viernes, 29 de junio de 2007

Almendras o el danzón rodante


Pensé que a mi mujer le iban a asombrar más los viejos automóviles norteamericanos que ruedan por Cuba, pero hasta el día de hoy ha sido muy lacónica con el tema. Estando en la isla hace poco intenté meterme dentro de su piel mientras viajábamos en esos carros, sentir el olor a combustible mezclado con la música y con un tirón de puertas. Utilicé la introspección sin decirle nada –ahora comprenderá mejor mi silencio- en los trayectos largos entre Playa y la Habana Vieja, en los que sube y baja tanta gente diversa. El asiento hundido en algunos casos, el acolchado de los canelones que llevan los choferes cuidadosos con la vestidura, el adorno rimbombante, cursi, el amplio espacio interior del auto que nadie construye hoy ni construirá jamás. El roce inevitable de las piernas, de las piernas desnudas, de las tapadas, la mirada escudriñadora discreta o descarada, el cortejo constante de los hombres con las muchachas que suben y bajan, el golpe de timón, el alarde, el estilo de cada conductor, el verbo fácil, derrochado. Nosotros dos en medio de un mar de gente común que va hacia su trabajo o a visitar a alguien, en el medio del transporte que, en la medida de las posibilidades de cada cual, ahora es el más seguro y cómodo. Ya no tienen que luchar por el carril de la derecha con las bicicletas porque éstas van en extinción. Yo odiaba a los carros americanos que me cerraban el paso cuando iba en bicicleta, y lo hacían sin indicaciones, sin el stop rojo. Tuve la dualidad, en este viaje, de recordar y meterme dentro de mi mujer y sentir cosas nuevas y viejas a la vez. Percibí el juego de la vida sobre cuatro ruedas, es decir: da juego conocer gente, tocar gente, sentirse vivo en las maniobras temerarias de esos conductores (suicidas, diría Sabina)
que van viviendo al compás de la gente. Colectivismo, antropología –sin dudas-, arqueología de la mecánica universal, riesgo, divertimento, color, olores e imaginación.
El tuning que está tan de moda ahora en muchos países ha llegado a la isla de Cuba. Los viejos autos ahora también están tuneados, arreglados a imagen y semejanza de sus dueños. La parte política y fea de todo esto ya se ha dicho infinidad de veces. El tópico de uno de estos carros en la portada de un disco es pan comido. Hay gente a la que le hace mucha gracia, que sin dudas la tiene, una ciudad con estos vehículos en uso cotidiano. La mejor promoción a las marcas –Chevrolet, Pontiac, Cádilac, Dodge- es el propio milagro de que sobrevivan al desgaste de más de medio siglo de vida. Creo que mi mujer se dio cuenta, desde las primeras sentadas, en que las maniobras al volante allá en Cuba nada tienen que ver con la delicadeza ingeniera de los automóviles que ruedan por esta ciudad desde donde escribo: con medio giro aquí te sales de la carretera. ¿Le habrá hecho gracia a mi mujer el mundo del transporte cotidiano, el de los llamados almendrones o cacharros americanos? Sigo esperando sus impresiones. Antes hay muchas cosas más importantes que despachar. La foto de arriba es de ella. ¿Se pondrá en contacto, mi mujer, con las disqueras para vender la foto? ¿Qué diría Abelardito Valdés, el autor del danzón Almendra, el más famoso en su género, al enterarse de que le han tomado el nombre para carromatos? ¿Qué diría, en España, por ejemplo, un vendedor de frutos secos?

Junio 2007

miércoles, 27 de junio de 2007

Volando con gallos



El único lugar más o menos cercano de La Habana donde podíamos estar tranquilos y bañarnos en la playa era Varadero. Hasta allí nos fuimos con la ilusión de encontrar un alojamiento en una casa particular, pues nos manteníamos firme con la idea de no pagarle un céntimo al gobierno (cosa bastante difícil toda vez que la gran mayoría de los servicios los controla el Estado). Llegamos en el primer bus de la mañana, a la península del mar azul transparente, en donde nos regalaríamos dos o tres días enteros, sin agenda y sin teléfonos timbrando. Comenzamos a buscar una habitación en una casa a orillas del mar, sitio que yo había visitado alguna vez dentro de un grupo de amigos que asistían a una boda. Yo recordaba perfectamente la ubicación, así que tomamos un taxi y nos plantamos en la misma puerta del inmueble de piedra, privilegiado caserón con terraza metida en la arena, dos plantas, espacioso, retirado de las calles principales. Pregunté por el nombre de los dueños -hacía unos diez años de la boda- a una muchacha de unos 36 años. Era ella. Me identifiqué y nos invitó a pasar a la terraza. Pregunté si habían tenido hijos. Respondió que dos. Y fue la misma casera la que comenzó el tema, negando toda posibilidad de quedarnos allí. Nos delataba una maleta con ruedas. Diez minutos más tarde estábamos en medio de la calle principal enterados de que los particulares no pueden alquilar habitaciones a extranjeros. La muchacha de la boda, que ya no se veía tan reluciente, fue una pésima anfitriona. Nos trató con prisa, con desasosiego, no nos brindó un vaso con agua, ni una idea siquiera. Fue seca, inhóspita. Entre las cosas que dijo me quedé con la más asombrosa, aun sabiendo antes de hasta donde es capaz de llegar un régimen totalitario, tan bien reflejado en el filme alemán La vida de los otros. A ese matrimonio los espiaban mediante una cámara de video instalada en un poste de teléfono. Me costó creerlo. Incluso no sé hasta qué punto se lo inventó la otrora novia. Pero me aseguró que una caja metálica cuadrada era la cámara. Yo me involucro y me lo creo todo. Mi mujer no, supongo porque ha nacido en la España de la democracia y le cuesta aceptar ciertos absurdos. Mi mujer no abrió la boca en los escasos diez minutos que estuvimos allí solo para preguntarle a la chica:
-¿O sea, que tú no puedes tener en tu casa a quien te dé la gana?
Se hizo silencio. Comprendimos que debíamos marcharnos.
A mí me vino un lío en la cabeza porque no quería dejar sin playa a mi mujer y me traicionaría si entrara a un hotel.
-No pasa nada, guapo-, intentó sonreír mi mujer, quien es una de las personas que más adoran el mar en este planeta.-Cogemos el autocar de regreso que sale dentro de una hora, y aquí no ha sucedido nada.
-Si entramos ahí- dije señalando un hotel- no significaría claudicar. Necesitamos un descanso. Encerramos entre paréntesis nuestros principios y basta-, interpuse entregando mi alma completa a quien me ama y me entiende, pues sería muy egoísta de mi parte que nos volviéramos a La Habana después de haber visto ese mar tan cerca. A mí no me seducía en lo más mínimo el Caribe, o, mejor, algo sí, pero ya lo había probado.
-Acepto. Volaremos por encima de todo. De paso liquidamos estos papelitos convertibles que parecen bonos de jugar al Monopolio.
(Mi mujer se refería a una de las monedas cubanas que tiene contravalor con el dólar o el euro).
Solicité una habitación de matrimonio, en la recepción de un hotel. La encargada, al sentir mi acento, me pidió el pasaporte. Lo estuvo hojeando como si encarnara a un oficial de frontera. Cuando terminó de mirarlo nos dijo:
-¿Traen el certificado de matrimonio?
-No- respondimos a dúo.
-Lo siento, pero no pueden hospedarse. El –señalándome- no tiene Permiso de Residencia en el Exterior. Si al menos estuvieran casados se podría hacer algo.
Nos quedamos en blanco. El factor sorpresa nos golpeó. Habíamos transgredido nuestros principios y encima nos negaban la entrada al último lugar donde hubiéramos pisado. Supongo que sentimos la necesidad de enarbolar nuestra dignidad sin presentar un escándalo. ¿Pero cómo? No les interesaba nuestro dinero, eran capaces de rechazarnos en un hotel vacío. No había turistas en Varadero. Eso lo pudimos comprobar nada más llegar a la estación de autobuses. Estábamos nuevamente frente al absurdo, con la soberbia de aquella recepcionista tocándonos las narices. Aún no entendíamos si la chica quería un soborno o venganza. ¿De quién se estaba vengando?¿De mí?¿Y por qué? No tardé mucho en darme cuenta de que el Estado, a través de una amargada recepcionista, me estaba informando de mi castigo por haberme marchado del país y no entrar en contubernios con el Poder. Lo aprendí in situ, tristemente, pero lo aprendí bien, con decencia, sin escándalo. Mi mujer se desmarcó de toda historia de la mal llamada Revolución Cubana, se irguió en una de sus frases redondas, aunque recibió a cambio el ramalazo del totalitarismo, que había quedado sin argumentos:
-¡Nosotros estamos casados –mintió-, pero a nadie se le ocurre que uno tenga que viajar con el certificado de matrimonio para hospedarse en un hotel!
-Cada país tiene sus leyes- finalizó la recepcionista, groseramente.
Salimos a la primera avenida y tiramos hacia la estación de autobuses. El próximo, en efecto, no salía hasta dentro de una hora. El sol quemaba sobremanera. Arrastramos la maletas de ruedas en medio de un silencio más que doloroso. Los taxis nos tocaban el claxon constantemente. Yo estaba al reventar y tuve que relativizar más que nunca las cosas de la vida. Mi mujer no aguantó más y rompió a llorar.Nos sucedieron muchos abordajes en el transcurso de la hora que nos quedaba para tomar el ómnibus de vuelta a la capital, desde gente que nos ofrecía puros, hasta un disparatado que se nos acercó para preguntarnos que si éramos rusos. Después de consolar a mi mujer en plena vía pública, intenté darle la vuelta a la situación con la propuesta de entrar al próximo hotel que viéramos y hacernos los despistados para vacilar a la recepcionista, para crearle sentido de culpa, porque a mi mujer se le ocurrió que entraría como una embarazada, a ver la cara que pondrían. Nos sentamos antes a merendar algo, más animados. De pronto llamé a la camarera de la cafetería:
-Perdóname el atrevimiento –dije-, pero tenemos un serio problema. Donde se puede alojar mi mujer no me dejan a mí, y viceversa…Tendremos que dormir en la calle.
-Enseguida vuelvo-, me respondió con diligencia.
Al cabo de quince minutos estábamos instalándonos en una magnífica habitación de la casa familiar de la camarera, quien se arriesgó a alquilarnos dos noches por un poco más de lo que habitualmente se cobra. Allí descansamos y tomamos el café cada día en una terraza austera, limpia. Nos supo a poco el tiempo. El lugar era seguro, y la familia se encargó de abrigar nuestros desbordados sentimientos. El hombre de la casa estaba muy bien informado de la política española. Había localizado un rincón de la terraza en el que las ondas cortas de radiofrecuencias se escuchaban con nitidez. Parecía un espía benigno –si es que algún espía puede ser así- que sustraía la información del éter con orgullo, nocturnidad, soberanía y valor. Nos cambiaron las sábanas, las toallas, nos cuidaron de la prisa y también de los mosquitos. Yo le dije al hombre de la casa, fundido en un abrazo, que no volvería más a Cuba. El sintió vergüenza ajena. No fue mi intención maltratarlo. Supongo que descargué en él el dolor producido por este episodio penoso. A decir verdad, apenas pudimos dormir por las noches, porque la familia tenía cuatro o cinco gallos alterados, supongo que por culpa del raro comportamiento climático global. Los gallos tenían el horario de Europa. Cuando digo que descansamos me refiero al alma. Gente sencilla, cariñosa, limpia, dispuesta a quedar para siempre en la memoria y en una foto de grupo.


