo del Vallés Occidental en los alrededores de Barcelona fue el que me dio cobijo la primera noche que llegué de Cuba. Solamente por eso entré.
Y fue una acertada elección. Aparte de las sevillanas –las danzas, no las mujeres-, que suelen ser una letanía al cabo de veinte minutos, encontré un fabuloso espectáculo a cargo del grupo Azabache, con un montaje escénico de primera línea y un sentido estricto de lo teatral inspirado en Lorca, en sus personajes femeninos. Es todo un lujo disfrutar de la gastronomía del sur (pescaditos fritos, aceitunas, vino de orujo) teniendo delante un espectáculo profesional pero, sobre todo, auténtico.
Esto es lo que tiene Barcelona, que es un crisol de identidades tejidas alrededor del comportamiento catalán. Véase esta Feria –alcanza ya sus casi 40 años- afincada a orillas del mar, en la inmensa explanada de las instalaciones del Fórum que construyeron en 2004 para albergar entonces a uno de los más grandes acontecimientos culturales del mundo. Porque Barcelona crece a golpe de eventos, crece así arquitectónicamente sin que pueda evitar que cuele la especulación.
En la mesa contigua, una familia me miraba hasta que la señora mayor se acercó a mi oído:
-Oiga, joven, a usted lo tenemos visto y no sabemos de dónde.
-Es posible que tenga un doble- respondí para salir del paso.
Se marcharon temprano –el familión llevaba niños y ancianos- y yo seguí tratando de recordar hasta que di con aquellos rostros. Eran vecinos de El Carmelo, barrio de emigrantes andaluces donde trabajé alguna vez en una tienda como vendedor de electrodomésticos. Claro, además de que les vendí un televisor de pantalla plana, fui a su casa a instalárselo porque la señora mayor no se aclaraba con los botones. Pero en la Feria de Abril todo se diluye, se mezcla y se crece en un formato de gente alegre, formato compacto y apurado en las colas de los baños portátiles de la trastienda.
En estos días, si vas a las casetas, todos somos iguales y caminamos al anochecer y paramos la marcha cuando termine el rocío, según dice la canción.

Foto del autor
Una imagen del espectáculo de Azabache, que me llenó de vida y de reflexiones al seguir un instinto. Supuse que el recuerdo de Rubí me traería buenas vibraciones.
La Feria de Abril concluye el próximo 2 de mayo y se prevé que por allí pasen alrededor de dos millones de personas, según la prensa local.

sábado, 24 de abril de 2010

El libro, la rosa, la princesa y el dragón



Le pusieron Jorge porque ese era el segundo nombre de su padre. El primero, lógicamente, identificó a su hermano que vino al mundo un año y un mes antes, llevándose no solo la supremacía patronímica, sino, también, un mundo de atenciones inédito en la historia de su familia.
Pero a la postre Jorge se convirtió en un destacado defensor de princesas, según la leyenda que lo sitúa, acorazado, empuñando una garrocha y galopando sin frenos para liquidar al temible monstruo que tenía al pueblo en un hilo de esperanzas. Se volvió un ídolo de masas, un referente del coraje que aparecía en los momentos más necesitados y puntuales. Cuando se aproximó a la edad de la madurez, en la mediana parte de todos los años que iba a vivir, decidió retirarse tranquilamente a escribir poemas de amor en lo alto de una montaña donde construyó una pequeña y recia vivienda.
Luego se enteró de que su nombre lo llevaban miles de jóvenes y niños en honor a él.
Desde lo alto soñaba con volver a su país algún día, allí donde depositó los restos de su padre que, aunque bien guardados, le quedaban muy lejos para enviarle flores por correo postal. Comenzó a medir el tiempo mediante un sistema de rayas abiertas en una pared, sumando y sumando cada mes de abril hasta que la radio, por fin, anunciara que el camino de vuelta estaba limpio de la maleza creada por un ogro al que nadie había podido reducir. Ni siquiera él.
Una vez, visitó un curioso castillo que también funcionaba como mirador en la cima de una colina de Lisboa, puerto de mar donde se enlazaban los caminos hacia todas partes del mundo. El castillo llevaba su nombre. Según resultados de una investigación bibliográfica, Jorge provenía del idioma griego y significaba la nobleza de espíritu de un varón salido del campo. En inglés tenía traducción, en griego una grafía rara y en catalán ostentaba profunda tradición. Desde la moldura de piedra de un asiento viejo en lo alto del castillo, se juró que reuniría todos sus esfuerzos físicos y mentales para echarlos al mar y que las corrientes del océano se encargaran de darle el toque final al opresor.
Ayer por la mañana, en su casa, recibió una agradable sorpresa. Tenía la radio encendida como siempre cuando alguien tocó suavemente a la puerta, tres golpecillos eventuales que al parecer llegaban de otro lado del mundo. Cuando abrió el postigo encontró el rostro de una conocida princesa de la literatura universal, descrita en casi todos los volúmenes que había hasta el momento. Primeramente pensó que era una ilusión óptica pero rápido ella le dio calor con su mano y le colocó delante un ejemplar recién publicado de un escritor muy joven. El texto se llamaba La soledad de los números primos y versaba sobre la relación de elementos próximos que, sin embargo, nunca llegan a tocarse.
La invitó a pasar.
El almanaque colgado en la puerta de la cocina tenía circulado ese día de antemano, el día que vivían que era el día de su santo.
Jorge tomó el ejemplar antes de beber el café matinal. Lo hojeó con cuidado mientras pensaba cómo ofrecerle una flor a la muchacha. Su rosal estaba abandonado. La princesa, lógicamente, esperaba recompensa.
Allí donde nadie va, extrañamente, esa mañana volvieron a tocar a la puerta. El casero fue a destapar el postigo dejando la conversación detenida en los ojos de la infanta que brillaban con una mezcla de líquido y luz.
Detrás del postigo estaba el velo de una gitana que vendía rosas a domicilio por un precio más alto de lo común. Jorge pensó en regatear primeramente y a continuación se aseguró de que esas cosas sólo ocurren una sola vez.
-Está bien. Deme una blanca- solicitó convencido.
Costaba el triple de su precio orgánico, pero en ese caso de lo que se trataba era del valor de uso, del valor del servicio y no del valor individual de un producto de la tierra.
La gitana continuaba de camino cuando se giró inesperadamente, como alguien que automáticamente vuelve para liberar un lastre:
-Me han dicho a primera hora que el monstruo está agonizando. Ya puede empezar usted a descontarlo- voceó con acento andaluz.
Jorge regresó a la cocina en busca de unas tijeras para cortas las espinas y se fijó en que las rayas surcadas en la pared sumaban un número impar.
Quedó un rato en silencio mirando los ojos lelos de la joven princesa, quien había sido la causante de que esa mañana las cosas estáticas tomaran otro rumbo.
Cuando reaccionó, el anfitrión movió el dial de la radio en busca de una emisora musical.

jueves, 22 de abril de 2010

Burgués gentil hombre



(Con permiso de Molière)

