martes, 26 de agosto de 2008

El argentino que llevo por fuera



El problema de la identidad no es tal cuando te encuentras en un país que no te pertenece pero al mismo tiempo es tuyo. El país es tuyo si tienes la suerte de trabajar y pagar los impuestos correspondientes a tus ingresos.
El párrafo anterior –lo sé bien- es difícil de digerir. Sin embargo, me salió a la ligera, dejando jugar mis dedos sobre el teclado de un ordenador en las horas de sobremesa. Ahora en la tienda donde trabajo están haciendo obras. Para mi sorpresa, la brigada que contrató mi empresario es totalmente cubana. Son ocho paisanos que se pasan las horas bromeando sobre Fidel y su pandilla de adulones, sobre los recuerdos de la escuela, de las becas, aquellos campos de concentración en los que muchos creíamos que éramos felices. De hecho, sí que fuimos felices, porque ignorábamos un millón de cosas, y conocimos el manejo sexual y el hurto de frutas y caballos allí. Ahora tenemos más de cuarenta años y estamos lejos de aquel escenario, con un martillo en la mano o una calculadora haciendo descuentos a los clientes.
Cada mañana, al levantar la persiana, nos abrazamos como si nos conociéramos de toda la vida. En realidad, no somos nada más que compatriotas. Yo casi siempre estoy detrás del mostrador con cara de vendedor de electrodomésticos, y eso es una circunstancia. Como soy blanco y tengo el cabello lacio, la mayoría de mis clientes se desayuna con mi verdadera nacionalidad al cabo del tiempo. Pasan meses pensando que soy argentino, y no precisamente porque tenga tal acento. La cuestión es que el español promedio no identifica los acentos ni las regiones latinoamericanas.
De los Estados Unidos de Norteamérica hacia abajo todo es Sudamérica. Y el hecho de que alguien como yo no tenga rasgos andinos, ni africanos, o sea, negros, automáticamente pasa a ser argentino.
Los vacilo, los vacilo a todos.
Hace pocos días, un cliente al que le vendí una lavadora llamó por teléfono y mi compañera de trabajo intentó precisar, seguramente para salvar responsabilidades:
-Pero, dígame, ¿quién le atendió?-preguntó ella.
-Un argentino con gafas- respondió la voz por el auricular.
Nos partimos de la risa. Y le expliqué entonces a mi compañera lo simple que suele ser el ser humano.
Ahora resulta que , con los obreros in situ, somos una cuadrilla de argentinos, excepto el mulatico del grupo.
El cubano se hace notar. Y el argentino también. Pero los acentos distan mucho, mucho.
En las fiestas de Gracia, recién concluidas, vislumbramos a los lejos una bandera cubana ondeando en la entrada de un bar. Ya estoy cansado de estas emboscadas, pero, así y todo, arrastré a mi mujer y a un amigo hasta allí. ¿Qué encontramos? Era un bar sirio, cuya gastronomía nada tiene que ver con la nuestra, pero alguien nos comentó que una camarera del local es cubana.
Y si voy a enumerar la cantidad de automóviles que veo con la bandera de la isla pegada por detrás, no terminaría la sobremesa.
Los mismos obreros no me ubicaron el primer día hasta que pronuncié un par de palabras. Así y todo, bromeé:
-Soy canario, de una isla un poco más cerquita.
-¡Coño, yo pensaba que eras argentino!-gritó uno golpeándome la espalda.
-A veces sí, aunque te confieso que durante las olimpíadas le iba a España en algunas disciplinas. Todo se pega, compadre, menos la belleza y el dinero- le dije muerto de la risa.