Junio 2007


lunes, 25 de junio de 2007

Ítaca es tan tuya como quieras

Quizá fui yo el promotor de su viaje, o quizá el factor desencadenante. No lo sé con seguridad porque ella no me lo dijo; sólo me anunció que vuela en breve a La Habana. Yo acabo de regresar de allí.
Me quedé pensando en lo nerviosa que está, en lo excitada que la vi y en el brillo de sus ojos al hablar de sus seres queridos con nombres y apellidos, con direcciones que la esperan, con el sueño de volver a caminar por la orilla de la playa que todos llamábamos así, pero que no es más que un rincón rocoso alisado por las manos y los pies de los bañistas. ¡Con tantas arenas que hay en Cuba tenemos que soñar con esa explanada salvaje a la que nombramos playa, en los arrecifes de Miramar! ¿Será porque entre las calles 14 y 16
dejamos literalmente la piel, achicharrándonos como lagartijas mientras soñábamos con marcharnos del país? ¿Será porque ese fragmento de mar no sale en ninguna de las guías turísticas y, sin embargo, es el sitio más nombrado, más plural, entre tres o cuatro generaciones de habaneros? ¿Será que añoramos volver al sitio donde enamoramos y planeamos un sinfín de reuniones nocturnas, donde escuchábamos más libres que nunca la frecuencia modulada, con las emisoras de Miami que se encargaban de nuestra música?¿Es posible que queramos revivir nuestros sueños en inglés, la sintonía borrosa, el estéreo en un bombillito rojo, el compás de esos años 80 que nos obligaban a transgredir las leyes muy a nuestro gusto?
Recuerdo cuando ella me dijo, en Barcelona, hace unos seis años, que no volvería jamás. Los absolutismos son traicioneros. Yo también, si no lo dije, lo pensé alguna vez, por la sencilla razón de que tenía que ser coherente con la decisión de marcharme del país, y además porque aún hoy me niego a dejarle el dinero de mi trabajo a un gobierno que nos traicionó a todos. Y volví, hace unos días que volví. Lo hice por fuerza mayor, aunque el saldo de la operación bien valía la pena. Comprendí, mi querida amiga, que ni los paisajes ni la playa a la que íbamos ni estos árboles que te regalo más abajo, son de alguien en particular. Y sí forman parte de nuestros sueños. Solamente por esos árboles vale la pena regresar. Yo me había olvidado de la sombra que dan en el corazón de la ciudad, con una diferencia de siete u ocho grados de temperatura con respecto al pleno sol. Los viví, los toqué, y mi mujer los retrató para ti, para que los busques en cuanto llegues y valores aún más esa maravilla de ciudad que tenemos. Paséate por aquel descampado que llamábamos playa y verás aún a ese salvavidas que nombrábamos El Loco, canoso, curtido como un agricultor, desolado como está. Sigue allí con un bañador roto por el salitre. El te dirá que ya no queda casi nadie.
Ya no hay radios ni grupos sociales, mi querida amiga. Queda él con cuatro más de la vieja guardia, resignados. Es triste el panorama, pero no te lo pierdas. Recuerda también que ha pasado el tiempo, que las fuentes orales tienden a desaparecer y que los accidentes geográficos las sobreviven. Sobre esta perspectiva te invito a que vuelvas por tus lugares y no le tengas miedo a que se estruje el corazón. Como bien me comunicaste este domingo en La Barceloneta, justamente en la playa de esta ciudad donde nos reencontramos, algo te dijo que debías volver. Es saludable regalarle al alma el tacto y el olor de nuestros lugares. La nostalgia no tiene cura. No luches contra ella. Vuela. Nos reuniremos de retorno para seguir hablando de lo mismo.

Junio 2007

La flora majestuosa del Vedado


viernes, 22 de junio de 2007

Respira hondo, mi amor, y sigue

Nos fuimos a La Habana alquilados, mi mujer, mis nervios y yo. Llegado el momento de amanecer en la cuidad que tanto quise y quiero, todavía me preguntaba si podría hablar normalmente con las personas por la calle sin despertar sospechas, si mi intuición decodificaría las nuevas señales “de humo” para moverse el viandante en una urbe en la que el transporte público pasa de ser un fastidio a divertido.
-¿Parecemos turistas, mi amor?-, le pregunté a mi mujer en plena maniobra de parar un taxi.
En ninguna de las consultas espirituales que realicé antes de dejar la isla definitivamente, ni siquiera en mi carta astral, salió que yo regresaría alquilado. De hecho, cuando me enteré de que ya no tenía casa, me negué a regresar hasta pasados muchos años, pero mi mujer no se merecía seguir escuchando historias ajenas cada vez más abstractas sobre Cuba, como tampoco se merecía el despilfarro de estereotipos con que señalan a nuestra identidad en Europa. Cuando vimos, en Barcelona, Suite Habana, el excelente documental de Fernando Pérez (fotográficamente hablando), le dije a mi mujer que ese muestrario decadente era parte de la realidad, pero que hay más cosas que ver. Y mi padre, mi querido y romántico amigo que siempre fue, no me dejaba tranquilo con el injusto final que le deparó la vida.
Desgraciadamente, la bóveda familiar de mi línea paterna fue sellada hace unos veinte años y no pudo utilizarse nunca más porque no aparecieron los papeles. El cementerio, según varias personas que consulté, es el único lugar en Cuba donde existe la propiedad privada. Así que a mi querido viejo le tocó descansar en una bóveda común. También hay que decir que no es extraño que a los cubanos nos sorprenda una eventualidad como esta porque casi nunca hablamos de la muerte, porque rechazamos hablar del asunto por superstición, miedo o lo que sea. Quien escribe esto jamás se ocupó de poner las cosas en orden en el camposanto habanero, y sus parientes cercanos tampoco. Esta es una lección que aprendí sobre el terreno, en las mismas callejuelas de ese mismo cementerio que yo cruzaba en bicicleta a diario para ir a la universidad.
Al llegar allí, el primer día que despertamos en La Habana, llovía un agua caliente, sobrecogedora, triste. Fuimos en un taxi de turismo. Yo seguía medio mareado como mismo me había despertado, tosiendo otra vez, con un vacío en el estómago. Al bajar del carro, un hombre nos detuvo. Tardé unos veinte segundos en darme cuenta de que intentaba cobrarnos la entrada. Mi cabeza estaba tratando de controlar los nervios para no derrumbarme cuando encontráramos la bóveda en la que depositaron a mi padre, así que me llevó tiempo reaccionar. El hombre seguía hablando del patrimonio nacional y la conservación de la piedra escultórica, con un tono educado, bastante sereno y correcto. La incorrección estaba en la orden que ejecutaba el hombre, no en él. Me quité las gafas de sol y le dije secamente:
-Yo soy cubano. Vengo a ver a mi padre.
El hombre sintió vergüenza, pero aun así se atrevió a preguntar:
-¿Y ella?
-Ella es mi mujer, la nuera de mi padre. ¿Podemos pasar?
-Sí, pasen, por favor…-y nos dio la espalda.
Si yo hubiera ido solo me habría derrumbado, pero mi mujer lo impidió. Me dijo que respirara hondo, que llorara todo lo que necesitara, que no me iba a pasar nada porque ella estaba conmigo.
Caminamos hasta el fondo paralelo a la avenida Zapata, cada vez más solos y más mudos. Con un cartón pequeño de color carmelita en las manos fuimos buscando el lugar exacto. Lo encontramos, pero no habían dejado allí una sola palabra. La vida cotidiana, la dura realidad habanera que es rutina y es lentitud, se había olvidado de mi padre. No encontramos un vestigio personalizado para él, ni una rayuela en la tapia, ni una huella aparentemente insignificante que fuera hecha para mí, o para cualquiera de mis hermanos que llegara un día de visita. No había nada excepto un arbolito que daría la sombra de poco más del diámetro de un paraguas.
Intenté soportar mis emociones con un pensamiento:
“Lástima que haya tenido que ser así, querido viejo, porque no me arrepiento en lo más mínimo de haberme marchado de mi país”.
El país en el que estaba enclavado ese cementerio me ofrecía veinte días en lo adelante para localizar a mis más queridos amigos y recoger algunos recuerdos de papel, para más tarde poder pasar página. Si uno no pasa página se hace difícil prosperar, se vive en contra de la dialéctica, de la evolución que supone estar vivo. Aquí en este punto me detuve a pensar con un silencio absoluto y con el equilibrio valiente de mi mujer. ¿Por qué la vida me ha hecho hablar de la muerte tan descarnadamente, tan pronto, tomado de la mano de una mujer que ha viajado a un país desconocido y lo primero que se le presenta visualmente es un cementerio? Si alguna vez hube de relativizar el tiempo para salvarme de las trampas de éste, en el Cementerio de Colón no me fue tan complicado relativizar la muerte entendida como un hecho tangible que nos pertenece a todos por mucho que nos duela decirlo.


Junio 2007

miércoles, 20 de junio de 2007

Se hunde la isla

El orgullo cubano, podría decirse, es más fuerte que el orgullo gay. (Sin que una cosa sea excluyente de la otra en determinado contexto). Antes de salir de la isla, y conocer otras infraestructuras planetarias, yo pensaba que la terminal “nueva” del aeropuerto José Martí era moderna y original. Una vez allí, de vuelta de España al cabo de seis años, el paradero me pareció una nave inhóspita y vulgar, como pudiera ser cualquier apeadero poco histórico del mundo, pero con el distintivo de la pretensión. Aquellas estructuras metálicas en demasía, el rojo vanguardista de la pintura de los hierros, el olor a humedad, a guardado, a sudor, a vaho tropical, nada tenía que ver con las pretensiones del centro cultural Georges Pompidou, que en su época de construcción, precisamente por la abundancia de hierros a la vista, fue un escándalo.
Así y todo, los cubanos “vendimos” alguna vez dicha terminal como un hito de la arquitectura nacional, al igual que antes hicimos con el palacio de convenciones. Utilizo el plural de modestia porque, aunque no recuerdo estas palabras en mi boca, hube de pensarlo con seguridad, movido por el sentimiento provinciano que nos inculcan desde niños en los colegios de Cuba, que no nos permite ver más allá de nosotros mismos. De vuelta a mi país no he dejado de sentir vergüenza ajena ante mi mujer por la arrogancia que se respira por todas partes. Una parte buena tiene la arrogancia, y es el sentido de seguridad que insufla al individuo. Hay muy pocos cubanos con la autoestima baja, aunque les vaya el techo encima literalmente. Siempre una sonrisa de oreja a oreja, siempre un apretón de manos, pero, ay, cuánta desmesura. ¡Cuánta hipérbole regalada, obligada casi! Nuestros sueños no pueden ser pequeños, y quizá por eso nuestra terminal aérea es la mejor.
Es preferible, para los cubanos que no han podido marcharse, continuar venerando esa estación, y ya no digo nuestra porque no me sentí de allí.
Cuando uno regresa a Cuba ya no es el mismo. La gente no quiere que uno sea el mismo porque necesita marcar la diferencia. Es un recurso bastante digno aunque triste. ¿Qué puede haber cambiado esencialmente en una persona que vive algo más de cinco años fuera de su país?
Creo que, al marcar la diferencia, en primer lugar, la gente que aún vive en la isla encuentra el acomodo para hacer catarsis. La catarsis la encontramos en cada una de las familias, de los individuos, de los amigos y conocidos. Hubo un momento, a principios del viaje, en que le dije a mi mujer:

-Mi amor, oídos sordos o terminaremos sintiéndonos culpables.