He dicho otras veces que, al salir de Cuba con destino Barcelona, tenía la ilusión de encontrarme por la calle con Joan Manuel Serrat, cuyos discos de acetato devoramos mi padre y yo en el balcón habanero que tanto extraño. Lo que nunca dije –solo ahora lo comparto por obvias razones- es que también me auto expatrié con la convicción de que un día cualquiera iba a tropezar aquí con Juan Antonio Samaranch.
Se entenderá que soy un romántico. Según la teoría de las probabilidades, en una ciudad con más de dos millones de habitantes, tan dinámica y estresante como ésta, resultaría bastante difícil tropezar fortuitamente con alguien de las altas esferas que, por lo general, se mueve en automóvil, si es que sale a algún lugar. Digo esto porque en el metro sí he coincidido azarosamente con gente impensable, incluso con personas a las que uno no desea ver.
La vida lo ha demostrado: A Serrat no lo he visto nunca; sé que se crió en Poble Nou, un barrio nada de alcurnia a los pies de Montjuic, y que ahora seguramente no vivirá allí; que, además, tiene viñedos particulares, lo que quiere decir que le dedicará más tiempo al campo que a la ciudad. Y Samaranch, casi con 90 años, acaba de fallecer ayer en la clínica Quirón.
Con él se va una ilusión traída desde la isla. Da pena decirlo, pero ya quedan pocas ilusiones de allá.
Mi vínculo con Samaranch parte de una visión real que tuve de él. Bajaba las escaleras de piedra junto a un vecino mío, conversando con éste una tarde de domingo, de aquellas tranquilas que sucedían en mi barrio que estaba –está, supongo- cerca del zoológico. La gran anchura de la calle y el planteamiento urbanístico de la zona –chalets estilo norteamericano construidos en los años 50- da la oportunidad de transitar por allí sin molestar a nadie, ni siquiera con la vista. Pero en él me fijé porque, en aquella época, era de los pocos extranjeros que visitaban mi país. Y era amigo personal del entonces presidente del Comité Olímpico Cubano, Manuel González Guerra, Manolo, mi vecino.
Como diría el bolero, creo que lo vi solamente una vez, trajeado y esbelto, aunque no fuera un hombre alto. Ver a un hombre trajeado en Cuba se convirtió en una rareza, muy a pesar de la añoranza de los señores “de antes”. Automáticamente otorgaba un símbolo de burguesía si el sujeto no era un embajador o un alto cargo del gobierno. Pero en mi barrio, donde mi familia materna construyó tres lindas casas antes de la revolución, todavía se podía encontrar algunos domingos a hombres en traje de lino, dril cien o guayaberas blancas de hilo de mangas largas. Estos eran los nuevos ricos, nuestros dirigentes.
El deporte en Cuba, junto con la medicina, siempre fue una de las prioridades de Fidel Castro. Renglón álgido de lauros internacionales con los cuales luego se vanagloriaba el comandante. Por ese motivo, mi vecino era un hombre cardinal. Y sus invitados, que bajaban todos las escaleras despacio, también.
Samaranch, como bien se conoce, fue clave en la historia del olimpismo, respetable, intachable y justo. Y fue también, además de falangista, parte directa del gobierno de Franco. Pero esa ración de su vida la corrigió luego con una carrera brillante al frente del Comité Olímpico Internacional, con oficina en Suiza. En realidad nosotros en Cuba llegamos a conocer algo más de Catalunya a partir de los juegos olímpicos de 1992, celebrados aquí en Barcelona. Lo que, sin duda alguna, marcó un antes y un después en esta ciudad. Fue en la inauguración de ese evento cuando lo volví a ver, aunque en la televisión. Ese es el hombre, el mismo que pisó la calle donde yo, de niño, jugaba al béisbol cuando mis amigos me permitían, porque era –y soy- zurdo, y no había guantes para mí.
Un sábado de hace muchos años, en el internado donde yo estudiaba (becas, le llamaban en Cuba) anunciaron que no había transporte para regresar a los estudiantes a casa. Entonces Manolo, el presidente del Comité Olímpico Cubano, fue a buscar a su nieto en su automóvil y, de paso, como éramos vecinos, me buscó a mí. En el trayecto –el internado quedaba en las afueras de la ciudad- pensaba todo el tiempo en preguntarle por su amigo que era el responsable del deporte en el mundo, pero, como soy tímido, no dije nada.
Muchos años después, veinte años después, la vida quiso que yo emigrara definitivamente para Barcelona. Como ya dije, solo tenía dos personas en quien pensar, en Serrat y en Samaranch. La verdad era que aquí no conocía a nadie más, exceptuando al enlace que me trajo a esta ciudad. Pero, repito, estaba tranquilo sabiendo que un día los iba encontrar por la calle.
Cuando abrí mi primera cuenta bancaria, no sabía siquiera que Samaranch era el presidente de la entidad donde yo depositaría mi dinero. Lo supe luego y, por supuesto, me sorprendí. ¿Qué tendrá que ver el deporte, el olimpismo, con los bancos?, me dije.
La vida me ha demostrado que todo tiene relación. Juan Antonio Samaranch pertenecía a la más notable burguesía regional y la entidad financiera que representaba es un símbolo, quizá el más fuerte, de Catalunya.
Samaranch terminó siendo un noble, cuya investidura llegó de manos precisamente del rey de España.
Yo ayer sentí la noticia de su muerte como si se tratara de alguien cercano. He pensado en el porqué y la única respuesta que tengo a mano es que los niños se crean ilusiones difíciles de borrar. Como mismo un mal trato hace mellas de por vida, la visión de una escena que por alguna razón fue íntima en la niñez, queda guardada para siempre en el lado afectivo de nuestra memoria. Y después, si quiere, uno comparte el recuerdo.

Foto tomada de La Vanguardia. Samaranch, una sus últimas imágenes.

miércoles, 21 de abril de 2010

Brote de adrenalina, también



Queda poco magma en las entrañas del volcán islandés Eyjafjallajokull, el que ha tenido en jaque a Europa. Lo acaba de informar el telediario del mediodía, una semana después de que la montaña mágica –sí, fue capaz de desaparecer a los aviones- comenzara a lanzar su temible producto interior bruto, su nube de ceniza que en Barcelona nunca vimos.
Sin embargo, las pérdidas han sido astronómicas. 320 millones de euros ha dejado de ingresar la hostelería española en estos días, y el sector aéreo mundial ha perdido unos cuantos miles de millones de dólares. También, de paso, ha quedado demostrado que la aeronáutica civil, sobre cuyas bases está montado el mayor flujo comercial de todo el planeta, es un niño de tetas, indefenso ante un ejercicio de la naturaleza que ni siquiera es algo nuevo.
Este lado del mundo desde donde escribo quedó descolocado luego de seis jornadas a merced de un volcán activo, situado en una latitud y un país hacia donde casi nadie mira habitualmente. Hace demasiado frío en Islandia. Hoy mismo estaban allí a tres grados negativos. Además, con esos nombres repletos de consonantes, nombres impronunciables al menos para países con lenguas romance y de origen latino, cuesta albergar en la memoria aquella isla gélida bastante lejos del centro del mundo.
Si, gracias al cine fundamentalmente, fue la rareza de Björk la que puso en miras el camino hacia Islandia, ahora un volcán hará que no nos olvidemos de ellos jamás, aunque para tal efecto haya tenido que escupir su flema roja durante largos días y noches.
La casualidad quiso que el protagonista de un programa español de televisión estuviera en los alrededores del volcán durante los peores días. Peores para los viajeros europeos, porque el hombre rubio de sonrisa perpetua se la pasó superbién. Jesús Calleja, dandi del montañismo allende los mares, tuvo que ser rescatado in extremis por un helicóptero local. Fue una operación bastante peligrosa porque el aparato –su piloto, fundamentalmente- luchó contra ráfagas de viento de más de cien kilómetros por horas, en medio de una situación delicadísima que prometía absorber al equipo del canal Cuatro hacia la boca del monstruo.
Lo contó ayer por la tarde en un magazine de CNN+, divertido, excitado hasta la coronilla al parecer por el exceso de adrenalina que todavía mantiene en el cuerpo. Lo más curioso de la entrevista fue que se desarrolló en medio de un aluvión de llamadas telefónicas de personas que narraban su mala experiencia pues quedaron inmovilizadas en diferentes países sin poder regresar a España. Contrastaba el estado eufórico de Calleja –“estoy con ganas de volver a irme a la aventura”, repetía constantemente-con el estado agrio y malhumorado de la audiencia.
Todo parece indicar que diseñaron mal el programa o, sencillamente, nunca se esperaron que alguien cuya vida corrió peligro se presentara tan alebrestado.
La aparición de Calleja, a quien hemos visto habitualmente en su programa Desafío Extremo, me recordó aquellas películas norteamericanas típicas en las que el héroe o heroína, luego de una larga secuencia de peligro y persecución, aparece perfectamente peinado y reluciente, con olor a jabón de baño, impoluto, fortísimo. Tipo Indiana Jones.
Lo cierto es que el titán de la Cuatro, metido como estuvo en el meollo de las cenizas volcánicas, tuvo la oportunidad de transmitir desde allí en exclusiva, en tiempo real. Vamos que, además de alpinista, devino reportero en un caso extremo.
Eso es lo que popularmente se conoce como estar en el lugar indicado y en el momento preciso.
Desde aquí, si no sucede nada más importante, despedimos a Eyjafjallajokull .El poco humo que queda de él se dirige hacia Groenlandia.
El domingo próximo, la Cuatro emite el reportaje completo de Calleja en los alrededores del volcán, a las 21.30.