viernes, 22 de agosto de 2008

Adela: cara y cruz



El universo lorquiano me obliga a interrumpir la serie estival propuesta en estas “páginas”. ¿Qué mejor pretexto para realizar un paréntesis dentro de la venta al detalle de electrodomésticos?
La vasta obra de Federico transcurre casi toda en el oscuro espacio de la España más dura y más cruel, la más tradicional y la más arcaica. Nada que ver, pues, con los aparatitos hipercómodos que hoy nos “endulzan” la vida, desde el entretenimiento puramente lúdico hasta la terapia ocupacional más básica que pudiera ser un afeitado correcto, una depilación general o un masaje exfoliante en tardes de fiestas. Y, con estos cacharros intergalácticos, así y todo, ocurren crímenes pasionales porque no basta la corriente eléctrica para entretener un alma desesperada. Volver a Lorca siempre es volver a sentir lo que por primera vez notamos en sus textos: el frío de una noche eterna en la que transcurre toda una vida; una vida, eso sí, desbordada de pasión.
Cada vez que pienso y escribo el nombre del poeta me viene a la cabeza una directora cubana de escena que se llama Berta Martínez. Ella se apasionó con el repertorio lorquiano y, desde la insularidad caribeña, lo entendió y lo adaptó a unas tablas que sufren mucho el paso de los años. Lo iluminó con escasos focos y muchas velas para lograr una estampa realista de una época llena de prejuicios; en fin, un terreno anquilosado. Y no es otro que el que hoy se conoce como La España Profunda.
Lorca visto desde España ofrece otra perspectiva. Ya no es la rigurosa Berta Martínez quien nos lleva de la mano, sino el sentido de la propia atmósfera que respiramos en la idiosincrasia de este país de países; pero no es menos cierto que Lorca se refería a la aridez, por ejemplo, de Extremadura, o a la noche andaluza en la que ladran los perros sin parar. Y ese es más o menos el decir de los telediarios de hoy, con sus bodas de sangre interminables, por un lado, y sus eventos de cocina mediterránea por otro. En el medio del gran mural electrónico, tal vez, aparece una hermosa mujer depilándose las piernas con un aparatito inalámbrico y dotado de un rayo ultravioleta.
La modernidad es una camisa de fuerza que nos obliga a ser originales incluso sin perder las tradiciones. Anoche lo viví en el teatro Romea, cuyo escenario es un tipo de oasis en el corazón del Raval. Volví a Lorca, a la Casa de Bernarda Alba, a Adela y sus hermanas, al campo, al claustro y al hecho de sangre, al teatro y a la danza. El espectáculo, que concluye este fin de semana, es uno de los más logrados que he visto; en una hora y veinte minutos se pasea por la casa de Bernarda, y eso es muy difícil de conseguir. La compañía Metros Angar, con la dirección y coreografía de Ramón Oller, me ha dejado el preciso sabor que uno busca como ciudadano de este mundo nuestro. Es muy reconfortante que funcione la comunicación y que el tiempo no te aniquile con excesos de pretensiones. La puesta en escena está ajustadísima al espacio lorquiano y es un bello regalo para los ojos. Hay austeridad y elegancia a la vez, estilo, sin desbordar el patio andaluz, pues se trata de danza contemporánea. Hay espectáculos que se quedan en la memoria para toda la vida, y no exagero si digo que este será uno ellos, porque no sobra nada, ni el tiempo, ese metraje que traiciona tan a menudo a los directores. La escena del suicidio de Adela es fundamentalísima: nos tuvo en un hilo de nervios y nos sacó la sal por los ojos. Amo la sencillez, el buen gusto. No dejo de ser consciente de que estas dos posibilidades estéticas son tan relativas como que estábamos en el entorno del Raval, barrio duro, difícil, oscuro. El alma de aquella España que Lorca se empeñó en retratar hasta la saciedad, pasa volando, dibujada o desdibujada por un trazo distinto. Un pretexto para no olvidar aquel pasado reciente que no hubiéramos escogido jamás.

jueves, 7 de agosto de 2008

HISTORIAS DE DEPILADORAS (Y BATIDORAS AMERICANAS)