Aunque le dijimos a nuestros amigos que estábamos al tanto de lo que sucede en Cuba, la gran mayoría se volcó en la descarga existencial, no filosófica, sino la pura y materialmente existencial.
Cuando salimos la semana pasada de nuestra querida Habana, mi mujer no lograba hilvanar un comentario más o menos largo de lo que había visto. Seguía encasquillada en “me gustó y no me gustó”. Le he dejado reflexionar en la distancia, pero todavía hoy argumenta poco más. ¿Qué se puede decir de un país en el que los profesionales están matando el tiempo en sobrevivir, en el que todo el que posee un automóvil pasa más horas mecaniquéandolo frente a la casa que conversando con su familia, con su mujer? En las crónicas anteriores en que dije que el país huele a gasolina no utilicé una metáfora. La gasolina se pega a la ropa porque está almacenada en depósitos en los maleteros de los automóviles, en depósitos dentro de las casas. La gasolina es imprescindible para mover el día a día allí, al igual que en otras partes del planeta, pero en otras partes del mundo no se huele.
Un país que vende como artesanía sus dolores más cotidianos es, más que surrealista, kafkiano.
Creo que lo que me da el derecho a escindirme de mi país a conveniencia es, precisamente, el haberme marchado sin ventajas, quemando las naves, y luego regresar estigmatizado, cuando me lo permitieron las leyes gubernamentales.
No solo viajé a Cuba impulsado por salvar la memoria de mi padre dentro de mi pequeño núcleo familiar, sino, además, necesitaba recabar información de primera mano sobre la venta de mi casa a mis espaldas. Para poder pasar página necesitaba elementos concretos, ya que mi madre me había hecho una quinta columna y dinamitó, en transacción monetaria, el inmueble donde nací y crecí. Se trata de la descomposición máxima de la nación y de la familia. Cuando uno se marcha, según en qué familia, es como si uno muriera, como si pasaras a mejor vida y no te hicieran falta ni tus recuerdos materiales.
Al margen del dolor que ocasiona una traición familiar, uno se pregunta qué hacemos allí de paso, en el aeropuerto, ante tantas miradas escudriñadoras y malditas, ante una báscula con todo el equipaje, por si hubiera sobrepeso, humillado por la rectitud déspota de los agentes de la aduana. ¿Qué necesidad tenemos de pasar por allí? ¿Por qué nos pesan, nos sopesan, nos miden y humillan una hora esperando a que aparezca nuestra maleta en la única cinta de desembarque del moderno aeropuerto? Nadie, en el mundo, podría comprender por qué nos pesan el equipaje después de bajarnos del avión.
Mi mujer habla poco; se cuida de ofender. A veces no puede más y se regala con un sarcasmo:

-Mi amor, si no pesaran el equipaje se hundiría la isla.


Junio 2007

lunes, 18 de junio de 2007

Mañana será otro día, mi amor

Sobrevolamos La Habana tomados de la mano mi mujer y yo, al poco tiempo de caer la noche. Me había bebido algo más de un cuarto de botella de ron dominicano, para aligerar los nervios. Había perdido el miedo a regresar a mi país después de casi nueve horas de vuelo. El avión de Iberia descendió para entrar a la capital cubana por el norte, como, supongo, hacen los aeroplanos de Miami. Pasamos de largo el Malecón –lo único que pude distinguir sin dudas-, y supongo que entramos a la altura de la playa de El Salado. Dejamos atrás el mar. Me perdí totalmente. No pude indicar nada más a mi mujer. Es increíble cómo, al llegar el momento que más ha premeditado uno desde el exilio, todo lo que nos rodea es la calma. Esa sensación jamás pude imaginarla. Nadie, además, me había dicho que puede suceder. Fue inexplicable, por lo que me cuesta mucho reproducir aquellos minutos del aterrizaje. Pensé en que me movía una fuerza mayor, que era presentarme ante la bóveda donde habían depositado el cuerpo de mi padre, una bóveda común de las últimas calles del Cementerio de Colón.
Por primera vez en mi vida le había otorgado absoluta importancia a un fenómeno metafísico. Desgraciadamente –lo digo de todo corazón-, nací en un país con un gobierno pragmático que me enseñó a creer en los cuerpos presentes nada más. Mi mujer me había insistido en que debía despedirme de mi padre para poder vivir tranquilos; había logrado desbloquear mi filosofía materialista mediante sesiones energéticas de masaje corporal, camufladas detrás de fricciones terapéuticas, cuando me sobrevino una contractura de mi espalda. Logró relajar mi mente; logró que yo me escuchara por primera vez desde adentro. Ella sabía perfectamente que la prematura muerte de mi padre lejos de mí –la pérdida física de mi mejor amigo- podía desajustarme emocionalmente por no realizar el luto necesario, o realizarlo a medias, a empujones, por etapas, dilatarlo, posponerlo para cuando yo estuviera mejor. Ella sabe perfectamente que un emigrante nunca está del todo bien. Me instó, inteligentemente, a cortar por lo sano. Entonces me propuso despedirme de mi querido viejo invocándolo en casa, en Barcelona. Lo estuve pensando varias semanas hasta que comprendí que la mejor tranquilidad me la daría cruzar el Atlántico. En esas duras circunstancias le mostraría mis amigos y mi ciudad a mi mujer.
Tantas horas sentado en los incómodos asientos de la clase turista me habían dejado impasible en las puertas de La Habana. Recorrimos el pasillo que nos conducía hasta los controles de frontera sin decir una palabra. Mi mujer se puso en una cola y yo en otra. Yo llevaba los papeles preparados en la mano, para no tener que buscarlos entre el equipaje delante del agente. Me entró una tos nerviosa inacabable, por mucho que respiré fuerte con el diafragma. Cuando me planté frente al joven guardia, la tos seguía. Parecía una tos de fumador, pero el que sabe distinguir se hubiera dado cuenta de que la frecuencia era demasiado exacta. Eran los nervios. El agente se dio cuenta. Revisó una boleta que hay que rellenar antes de entrar en la que los cubanos tenemos que explicar dónde vamos a pernoctar y el motivo de la visita. Yo la había rellenado mal. El hombre me dijo que volviera con ella correctamente sin tener que hacer la cola de nuevo. Le pasé por al lado a mi mujer en busca de otra boleta y no se me ocurrió explicarle lo que pasaba, seguramente porque había planeado no dirigirnos la palabra hasta pasado el chequeo. Ella pasó sin problemas, rápido; la estuve observando de lejos mientras intentaba enderezar una letra de molde. De regreso a la ventanilla, el suboficial, de unos 30 años, se demoró conmigo cerca de quince minutos, mirando una y otra vez mis documentos y, supongo, ensayando un camino por dónde humillarme. Sé que ellos sienten envidia de los que nos fuimos del país, pero se reprimen, lógicamente, lo que les agria, por lo general, el carácter. Finalmente pasé, después de responderle medianamente satisfecho la malsana pregunta de qué motivo me llevaba de vuelta a la isla.
Pasé los rayos x más tranquilo y sin percances, y me creí libre de inquisiciones. No había avanzado cinco metros cuando me detuvieron tres enfermeras. Una de ellas, impetuosa, me habló:

-¿Vives en España?-preguntó a quemarropa.
-Sí.
-¿Eres español?
-No, soy cubano- respondí.
-¿Te sientes mal de salud?
-No, no, estoy bien.
-¿De verdad no tienes fiebre ni nada?
-No, estoy perfectamente- seguí siendo breve, pero desconcertado. No sabia por dónde iba la cosa.
-Mi amor, no tendrás una propinita que nos regales.

Negué con la cabeza bastante espantado, aguantándome la boca, tocado por los masajes de mi mujer que me aploman hasta siete días perspectivos. Me controlé inexplicablemente, no ya el verbo que suele ser traicionero, sino también el equilibrio interno, el bombeo de la sangre, el minúsculo pedacito de infarto que nos vamos llevando con cada uno de los absurdos de la revolución cubana.
Mi mujer estaba detrás de las enfermeras. Pasé junto a ella y por fin la abracé. Le expliqué el error de la boleta y me riñó. Fue ella quien por poco pierde los nervios. Me puse en su lugar, fui un egoísta, no le regalé ni una seña y la dejé sola en la frontera entre Cuba y España.
No sé si pasé más nervios en emigración del aeropuerto o en el camino a la casa donde nos hospedaríamos. No me salían las palabras para indicarle nada a mi mujer. No sabía por dónde empezar, no veía nada a los lados, la ciudad estaba oscura y olía a gasolina por todas partes. Le pedí que no tuviera en cuenta el trayecto, que lo borrara de sus recuerdos y comenzara a vivir mi ciudad al día siguiente.