Foto tomada ayer de la televisión. Jesús Calleja narra cómo lo rescató un helicóptero.

martes, 20 de abril de 2010

Pasarás por mi vida sin saber que has pasado



Debe ser que, como mismo sucede cuando se libera el corcho de una botella, los aviones salieron disparados a conquistar el espacio. Hoy he visto siete en un mismo instante, surcando la atmósfera y dejando ese curioso rastro tan caprichoso que, a veces, forma un dibujo. Parecían desesperados viajando en todas direcciones. Los aeropuertos españoles abrieron su curso, pero los de Dinamarca y el Reino Unido no.
Es por ello que se está pensando en tomar a la península ibérica como enlace o puerta de acceso hacia otros destinos europeos. Esto, según piensa un amigo mío, reportaría grandes beneficios aquí.
Hoy se han visto en la televisión al menos dos situaciones curiosas, por no decir surrealistas. Una es la del inmenso buque de la armada británica que llegó a Santander para recoger a soldados procedentes de Afganistán, dejados aquí por los aviones y transferidos por mar hacia Inglaterra. Los equipos de “rescate” castrenses no fueron egoístas y decidieron transportar también a compatriotas suyos, varios turistas y hombres de negocios. Fue así como se unieron en cubierta civiles y militares, rumbo al norte y compartiendo víveres, de camino a casa.
Con esto quiero decir que los ingleses no dejan tirados a los suyos, que los salen a buscar como mismo en la antigüedad solían hacerse los salvamentos.
El otro caso insólito, del que todavía no hay imágenes sino más bien especulación, es el paso de Madonna por una gasolinera de Burgos. Se cuenta que la diva andaba atrapada por Europa y utilizó España como vía de escape. Se dirigía hacia algún aeropuerto a bordo de un auto BMW y paró a repostar. Una vez llenado el tanque, entró en la tienda de la gasolinera –cuenta la encargada del garaje-; allí compró espárragos, palomitas de maíz y lacasitos.
Ante la mirada estupefacta de los operarios de servicio, subió al potente vehículo, dijo adiós alzando una mano y partió a toda marcha.
Aunque contenida, según narró una redactora de CNN en España, se la veía nerviosa tal vez porque hacía tarde para tomar el avión en algún lugar.
“Por aquí han pasado famosos cantantes españoles, estrellas conocidas del pop y el rock nacional, ¡pero Madonna…!”, expresó la joven encargada de la gasolinera de Burgos, encogida de hombros, como si hubiera tenido una aparición delante de sus narices.
Por supuesto, de no ser confirmado por la propia cantante norteamericana, esta escena quedará en el anecdotario popular, en los inmensos volúmenes de cuentos de camino, y nunca mejor dicho.
¿Pero quién quita que Madonna, desesperada por llegar a su destino, haya transitado por una autovía ibérica? Cuando se dice que no se puede volar, no se puede volar.
Con los aviones, excepto los de papel, no se juega.

Nota: Aunque salió el sol esta tarde en Barcelona, desde Montjuic, por donde anduve de casualidad, se veía una neblina intensa. ¿Sería la ceniza volcánica islandesa? También vi un buque enorme amarrado en el muelle de cruceros. Es posible que haya venido a recoger a alguien en particular. ¿A Madonna, tal vez? ¿Pero adónde va ella?

Foto del autor.
Un ángulo del puerto de Barcelona al atardecer, a los pies de Montjuic.

lunes, 19 de abril de 2010

Cenizas y diamantes



El cine, metafóricamente, lo predijo

No se ven desde mi terraza, pero dicen que están ahí. No parece ser un problema identificable a simple vista; sin embargo, es alarmante el hecho de que las partículas emitidas por la erupción del volcán islandés Eyjafjallajokull sean capaces de pulir un avión como haría una piedra pómez a nuestra piel.
Hace unas pocas semanas, al despegar de Copenhague, quedé sorprendido por el tejado compacto de nubes que tapa a los países altos, a los noruegos, daneses y suecos que poco ven el sol de este mundo nuestro. Para mí fue un espectáculo fascinante sobrevolar el sombrero de alas grandes que usan involuntariamente estos antiguos vikingos, aunque al mismo tiempo me sobrecogió observar, y comprobar, que viven bajo una gran humedad.
El cielo parece impredecible, precisamente por lo largo y ancho que es. Las partículas de cristales de cuarzo emitidas desde el fondo de la tierra dicen estar volando sobre nuestras cabezas y no se sabe adónde se dirigen. También anuncian más en los próximos días. El caos en las terminales aéreas europeas, debido a la cancelación de más del 50 por ciento de los vuelos habituales, pone de relieve la preponderancia de la naturaleza, sus caprichos y seguramente su venganza. Para contrarrestar esto no hay tecnología posible, no existe una máquina capaz de recolectar en breve tiempo la ceniza mortífera esparcida sobre nuestras cabezas. Se habla de pérdidas millonarias en materia de transporte aéreo y también de cancelaciones de cónclaves importantes en Europa.
Con la creación de los vuelos de bajo coste –una suerte para los trabajadores comunes y corrientes que vivimos en el viejo continente- se han acercado las distancias entre los amigos, parientes y objetivos turísticos. En ocasiones, no pocas, es mucho más factible comprar un billete de avión que uno de tren. Incluso, paradojas de la vida, resulta más económico, desde Barcelona, viajar por ejemplo a París o a Roma que a La Coruña. De esta manera, Centroeuropa y el occidente europeo se montó la vida contando con un avión. Viajes de negocios y de placer se hicieron realidad como mismo funcionaron siempre los itinerarios domésticos. Si uno es capaz de olvidar que está en el aire, y si su rutina laboral se basa en los traslados, tal parece que viaja en un autobús de línea. Sube y baja, almuerza aquí y desayuna allá y protege tu equipaje de mano. La compra y confirmación del billete se puede hacer desde casa, sin que medie un rostro aeronáutico hasta que pasamos el control de seguridad en la terminal.
Ahora todo este tinglado dinámico -¡quién lo iba a decir!- se ha paralizado hasta nuevo aviso. Ayer el aeropuerto de Barcelona estuvo cerrado totalmente durante casi toda la tarde. Los empresarios, artistas y comerciales en apuros tuvieron que alquilar un taxi para moverse por Europa. Miles de euros por esas carreras cobraron los taxistas. Dice la prensa que Mika, el cantante anglo libanés que daba anoche un concierto aquí, llegó en taxi procedente de París y estaba previsto que continuara hacia Madrid también en un coche de alquiler. Lo que quiere decir que, al menos durante unos días, volvemos a las carreteras como primera opción.
La polémica está servida porque dicen las compañías aéreas que han realizado vuelos de reconocimiento sin pasajeros y todo está OK, que no pueden continuar perdiendo dinero. También, desde México, comentan que el volcán Popocatépetl está activo desde hace tiempo y nadie teme allí por sus cenizas. Particularmente, me asusta no ver los aviones que con gran frecuencia pasan por mi terraza a baja altura. Me acostumbré a esa dinámica y a pensar que, mientras existan esos corredores, el mundo se mueve. Debería pensar diferente viniendo de una isla donde nos tenían prohibido viajar por cuenta propia. Una isla por donde apenas pasan aviones. Al menos, si pasan, no se ven.
Pero uno se acostumbra a la realidad circundante por fuerza mayor.
Veamos en qué termina este episodio dictado por la naturaleza, que ella tiene personalidad, carácter y memoria.

