miércoles, 26 de diciembre de 2007

Algunos registros pesan demasiado



Si alguien sabe qué se puede hacer para amortiguar la nostalgia, que me lo diga. No pido un tratado doctoral ni un discurso de filosofía moderna. Me conformo con una receta casera.
¿Debemos alejarnos de todo lo que huela al pasado, de todo lo que nos relacione con la isla alargada de donde venimos?
No comprar música del patio. No reunirse con paisanos para jugar al dominó. No conectarse con portales digitales que versen sobre nuestra nación. No pensar en los que se quedaron allí. No reservar las felicitaciones para la noche vieja y dejarse llevar por las costumbres del santoral católico. Ser de aquí a un 90 por ciento; almorzar con una familia emergente el día 25; aprovechar el día siguiente para descansar en tu casa por la buena obra de un venerable llamado Esteban; esto último si vives en Cataluña.
No ponerte a ver una película cubana de los primeros años ochenta que te han regalado envuelta en un papel de colores. No reflexionar sobre el movimiento del celuloide a 24 cuadros por segundo, porque eso puede hundirte en la melancolía, en tus días aquellos en los que éramos tan felices intentando amar en un cruce de miradas tan a mano siempre, con el gracejo popular que nos dieron los fundadores de un sincretismo cultural apabullante. No profundizar en algo histórico, no ver los créditos de la película, no escuchar la música, no volver a enamorarte del rostro fotogénico y libidinoso de Isabel Santos, en primerísimos planos llenos de juventud, fotogramas que se desbordan de inquietud con una mirada seductora de la actriz, con un micrófono aéreo instalado fuera del encuadre, aunque no se vea pero todos sabemos que el sonido directo está allí. Vida artesanal y creativa en la que nos desenvolvimos dando cada cual lo que podía de su dotación natural.
No asomarse a la ventana de una comedia de sentimientos rodada con cierto aire documental, que se aprovecha del torso desnudo de Mario Balmaseda haciendo juego con unos pezones rosados (y rozados) de la angelical Isabelita Ojos de Pasión. (Mario, aquel mulato de sonrisa pícara que protagonizó culebrones diversos y siempre nos pareció un tipo duro).
No. No recordar dónde estábamos estudiando ni con quién ni en cuál cine la vimos.
No sentir la curiosidad por la edad de Rosita Fornés, un auténtico calendario de todos los tiempos, de todos los momentos de nuestras vidas eternizados por su nombre como una fotografía analógica.
Quiero decir: no desenvolver el paquete de reyes que contiene el filme Se permuta. No tentar la fuerza, el desenvolvimiento doméstico de algo que no tiene cura, o lo que hasta día de hoy se presenta sin antídoto.
No llamar por teléfono después a un amigo que sabe y siente, como tú, lo mismo.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Carta abierta al tiempo



Estimado implacable:

