La Citè, el rastro firme de los Cátaros (I)
Mi mujer y yo nos fugamos este viernes por la mañana y no regresamos a casa hasta el otro día. Nos metimos en el coche con una valija pequeña ideada para fines de semana, un paraguas familiar y un mapa de carreteras con el dibujo del antiguo reino de Aragón, que incluye los pirineos catalanes y una parte del sur de Francia. Llenamos el depósito en la gasolinera del barrio, porque una vez escuchamos decir que el combustible sale más caro pasada la frontera.
Salimos a las siete, medio adormilados todavía. La noche anterior habíamos estado hablando sobre Caracassone, la ciudad medieval más grande de Europa que está metida en una doble muralla de piedra de tres kilómetros y recuerda el paso de los cátaros del siglo XII, después de que a éstos los expulsaran de Bulgaria. La fortaleza, según se veía en fotos, coronaba una colina de viñedos. Nos parecía un lugar fantasmagórico cuyos tonos grisáceos –siempre en fotos- seguramente fueron los inductores de la toma de posesión del paraguas, porque en realidad tuvimos una jornada de sol.
Con la duda permanente de si había soñado la fortaleza o si la habíamos hablado en realidad –esas cosas pasan cuando uno, con los años, se vuelve místico-, enfilamos por la AP7 camino a la Junquera, el puesto fronterizo que conecta a España, por tierra, con el resto del mundo. Allí nos miraron de pasada los gendarmes galos pero no nos dijeron nada, ni siquiera un adiós a mano alzada. Inmediatamente desaparecieron las emisoras de radio catalanas y en su lugar se colocaron las francesas. Daban las noticias del día, de las cuales yo no me enteraba ni un cuarto y mi mujer sí. Las autopistas francesas admiten un límite de velocidad superior a las ibéricas; se conduce más rápido pero también más responsablemente, con mayor oficio y cortesía. Además, están mejor cuidadas que las nuestras.
Es maravillosa la sensación de libertad que provoca pasar de un país a otro en un abrir y cerrar de ojos. Llevábamos dos horas de camino –según los cálculos, nos faltarían otros 60 minutos para llegar al destino- y decidimos estirar las piernas en un aire de descanso (en francés, área, muy poéticamente, se escribe aire). Estábamos en Perpignan, tomando, además de aire fresco, un café caliente.
Parecía imposible habernos desplazado hacia otra realidad tan diferente si a esa hora, como de costumbre, yo estaría enredado en el edredón de nuestra cama. Perpignan, cuyo aeropuerto comercial se ve a un lado de la autopista, es la primera ciudad de la región de Languedoc-Rosellón. Este viaducto por el que los autos vuelan tranquilamente sin hacer apenas ruidos, enfilaba por la costa hacia Narbonne, la otra gran ciudad de las inmediaciones bañada por el Mediterráneo. Antes de llegar a Narbonne debíamos tomar un desvío hacia el interior, dejando el litoral e intrincándonos en la campiña francesa tan bien aprovechada con la instalación allí de los nuevos molinos de viento, los nuevos fantasmas que alucinaron a Don Quijote. La llamada fuerza eólica compite visualmente con la belleza de los viñedos. Son imponentes estos ventiladores blancos que producen energía eléctrica usufructuando la actitud del viento. Como yo iba de copiloto, alternaba mi tarea de vigilar los mapas de carretera con la visión imponente de esos gigantes gráciles que me saludaban –pienso yo- a mi derecha.
A las once y media, aproximadamente, apareció el primer cartel orientativo con el nombre de Carcassone, la cuidad derrotero que nos lanzó a la aventura sin saber exactamente si lo conversamos antes o si fue un sueño a la par.
Pero antes de pisar La Citè –así denominan a la antigua fortaleza- había que buscar un hotel en principio para una noche. Mejor dicho: había que localizarlo, porque mi mujer, mientras yo dormía –o soñaba, no lo tengo claro aún-, circuló un hotel con encanto enclavado en medio del campo.