Foto de María García
En estos días, el cierre del tráfico aéreo europeo es una realidad frustrante que genera impotencia tanto a los viajeros como a las compañías de vuelo. Obsérvese el rostro agobiado de este pasajero en tránsito.


sábado, 17 de abril de 2010

Maquinaria pesada



Si Antoni Gaudí levantara la cabeza no tendría más remedio que bailar en tiempo de salsa o de merengue a los pies de su peculiar iglesia, observado desde arriba. Se pondría a tono, cerveza en mano, inyectado de alegría nocturna como mismo hicieron anoche los barceloneses que se explayaron lúdicamente en la que es, casi seguro, una de las calles más famosas de esta ciudad.
Porque la fiesta mayor del barrio de la Sagrada Familia cerró toda circulación de vehículos en ese tramo de Marina, unos cien metros donde habitualmente se conjuga la cotidianidad con el turisteo. Había instalada una tarima desde donde se ejecutaban potentes equipos musicales y, en los bajos de ésta, ¡ay, qué cosa más curiosa!, un bar efímero vendía cervezas a granel con todo el rigor de una cantina española: el barril refrigerado se veía por debajo de la mesa sin vergüenza ni propia ni ajena.
¡A gozar y a bailar con la sinfónica nacional!
Este simpático slogan cubano lo recordé mientras bailaba –yo también, claro, ya que estamos-en el medio de aquella explanada divertida y concurrida. Me recordó el sentido corriente de las fiestas allá en la isla, donde se mezcla lo culto con lo popular sin muchas contemplaciones. Así es la vida, un pasito pa’ lante y otro p’atrás. Una danza que se asume preferiblemente en pareja.
Y confidencias al oído y besitos en la mejilla y disparos de deseos carnales a corta distancia. Del otro lado de la pista, el templo expiatorio donde, según el arquitecto modernista, uno se puede depurar. Eso mismo. Uno nunca sabe para quién trabaja.
La noche es como un estado anímico exclusivo dentro del cual se suelen olvidar ciertas cosas. Que así sea para, por lo menos, esquivar esa tela que, pidiendo auxilio, colgaba de una de las torres del templo. ¿Quiénes habrán desplegado ese cartel? ¿Acaso no era contradictorio con respecto a la concupiscencia, a los barriles fríos de cerveza?
Si Gaudí levantara la cabeza diría que estamos todos locos, incluso más locos que él. Que ya es mucho decir.

Foto del autor
La plataforma ciudadana “VOLEM L’AVE PEL LITORAL” está pidiendo hace tiempo que deben detenerse las obras de perforación de un nuevo corredor de trenes que pasa por debajo de la Sagrada Familia. Pero los ingenieros, con la anuencia del gobierno local, insisten en que ese es el lugar correcto. Ahora el templo más visitado por turistas, joya arquitectónica de Barcelona, está en la posición de un entrepán: grúas por arriba y maquinaria pesada por abajo.

jueves, 15 de abril de 2010

Nuestros vecinos franceses



Bon jour, madame (III)