Cuarto día: Te regalo mis poros

La tienda estuvo cerrada más de una semana porque el dueño que, a duras penas, pasaba por allí, se enteró de la pérdida de la clientela por culpa del calor. Los aparatos acondicionadores de aire llevaban varios años en desuso, y el encargado del establecimiento se las apañaba para entretener a los clientes con su gracia natural, a golpe de verbo y monerías, e, invariablemente, cada verano cursaba una carta por correo electrónico notificando el desperfecto de los compresores para el aire frío. Esta vez sí le hicieron caso, por una razón todavía desconocida.
Así que el vendedor de electrodomésticos tuvo que tomar unas vacaciones forzadas, un tiempo corto que aprovechó para leer y tomar refrescos con hielo frappé, utilizando una batidora con vaso gigante de cristal que se había auto regalado. La estrenó con una champola de chirimoya, porque fue la fruta más parecida a la guanábana que encontró en un comercio regentado por un personal de Sri Lanka. Esa batidora era un sueño, con un motor de 700 watios y marcha superpotente especial para picar hielo. El sonido del motor le hacía situarse dentro de la cabina de un avión a punto de despegar. Y el olor magnético que desprendía el enrollado de cobre de la bobina, le gustaba porque era un sentido del trabajo, de la fuerza de la creación de las cosas. Se empapó en la materia y probó haciendo gazpachos, mayonesas caseras, alioli, papillas para niños –que luego él mismo degustó-, batidos de todas las frutas que encontró y que fueran compatibles con el sabor lácteo; daikirís con la receta original, tomada de Internet, y refrescos de sandías rojas, a todas horas, con semillas molidas incluso.
Pasó poco más de una semana entre la literatura y los experimentos con la batidora, para luego tratar de demostrar a sus clientes que el socorrido túrmix o minipímer no es tan completo como parece. Porque descubrió que también podía confeccionarse la vichyssoise en la furiosa máquina que acababa de adquirir, y luego conservar el sobrante en el propio vaso de vidrio, dentro de la nevera. Además, no dejaba de pensar en la incipiente clientela de inmigrantes que iba adornando el barrio, gente oriunda de climas tropicales que conocían perfectamente el producto. Junto con las depiladoras, quiso hacer de las batidoras de vaso el producto más buscado de la temporada.
Y no se equivocó.
De vuelta a su tienda, con una temperatura más agradable en el ambiente –las obras llevaron a reestructurar la concepción de escaparates y movió de sitio el mostrador central-, se encontraba quitando el polvo precisamente en la zona de pequeños electrodomésticos cuando alguien susurró a sus espaldas.
Era una voz femenina y dulce.
Se giró sorprendido y se halló a menos de un metro de una hermosa morena de unos 27 años engrasada de la cabeza a los pies. ¿Cómo fue posible que no la sintiera, que no la olfateara, que no la intuyera?
Miró al suelo y comprobó que la joven se deslizaba sobre un calzado compuesto de tejidos vegetales y suela de caucho, chanclas inspiradas en algún modelo oriental. Siguió alzando la vista –reinaba el silencio, la paz- y encontró una capa de aceite más gruesa en la separación de los senos de la chica, que casi iban al aire, excepto la aureola y la punta de los bustos. Pensó que no era normal tal exhibición pero que debía ir acostumbrándose a ella, porque en poco tiempo sería una imagen de rutina; cada verano las mujeres utilizaban menos telas para vestirse. Y la poca que hacían servir, era cada verano más transparente.
Debía de acostumbrarse. Eran las reglas del juego.
El rostro de su clienta era atractivo, también con rasgos orientales, teñido por un color anaranjado, proveniente de varias sesiones de rayos ultravioletas. La joven se cuidaba, era obvio, y además cuidaba su educación.
El proveedor sabía que estaba a punto de vender una depiladora, pero, sin saber exactamente por qué, no se lanzó. Continuó observándola con recato y eso provocó que el silencio se prolongara y fuera ella la que ayudara a resolver la pausa:
-Veo que tienen arreglado lo del aire acondicionado- dijo con tono jovial.
-Sí, tanto va el cántaro a la fuente…
-Es una lástima que hayan tenido que cambiar las piezas de lugar. Ya estaba acostumbrada a pasar por aquí y mirar mis cosas directamente.
-¿Tus cosas? ¿Cuáles son tus cosas?-jugó el comerciante.
-Bueno, quiero decir mis objetos de consumo, los aparatitos que utilizo y que cada vez duran menos.
-Sí, es cierto…Antes fabricaban los electrodomésticos, los autos, todo para toda la vida. Pero, en cambio, ahora consumimos más y de eso vivo precisamente.