-Busca detrás de los mapas que verás unas fotos de un lugar que creo te gustará- comentó ella suavemente sin apartar la vista de la carretera.
(Continuará…)
Foto del autor
Salimos a las siete, medio adormilados todavía. La noche anterior habíamos estado hablando sobre Caracassone, la ciudad medieval más grande de Europa que está metida en una doble muralla de piedra de tres kilómetros y recuerda el paso de los cátaros del siglo XII, después de que a éstos los expulsaran de Bulgaria. La fortaleza, según se veía en fotos, coronaba una colina de viñedos. Nos parecía un lugar fantasmagórico cuyos tonos grisáceos –siempre en fotos- seguramente fueron los inductores de la toma de posesión del paraguas, porque en realidad tuvimos una jornada de sol.
Con la duda permanente de si había soñado la fortaleza o si la habíamos hablado en realidad –esas cosas pasan cuando uno, con los años, se vuelve místico-, enfilamos por la AP7 camino a la Junquera, el puesto fronterizo que conecta a España, por tierra, con el resto del mundo. Allí nos miraron de pasada los gendarmes galos pero no nos dijeron nada, ni siquiera un adiós a mano alzada. Inmediatamente desaparecieron las emisoras de radio catalanas y en su lugar se colocaron las francesas. Daban las noticias del día, de las cuales yo no me enteraba ni un cuarto y mi mujer sí. Las autopistas francesas admiten un límite de velocidad superior a las ibéricas; se conduce más rápido pero también más responsablemente, con mayor oficio y cortesía. Además, están mejor cuidadas que las nuestras.
Es maravillosa la sensación de libertad que provoca pasar de un país a otro en un abrir y cerrar de ojos. Llevábamos dos horas de camino –según los cálculos, nos faltarían otros 60 minutos para llegar al destino- y decidimos estirar las piernas en un aire de descanso (en francés, área, muy poéticamente, se escribe aire). Estábamos en Perpignan, tomando, además de aire fresco, un café caliente.
Parecía imposible habernos desplazado hacia otra realidad tan diferente si a esa hora, como de costumbre, yo estaría enredado en el edredón de nuestra cama. Perpignan, cuyo aeropuerto comercial se ve a un lado de la autopista, es la primera ciudad de la región de Languedoc-Rosellón. Este viaducto por el que los autos vuelan tranquilamente sin hacer apenas ruidos, enfilaba por la costa hacia Narbonne, la otra gran ciudad de las inmediaciones bañada por el Mediterráneo. Antes de llegar a Narbonne debíamos tomar un desvío hacia el interior, dejando el litoral e intrincándonos en la campiña francesa tan bien aprovechada con la instalación allí de los nuevos molinos de viento, los nuevos fantasmas que alucinaron a Don Quijote. La llamada fuerza eólica compite visualmente con la belleza de los viñedos. Son imponentes estos ventiladores blancos que producen energía eléctrica usufructuando la actitud del viento. Como yo iba de copiloto, alternaba mi tarea de vigilar los mapas de carretera con la visión imponente de esos gigantes gráciles que me saludaban –pienso yo- a mi derecha.
A las once y media, aproximadamente, apareció el primer cartel orientativo con el nombre de Carcassone, la cuidad derrotero que nos lanzó a la aventura sin saber exactamente si lo conversamos antes o si fue un sueño a la par.
Pero antes de pisar La Citè –así denominan a la antigua fortaleza- había que buscar un hotel en principio para una noche. Mejor dicho: había que localizarlo, porque mi mujer, mientras yo dormía –o soñaba, no lo tengo claro aún-, circuló un hotel con encanto enclavado en medio del campo.
-Busca detrás de los mapas que verás unas fotos de un lugar que creo te gustará- comentó ella suavemente sin apartar la vista de la carretera.
(Continuará…)
Foto del autor
2 comentarios:
¡j'aime la France! Soy fan de los pirineos galos ;-)
Me qudé encantado con el viaje, Joan. en breve continúo con la serie. saludos.
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