Hoy, de regreso a casa, perdí el tren que tomo cada día porque no nos cuadraba la caja en la tienda, y tuve que quedarme un rato más. El siguiente convoy venía del aeropuerto, atestado de gente cuyas valijas mostraban las etiquetas de las líneas aéreas. Llevaban todos caras de cansancio, aunque intentaban retomar el aliento, con sus respectivos idiomas, hablando en tono familiar. Había muchos niños contentos y exhaustos a la vez. Supuse que todos aquellos viajeros venían a pasar el fin de año a esta ciudad.
Nadie reparó en mí.
En estos últimos tiempos en que he bajado de peso considerablemente y se me hunden los ojos en cavernas color malva, encuentro más miradas cotidianas que antes. Debe ser que llevo un aire nuevo de conjunto, con el pelo alborotado levantándose en puntas silvestres que buscan el sur; digamos que el sur de mi garganta.
Pero nadie se fijó en este que vuelca sus palabras a altas horas de la noche, cuando el polvo de la tienda donde trabajo duerme las huellas de los cientos de clientes que pasan por debajo de un único techo.
Solamente es posible la indiferencia, o la ignorancia de mis cabellos, en un grupo de seres que han cruzado un océano. Atontados por el viaje y deseosos del reencuentro con sus seres queridos. Yo estaba fuera de serie.
Si no hubiera perdido el tren rutinario, entonces no estaría aquí dejando por sentado que percibí tu arrogancia, inefable cronómetro que logras hacer coincidir hasta las palabras más dispersas del planeta.
Me llevaste hasta la noche lluviosa en que llegué con una maleta pequeña, en aquel septiembre remoto en que todavía me hubiera ahorrado un vocablo diciendo maletica.
Ahora veo que este procesador de texto subraya el término maletica.
No lo conoce; está claro quiénes entramos o no en los sistemas.
En todo este período boscoso y turbulento que me has ofrecido –no escribo otorgado porque supongo que no te debo nada-, te he sentido de dos maneras: dilatado y puntilloso.
Me permitiste regresar a casa de visita, ir a París y a Roma, conocer lo que un satírico amigo llamaría mis potencialidades ocultas; disfrutar de la ingravidez y de tus manecillas a contrapelo. Has hurgado, apreciado rival, en mi estado de salud física y mental. Me has colocado en mi sitio aquel lejano 31 de diciembre del 2005 cuando dejé de fumar.
Te confieso que la mayoría de las veces no pienso en ti. Ni te siento. Solo percibo un sinfín de acciones sociales que te pertenecen a un 50 por ciento. El otro 50 se le debe al espacio físico con el que luchas constantemente.
¡Qué diferente era el tren del aeropuerto de hoy con respecto al que pasó hace seis años!
Seis años atrás no llevaban pantallas LCD incorporadas en el fuselaje, por solo citar un ejemplo.
Me hiciste recordar a mi padre, a mi país, a la vergüenza de que un dictador como Fidel Castro exprese a sus 80 y pico de años que le cede el paso a la juventud; me llevaste a los días de la inocencia, de la verborrea continua, copiosa; de la desvergüenza con que vine pensando en que el mundo era un roce de cabellos y un golpe de ojos. Me llevaste a repasar una hilera de rostros inconexos que he tenido delante desde que abrí los párpados, desde que me tomaste de la mano. Sé perfectamente que hoy fue un tren y que mañana será –¡ojalá que no!- una cafetería desierta la que me obligue a escribirte.

Te deseo buena suerte en la vida.

Jorge

domingo, 9 de diciembre de 2007

Metabolismo de la navidad



Hoy observé cómo unas bellas mujeres de la boutique de al lado armaban un arbolito. Combinaron el montaje con el tiempo de labor, entre gente y gente que pasaba, ajenas a mi mirada de paz.
Eran ninfas de la noche ataviadas para salir, con tacones de punta fina, perfumadas, enarboladas con su sexto sentido.
Mientras, en mi tienda, mis compañeras hacían todo lo posible por vender más y mejor, aunque lo segundo sea discutible a todos los niveles. En mi tienda no se erguía un arbolito, sino la malsana circunstancia de competir entre nos, buscando una sumatoria de números que, a fin de mes, se traducirán en dinero. Yo me deleitaba con la escalada del arbolito vecino, copioso, verde fuerte, de mediana estatura. Las miraba a ellas detrás de un cristal, como un filme silente en el que el director es capaz de subtitular lo que se le antoje. Dejé volar la memoria y me remonté a unas bolas de cristal de colores de mi infancia, halladas por sorpresa en un closet de mi casa, abandonadas allí en plena carrera por desmantelar la vida de antes y reiniciar una nueva en otras tierras donde no hubiera triunfado una revolución comunista. Los que olvidaron las bolas de cristal eran los tíos de mi mamá, y sus hijos, que eran los primos de mi madre. Cuando descubrí los cristales esféricos y superfinos, todavía en sus cajas, buscaba otra cosa. Lo cierto es que nunca los instalé, ni los tiré a la basura. Se quedaron donde mismo. Muchos años después, cuando yo tenía unos treinta y pico y el gobierno permitió montar las bolas de cristal, ya no me hacían ilusión. Habíamos crecido sin incorporar las navidades a nuestras vidas, a cambio de unos movimientos de cadera que fueron nuestra danza prioritaria en fin de año, junto con unos alcoholes de extraña procedencia.
La retrospectiva que estaba realizando a mitad de faena en mi tienda no terminó hasta los días de hoy, un presente obligado a motivaciones nuevas que todo el mundo comparte, como es el caso de la navidad. Si las féminas de la boutique contigua dan a luz un arbolito que es símbolo de buena vecindad, ¿por qué el año pasado tuve que pensármelo tanto para instalar uno en casa, con mi mujer que lo deseaba tanto y sin perder ella los nervios?
Recordé un lema que dice que subir lomas hermana hombres (y mujeres, diría yo), y el abeto les servía de nexo a cinco damas que se pasan las tres cuartas partes de sus vidas de cara al público y soportándose más o menos sus biorritmos. Mi mujer tenía razón el año pasado. Hacía falta una descontextualización del tema religioso para darle una oportunidad a la gente para que se una, aunque sea una vez al año.
El árbol creció, se coronó, se expandió por la dulzura femenina de una micro-sociedad observada con lupa a lo lejos por este servidor.
Ya pusieron las luces en toda la ciudad donde vivo y, como siempre, sigo con retraso navideño. No sé qué le voy a comprar a mi mujer, no sé cuándo es la fecha límite para armar el arbusto ficticio de mi casa, no sé por qué tanta gente se vuelve loca comprando cosas. Sólo sé que durante estos días tengo que trabajar más horas y que mis compañeras de equipo están desaforadas con las comisiones.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Cuéntame cómo pasó (IV y final)



