jueves, 24 de enero de 2008

Tecnología de punta


Se desplazó hasta la casa de una clienta después del trabajo, con el cuerpo pesado, arrastrando sus pasos por inercia. Un par de horas atrás, por lo menos, había caído la noche sin avisar a nadie, como suele ocurrir en invierno. De manera que sus gafas de sol descansaban más, pero la alegría que provoca en él el azul del cielo era un privilegio a cuenta gotas, apurado en los días de las semanas que pasaban a toda velocidad. La noche, en cambio, le acompañaba en la absoluta intimidad bien estudiada durante los viajes de regreso, con los auriculares enganchados bien adentro de los oídos, para no darse cuenta de que el tiempo es irreversible.
Detenido en el portal de su clienta, solo, esta vez sin música y expectante por la pequeña inseguridad que provoca visitar un barrio nuevo, apretó el botón del apartamento, indicado con la letra de ella en un papelito de un solo uso. Se abrió el vestíbulo y, detrás de su espalda, quedó la voz melosa y joven de una mujer:

-Sube.

Retiró la bufanda de colores, desabotonó completo el abrigo de tres cuartos y se dirigió al ascensor sin ver ni sentir la presencia de alguien. Mientras subía en esa caja eléctrica añadida al edificio muchos años después de construido, pensó, como siempre, en las caídas libres de los cuerpos cuando menos se necesita que esto ocurra, haciendo un paralelismo entre el suyo y el volumen del ascensor, poniendo como ejemplo que a esas horas los dos debían estar descansando luego de un día duro de trabajo. “¿Cuántos aparatos decodificadores de la señal digital de la televisión he vendido hoy?”, se preguntó. “Muchos. ¿Y por qué no sé decir que no cuando una clienta me pide amorosamente que le ajuste el suyo, aun conociendo que la instalación no entra en el contenido de trabajo del vendedor, y que éste, al final de la jornada, está exhausto tanto física como mentalmente, que va perdiendo la vista poco a poco por leer tantas etiquetas con la letra pequeña, anular tickets de compra borrosos y ajados, luchar como un tozudo contra la luz de una pantalla de ordenador llevando unas gafas de farmacia que no son más que una lupa emergente?”.
“¿Quién puede decir que no, tanto a una ancianita envolvente como a una joven de ojos almendrados que sabe utilizar la corta, la media y la larga distancia?”, se reconfortó antes de finalizar el viaje vertical dentro de ese cajón frío y maloliente que había sido utilizado sin parar por perros, ancianos y chiquillos eufóricos que regresaron del colegio. Segundos antes de abrirse la puerta del elevador, se miró a las manos y se preguntó qué hacía tan lejos de su casa, de su país, de su profesión, reciclado en antenista, en sintonizador de imágenes digitales que a veces se pixelaban en muchas pantallas domésticas, incluyendo la suya, porque nada ni nadie es perfecto, y ni siquiera el tiempo lo es. Porque su decodificador no estaba correcto aún pues no le alcanzaba el día. Pero un favor se le hace a cualquiera, más a una mujer que seguramente es secretaria o camarera y no tiene tiempo ni dedicación para leerse los manuales e interpretar un lenguaje técnico mal traducido del idioma original, si acaso el equipo que compró tuviera las instrucciones en español.
No aceptaría propinas, lo tenía claro. El dinero empañaría su desvío al salir del trabajo. Ya que estaba allí, supuso, era mejor sacar una sonrisa de los lugares más recónditos de su energía para completar el servicio. De lo contrario, no sería él mismo. Sería otro, impulsado por el brillo del metal o un inversionista a largo plazo buscador de una superventa de electrodomésticos que le dejara gran comisión. Lo cierto es que no supo decir no y se desvió por el enganche de una mirada femenina penetrante, por hacer el favor simplemente y no fijarse en quién, en el supuesto caso de que aquella mirada hubiera sido solo una estratagema.
Destapó el reloj. Marcaba las nueve y media. Avanzó por el pasillo desierto de una sexta planta y se apostó frente a la puerta señalada en el papelito. Hundió el botón del timbre y no demoró mucho la respuesta. Ella estaba ahí detrás, silenciosa, esperando. La joven abrió con delicadeza e hizo a un lado su cuerpo completamente desnudo cediéndole el paso al vendedor.

-No, no acostumbro a pasar delante de las mujeres-, tuvo aliento para decir algo, sofocado, con el abrigo, la bufanda y el bolso aún en las manos.
-Pues sígueme- dijo ella y le pidió con dulzura que cerrara la puerta.
-¿Y el decodificador, dónde lo tienes?- rompió él inesperadamente para quitarle hierro al asunto y ganar tiempo y así recuperarse.
-Ese cacharro ya está funcionando. Ahora tienes que sintonizarme a mí.

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