Unos pocos kilómetros más adelante, en dirección a Limoux, la carretera comarcal sembró unas casas señoriales hoy convertidas en hoteles. Chambers y vinos parecen haber trazado un pacto no tan secreto, con el fin lúdico de retener al turista en una zona intrincada de la campiña francesa por donde hace muchos años construyeron un canal navegable que enlazó, tranquilamente, el mar Mediterráneo con las aguas del Atlántico.
En la entrada de Saint Hilaire -ahora sí estábamos en el destino marcado por mi mujer- nos detuvimos a preguntar por el hotel. Arrimamos el coche a la acerca y yo bajé el cristal para que la conductora, que habla el idioma bastante bien, pidiera indicaciones precisas. Un grupo de sesentones con aires de felicidad nos atendió en inglés.
-Pensé que eran franceses- comenté a mi mujer.
-Aquí puedes encontrar de todo, mi amor-dijo ella.
Aparcamos en un granero abandonado que servía de garaje al hotel. Antes de bajar la maleta, propuse registrarnos o intentar hacerlo por si acaso no hubieran funcionado correctamente los mails de ida y vuelta que nos habían informado de una reserva para ese día a partir de las doce en punto. Meses atrás, un contacto virtual por el estilo nos había dejado en la puerta de un hostal cerrado a cal y canto, un mediodía gris y tormentoso en el que llegamos a Begur a comienzos de año nuevo. Aquel era mi regalo de navidad para mi mujer. Una tormenta.
El caserón de ahora tenía una doble puerta de madera, un zaguán de época asombrosamente tranquilo en el que quedamos retenidos por la prudencia. La segunda puerta estaba entreabierta pero no se oía el más mínimo sonido en el interior. Tocamos el timbre. Pasaron dos minutos. Al cabo de ese tiempo, decidimos entrar.
“Bon jour, bon jour”- anunció suavemente mi mujer.
La recepción estaba vacía. Estaba situada a los pies de una escalera amplia que tenía peldaños de mármol. Encima del mostrador antiguo, había un teléfono y una campana de bronce, de aquellos sonajeros usados antiguamente para llamar al servicio.
“Bon jour, bon jour”, repitió.
-¡Tócale la campana, mi amor!-dije.
Pero no fue necesario. En ese momento apareció una mujer de unos cuarenta años. Salió de algún lugar que yo no pude precisar. Aunque, luego de reconstruir los hechos, es posible que estuviera en la cocina, que quedaba cerca, a la derecha.
Nos recibió con una sonrisa tan amable que daba la impresión de que la habíamos visto antes, a ella y a esa sonrisa evidentemente del interior. Después mi mujer me explicó que en el sur de Francia son diferentes, que suelen ser más cordiales. La anfitriona habló en francés. Yo entendía casi todo. Nos estaba esperando. En ese momento el hotel estaba vacío, pero al día siguiente lo tendría ocupado totalmente. Nos dijo que una noche, como habíamos pactado por correo electrónico, era de momento lo posible. En este sentido fue estricta. Por el camino llegué a pensar que era posible extender la reserva una vez llegados allí. Tengo la mala costumbre, traída de Cuba, de que las informaciones previas no son del todo cerradas. Que se pueden modificar con un tratamiento verbal, con una mirada, con una emboscada.
Isabelle se presentó cuando reclamé su nombre para efectuar una comunicación más directa, muy a pesar de que no hablo francés. Pasaba algo muy curioso en la conversación. Mi mujer era la que hablaba todo el tiempo e Isabelle se dirigía a mí, precisamente a mí que no podía responderle. Es bastante posible que lo hiciera por cortesía. Más tarde supe que en el sur de Francia se puede utilizar sin complicaciones el español porque allí casi todo el mundo lo habla, debido a las corrientes turísticas.
Esa noche podíamos escoger la habitación que más nos gustara. Las estancias tenían nombres en lugar de números. Había nombres de piedras preciosas y de regiones del mundo. Como Isabelle me inspiraba tanta confianza, le dije a mi traductora que le pidiera si nos podía enseñar una pieza pequeña que estuviera bien y con un precio medio. El hotel, de tres estrellas y situado en el medio del campo, estaba tan bien montado y tan bien aprovechado que tenía suite de lujo, salones de lectura y jardines. Por supuesto, también tenía un restaurante clásico con puntales altos y luz de ocasión, manteles finos y apliques decorativos en las paredes. El temor mío –y a la vez la mayor ilusión- era bajar más tarde a enfrentarme con esa cena nocturna que prometía unos platos especiales de riguroso gourmet.
Los franceses cuidan muchísimo el arte culinario. Cuidan muchísimo sus cartas de vinos.
Y, consecuentemente, celan sus precios.
En la primera habitación que nos mostró Isabelle nos quedamos. Se llamaba Lychee.Era una cámara pequeña y antigua aunque totalmente reformada, con un cuarto de baño con bañera casi del amplio del dormitorio. Todo estaba cuidado y limpio, pero con la intención marcada de no desentonar crónicamente. Como mismo se habían esforzado en seleccionar un mobiliario de finales del XIX o principios del XX (lo justo: la cama matrimonial, una mesita y dos sillas), los electrodomésticos allí parecían detenidos en el tiempo. El ambiente era acogedor. Se escuchaba cómo corría el agua caliente a través de las tuberías aéreas que pasaban por los radiadores de la calefacción y luego se perdían entre la moqueta del suelo. ¡Ay, las moquetas! ¡Qué estilo más francés!
Dejé el bolso del ordenador encima de la mesita y, a los pocos segundos después de que Isabelle nos dejara solos, me instalé en la ventana de cristales altos que daba a un patio interior de una vivienda contigua, aunque hay que decir que desde allí también se veían perfectamente los viñedos de la entrada al pueblo y la carretera por donde habíamos llegado.
-¡Este lugar me encanta, guapa!-exclamé retirándome de la ventana y dejándome caer con lentitud sobre la cama, con los brazos estirados hacia atrás y una sonrisa, supongo, de aquellas despejadas de tormentos, de aquellas llenas de esperanza. -¿Qué será mejor: salir inmediatamente para Carcassone o quitarnos un poco el polvo del camino?
-Supongo que primeramente habría que buscar la maleta…¿No?
Mi mujer entró al baño a inspeccionar. La orden había sido dada y yo permanecía con la vista fija en los arabescos del techo.
(Continuará…)

Foto del autor.
Isabelle Tresarrieu es el alma de Le Clos Saint Hilaire, posiblemente la estancia más completa de la comarca.

(Vea los capítulos I y II de la presente serie)

martes, 13 de abril de 2010

¿Quién me ha robado el mes de abril?



Habría que vivir en España para darse cuenta de que la herida de la guerra civil cerró en falso. Pero esa realidad es solo palpable con los años y no con una pasada por aquí. Aunque con otros nombres de grupos polarizados hasta la médula –ya no se dice que fulano es partidario de la república y mengano de la nación-, la zanja sigue abierta porque es más fuerte la transmisión generacional que las miras hacia el horizonte. Entonces, aunque haya democracia y cada cual pueda expresarse abiertamente, la procesión, como reza el refrán, se lleva por dentro.
Este es un asunto muy serio para una España que pretende internarse en la vieja Europa, que intenta ponerse a tono con el desarrollo tecnológico de punta en el orbe y, sobre todo, una España que imita en muchas cosas a los Estados Unidos de Norteamérica, aunque en el discurso de la gente, de la gran mayoría de la gente, se puntualice hasta el cansancio que aquí “somos” anti yanquis. En el fondo los españoles adoran las series de televisión norteamericanas y cuando pueden cruzan el charco para hacerse un postgrado allá. Lo copian todo de la televisión gringa, unas veces al descaro y otras solapadamente. Pero ¡qué sería de este país sin los audiovisuales del imperio!
Es decir: la hipocresía está en la calle.
Habría que entender, conocer España para darse cuenta de que treinta y pico de años de democracia no es nada al lado de cuarenta años de Franquismo. La transición, ciertamente, fue modélica, con la ayuda de la monarquía fundamentalmente, pero la creación de una nueva sociedad ha sido tan lenta que todavía se puede decir que está en ciernes. El desarrollo del pensamiento ha estado supeditado a la polaridad antes mencionada, a los rencores de antaño y a la envidia entre personas que, esto último, parece ser el deporte nacional. Es cierto que un taxista puede llevar puesta la emisora de radio que políticamente más le agrade, pero también es verdad que si el cliente que lleva dentro es del bando opuesto como mínimo tratará de no subir nunca más en ese vehículo de alquiler.
La gran suerte, a diferencia de la dictadura cubana donde la gente suele tener doble moral por fuerza mayor, es que en España los taxis no escasean y se los puede pagar cualquiera.
Aquí el que más y el que menos arrastra una enseñanza familiar sobre política, carga encima, inducido o aprendido teóricamente, un dossier de frustraciones provocado por la historia de este país. Porque tanto los rojos como los nacionales hicieron barbaridades; unos quemaron iglesias y hasta curas y otros pusieron a la Iglesia a dar palos en las manos a los niños para que la letra entrara.
Hay suficiente filmografía sobre estas frustraciones.
Los cubanos que emigramos hacia acá, en principio con la mayor ilusión del mundo por razones obvias de antepasados, no pocas veces nos vemos entre la espada y la pared. Se dan los casos de haber simpatizado con gente amena con las cuales, una vez tocado el tema castrismo/comunismo (aunque nosotros bien sabemos que esto es un simple comodín), podemos encontrar repelencia porque el español en cuestión es de filiación comunista. Y ahí automáticamente nos convertimos en sus oponentes. Para los cubanos que, como este que escribe, tienen tendencia más bien progresista, es difícil encajar en algún sitio. Ese lugar intermedio en el que se mira a la izquierda tradicional como idealismo de lo que uno quisiera para el mundo ya prácticamente no existe. Se ha ido borrando con el tiempo y va quedado el nombre de un partido que dice llamarse Socialista Obrero Español. Por otra parte, si no nos interesa la denominada derecha tradicional, el otro polo, habría que pensar en algún partido local que nos complazca o en una agrupación ecologista, aunque las amantes del planeta que hay no tienen todavía fuerza para pugnar en unas elecciones.
El panorama es feo, más feo que un zapato remendado.
El maniqueísmo, en medio de esta lucha ideológica y de poder, se presenta como el principal agraviador de los cubanos exiliados. Y es por pura conveniencia. No es hora de decir que la información sobre lo que acontece en Cuba no llega. En estas últimas décadas han viajado hacia la isla miles de turistas españoles, y otros miles, que no es poco, emigramos hacia acá. Aquí se sabe todo, lo que no conviene es apechugar con nosotros si les puede perjudicar políticamente, o sea, ofender a sus antepasados republicanos.
La otra parte es que la derecha, por esencia, sea anticastrista.
Pero esto es un juego. No nos engañemos. Es una lid en la que estamos dentro, a trompicones, los cubanos que aquí vivimos.
Joaquín Sabina, el cantautor que tanto admiro por su lírica y no así por lo que proyecta en pantalla como persona, sabe perfectamente que el bloqueo es una escusa de Fidel Castro para mantenerse en el poder. Lo sabe porque su gran amigo Pablo Milanés se lo debe haber explicado y porque el autor de Calle Melancolía quedó harto de La Habana, de la pobreza de allí, de los absurdos de todo tipo que se viven en Cuba día a día. Él mismo dijo alguna vez que no volvería más.
Ahora se apea con declaraciones en México en las que, muy hipócritamente, no parece reconocer la gran diferencia que hay entre la nación y el estado cubanos. No es posible que un bardo de su altura pueda confundir las palabras al referirse a que no firma el manifiesto que circula por internet en contra de la dictadura porque va encaminado contra Cuba.
Los cubanos, como él, tampoco queremos instalada una base militar estadounidense en nuestro país. Creo que eso no hace falta decirlo. De lo que se trata es de que, además, no queremos un dictador. En la carta de marras está bien claro.
Solo el cinismo es capaz de manipular las cosas a conveniencia y de manipulaciones a diestra y siniestra está inundada España.
Nosotros, cantautor, nosotros los exiliados ya vamos teniendo la palabra.
No hace falta que pidas disculpas. Te ignoramos a partir de ahora.