Cada vez que veo a la familia Alcántara atravesar el tiempo, me remito a una Habana futurista en la que descansa un manto de odio y de rencor enredado en las piedras; veo una ciudad habitada por gente “normal” que corre a alcanzar el metro del macizo freático agujereado, en vez de por aparcamientos de coches, por trincheras cansadas de esperar la guerra de todo el pueblo. Me hallo a mí mismo lleno de achaques y de tos perruna, con las gafas enganchadas en el surco de presión que dejan los años en la piel.
“Teñido” de blanco en las sienes; acodado frente a una máquina como esta en la que intento dejar rastro de un montón de décadas perdidas, o casi perdidas. Me observo flaco y con una nuez enorme, como el mismo Antonio de la serie, fumando a borbotones el cigarrillo de la compañía íntima; extrañando en silencio la unidad de la familia, la sobremesa, la radio noticiosa, la televisión de tubo que pesaba más que un matrimonio mal llevado. Vuelo a toda prisa con
mi visión del destino, no vaya a ser que las entregas de Televisión Española se me adelanten y los Alcántara sean los que digan la última palabra.
Para los cubanos –casi todos- que esperamos impacientes el cambio de guardia del gobierno de la isla, un serial como Cuéntame… nos ha acompañado durante, diría yo, demasiada tirada, dilatando psicológicamente un proceso natural de desgaste en el que estamos aparcados desde que salimos de allí. Cuéntame… nos gustaba mucho hasta que comenzó a ser cruel con los que no hemos vivido el mismo proceso que se narra en la pantalla. No hay posibilidad de distanciarse del argumento si sabemos que pinta igual que la transición deseada.
Cada vez que me enfrento a la magnífica realización de TVE pienso que se permite tanto estirón, y con tanto desenfado, porque habla de algo, aunque parezca mentira, lejano. Mi mujer me ha dicho que el personaje de la mujer de Antonio representa a su abuela. Y su abuela, que, por cierto, estuvo hace unos días almorzando con nosotros en casa, es un producto de la postguerra, ahora “emplantillada” en el enorme regimiento de ancianos que disfruta de los viajes internacionales por carretera subvencionados por el Estado. Es demasiado tener que visualizarme en un almuerzo con mis nietos, aunque es obligatorio si sintonizo la serie de televisión, que alcanza, creo, su sexta temporada, para recordarme que llegué a estas tierras junto con ella.
Mientras escribo estas líneas, mi mujer prepara la cena para luego degustarla en el salón, donde vemos Cuéntame…esperando el deceso de Franco, como una muerte anunciada que viene rodando a pasos de tortuga, y solo arribará cuando le dé la gana al guionista. Nosotros, mientras, planeamos sobre La Habana, ciudad dormida, apretujada de muchos Antonio y Mercedes, Jorge, Isabelita, Eduardo, más una inmensa pléyade de desafortunados que en su día fueron inscritos como Boris, Iván, Katiuska, Pavel.
Collage tropical, al decir del poeta, en el que también entronca, por si acaso, un Imanol Arias que protagonizó su primer largometraje en aquella ciudad traspuesta.