Junio 2007

viernes, 15 de junio de 2007

El telón de acero

Por razones de seguridad, no le avisé a casi nadie que iba a La Habana de visita. Las circunstancias en las que regresaba después de seis años eran absolutamente delicadas y no podía jugarme el viaje, porque la muerte reciente de mi padre fue lo que me obligó a retornar y, de paso, a ver aquello. Luego de actualizar mi pasaporte, pasar por los temibles momentos de dudas, de temores, atravesar la frontera me suponía volver a los días del miedo. La paranoia se disparó en las horas previas a viajar; mi mujer me dio el bálsamo necesario para poder llegar a la isla, con ella de la mano. No era yo quien la llevaba a un lugar desconocido –que, en efecto, así era-, sino ella la que me conducía por el túnel interminable de los controles del aeropuerto José Martí. Llevábamos un ordenador portátil, una memoria flash, nada de libros prohibidos y un plan bien concreto de cómo debíamos entrar: separados, por filas diferentes, ella con la dirección de un hotel y yo con dos o tres monosílabos en la boca, los básicos. El cuento es más largo. Solo me gustaría adelantar el temido encuentro con el agente de emigración en el aeropuerto. Aunque uno tenga el pasaporte en regla, siempre teme. Es terrible entrar con miedo al país donde uno nació y vivió hasta hace poco. El hecho de escribir estas mismas páginas es un riesgo importante a la hora de optar por un retorno de pocos días. Se pudiera decir que mi mujer y yo viajamos expresamente al Cementerio de Colón, aunque es ineludible reunirse con los mejores amigos que siguen en la isla.
Estamos de vuelta a Barcelona sin problemas. El problema lo tiene uno metido adentro, eso lo pude comprobar, y por algo será. También, como medida cautelar, retiré de este blog una carta que escribí cuando se anunció la grave enfermedad de Fidel Castro. Hoy, de vuelta a casa, la repongo, debajo del diálogo con el suboficial de emigración:

-¿Qué le trae por aquí, Jorge?-, preguntó el militar sin mirarme a los ojos, luego de haber repasado tres veces mi pasaporte y comprobar que todo estaba en orden.
Tuve pocos segundos para responder, tratando de encontrar una oración breve que no lo molestara, pero que conllevara dignidad. Me hubiera gustado preguntarle lo mismo en lugar de una respuesta, teniendo en cuenta que ese “aquí” es el país en el que los dos nacimos. Me mordí la lengua y me salió algo no del todo mal, con el rostro duro como una piedra:

-Vengo al cementerio. Mi padre murió y no lo pude enterrar.

El hombre no levantó la vista jamás. Me invitó a pasar a ese “aquí” cabizbajo.


Junio de 2007



Diverticulitis

Tanto tiempo especulando sobre tu muerte ha traído la fatiga de centenares, de miles, de millones de personas. Solo tu cinismo nos ha salvado de la aberración de pensar cualquier cosa en relación con la muerte, porque no nos gusta esa palabra, menos si es murmurada por obligación. Debo decirte antes que sabemos hablar en voz alta. No te equivoques, donde quiera que estés. La energía que empleamos en ti, en pensarte, en relacionarte con la muerte, la hemos vertido sobre una nación diseminada por el mundo, porque seguimos existiendo, ahora más extensibles; en la Patagonia, por ejemplo, donde un viajero encontró nuestra palabra para sorpresa suya. Allí, como en Helsinki, donde se originó una llamada nuestra hace poco, se reprodujo un ser que rechazaste, el mismo que ha esperado largos años para no tener que levantar la palabra con rencor. En Las Vegas, al margen del mundo lúdico, porque no hemos perdido las perspectivas, a un antiguo soldado tuyo le ha nacido un hijo. Ese hijo no es tuyo, es producto de la espera y no ha escuchado todavía la palabra muerte. No ha nacido en cautiverio. Su padre prefiere no hablarle de ti hasta pasados muchos siglos. La criatura no tiene la culpa de que tu nombre esté asociado inevitablemente a la palabra muerte. Te escribo desde el exilio, por primera vez, pues me ha visitado ayer un antiguo vecino que aún vive en La Habana. Me dejó un mensaje que creo es para ti: “Es mejor que cambiemos de tema”. ¿Qué te parece? La discordia ha llegado a mi casa en el exilio a través del tiempo, a través de los océanos. Le pedí a este antiguo vecino que se marchara, porque cambiar de tema en estos momentos significaría obviar tu deceso. Los que nos marchamos y los que no, sentimos la necesidad hoy día de referirte en pasado, aunque dicen los periódicos de acá que todavía agonizas, conectado como estás a una bolsa de basura.Hablo en nombre de millones de gentes, de todos los que elucubramos tu final y jamás imaginamos que sería esa palabra: Diverticulitis. Ahí está la clave. Una inflamación del intestino grueso desencadenaría tu final. Como eres tan autosuficiente determinaste la alternativa quirúrgica que más te convino, no la más eficaz. Y te suicidaste. Te auto aniquilaste de la manera más grosera, quizá para despistarnos a última hora. Te envenenaste con tus propias heces fecales. Es una metáfora. Nos la regalaste en tu afán de lucir guapo, aunque tuvieras las barbas raídas. Todo lo que nos has escamoteado cobra vigencia en cualquier parte del mundo y en cualquier tiempo de este mundo. Tú lo quisiste así. Intentamos negociar un final para ti menos descompuesto, pero tu terquedad pudo más que la lógica. Es una lástima que nos coartaras medio siglo de humanidad, porque no hacen falta tantos años para desenmascarar a un dictador.Ahora te dejo de una vez. Mi mujer me llama para cenar. Ojalá pronto podamos olvidarte.

Enero de 2007

miércoles, 13 de junio de 2007

Souvenir

Estoy mirando una pulsera de madera dura con ocho incrustaciones triangulares de plata. Huele a perfume de mujer. Siento ese olor a medio metro de distancia. Amaneció sin darme cuenta y sigo sentado en la misma banqueta giratoria (sin fin) que me soporta el silencio y las dudas. Llevo una hora aproximadamente mirando la pulsera y, de paso, a una vela que arde sobre líquido, a un pabilo minúsculo que combate la brisa de este verano. Pienso, recapitulo, y no me arrepiento de nada, aunque no dejo de asombrarme de la naturaleza humana. Me ruge el estómago luego de una larga noche que comenzó a las diez en una discoteca de música tropical, en la que únicamente estuvimos hasta el cierre tres odontólogas de Murcia, el barman y yo. Bailé y sudé como una bestia y luego me fui a caminar solo por el Paseo Marítimo para terminar de digerir mi nuevo estatus de desempleado, porque ayer me echaron de la oficina de administración de fincas en la que trabajé un mes justo, cubriendo, sin saberlo, las vacaciones de la recepcionista. Me utilizaron sin piedad alguna. Ayer me vi de repente en el aire, con un cheque de cesantía en las manos. Me inventé una noche sin márgenes y me lancé sin paracaídas a la calle, dejándome llevar primero por el desconcierto de una música pujada por el mal ritmo de los lunes, luego por la brisa del litoral y, casi al amanecer, me di cuenta de que subía por Las Ramblas a la hora en que los quioscos ya comienzan a vender los primeros periódicos del día. A la altura del Liceo, una chica joven me abordó frontalmente, se detuvo a escasa distancia y me preguntó la hora con un tono discreto. “Las cinco y cuatro minutos”, le dije, y me paré ante su cuerpo delgado y escultural. Tenía el pelo negro, los ojos del mismo color que los míos, verde olivo, los labios lisos y brillosos, y un vestigio de acné juvenil. Vestía pantalones tejanos ultra-ceñidos al cuerpo, blusa transparente de hilo y, como era de esperar, llevaba el ombligo al aire. Subida sobre dos pedestales rojos de más de veinte centímetros descalzados en los talones, me preguntó casi con dulzura si buscaba compañía.
Debo confesar que nunca en mi vida he pagado por tener sexo, y, sin embargo, siempre me han atraído sobremanera las historias de prostitutas narradas por los mayores en primera persona, aquella gente que vivió La Habana cuando era una ciudad normal, con casas de citas legales situadas dentro de la franja urbana que allá le llamaban zona de tolerancia. También el cine y la literatura me han dejando mucha curiosidad sobre el tema, porque no es menos cierto que la ficción a veces me ha llevado hasta planteamientos sociológicos y psicológicos atrayentes, queriendo construir en la mente la entrevista que nunca he hecho: a una meretriz. La única vez que había hablado con una a solas fue hace siete u ocho años en el Malecón de La Habana, una noche que llovía y una joven que no alcanzaba los veinte años me extendió el brazo para que la avanzara hasta una gasolinera. Se acomodó en la parrilla de mi bicicleta, se aferró a mi cintura y comencé a pedalear con el aire de frente, tragando agua y saliva. Cuando estuvimos bajo techo le pregunté qué hacía sola, a la intemperie, tan tarde en la noche. Con mucha naturalidad me respondió que se ganaba la vida cazando turistas advenedizos, que había viajado desde Ciego de Ávila, a 600 kilómetros de la capital, más o menos, y que dormía en una pensión clandestina de la zona vieja. Me partió el alma en dos. Era preciosa, rubia, y tenía estudios de formación profesional en veterinaria.
Hay que decir que en La Habana no es muy difícil ligar. O sea, encontrarte a alguien por la calle que quiera divertirse simplemente y que pase la noche contigo sin algún compromiso. Muchos matrimonios han comenzado así. Quizá sea por eso que he llegado a los cuarenta sin haberme acostado con una prostituta, y no sería muy arriesgado decir que tal vez hubiera llegado a los ochenta si ésta no me hubiera preguntado la hora en Las Ramblas, la madrugada del lunes en que me echaron de la inmobiliaria.
Comencé a temblar por dentro antes de darle una respuesta, pero sabía que ella no tenía mucho tiempo que perder. Se hizo un silencio aterrador que duró para mí una eternidad, hasta que por fin pude articular dos palabras, las clásicas dos palabras extraídas con prisa de mi memoria literaria y cinéfila:

-¿Cuánto cuesta?

Todo coincidía. Tenía en el bolsillo parte del dinero del cheque que ya había cobrado en el banco, andaba sin frenos, desprovisto de sensatez, cruzaba en ese justo momento el mismo oasis sordo que a veces se presenta entre el bien y el mal, y no quería volver a casa sin haber aprendido algo nuevo. La chica me pilló, digamos, con la mente en blanco y cuatro rones jugando con mi sangre, incluso con mi curiosidad. Lo que todavía no tengo bien claro es si subí expresamente por Las Ramblas o si llegué hasta allí como parte del itinerario de pasos perdidos con que cuenta cualquier ciudad de dos o más de dos millones de habitantes. Sería una mujer española, de unos 30 años, con cintura de avispa, nalgas redondas y busto espectacular la que me llevaría de cabeza al reportaje nunca escrito, la que estaba a punto de mencionar una cifra y esto daría pie a una transacción comercial inédita en los días de mi vida.

-Son cincuenta euros por una hora-dijo.
-¿A dónde vamos?, le pregunté.
-A un hostal aquí cercano-, señaló muy segura de sí misma.