-¡Vaya!, qué lástima de empleo, con todo respeto- interactuó ella mientras dejaba el bolso en el suelo.
-No, no me has entendido. O quizá no me expresé lo suficientemente bien. Quise decir que vivo de las ilusiones, de la posibilidad de que tal o más cuál gente vuelva pronto y así la puedo volver a escuchar.
-Eso está mejor, más poético. Tenga usted cuidado con la coronaria.
-Hago deportes, deportes de mesa, que son relajantes. Y me entretengo buscando recetas para licuadoras.
-He venido, por cierto, a buscar una.
En ese instante se le derrumbaron las palabras que tenía preparadas para comenzar a empaquetarle una depiladora. Aunque se excitó con la posibilidad de hablar sobre sus mejunjes caseros, fríos y espesos.
Sin gastar demasiado tiempo ni palabras, terminó vendiéndole la misma máquina que él tenía. Era potente y, en relación calidad/precio, era la mejor. Le advirtió que el olor a circuito eléctrico quemado era normal, que no lo tuviera en cuenta, o que, en su defecto, lo disfrutara como algo extraordinario. La chica estaba de vacaciones, según dijo, y se dio a la tarea de completar su apartamento con algún electrodoméstico novedoso y eligió ese, por recomendación de una amiga adicta al gazpacho andaluz.
El dependiente quiso envolver el equipo en papel de regalo y ella no lo dejó. Le ofreció, en cambio, un detalle. Era una depiladora pequeña que funcionaba con pilas solamente, especial para viajes o excursiones a balnearios de verano. La sacó debajo del mostrador, con ese arte que tienen algunos profesionales de atribuir un obsequio sin que el cliente sienta que es por compensación, sino que se hace por simpatía.
-Es un regalo- dijo a secas, sonriendo.
-¡Uf!, justo lo que menos necesito-aseguró ella.
El hombre se quedó sin palabras. No supo reaccionar, puesto que se trataba de un objeto siempre bien recibido y, además, lo primero que sintió fue desprecio, irracionalmente.
-Es que estoy depilada con láser, y eso es para toda la vida.
El tendero no acababa de reaccionar. Solo sonrió y la joven fue condescendiente con él. Se comportó de una manera natural. Era cliente de allí, aunque su interlocutor no la recordara. Era una muchacha muy suave y amable, con apariencia volátil, algo extravagante. Se notaba que llevaba una vida cómoda y que quería probarlo todo. Con la misma elasticidad de sus palabras, retiró el pantalón de lino de su pierna izquierda y la subió al mostrador.
-Mire. Aquí no saldrán vellos jamás-le mostró una pantorrilla brillosa producto de un aceite aromático.
Volvió el silencio a la sala, por desgracia del hombre, que no sabía a qué atinar. Sintió el deseo de preguntarle a la chica que si podía tocar la piel, aunque se reprimió. Preguntó, a cambio, una curiosidad:
-¿Ese resultado es producto de una sola sesión?
-No, de varias, pero ya he terminado el tratamiento- argumentó ella.
-¿Y es caro?
-Sí, pero vale la pena.
-¿De cuánto estamos hablando, si no te sabe mal decírmelo?-insistió el mayorista.
-De tres mil euros, en total.
-Eso es dinero. Pero, en fin, cada cual…¿Sabes que hay otros países en los que predomina el culto al vello?
-Sí, es una cuestión cultural. Yo, en cambio, siento como si me hubiera quitado un peso de encima.
-Y te lo quitaste, porque el vello pesa- dijo el hombre observando la pierna anaranjada de la chica, todavía encima del mostrador.
Como era un sujeto con clase, no se permitió retirar la oferta del regalo. Insistió para que se lo llevara a alguna amiga, para que se acordara de ese humilde vendedor que agasajaba a sus clientes con un premio ajustado a la temporada. Estaba con las palabras un tanto atragantadas todavía. Nervioso y frustrado por la equivocación, aunque satisfecho por haber aprendido algo nuevo. La venta de la batidora estilo americana le produjo un giro en su estado de ánimo. El gran preludio comercial de su otro producto favorito había comenzado.
El adiós se imponía y el ser detallista que estaba a cargo del establecimiento prefirió acabar la gestión:
-No te pierdas, guapa. ¡Y no dejes más el bolso en el suelo que se te va el dinero más rápido!- dijo moviendo los brazos.
-¡Ya ves! Acabo de dejarme algo aquí-sonrió la clienta.
-Espera, me quedo con una duda. ¿La depilación que te hiciste es general?
-Sí, no me gustan las cosas parciales. La zona pélvica también estaba incluida en el tratamiento.
-¡Qué lástima!-suspiró el hombre.
Ella se encogió de hombros. Un giro cortés del cuerpo de la chica marcó el final. Detrás del adiós, ofreció su espalda también descotada. El comerciante la acompañó a distancia hasta la puerta si mediar más palabras.