Foto del autor
Esta imagen fue tomada en una conferencia de prensa que Sabina ofreció en la extinta Fundación Pablo Milanés, en 1994, en La Habana. Este centro fue cerrado precisamente porque el gobierno cubano dijo que le hacía competencia al Ministerio de Cultura.

jueves, 8 de abril de 2010

Hábitos nocturnos



Es la primera vez que visita Barcelona. Es su primer viaje a España. Llegó anoche procedente de Nueva York con una misión precisa: proyectar el rostro de Orlando Zapata Tamayo sobre la fachada del consulado cubano en la ciudad condal. En pleno Passèig de Gracia, la más céntrica avenida de la capital catalana. Su nombre es Geandy Pavón. Artista plástico que se propone una muestra itinerante de esta obra denominada Némesis, un art protest silencioso que duró una hora expuesto en los balcones de la legación diplomática.
Oriundo de Las Tunas, en el oriente cubano, de donde mismo era el albañil torturado por la dictadura castrista, Pavón, como un Cristo aglutinador, se instaló a pie de calle con un proyector, una laptop y un generador portátil de corriente. Enfiló el haz de luz hacia las paredes centenarias de una Barcelona aristocrática y modernista, arquitectónicamente perfecta y, para suerte de los que allí estábamos, una Barcelona democrática y plural.
Por la mañana a primera hora, los funcionarios cubanos encontrarán ramilletes de flores blancas amarrados a los barrotes de las puertas de entrada. En el umbral los dejamos. La imagen de Orlando Zapata Tamayo a partir de hoy no los mantendrá tranquilos nunca jamás.
La performance nocturna ha contado con el apoyo de la plataforma en el exilio ¡Cuba, Cambio Ya!
Este es el segundo puerto que toca la imagen de Zapata, luego de que Geandy Pavón la proyectara sobre los muros de la misión cubana de las Naciones Unidas en Manhattan, el pasado 18 de marzo.


Fotos de autor.

miércoles, 7 de abril de 2010

59 Segundos hace el ridículo



Acaba de pasar ante mis ojos una mesa redonda que en principio prometió un buen debate sobre la situación actual en Cuba y sin embargo hizo aguas. El programa de Televisión Española 59 Segundos, moderado por la joven María Casado (en la foto), logró reunir bajo un mismo techo tanto a exiliados cubanos residentes en España como a defensores del régimen, más la voz en directo del opositor Guillermo Fariñas, quien continúa en huelga de hambre y participó a través del hilo telefónico.
Si a ellos sumamos la intervención desde La Habana de la corresponsal de esta cadena televisa, la presencia de representantes de las principales fuerzas políticas españolas y la del controvertido actor madrileño Guillermo Toledo, el plató podía haberse convertido en un serio contrapunteo que estuviera a tono con la eclosión del levantamiento de la disidencia en la isla jamás visto hasta ahora. Pero ¡qué pena!
Todo se hundió en el maniqueísmo y en las comparaciones de Cuba con otros países latinoamericanos. Se diluyó el tema central, por mucho que Fariñas volvió a repetir que ha sido golpeado y encarcelado durante once años, por más que dos de los presentes, los exiliados Orlando Fondevila y Haydée Beatriz Rodríguez, testimoniaran claramente cómo han sido perseguidos hasta exiliarse por tener ideas diferentes.
¡Ay, democracia! ¡Cuánto nos das y cuánto nos quitas!
Me pregunto si alguna vez el PSOE y el PP podrán ventilar sus rencillas en otro lugar para no robar los pocos minutos de programa a los cubanos que tanto lo necesitamos.
De la embajada de Cuba nadie se presentó, declinaron la invitación según dijo la presentadora. No hizo falta la presencia gubernamental estando en cámaras Enrique Ubieta, portavoz emergente de la dictadura que se pasea por el mundo de cuerpo presente y también a través de internet.
No voy si quiera a recordar el discurso arcaico y atrincherado de Willy Meyer, representante de Izquierda Unida. No vale la pena. Me preocupa más la actitud intransigente del actor Guillermo (Willy) Toledo, quien jamás ha pisado suelo cubano y sigue empeñado en hablar maravillas de algo que no existe. ¿No le bastó con la ira general de conciudadanos suyos cuando injurió a un opositor pacífico recientemente fallecido también en huelga de hambre y torturado brutalmente?
¿A dónde quiere llegar Willy Toledo? ¿Acaso pretende humillarnos?
En resumen:
No hubo tiempo de desmontarle su farsa, ni a él, ni a Ubieta ni a Meyer. El tiempo se terminó. Pasaron 45 minutos. “Nos despedimos hasta la próxima”, dijo María Casado con una sonrisa femenina y tibia.
¿De verdad cree esta periodista que ha realizado un buen debate?
Era preferible no haber pasado a Cuba por 59 Segundos. Ser tan pretencioso a veces cuesta caro.
Me siento ofendido.

Nota: El programa se titula 59 Segundos porque es el tiempo que tiene el orador en cada intervención. Vea el "debate" íntegro aquí. Comienza en el minuto 40:48 aproximadamente.