Lo del hostal aportaría sin dudas mucha más información para la investigación de corte sociológico, pero confieso que me dio miedo. Pensé en tipos compinchados, en chulos que después te darían el tiro de gracia, en sábanas hediondas, en cruces de personas por los pasillos como si chocaras con alguien que lleva el carrito de la compra en el supermercado, en condones de extraña procedencia, en la frialdad de una escena sobrecogedora que coartaría el desenvolvimiento de mi glande, en que rompería de cuajo la soportable levedad de mi ser en aquella noche suicida. Por cuarenta euros más, le propuse llevarla a mi casa, además del precio del taxi que correría a mi cuenta, sabiendo que a esa hora tienen colocada la tarifa más abusadora. Aceptó, pero me dijo que tenía que consultarlo. Entonces se giró sobre su propio eje e hizo unas señas de lo más extrañas a un tipo con gorra que estaba a cinco metros de nosotros. Me recordó los juegos de baseball en Cuba, cuando el coach de una esquina emite códigos gestuales a un jugador que se encuentra en circulación. Pasó un taxi, lo tomamos y en diez minutos estábamos en la entrada de mi edificio. La chica –me dijo que se llamaba Vanesa- comenzó a hablar sobre un cliente que había tenido en la esquina de mi casa, un hombre con mucho dinero que no la tocaba y sólo pagaba por mirar sus bellísimas curvas. Subimos en el ascensor todavía con el cuento de aquel hombre, con mucha naturalidad el relato en su boca, como si estuviera hablando del parte meteorológico. No me atrevía a tocarla todavía porque desconocía los códigos elementales de estos convenios carnales. Entramos a mi apartamento y Vanesa se dirigió directamente a la nevera; cogió la única coca-cola que quedaba y la sirvió en dos vasos y puso hielo. Encendió un cigarro y me ordenó: “¡Págame ahora!”. Saqué el dinero y lo coloqué sobre una mesa. No tuve valor para dárselo en las manos. Terminó de fumar y me preguntó si podía darse una ducha. Le dije que sí, y también que quería saber si el tiempo de la ducha entraba dentro del tiempo pactado. No, no entraba. Después de la ducha, tendríamos una hora juntos. Le pedí permiso para verla mientras se duchaba, y no puso objeción; no le dio importancia. Para mí era un recurso in extremis porque ya estaba augurando que no iba a tener erección. Quizá, pensé, el recurso visual me trasporte. Pero no fue así. No hubo situación revolucionaria alguna. Yo tenía el miedo metido en el cuerpo y Vanesa se dio cuenta, pero no me hizo sentir mal. Todo lo contrario. Mientras tomaba el dinero y lo guardaba en su bolso con mucha naturalidad, me hablaba de sus ingresos diarios, de la pensión que alquilaba en el Paral’lel, de la burrada que pagaba por una habitación, de la ropa que le gustaba comprarse, de los menús que comía en la calle. Entonces compartimos un cigarro y comenzó a hablar de su vida, mientras recogía del suelo una estampilla de San Pancracio que había caído de su monedero. En una hora, si se sabe narrar bien, una vida de treinta años en un pueblo de Valencia cabe perfectamente. La pasamos desnudos y abrazados, porque me di cuenta de que nunca la habían abrazado. Vanesa venía de una familia desestructurada y desde muy joven se había acostumbrado a manejar mucho dinero. Se había convertido en una adicta al dinero. Ganaba mucho más dinero que yo, lo cual me sirvió para comprender por qué una mujer joven, nacida en la España de hoy, pudiera elegir la prostitución como una opción de vida. El tiempo pactado terminó. Nos vestimos y la acompañé a buscar un taxi al amanecer, con una temperatura ambiente agradabilísima, de 23 grados, un silencio asombroso y nosotros tomados de la mano cariñosamente. Escribió su número de teléfono en un papel e hizo señas a un taxi que pasaba. Me besó en los labios y me dijo que mis ojos se parecían a los suyos. Subió al taxi, cerró la puerta y bajó la ventanilla, y, segundos antes de que arrancara el coche, se quitó el brazalete que llevaba y me suplicó poniéndomelo entre mis manos:

-¡No se lo regales a nadie!

Verano 2005

lunes, 11 de junio de 2007

Un toro en el bolsillo

Un final elucubrado para este recuento hubiera sido un viaje definitivo a Huelva. Me había imaginado que, tras recibir el permiso de residencia y trabajo, mi currículum llegó por Internet hasta la redacción del periódico local y allí me contrataron para la sección de sucesos, aunque lo mío siempre fue el sector cultural. Era un destino dudoso pues se trataba de asentarme en el otro extremo del país, y no solo en el sentido geográfico, sino idiosincrásicamente también. Era como hacer el viaje al revés, de Barcelona a Andalucía, en pos de un futuro mejor. Aquí en Barcelona, creo que en la zona de Sant Adrià de Besòs, inauguraron no hace mucho un museo a la emigración cuyo titular en el periódico me hizo sentir integrado y reconocido socialmente. Pero no, no se trataba de la emigración internacional, sino de la emigración intra-peninsular que tuvo carácter masivo después de la guerra civil, mayormente protagonizada por obreros y amas de casa andaluces que dejaron su tierra para sembrar el porvenir catalán. O sea, cuando estos andaluces ya andaban por su tercera generación, yo me iniciaba en desplazamientos, búsquedas, tanteos, experimentos terrenales motivados por la localización instintiva de un lugar mío en el espacio. Hay que decir la verdad: nada me ataba a Barcelona, ni siquiera su privilegiado trazado urbanístico, ni su seductora arquitectura, ni su capricho placentero de hacerte vivir entre el mar y la montaña.
Siempre pensé que la vida me estaba preparando en Barcelona para luego soltarme en el lugar menos imaginado, para que madurara en una ciudad cosmopolita haciéndome la boca agua, para que a la larga supiera disfrutar conmigo mismo cualesquiera de los ambientes que se me presentaran en el camino, sin la posibilidad del contraste. Quizá por esa razón no me lo pensé mucho cuando marché a Asturias, también de extremo a extremo, en cuestiones climáticas, lo que aquella exploración, que pudo haber sido definitiva, duró solo una semana. Me gustaba decir, por expresar algo rápido, que tenía una relación amor/odio con Barcelona. Este argumento era, por supuesto, superficial. Lo de imaginarme terminando los días de mi vida en Huelva, no obstante, tenía su fundamento. En una época pasada me comunicaba casi a diario con una chica de allí. Era una rubia de pelo lacio y labios carnosos, de ojos grandes y almendrados, color café. Medía aproximadamente un metro y sesenta y cinco centímetros y lucía un busto exuberante, sin injertos de silicona, según me había dicho. La conversación era bastante elemental, lo cual me servía perfectamente para desconectar de todos mis tormentos. Solo me daba miedo que, siendo charcutera, debía manejar perfectamente los cuchillos y cada día la televisión daba más noticias de apuñalamientos domésticos, incluso de mujer a hombre. Pero había que arriesgarse. Un destino siempre está marcado por un puesto de trabajo o por una mujer. O por asuntos políticos, pero esas son palabras mayores. Así que me hacía ilusión, mientras nos escribíamos por Internet, pensar en que quizá podíamos enamorarnos poco a poco. Yo le mostraría primero Barcelona, en una visita de familiarización, para la cual ya teníamos una fecha tentativa de acuerdo con los vuelos baratos que se consiguen on line. Y más tarde, como ella no dejaría a su familia ni a su hijo pequeño, yo intentaría buscar empleo en Huelva y me marcharía definitivamente. Encontraría, ya está dicho, una plaza en el periódico, cuidaría a su hijo como si fuera mío, y una vez al mes iría a
Palos para viajar en el tiempo imaginando al Almirante cuando zarpaba hacia las supuestas Indias. Lógicamente, iría al Rocío, promesa mediante para conservar buena salud, para mí y para toda mi nueva familia. La chica de Internet, a quien no había visto jamás personalmente, se llamaba María del Mar. Sus dos nombres me encantaban. El primero porque es el de mi madre, y el segundo, supongo, por mi condición de isleño. Ya digo: no creo que tuviéramos una magnífica relación intelectual, pero a juzgar por la manera en que se desnudaba delante de la web-cam, me parecía que podíamos lograr muy buenos momentos de placer. Sin dudas, el hecho de dejarte llevar por el erotismo de una carnicera que se desnudaba para mí todos los días, cuando iba a comer a su casa a media tarde, me daba una sensación de libertad extraordinaria. Me marcaba un derrotero, algo que siempre he necesitado para emprender grandes giros personales. Quiero decir: funciono mejor por encargos que por iniciativa propia. Supuse que podía ser un buen final para dejar de escribir estas crónicas.
María del Mar y yo nos distanciamos porque un día me di cuenta de que la comunicación virtual me estaba enajenando en mi apartamento de Barcelona. Porque, aunque parezca mentira, de vez en cuando soy un ser objetivo.
El verdadero final, una vez que tuviera mi permiso de residencia y trabajo, estaba demasiado lejos de mis ilusiones. Pocos días antes de recoger mi nuevo carné de identidad comunitario, me presenté a una convocatoria que encontré en La Vanguardia, algo muy parecido a lo que ahora se llama popularmente un casting. Era para trabajar en una oficina de administradores de fincas, lo que, traducido a un lenguaje más formal, también se denomina gestión inmobiliaria. No pedían hablar fluidamente el catalán ni poseer licencia de conducción automovilística. Algo en mí les gustó. De más estará decir que no fue mi perfil profesional. Esto, dicho así de pasada, parece un cuento de hadas. Sin embargo, es la pura realidad, el colofón que nunca hubiera querido ni imaginado escribir. Pero aquí estoy hace dos semanas, en el mundo del papeleo español, entre cheques, facturas y pagarés, inserto en el boom inmobiliario que lleva de la mano a todo el país, coordinando juntas de comunidades de vecinos, archivando derramas y tramitando devoluciones de fianzas. Acabo de regresar de mi oficina con el carné de identidad en la billetera. Hoy, coincidentemente, es el solsticio de verano, el día más largo del año. Mi tarjeta de identidad española aclara perfectamente que se trata de un permiso de residencia y trabajo por un año. Pone mi dirección de la calle Provenza, mi lugar de nacimiento, mi foto monocromática. También por pura casualidad, soy de los primeros en recibir la nueva versión del documento de identidad nacional para extranjeros, en cuyo diseño incluye un sello holográfico del distintivo de la comunidad europea. Veo un dibujo en el extremo superior izquierdo que parece el mapa de Europa, y se lo comento a Anna. Anna me dice que es el dibujo de un toro. Me muero de risa. Ella siempre con su sentido del humor a punto. Siempre me ha perecido bastante infantil que la gente coloque una pegatina con un toro en su automóvil para distinguirse como español, o un burro autóctono, por el contrario, para significarse como catalán. He visto, incluso, una pegatina en la que aparece un burro catalán montándose alegremente a un toro. Anna insiste con una lupa en la mano. ¡No lo puedo creer!
Lo más probable es que, pasado el tiempo, esto será rutinario, pero acabo de enterarme de que, todo aquel que logre obtener un permiso de residencia temporal en este país, en lo adelante llevará un toro en el bolsillo.

