miércoles, 7 de abril de 2010

Nuestros vecinos franceses


Llegar sin besar el santo (II)

-Pero esto está un poco lejos de Carcassone…¿no?-lancé la duda en voz alta para animar a la conductora, quien me había ordenado despejar una incógnita mediante la localización de un punto rojo en el mapa de carreteras.
Se hizo silencio. En lugar de hablar, mi mujer sonrió.
Pasados unos segundos, respondió vacilándome, con sorna:
-Solo a veinte kilómetros. ¡Qué más da!
-Tienes razón-intervine-. Incluso creo que será mucho mejor alojarnos en un lugar apartado de los turistas. Porque nosotros no somos turistas. Somos investigadores.
Mi mujer había enviado un correo electrónico para reservar una noche en un hotel con encanto, situado en una carretera secundaria o camino vecinal. Estaba, ciertamente, a veinte kilómetros de La Citè. Viajar en coche le da a uno mucha movilidad e independencia, siempre y cuando el automóvil se porte bien. Su plan era perfecto porque nos permitiría dormir casi entre viñedos con profunda intimidad y desde allí desplazarnos hacia lugares visitados por los turistas. Un plan alternativo. A mi mujer le encantan las vías alternativas. Por eso me siento tan bien a su lado.
Me explicó que había visto una casa rural construida en 1900, con el encanto naif de la campiña y el vuelo aristocrático del interior del país, las dos cosas juntas. La había visto en internet y le había gustado la idea de disfrutar de una cena a la luz de dos velas tomando un tinto de reserva de la zona, con la tranquilidad que da saber que dispones de una habitación en la planta superior, para cuando el vino nos hiciera olvidar donde estábamos, en qué pueblo, quiso decir, no en qué hotel.
-Además-continuó la descripción sin apartar la vista de la calzada-: allí tenemos la posibilidad de visitar diferentes cavas de vinos, lugares intrincados adonde se accede solo si viajas en coche. Compraremos algunas botellas para llevar y otras las descorcharemos allí mismo, a la luz del día o bajo la lluvia si es preciso.
Toda esta explicación se la tenía reservada para el momento histórico en el que transitábamos, a 130 kilómetros por hora en una autopista del sur francés, con unos generadores de corriente alterna rodeándonos como si fuéramos aquellos advenedizos perdidos y asustados. Lo más curioso era que, por precaución, no apartaba la mirada del pavimento.
-O sea- ayudé a fantasear-, me propones que hagamos una ruta de cata de vinos después de que visitemos el castillo…
-Es una opción. Otra es navegar en una barcaza por el Canal du Midi, que nos queda a un tiro de piedra.
El viaje se iba poniendo más interesante de lo que pude haber imaginado. Mi mujer, en ratos que no consigo visualizar, había realizado una búsqueda –y captura- de información de la zona. Había tenido en cuenta detalles como la posible adquisición de vinos regionales y había confirmado una noche en Le Clos Saint Hilarie, un hotel de estilo colonial forrado con portones de madera eterna, con puntales altos y espaciosos ventanales para capturar la luz de la llanura. Parecía la antigua casa de vivienda de los hacendados de una plantación del Caribe, pero trasladada a las inmediaciones del Mediterráneo. Al menos así me lo sugirieron las fotos.
Sin embargo, para mi desconsuelo, la bebida de la casa, porque la producen en los alrededores, era un vino espumoso parecido a un champagne. El material de estudio –un dossier que mi compañera ordenó meticulosamente con paginación al pie- indicaba que el blanquette era ineludible para cualquier forastero, que era imperdonable marcharse sin llevarse una copa a la boca al menos una vez; incluso estaba incluido como aperitivo en la carta del hotel.
Leyendo el dossier, me perdí el tiempo transcurrido, me perdí parte del camino.
Antes de que yo llegara a la última página, habíamos entrado en la carretera comarcal, llena de curvas y vacía como si nadie viviera por allí. Se veían ya los carteles hechos a mano que indicaban los desvíos hacia las bodegas particulares. El plan era llegar, registrarnos, dejar la maleta en la habitación y salir inmediatamente para Carcassone, en concreto para La Citè. Al pasar el primer pueblo, me dijo que buscara en el próximo una puerta con el número cinco. Así hice, vigilando, y di la voz cuando apareció. Dejamos el coche en un aparcamiento público y salimos en dirección a esa puerta. Aquello parecía cualquier cosa menos un hotel.
-¿Será aquí?-pregunté asombrado.
-No, esto no puede ser.
Mi mujer le daba vueltas al dossier pensando que por internet le habían vendido una cortina de humo. No tenían nada que ver la fachada de la foto con la que se alzaba a pie de calle. Nos encogimos de hombros.
Comencé a pensar, sin temores a ningún tipo de contradicciones con mi pareja, en un plan alternativo, de aquellos improvisados en los que las cosas suelen resultar mejor. Encendimos un cigarrillo para compartir en espera de que apareciera alguien, un alma sola y errante que nos sacara del apuro. Habíamos viajado cerca de cuatro horas desde Barcelona para llegar a un caserío sin personalidad histórica alguna, situado a orillas de una carretera por donde no pasaba nadie ni motorizado ni a pie, un sitio, con perdón de los de allí, desalmado y mustio. Un lugar de paso, pero no de paso por elección, sino de paso por casualidades de la vida.
-¿Tienes el teléfono del hotel?-pregunté triste, en un hilo de voz.
-Mi amor, en el dossier tiene que estar. Ten calma, que al menos una cama limpia podremos encontrar en cualquier sitio.
Terminando nuestro cigarrillo, apareció un coche obviamente con matrícula francesa.
Mi mujer habló con el conductor, un hombre de unos cuarenta años con la barba de dos o tres días. En el asiento posterior del auto había una sillita homologada para un bebé. Aunque no hablo el idioma, lo entendí todo.
-Sube, guapo, que nos vamos-dijo ella como si le hubiera bajado un santo cargado de energía y augurios positivos.
-Sí, ya sé. En lugar de pasarnos un pueblo resulta que hemos parado antes. La culpa es mía. La culpa es de tu copiloto, este pedazo de monsieur que llevas al lado deseoso de saborear un tinto primaveral, afrutado, aromático, envolvente, fuerte. El vino…quiero decir.
(Continuará…)

Foto del autor.
Una tienda de la zona, donde se vende desde sellos de correo hasta las más increíbles delicatessen. En la puerta se anuncia el blanquette espumoso local.

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