Nuestros vecinos franceses


Llegar sin besar el santo (II)

-Pero esto está un poco lejos de Carcassone…¿no?-lancé la duda en voz alta para animar a la conductora, quien me había ordenado despejar una incógnita mediante la localización de un punto rojo en el mapa de carreteras.
Se hizo silencio. En lugar de hablar, mi mujer sonrió.
Pasados unos segundos, respondió vacilándome, con sorna:
-Solo a veinte kilómetros. ¡Qué más da!
-Tienes razón-intervine-. Incluso creo que será mucho mejor alojarnos en un lugar apartado de los turistas. Porque nosotros no somos turistas. Somos investigadores.
Mi mujer había enviado un correo electrónico para reservar una noche en un hotel con encanto, situado en una carretera secundaria o camino vecinal. Estaba, ciertamente, a veinte kilómetros de La Citè. Viajar en coche le da a uno mucha movilidad e independencia, siempre y cuando el automóvil se porte bien. Su plan era perfecto porque nos permitiría dormir casi entre viñedos con profunda intimidad y desde allí desplazarnos hacia lugares visitados por los turistas. Un plan alternativo. A mi mujer le encantan las vías alternativas. Por eso me siento tan bien a su lado.
Me explicó que había visto una casa rural construida en 1900, con el encanto naif de la campiña y el vuelo aristocrático del interior del país, las dos cosas juntas. La había visto en internet y le había gustado la idea de disfrutar de una cena a la luz de dos velas tomando un tinto de reserva de la zona, con la tranquilidad que da saber que dispones de una habitación en la planta superior, para cuando el vino nos hiciera olvidar donde estábamos, en qué pueblo, quiso decir, no en qué hotel.
-Además-continuó la descripción sin apartar la vista de la calzada-: allí tenemos la posibilidad de visitar diferentes cavas de vinos, lugares intrincados adonde se accede solo si viajas en coche. Compraremos algunas botellas para llevar y otras las descorcharemos allí mismo, a la luz del día o bajo la lluvia si es preciso.
Toda esta explicación se la tenía reservada para el momento histórico en el que transitábamos, a 130 kilómetros por hora en una autopista del sur francés, con unos generadores de corriente alterna rodeándonos como si fuéramos aquellos advenedizos perdidos y asustados. Lo más curioso era que, por precaución, no apartaba la mirada del pavimento.
-O sea- ayudé a fantasear-, me propones que hagamos una ruta de cata de vinos después de que visitemos el castillo…
-Es una opción. Otra es navegar en una barcaza por el Canal du Midi, que nos queda a un tiro de piedra.
El viaje se iba poniendo más interesante de lo que pude haber imaginado. Mi mujer, en ratos que no consigo visualizar, había realizado una búsqueda –y captura- de información de la zona. Había tenido en cuenta detalles como la posible adquisición de vinos regionales y había confirmado una noche en Le Clos Saint Hilarie, un hotel de estilo colonial forrado con portones de madera eterna, con puntales altos y espaciosos ventanales para capturar la luz de la llanura. Parecía la antigua casa de vivienda de los hacendados de una plantación del Caribe, pero trasladada a las inmediaciones del Mediterráneo. Al menos así me lo sugirieron las fotos.
Sin embargo, para mi desconsuelo, la bebida de la casa, porque la producen en los alrededores, era un vino espumoso parecido a un champagne. El material de estudio –un dossier que mi compañera ordenó meticulosamente con paginación al pie- indicaba que el blanquette era ineludible para cualquier forastero, que era imperdonable marcharse sin llevarse una copa a la boca al menos una vez; incluso estaba incluido como aperitivo en la carta del hotel.
Leyendo el dossier, me perdí el tiempo transcurrido, me perdí parte del camino.
Antes de que yo llegara a la última página, habíamos entrado en la carretera comarcal, llena de curvas y vacía como si nadie viviera por allí. Se veían ya los carteles hechos a mano que indicaban los desvíos hacia las bodegas particulares. El plan era llegar, registrarnos, dejar la maleta en la habitación y salir inmediatamente para Carcassone, en concreto para La Citè. Al pasar el primer pueblo, me dijo que buscara en el próximo una puerta con el número cinco. Así hice, vigilando, y di la voz cuando apareció. Dejamos el coche en un aparcamiento público y salimos en dirección a esa puerta. Aquello parecía cualquier cosa menos un hotel.
-¿Será aquí?-pregunté asombrado.
-No, esto no puede ser.
Mi mujer le daba vueltas al dossier pensando que por internet le habían vendido una cortina de humo. No tenían nada que ver la fachada de la foto con la que se alzaba a pie de calle. Nos encogimos de hombros.
Comencé a pensar, sin temores a ningún tipo de contradicciones con mi pareja, en un plan alternativo, de aquellos improvisados en los que las cosas suelen resultar mejor. Encendimos un cigarrillo para compartir en espera de que apareciera alguien, un alma sola y errante que nos sacara del apuro. Habíamos viajado cerca de cuatro horas desde Barcelona para llegar a un caserío sin personalidad histórica alguna, situado a orillas de una carretera por donde no pasaba nadie ni motorizado ni a pie, un sitio, con perdón de los de allí, desalmado y mustio. Un lugar de paso, pero no de paso por elección, sino de paso por casualidades de la vida.
-¿Tienes el teléfono del hotel?-pregunté triste, en un hilo de voz.
-Mi amor, en el dossier tiene que estar. Ten calma, que al menos una cama limpia podremos encontrar en cualquier sitio.
Terminando nuestro cigarrillo, apareció un coche obviamente con matrícula francesa.
Mi mujer habló con el conductor, un hombre de unos cuarenta años con la barba de dos o tres días. En el asiento posterior del auto había una sillita homologada para un bebé. Aunque no hablo el idioma, lo entendí todo.
-Sube, guapo, que nos vamos-dijo ella como si le hubiera bajado un santo cargado de energía y augurios positivos.
-Sí, ya sé. En lugar de pasarnos un pueblo resulta que hemos parado antes. La culpa es mía. La culpa es de tu copiloto, este pedazo de monsieur que llevas al lado deseoso de saborear un tinto primaveral, afrutado, aromático, envolvente, fuerte. El vino…quiero decir.
(Continuará…)

Foto del autor.
Una tienda de la zona, donde se vende desde sellos de correo hasta las más increíbles delicatessen. En la puerta se anuncia el blanquette espumoso local.

domingo, 4 de abril de 2010

Nuestros vecinos franceses



La Citè, el rastro firme de los Cátaros (I)