Verano 2005

viernes, 8 de junio de 2007

Domiciliación

Acabo de enterarme, por Internet, que ha muerto Alberto Pedro, uno de los mayores dramaturgos cubanos contemporáneos, negro achinado, grácil, con voz grave, discreto en la vida pública –al menos, que yo recuerde, nunca lo vi desaforado en actos públicos, ni mucho menos robando cámaras en la televisión. Tenía 51 años y una obra inolvidable. Cuando estrenó Manteca (la tituló, casualmente, igual que la emblemática pieza jazzística de Chano Pozo), yo escribía una columna de teatro, y no me dejaron publicar ni una línea. La obra de Alberto Pedro se estrenó con poca promoción en la Sala Alternativa del Café-Teatro Bertold Brecht, un espacio de escasas posibilidades esceno-técnicas. Al grupo Teatro Mío, encargado del montaje, lo trataron como aficionados, al destinarlo a una sala de segunda categoría, como si le dijeran: “Toma, tienes un espacio, para que luego no digas que no te dejamos estrenar”. Sin embargo, resolvieron el problema, que no era tal problema. Lo importante de esa puesta era el texto y las interpretaciones. En tiempos de censura, el teatro ha logrado escabullirse de alguna manera, quizá como válvula de escape propiciada por el propio gobierno. El teatro es un hecho elitista, en el sentido numérico de la palabra. Hay que ir a verlo y, ya se sabe, las localidades pueden ser limitadas.
Recuerdo Manteca como uno de los hitos del teatro cubano, representación realista de los tiempos que corrían en 1993 si la memoria no me falla, aunque, lógicamente, se utilizó el sentido figurado para decir las cosas. La pieza trata de una familia de tres hermanos que quedan prácticamente aislados en su apartamento pues, de la puerta hacia fuera, el país se descompone, se desmorona y se hace añicos tras la caída del campo socialista. Trascurre un tiempo de crisis económica terrible, al punto de no tener qué comer. Deciden, pues, criar un cerdo en la bañera de la casa, cebarlo con el propósito de comerlo en el momento más necesario. Adquieren lazos afectivos con el animal –se convirtió prácticamente en un miembro de la familia-, y el gran dilema llega a la hora de sacrificarlo. Puñal en mano, los reiterados gritos de “¡lo matamos, lo matamos!” dejan mucho para pensar. El cuadrúpedo es el símbolo de muchas cosas.
Ahora que llega la noticia de la muerte de Alberto Pedro, con quien conversé fugazmente en dos o tres ocasiones, me gustaría saber si ese texto ha sido publicado en alguna revista o antología alguna vez. Valdría la pena leerlo. Dice la noticia que murió de cirrosis hepática. Y no me extraña. Muchos cubanos somos unos bebedores de alcohol empedernidos, y el mundillo de la bohemia, de la farándula, la sociedad artística, por nombrarla más finamente, históricamente se ha asociado con fijación a los alcoholes.
Comencé a beberlos alrededor de los 20 años. Luego, cuando fui a trabajar como periodista del mundo cultural, aumenté las dosis. No me daba cuenta de que, en cada viaje interprovincial, en cócteles, en recepciones, conferencias de prensa, comidas de trabajo, vernisages, estrenos, avances editoriales, debates de conciertos, festivales de cine, había siempre una copa de por medio. A mí el alcohol me favorece mucho, si se me permite expresar tal disparate. Me refiero a la desinhibición. Me siento feliz. Transmito felicidad. A veces caigo en estado de gracia y soy capaz de pensar ideas maravillosas. Mi generación llegó tarde a la intensa vida nocturna de La Habana, a las noches de los grandes cabarets y las descargas de jazz, por ejemplo. Algo vi, pero muy poco. Y eso que nací en la capital. Todo el ambiente de los bares, clubes nocturnos, fue desapareciendo o, mejor dicho, trastocándose por otro de nuevo tipo ,también etílico, pero menos interesante. Siempre soñé con sentarme en una barra elegante y contarle mi vida a un camarero. Lo terrible era que, mientras soñaba con eso, bebía ron a destajo en sitios decadentes. Nunca solo. Éramos muchos amigos, abogados, ingenieros, médicos, literatos, fitosanitarios, cibernéticos, lingüistas, y todos con la lengua enredada algunas veces. La pasábamos bien. Jugábamos al dominó y bailábamos una rueda de casino, con chicas, por supuesto.
Al llegar a Barcelona tuve la tentación demasiado fácil. Bares hay para escoger. Descubrí la gran paradoja de que aquí me puedo comprar, en el supermercado, una botella de ron fabricada en mi país más barata que lo que me costaría allá, por la diferencia abismal de poder adquisitivo. Un amigo asturiano me dijo una vez que, los que emigramos, no es que resolvamos un problema, sino que cambiamos un problema por otro. Tiene razón. Ahora me he visto bebiendo ron a solas, muchas veces, evadiendo algo que no tiene cura y que se llama nostalgia. Me acuerdo siempre de este amigo.
Hace poco fui a ver a un iridólogo, un médico que sabe interpretar el funcionamiento interno del cuerpo, de los órganos, a través de iris. Me detectó el hígado alterado. Fue lo único malo que me descubrió. Yo no sabía que el hígado lo filtra todo, que el alcohol lo va mellando hasta aniquilarlo. Es un asunto acumulativo. Me ha asustado mucho la muerte de Alberto Pedro porque, además de mi roncito para las ocasiones especiales –esto es algo muy personal-, aquí he aprendido a degustar los vinos. Me parece demoledor el paralelismo que acabo de descubrir mientras escribo estas líneas, hoy sábado, después de limpiar mi apartamento:
Estoy casi seguro de que, mientras se escribía Manteca, yo vendía ron clandestino de fabricación casera. Más concretamente: el mismo cronista de teatro que escribía para el periódico más importante del país, quemaba el hígado de sus vecinos, mientras un dramaturgo, en otro punto de la cuidad, perfilaba sus personajes con un vaso de ron sobre la mesa.

Verano 2005

miércoles, 6 de junio de 2007

Quinientas cajas en juego

Voy a hacer el experimento de mi querido amigo Amadito del Pino, dramaturgo, quien juraba que como mejor escribía era con resaca. A él se lo creí siempre. No hacía falta ponerse tan dramático, por mucho que tal actitud fuera inexorablemente ligada a su profesión. Y, cuando acabe de escribir estas líneas, le dedicaré un pensamiento astral derrumbándome por fin en mi dulce cama de los sábados. Pero resulta que, además de una contundente flojera, hoy tengo un día gris por delante. Y no es una metáfora. Querido amigo: no puedo evitar recordarte porque sé que tengo que escribir por oficio, como te tocaba a ti un día cualquiera de la semana etílica que comenzaba y terminaba en los jardines de la UNEAC. Me resisto a llevar una vida contemplativa ante estas cosas que pasan en la política española, que son algo más que humorísticas. Son teatrales, y ya vamos por el tercer acto. Una vez bromeé con el asunto de los papeles de Salamanca –que por lo visto no son de Salamanca- fantaseando con que le llegaban en cajas a un emigrante marroquí asentado en Barcelona. Hoy me tengo que alejar de la ficción porque esta mañana leí en el periódico que se complica el caso, pues, en principio, esos papeles debían estar viajando este fin de semana hacia Cataluña. Pero no. Dice el periódico que se encuentran retenidos en Madrid. Después del show que se montó para sacarlos del Archivo Nacional de Salamanca, en el que el gobierno tuvo que actuar con nocturnidad y fuerte protección policial, ahora resulta que se encuentran en prisión preventiva. “La Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional paraliza el traslado de los papeles de Cataluña como medida cautelar”, dice la prensa. Te juro, querido gordo, que si vuelven a Salamanca no le hago más caso al asunto. Te puedo asegurar que aquí en Barcelona la gente en los bares habla como siempre del fútbol y de la vida laboral –ya no se habla de mujeres-, pero no son un tormento ni la aprobación del Estatut ni la llegada de las quinientas cajas de la papelería regional incautada por el ejército nacional en tiempos de Franco. Está claro que hay esperas muy particulares –vienen, si llegan, algunos documentos de familias-, pero no hay que ser muy listo para darse uno cuenta de que el tortuoso traslado es más un asunto entre políticos. En Madrid se habla más del Estatut que aquí. En Salamanca el pueblo se siente humillado. Creo que se lo han tomado demasiado en serio. ¿No será que el alcalde salmantino está utilizando a su gente para tensar más la cuerda de las divisiones territoriales? Yo no quería escribir más sobre este tema de las quinientas cajas –las portadas de ayer de los diarios mostraban a un carretillero estatal trasladando tres estuches blancos de cartón-,pero veo que no acaban de arribar, que están retenidas en Madrid como medida cautelar. No me gustaría ver más al pobre carretillero para arriba y para abajo con dichos envases. En solidaridad con él, y en nombre de tus sabios consejos, querido gordo, he tenido que darle seguimiento al tema. ¡Uf! ¡Yo que uso la nocturnidad para otros menesteres! ¿O sería mejor decirte que aprovecho la madrugada y la resaca en otros ministerios? Ya te contaré si por fin llegan. No te olvido.

Enero 2006

lunes, 4 de junio de 2007

Queremos todos los papeles

Al principio tuve la idea de escribir una historia fantástica en la que un emigrante, tentativamente marroquí, esperaba el permiso de residencia y trabajo en España, acogido al proceso extraordinario de regularización para extranjeros. Después de largos meses en ascuas, y por un error de Correos, en lugar de recibir en su domicilio la notificación correspondiente, a este sujeto le llegaban los Papeles de Salamanca. El hombre no estaba al corriente de que, por esos días, la Generalitat de Catalunya había puesto un pleito al gobierno central para que le entregaran de vuelta los documentos históricos de la región que le fueron expoliados durante la guerra civil, y que, desde entonces, habían pasado a engrosar los fondos de los archivos de Salamanca. El esperaba otros papeles, los famosos “papeles” que metafóricamente resumían la legalidad de cualquier emigrante indocumentado en el reinado español. Llegaron a su vivienda varios camiones cargados de originales: cartas, actas de ejecuciones, actas notariales, pólizas de todo tipo, informes de demarcaciones, fe de bautismos, convenios empresariales, escrituras inaugurales, testamentos, dictados militares, transacciones ferroviarias, resoluciones ministeriales, balances de bancos, memorias de necropsias, epistolarios de amor, bibliotecas particulares, crónicas sociales, transcripciones de discursos fundacionales. El destinatario enmudeció ante el depósito de tantas cajas en su pequeño apartamento y, abriéndose paso como pudo, complació al cartero cuando éste le solicitó, extendiéndole una planilla: “¡Firme aquí!”.
Pero no. Este relato surrealista no me permitiría narrar mis propias vivencias en espera de mis “papeles”, y, ciertamente, tenía ganas de contarlo en primera persona, dejando constancia de algunas cosas curiosas que me ocurrieron. Yo no había asistido a las manifestaciones de Barcelona que tuvieron lugar antes y durante el llamado proceso de regularización, en las que se demandaban “papeles para todos” los emigrantes, sin distinción de contratos laborales ni fecha de entrada en territorio nacional. El PSOE había dado tres meses de plazo para efectuar la denominada regularización los que reunieran una serie de requisitos (yo los reunía, ya sea por tiempo de estancia en España y por la colaboración de tres amigos que, en breve, se convertirían técnicamente en mis empleadores del hogar). Fueron unos días de incertidumbre y papeleo hasta que pude reunir toda la documentación necesaria. Era mi oportunidad luego de cuatro años en una especie de limbo internacional, toda vez que mi país, Cuba, no sólo me había declarado traidor por no haber regresado a la isla después de un viaje de trabajo, sino, además, por ley revolucionaria, me habían expropiado el único bien raíz que poseía en aquella isla y que consistía en mi casa familiar, construida, curiosamente, antes del triunfo de la revolución. España, por su lado, durante el segundo mandato de Aznar, que coincidió con mi llegada, no me dejó posibilidades de legalizarme in situ. Debía, o casarme a la fuerza con alguna mujer española, oferta que no me faltó en un par de amoríos que tuve, dicho de todo corazón, pero ante lo que yo no estaba dispuesto a claudicar; o debía conseguir un contrato laboral aquí y viajar a mi país y regresar con todo legalizado, algo que me era imposible por la sencilla razón de que el gobierno cubano me prohibió la entrada en cinco años perspectivos desde que partí (un ridículo castigo infantil); o debía demostrar que yo era un perseguido político, lo que me llevaría sin lugar a dudas a declarar en los medios de comunicación, variante que nunca quise utilizar porque no me presto para juegos políticos de ninguno de los dos bandos, y porque –esto se podrá comprender- mis padres aún permanecen en la isla en el momento de escribir estas líneas.
Me tocaron tiempos duros para poner en orden las cosas. Así que decidí esperar cuatro años. Los que pedían “papeles para todos” habían llegado después que yo o, pudiera ser, habiendo llegado incluso antes, no se habían presentado en el registro de empadronamiento municipal por temor a que los localizaran y deportaran. El empadronamiento, que yo sí tenía en mi poder, resultó ser una pieza clave del puzzle que nos regaló Zapatero para armar en tiempo récord. Uno de esos días, de camino a no sé dónde, pasé por la sede de Convergencia i Unió (CiU) que está en la calle Córcega, cerca del famoso Imperator, o sea, llegando a Paseo de Gracia. En la fachada destacaba una inmensa tela, o cartel, simplemente, que rotulaba el siguiente texto: “¡Volem tots els papers!”. Me llamó la atención, ante todo, que un partido de derechas se pronunciara a favor de los emigrantes, junto con los emigrantes, pidiendo los papeles para todos. Era inconcebible. Vamos, políticamente imposible, surrealista, sí, que el partido catalanista que gobernó 25 años hasta hacía casi nada, con muy pocos visos de mestizaje étnico, la vieja guardia de la burguesía catalana, un partido que sin mucha discreción se alineó al gobierno central cuando hizo falta (o sea, a Aznar), estuviera en la misma piel de los “irregulares”. Quise tener constancia gráfica y entré. Solicité alguna información y, amablemente, me regalaron unas pegatinas de bolsillo que decían lo mismo: “¡Volem tots els papers!”. Una vez en casa, fumando un cigarrito, descubrí, haciendo uso de mi todavía pobre idioma catalán, que no era lo que yo pensaba. En realidad el CiU no pedía papeles para todos, sino todos los papeles, y no para los ilegales, sino los de Salamanca.
En fin, nada que ver una cosa con la otra.
Estuve más de un mes, desde que entregué mis papeles, imaginando el día en que mi portero me dijera: “Te ha llegado un sobre de la Administración General del Estado”, así suavemente, por decir algo, por buscar mi conversación, como mismo me informa sin enfatizar que me llegó la factura del gas. En ese momento contendría la más mínima emoción para pagarle con la misma moneda, para disfrutar con la más absoluta intimidad la buena noticia que para mí suponía volver a ser persona legal en un país cualquiera, para disfrutar el resultado paciente, aplomado, de algo que cae por su propio peso transcurrido el lapso de tiempo natural de las cosas, de las leyes, de los gobiernos, del planeta y del espacio sideral, ese inmenso reparto de estrellas, o de nubes, con el que dialogué tantas veces desde mi ventana, en busca de paz interior, en pos de comprimir el tiempo sin desnaturalizarlo, con un vaso de ron en mis manos y con mi hígado, ¡el pobre!, deshaciéndose en Barcelona. En ese momento mi portero, que, no sería inapropiado decirlo, no conocía ni pizca de mi situación legal porque nunca se lo hice saber, debía recibir el saludo cotidiano y las “gracias” rutinarias, el “hasta luego” insípido que nos marcaría la distancia necesaria desde que supe su interés por todos los asuntos internos de los pisos; en ese momento, imaginado y vuelto a imaginar desde que me dijeron en la oficina de recepción de documentos que la notificación oficial me llegaría por correo certificado, mi portero debía ser solo un puente, y no debía besarlo ni abrazarlo ni mucho menos dejarle verme llorar. Tomaría el sobre y no lo abriría en el ascensor, como siempre hago con las facturas, sino lo dejaría reposar sobre el tablón que tengo improvisado como barra gastronómica, bajo la ventana que me deja ver la ciudad desde un noveno piso; pondría un porta-vasos, un vaso corto, un hielo –porque sería en verano-, abriría la botella de ron que tendría preparada para la ocasión, le tiraría un chorro a los santos en una esquina del suelo, abriría el sobre, bebería y luego leería el texto oficial, aprobatorio, claro está, pues me habían advertido en la oficina de recepción de documentos que, en caso de ser denegada mi solicitud, se produciría en el acto el temible silencio administrativo. Inmediatamente llamaría a alguien allegado para compartir la noticia. Y ese alguien, por muchas razones, sería Anna.
Precisamente fue Anna quien me coartó todo el montaje de recibir la noticia por impreso, como me habían indicado en la oficina. Tan preocupada por mí, tan inmersa que estaba en el asunto, tanto más que yo, pues, por cansancio, por haber tenido que buscarme la vida “sin papeles” durante cuatro años, por haber pagado el Metro día a día, por haberlo pagado dos, tres, cuatro veces al día, por haber pagado un apartamento cada mes durante todo ese tiempo, por haber cuidado personas mayores, casi centenarias, y otras personas con enfermedades terminales, por haber trabajado 12 horas de madrugada en el Hospital de Barcelona, por haber amado irracionalmente en todo este tiempo, por haber bebido ron pensando en mis padres, en mis amigos, en mi casa, en personas con las que compartiría un poco de libertad, por haber encendido cirios en Montserrat, por haber dialogado con la ciudad desde lo alto pidiéndole una brecha, un resquicio por donde entrar, por muchas de estas cosas ya yo había perdido fuerzas. Había perdido la ilusión. Y creo que esto tiene lógica. El permiso de residencia no era una lotería. Era una especie de peaje que tenía que pagar durante un año (cotizando la seguridad social mes a mes) para que, cumplido ese tiempo, me renovaran la tarjeta por dos años más, hasta que, cotizando y cumplido ese tiempo, pudiera solicitar la nacionalidad. En primer lugar: yo nunca quise ser español, lo cual no es ninguna deshonra, sino todo lo contrario para un latinoamericano como yo. Luego, mi existencia aquí, en principio, sería un compás de espera para regresar, excepto en el caso de que me enamorara y pariera –porque yo paro- y fundara una familia, con todo el amor posible y sin las presiones absurdas de la legalización. Así que celebraría íntimamente el paso del tiempo que me tocó vivir, brindaría íntimamente por los buenos recuerdos y por el puñado de gente que se me ha cruzado en mi camino con el alma limpia.
Como muchas cosas en este mundo se han convertido en hechos virtuales, desde la comunicación hasta el dinero, pasando por el sexo, también se podía seguir por Internet el proceso de aprobación o no de las solicitudes de residencia, y Anna lo había seguido sin consultármelo. Fue ella quien me llamó y me dijo sin muchas ceremonias que mi caso esta resuelto. Recuerdo que ese mediodía no tenía ron en casa. Tomé agua fresca sentado en el taburete de siempre, mirando el pedacito del Mediterráneo que incorpora mi paisaje al final de todo, como si el mar contuviera ese aluvión de cúpulas, antenas y grúas que solo se ven desde arriba. Anna me estaba confirmando, con otras palabras, que no habría silencio administrativo conmigo, que, en poco tiempo, podría comprar La Vanguardia y leer las ofertas de trabajo en la sección de clasificados, que ya podría visitar la tumba de Antonio Machado en Cotlliure, por solo citar un destino más allá de mis fronteras reales, que podría, incluso, comenzar a pensar en un viaje a casa de mis padres en La Habana, si fuera procedente mi entrada, claro. Todas estas cosas me vinieron a la mente en fracciones de segundos. Para cotejarlas un poco de boca hacia fuera llamé a mi hermano a La Coruña, al mayor, que había venido diez años antes a España, en circunstancias un poco más favorables que las mías, se había nacionalizado aquí y, paralelamente, no había perdido ni su vínculo ni sus bienes raíces en la isla.
Una semana y media más tarde, también al mediodía, mi portero, sin levantar la vista y entre dientes, me dijo: “Tienes en tu buzón una carta certificada de la Seguridad Social”. Había confundido el membrete de la Administración General del Estado con el de la Tesorería General de la Seguridad Social, pero ya yo sabía de qué se trataba. Tomé el sobre y no lo abrí en el ascensor, sino frente a la ventana de mi casa y leí, a secas, la retahíla de indicaciones que debía seguir para por fin solicitar mi carné de identidad comunitario, porque, sí, aquella comunicación automáticamente me convertía en pre-europeo, hasta que pagara las tasas correspondientes de papeleo y la primera cuota en la tesorería, que entonces me facilitaba el estatus de europeo por 365 días. En una oficina de la Seguridad Social cercana a mi casa, la funcionaria que me atendió me preguntó que para cuándo quería comenzar el alta.
-Ahora mismo-, le dije.
Entonces me especificó que se trataba de saber la fecha en la que yo comenzaría a trabajar. No pude evitarlo, y sé que ella no tenía culpa de nada, pero me salió sabroso, como diría mi padre, me salió de mi alma buena y tranquila:
-...Es que yo trabajo hace cuatro años-.
Y se produjo silencio, un silencio administrativo toda vez que yo tenía delante a una funcionaria del estado, pero fue un silencio con vergüenza de ambas partes.
Mientras la mujer rellenaba la resolución TA.1/2 en el ordenador, me entretuve pensando en otro posible relato fantástico en el que un inspector del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales visitaba por sorpresa a un empleador doméstico que tenía contratado como mayordomo a un joven marroquí, para comprobar la autenticidad del convenio presentado por servicio discontinuo del emigrante. El funcionario observó los instrumentos de trabajo (una escoba, el mocho de la limpieza, un deshollinador de plumas de pavo real, un cubo y dos atomizadores desinfectantes), luego se estiró en plancha a ras de suelo, se levantó y pasó la yema de un dedo por encima del aparador.

-¿Qué días viene su empleado a trabajar?- preguntó al empleador
-Martes y jueves- respondió éste.
-Pues dígale de parte de la Administración General del Estado que deja polvo, ¿porque es cierto que viene, no?