Mi mujer y yo nos fugamos este viernes por la mañana y no regresamos a casa hasta el otro día. Nos metimos en el coche con una valija pequeña ideada para fines de semana, un paraguas familiar y un mapa de carreteras con el dibujo del antiguo reino de Aragón, que incluye los pirineos catalanes y una parte del sur de Francia. Llenamos el depósito en la gasolinera del barrio, porque una vez escuchamos decir que el combustible sale más caro pasada la frontera.
Salimos a las siete, medio adormilados todavía. La noche anterior habíamos estado hablando sobre Caracassone, la ciudad medieval más grande de Europa que está metida en una doble muralla de piedra de tres kilómetros y recuerda el paso de los cátaros del siglo XII, después de que a éstos los expulsaran de Bulgaria. La fortaleza, según se veía en fotos, coronaba una colina de viñedos. Nos parecía un lugar fantasmagórico cuyos tonos grisáceos –siempre en fotos- seguramente fueron los inductores de la toma de posesión del paraguas, porque en realidad tuvimos una jornada de sol.
Con la duda permanente de si había soñado la fortaleza o si la habíamos hablado en realidad –esas cosas pasan cuando uno, con los años, se vuelve místico-, enfilamos por la AP7 camino a la Junquera, el puesto fronterizo que conecta a España, por tierra, con el resto del mundo. Allí nos miraron de pasada los gendarmes galos pero no nos dijeron nada, ni siquiera un adiós a mano alzada. Inmediatamente desaparecieron las emisoras de radio catalanas y en su lugar se colocaron las francesas. Daban las noticias del día, de las cuales yo no me enteraba ni un cuarto y mi mujer sí. Las autopistas francesas admiten un límite de velocidad superior a las ibéricas; se conduce más rápido pero también más responsablemente, con mayor oficio y cortesía. Además, están mejor cuidadas que las nuestras.
Es maravillosa la sensación de libertad que provoca pasar de un país a otro en un abrir y cerrar de ojos. Llevábamos dos horas de camino –según los cálculos, nos faltarían otros 60 minutos para llegar al destino- y decidimos estirar las piernas en un aire de descanso (en francés, área, muy poéticamente, se escribe aire). Estábamos en Perpignan, tomando, además de aire fresco, un café caliente.
Parecía imposible habernos desplazado hacia otra realidad tan diferente si a esa hora, como de costumbre, yo estaría enredado en el edredón de nuestra cama. Perpignan, cuyo aeropuerto comercial se ve a un lado de la autopista, es la primera ciudad de la región de Languedoc-Rosellón. Este viaducto por el que los autos vuelan tranquilamente sin hacer apenas ruidos, enfilaba por la costa hacia Narbonne, la otra gran ciudad de las inmediaciones bañada por el Mediterráneo. Antes de llegar a Narbonne debíamos tomar un desvío hacia el interior, dejando el litoral e intrincándonos en la campiña francesa tan bien aprovechada con la instalación allí de los nuevos molinos de viento, los nuevos fantasmas que alucinaron a Don Quijote. La llamada fuerza eólica compite visualmente con la belleza de los viñedos. Son imponentes estos ventiladores blancos que producen energía eléctrica usufructuando la actitud del viento. Como yo iba de copiloto, alternaba mi tarea de vigilar los mapas de carretera con la visión imponente de esos gigantes gráciles que me saludaban –pienso yo- a mi derecha.
A las once y media, aproximadamente, apareció el primer cartel orientativo con el nombre de Carcassone, la cuidad derrotero que nos lanzó a la aventura sin saber exactamente si lo conversamos antes o si fue un sueño a la par.
Pero antes de pisar La Citè –así denominan a la antigua fortaleza- había que buscar un hotel en principio para una noche. Mejor dicho: había que localizarlo, porque mi mujer, mientras yo dormía –o soñaba, no lo tengo claro aún-, circuló un hotel con encanto enclavado en medio del campo.
-Busca detrás de los mapas que verás unas fotos de un lugar que creo te gustará- comentó ella suavemente sin apartar la vista de la carretera.
(Continuará…)

Foto del autor

jueves, 1 de abril de 2010

La extraña habitante de un palacete en ruinas


Una tarde de 1997, me enviaron del periódico a casa de una joven escritora desconocida que acababa de ganar un premio nacional importante. Me tocó, de acompañante, el fotógrafo más desanimado de los que habitualmente dormitaban en los sofás del departamento de fotografía de Granma, un tipo en vías de jubilación con muy pocas ganas de inspirarse en algo ni de retratar a nadie. Llegamos a una esquina de la avenida 23, cerca de Paseo, y el chofer señaló un caserón descascarado que a todas luces era una de las tantas ciudadelas que adornaban el Vedado con ese aire señorial bastante tirado al abandono. De lejos era como todos: un regio palacete ecléctico de dos o tres plantas hilvanadas por columnas altas. De cerca, un crimen cometido con ensañamiento y alevosía a la arquitectura universal, una construcción abandonada a su suerte que albergaba no sé cuántas almas pendientes de un apuntalamiento paliativo, no tanto para salvar el inmueble como para que sus habitantes no murieran aplastados.
En fin, porque me puede patinar la memoria descriptiva que la mayoría de las veces se comporta de una manera impresionista: era una cuartería remendada con rejas interiores y en donde vivían decenas de familias como si se tratara de un colectivo a prueba del Gran Hermano, el programa televisivo donde todo el mundo vigila tus pasos. En esa antigua mansión de ricachones habaneros de los años cuarenta vivía Ena Lucía Portela (no sé si continúa allí), ocupando su morada lo que en principio debió haber sido una habitación, ahora independizada con puerta y servicios propios. Para mí, lo más impresionante de todo no fue el lugar en sí, porque de esos había visto muchos habiendo nacido en el propio Vedado; fue encontrar a mi entrevistada, toda una intelectual del campo de las letras, adaptada sin remedio a las formas de vida de ese condominio pre delictivo de la capital.
¿Y por qué no, si en La Habana mucha gente vive en cuarterías? ¿Por qué no ella?
Ena Lucía resultó tímida o quizá retraída. Hablaba poco, pero en sus extraños y grandes ojos había una luz cristalina que como menos resultaba interesante. La entrevista se desarrolló dentro de su cuarto –en España un espacio así equivaldría a un estudio-, pero para hacer la foto, el malísimo retrato que consiguió mi colega, salimos al balcón colectivo, una azotea a luz ambiente tranquila a esa hora de la tarde.
No solo estuve sorprendido de su hábitat -¿cómo se puede escribir sin privacidad?, me preguntaba yo tontamente-, sino me quedé impactado con el raro título que dio a la novela ganadora del premio de narrativa de la Unión de Escritores cubanos de ese año: El pájaro: pincel y tinta china. Por aquellos días, Ena Lucía era una revelación, o lo que mi jefe de entonces le encantaba decir de los jóvenes talentosos: “una promesa”.
Como la vida da tantas vueltas, en un reciente viaje a Madrid una amiga me prestó un libro de esta escritora que ha dejado de ser novel para convertirse en una de las más importantes voces de la narrativa joven actual latinoamericana. Cien botellas en una pared, publicado aquí por Debate, es una de sus más recientes novelas (2002) que, como es habitual en esta escritora, se vale de un estilo rápido y desenfadado, totalmente coloquial, vulgar en el sentido próximo de la estampa que ofrece aunque no así en la originalidad de la estructura. Mezcla también de altos vuelos literarios en el uso del lenguaje, se trata de un texto bastante sórdido ubicado en los terribles días del llamado eufemísticamente por el gobierno Período Especial. Ya se sabe que de Especial no tenía nada, todo lo contrario. Para mi sorpresa, la autora describe en este volumen cómo es aquella casa, de la que hablaba yo antes. Entonces, además de datos de cómo se pobló así el inmueble con el triunfo de la mal llamada Revolución, me entero por ella misma cómo se escribe encerrada en un lugar tan roñoso. Parecer ser el mejor sitio para encontrar sus personajes, para nutrirse de un buen argumento.
Casualidades de la vida o no, lo cierto es que ahora que voy por la mitad de Cien botellas…corre la noticia por internet de que Ena Lucía Portela, la joven escritora de 38 años criada entre la marginalidad y la violencia de un solar habanero, la misma muchacha díscola que ha construido su obra entera dentro de aquellas abandonadas paredes de La Habana, ha firmado la carta de denuncia a la dictadura de la isla. Me parece muy coherente y por supuesto valiente. Se expone a que la silencien, la marginen, la veten de las bibliotecas públicas. No sería la primera vez que hagan algo así.
Hay que ser muy corajuda para arriesgar lo único plausible que se puede tener en Cuba y es que, dentro de los cánones permitidos, le publiquen su obra.
No me asombra tanto que Ena Lucía haya tomado el camino honesto de denunciar a los tiranos. Su actitud es coherente con su vida, con su estilo narrativo, con los temas sociales que trata. Me sorprendería mucho si esa actitud viniera de otros escritores.

La imagen superior corresonde a la solapa de la edición de Debate de Cien botellas en una pared.