Verano 2005

viernes, 1 de junio de 2007

La última morada (la más reciente)

Si años atrás alguien me hubiera preguntado sobre qué estaba escribiendo, le hubiese dicho que se trataba de mis memorias de Barcelona, mis experiencias, mis días y mis noches, personajes reales e imaginados que se han cruzado en mi camino, en mi pensamiento; situaciones vividas con mayor o menor calidad, circunstancias en las que me he visto envuelto sin saber a ciencia cierta si es que podían tocarme por la edad, o porque cuando uno emigra está más expuesto a las adversidades. Diría que se trataba de una precoz relación de hechos, de reflexiones, plasmados sobre el papel con un doble objetivo, o triple: no perder el oficio de escribir, transmitir la observación y el pensamiento de un forastero –teniendo en cuenta que el visor de afuera puede mirar diferente-, y, por último, probar por primera vez una redacción sin temores, sin ojos sobre la espalda, sin miedo y sin censura. También agregaría la enorme posibilidad balsámica de la escritura cuando la soledad se vuelve persistente. A los 40 años, considero yo, poseemos una edad todavía temprana para plantearnos escribir nuestras memorias. Pero, claro, no se trata de las memorias de toda una vida sino de las más recientes, las que tal vez pudieran enlazarse con algunos recuerdos más viejos. Es, le explicaría a mi interlocutor, una suerte de decir aquí estoy, de decírtelo a ti mismo a través de las palabras escritas, una reafirmación en primera persona, si se quiere, que funcionaría como complemento o parte esencial del instinto de conservación, no el físico, que es el más fácil de conseguir y es el que está algo predeterminado, sino el instinto de conservación mental.
Como mi trabajo consiste en estar al lado de personas muy mayores, me parecía pretencioso redactar semblanzas a mi edad, y elegí el camino de la crónica periodística desde la primera persona para desahogarme. Con el tiempo me cayeron en las manos libros de gentes más o menos de mi edad que estaban haciendo más o menos lo mismo que yo, incluso en la misma ciudad y bajo la enorme presión de la nostalgia. Entonces, si alguien me hubiera preguntado, le hubiese dicho que se trataba de un libro de memorias frescas cuya estructura se amoldaría a un hilo conductor bastante simple: mis mudanzas en Barcelona, además de cartas a mi padre que nunca le llegaron. En un año, había vivido nueve traslados, contando sólo los sitios del área metropolitana. A saber, y en orden de llegada: De Vall’Hebrón al Eixample derecho, de ahí a Fabra i Puig y Meridiana; luego volví al Eixample pero al izquierdo; de aquí a Montgat; más tarde volví a Vall’Hebrón; después fui a Nou Barris; regresé al Eixample derecho; hasta que conseguí alquilarme solo en el piso donde vivo, que, dicho sea de paso, está en el Eixample izquierdo, otra vez. Como debe suponerse, con el tiempo va creciendo el equipaje.
Hubiera sido interesante narrar cada uno de los ambientes donde viví, así como describir las personas que habitaban dentro. Esto me hubiese dado una secuencia rica de matices, de situaciones. Alguien estará pensando que el hilo de las mudanzas sería un “road movie” literario (personajes interesantes no me hubieran faltado), descubriendo la ciudad al mismo tiempo; o sea, no viéndola desde la barandilla de un bus turístico, sino intrincado en los bares, las tiendas y los video-clubs de cada barrio. Esta idea no he podido llevarla a cabo por la sencilla razón de que, cuando ocurrían aquellos pasajes, me sentía verdaderamente triste y desorientado. Alguna fuerza interior me decía que no debía escribir nada por el momento, para que los textos no llevaran la huella del dolor, de la miseria descubierta por sorpresa, de las decepciones que siempre te dejan un malísimo sabor. Siempre he tenido la dificultad de pensar que voy a morir en cualquier momento. Quiero decir: no saber controlar lo que se puede hacer con el tiempo. Mi trabajo, repito, consiste en permanecer varias horas del día al lado de personas que se encuentran en el ocaso de sus vidas, que lo saben, que han perdido el pudor y no les importa hablar de la muerte constantemente. Veo a mi lado unos ojos húmedos, ajados, hundidos en cuencas cansadas; miradas seculares, silenciosas y tristes, que pudieran deslumbrar y no quieren, o ya no les interesa; palpo huesos casi desnudos, que tiritan de frío; escucho una voz lejana hablando sobre sí misma, reiterando los días de la niñez. Porque, dentro de cuarenta años, viajaremos a la semilla, volveremos a usar pañales y llevaremos caramelos en los bolsillos. Nos tratarán como a unos mocosos, nos colocarán un pecherín de felpa, y nos darán grandes cucharadas de papillas imitando un avión, y nos harán absorber con pajilla un suero fisiológico con sabor a naranja para que no nos deshidratemos en verano.
Me sentía agotado al llegar a casa, al hogar transitorio, el que fuera, y no tenía ganas de escribir. Sencillamente no podía. Tal vez un obrero de la construcción hubiera llegado menos exhausto. Así que el tiempo pasó y fui tomando notas en la mente hasta que llegara el momento de poder escribir. La última mudanza, la más reciente, digamos, fue hace dos años y medio, a bordo de un Renault Clio. Teresa y yo habíamos visto un sobre-ático coquetón en la calle Provenza con un precio razonable para como estaba el mercado. Nos gustó a pesar de que no tenía muebles, ni un solo bombillo, y eso que lo vimos de noche y corriendo, porque el encargado, como casi siempre sucede con los agentes que muestran pisos de alquiler, tenía prisa. Tuvimos suerte, mucha suerte. Había unas vistas impresionantes sobre media Barcelona; de izquierda a derecha, desde las tres chimeneas de la termoeléctrica de Sant Adrià de Besos, hasta Montjüic, en el plano frontal. Saliendo a una pequeña terraza, y también situados desde la ventana de un pequeño dormitorio, la Sagrada Familia, el controvertido templo gaudiano, con montañas de fondo; y desde un dormitorio más grande, en la parte trasera de la casa, el Tibidabo, iluminado de noche como una tarta, y de día, algunas veces, entre brumas, o bajo un sol implacable otras, y una vez nevado, este año, por primera ocasión. A mis amigos les decía que el piso quedaba a los tres vientos, uno procedente del Mediterráneo catalán, otro de la ciudad de Girona o de Francia , y un tercero del interior de la provincia de Barcelona. Faltaría un cuarto viento procedente de Madrid, o de Tarragona, para situarlo más cerca, pero esa ala me faltaba porque la tapiaba el cuarto de ascensores. Era un piso muy iluminado por la irradiación natural, algo parecido a un palomar, tanto por la situación encima del edificio, como por las dimensiones que tenía. Sala, cocina y comedor quedaban en un solo ambiente, aunque tenía dos dormitorios y un baño pequeño, y una terraza minúscula en la que, a priori, vi que podía colocar una lavadora y un tendedero. En fin, un estudio grande y a la vez un piso pequeño. Era un mirador perfectamente ubicado en el centro de la urbe, vecino de dos edificaciones históricas: la del Hospital Clínico y la de los Bomberos, algo que a la postre tuvo menos gracia por el continuo sonido de las sirenas. Para mí estaba magnífico: bien comunicado por líneas de metros y autobuses, comercialmente inmejorable, cercano, muy cercano, al Mercado del Ninot, otro edificio emblemático por su antigüedad como surtidor de víveres del barrio. “Nos lo quedamos”, dijimos al encargado, que iba con un candelabro viejísimo mostrándonos cada una de las estancias, dibujándolas, quizá, más con palabras y suposiciones. No pedimos una visita de día. No había tiempo que perder. Los detalles eran lo de menos, porque, por aquella época, la oferta de pisos se había puesto difícil, más que ahora, más que todos los tiempos, según dicen los que conocen del tema, y era lógico, porque coincidimos con el principio del famoso boom inmobiliario y ya los propietarios comenzaban a querer vender en lugar de alquilar. A los pocos días firmamos y nos dieron las llaves y por fin vimos aquellas cuatro paredes a la luz del día, vimos el pedazo de mar que sin dudas era un regalo (no debía estar incluido en el precio), y oteamos el horizonte hasta quedarnos entretenidos un rato con el ir y venir de las cestas rojas del teleférico del puerto. Cuando apunto que firmamos, es solo un decir. Yo no tenía legalidad alguna, ni informe de la renta anual, ni nómina en el trabajo, ni movimientos interesantes en mi cuenta bancaria, requisitos imprescindibles para convertirme en arrendatario. Fue Teresa la que quiso que yo tuviera mi propio espacio, mi necesario lugar, la que me instó para que dejara de compartir vivienda con desconocidos o con conocidos intolerables, la que se ofreció para firmar. Fue así como se dio la gran contradicción de que un inmigrante inaugural, invernal, pues era la temporada, alquilara un apartamento para él solo en una magnífica zona, pagándolo, por supuesto, mediante la irracional impronta de gastarse más de la mitad de su salario. ¡Pero podría escribir! Podría colgar sus fotos, comprarse una planta que lleve poca agua e invitar a cenar, a la luz de dos velas, a la mujer que aceptara el juego de identificar cúpulas modernistas, o, sencillamente, a la que se dejara llevar por las luces de los aviones.
En mi familia siempre se ha dicho que la alegría, en casa de pobre, dura poco. Recordé la frase cuando tuve que cortar con Teresa a los pocos días de instalarme en el piso. Y ella, automáticamente, cerró el contrato de arrendamiento. Me dejó en la calle, vamos, sin más rodeos. Llamé a mi hermano a La Coruña y le conté el desastre. A los pocos días voló hacia Barcelona y logramos firmar un nuevo contrato a su nombre. Ahora que ha pasado el tiempo y he podido escribir sobre estos asuntos, me sigue pareciendo surrealista el hecho de pagar dos veces, en el lapso de un mes, las escrituras de alquiler de un mismo apartamento, las mismas cuotas de comisión, las mismas fianzas, el mismo importe del mes corriente. Todo por duplicado. Parece un mal chiste, pero fue así. Con la sucesión de los días, los meses y los años, el dinero se ha convertido en una metáfora de los grandes absurdos de la vida, porque he logrado aceptar el paisaje citadino, poblado de grúas, eso también hay que decirlo. Lo he utilizado como divisa en más de una fiesta de la Mercé, pirotécnicamente hablando, y he cenado afuera acompañado de dos velas y de una hermosa mujer, otra que no tuvo que rubricar nada y con la que nunca he repasado mis recuerdos tristes. No se me dan las plantas en casa. Ya he comprado cuatro y seguiré intentando. Escribir, así como otros ejercicios intelectuales menos depurativos, se hace posible encima del mundo, cuando la altura no provoca el vértigo del camino por el que pasa el hombre trashumante. El azar me detuvo en esta casa, coquetona, independiente, renombrada. Desde entonces subo con prestancia y he logrado que el portero desconozca que no soy el titular.
Junio 2005