viernes, 31 de agosto de 2007

Menajes


Barcelona, con la fecha de publicación

Querido Jaime:
Hay varias acciones que no podré realizar en lo que me quede de vida sin recordarte. Una es comenzar a calzarme por la izquierda, y la gran mayoría de las otras está relacionada con la gastronomía. En tu casa aprendí a sentir las vibraciones del arte culinario, el buen gusto en la elaboración de los manjares que parten de una mínima materia prima, como lo es una porción de harina. El pollo al horno tres cuartos de hora, mientras la vida transcurre con su propio ritmo y tú y yo nos escapábamos de la cocina para inspeccionar el comportamiento del barrio. Me hiciste de tu mundo y también de tu barrio; pertenecí a tus manzanas gastadas por el trajín de nuestros zapatos, en busca de cualquier detalle aparentemente insignificante que para nosotros era una motivación. Dejados arrastrar por la inercia de un plano inclinado, hacia la plaza de abastos. Luego la cuesta de regreso, con las manos vacías pero hechas las relaciones públicas, y el pollo esperando a punto para un chorro de coñac. Huele bien, lo sentimos desde la puerta. La sal la pones tú, porque yo me paso. El menú se puede improvisar cuando cambiamos los planes. Eso también me lo enseñaste. Se puede hacer una gran mesa aun teniendo mínimos los almacenes. Lo importante está en el golpe de muñeca, en el estilo. La nata montada hecha en casa, la bechamel casera queda mejor. Y los postres o meriendas con frutas, el azúcar a borbotones para que no falte una reverencia. La vida está llena de azúcar; el barrio tiene encanto y gente dispares y bien plantadas que merecen un comentario. Luchar como tú por la música inmensa que hay en los archivos, simplemente por los postres caseros, por el resultado de una magdalena que creció más de lo esperado, sin lágrimas, con sabor. Cuando vea los próximos moldes de aluminio, un mercado abierto o un sifón de agua te recordaré pase el tiempo que pase. Son utensilios o lugares claves que dejaste alojados en mi mente, porque con ellos aprendí a ver la vida multiplicada en acciones que antes me parecían nimias. Todo cambia y depende del punto de vista y de las circunstancias. Nosotros, además de desandar el barrio y su aire exterior, de divertirnos en la cocina, nos hicimos amigos por el roce, no porque yo fuera tu asistente y estuviéramos obligados a entendernos. En realidad nunca fui tu asistente, ni te sentí enfermo. Quizá por eso me sorprendió tanto tener que dejarte con la soberbia por el medio. Sigo esperando tu llamada. Si no llega nunca, sentiré igualmente los cacharros de cualquier cocina asociados a ti, los postres, los helados que lleguen a mi casa.

Jorge

miércoles, 29 de agosto de 2007

Helados



Todavía creo que el haber hecho el amor tan relajadamente con mi mujer anoche se lo debo a un cura. Desde que perdí el trabajo por razones ajenas a mi voluntad, llevo un dolor de cabeza perenne, acompañado de cierta inhibición del apetito sexual. Y estos ataques con nocturnidad en la cama es mejor que sean espontáneos, porque de lo contrario mi mujer se da cuenta de que estoy raro y solemos, pues, arrastrar un sinsabor durante la semana. Así que ésta recién se inaugura distendida. La suerte de visitar a un cura abierto a los siete mares me dejó el cuerpo sereno, y la mente jabonosa.
El padre Oriol me contactó por mail después de encontrar este blog por casualidad. Hizo como en Cuba, que la gente te da la dirección de su casa y su teléfono sin apenas conocerte. Me llamó la atención esta soltura, ya tan lejana en mis referencias sociales. Era domingo, tranquilo, al menos en mi casa, y se lo comenté a mi mujer.

-Llama ahora mismo –me dijo-, no pierdes nada. ¿Es un cura, no?
-Sí, y vivió en La Habana, lo que no sé es cómo entrarle- balbuceé medio contrariado.
-Con naturalidad. Los curas suelen ser mucho más abiertos de lo que tú te imaginas. Son personas que han vivido mucho- cerró el diálogo mi mujer mientras fregaba los platos.

Busqué el teléfono y marqué su número. No sabía si preguntar simplemente por Oriol o por el padre Oriol. A la voz que atendió le solicité lo primero.

-Soy yo. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
-Soy Jorge. Usted me ha dejado un correo electrónico esta mañana. ..
-¿Es de una página de Internet, no?
-Si, sí, soy cubano…
-¿De dónde me llamas? ¿De la Florida?- me interrumpió el padre Oriol.
-No, yo vivo en Barcelona…
-Ah, pensé…

Y así entablamos una conversación apurada por mí, por mis nervios, pues mi interlocutor hilvanaba las palabras con sosiego dominical. Una vez entregadas las credenciales de ambos, expuestas las intenciones a corto plazo, me preguntó si estaba soltero o casado. Mi mujer se perdía una parte del diálogo y simulaba ordenar las cosas en la encimera de la cocina. Dudé un segundo y me salió expresarme con normalidad:

-Vivo en pecado, en concubinato, como prefiera llamarlo. Mi mujer está ahora al lado mío.

El padre Oriol sonrió.

Esa misma tarde lo visitamos en su cuartel general del barrio de Les Corts, en un apartamento tirando a pequeño que compartía, al menos, con una pareja de rumanos. Desde que llegamos nos brindó helados. No aceptamos. Acabábamos de comer. Nos mostró un congelador que estaba ubicado junto a la puerta de la casa, repleto de tarrinas de helados. Oriol recibía abastecimientos de una ONG y su espacio había sido, y es, albergue de refugiados y emigrantes indocumentados, o legales escasos de recursos, o parientes de los que ya habían avanzado en la inserción en esta ciudad, también visitantes intempestivos, colaboradores del área, fumadores compulsivos parientes de los albergados, visitantes dominicales como nosotros. Nos acomodamos en un salón atestado de libros. Cada vez que encauzábamos el diálogo, alguien nos interrumpía. La mala iluminación de la sala nos convirtió en siluetas a todos. Los demás eran menos intempestivos que nosotros dos, porque, ciertamente, en la historia del padre Oriol, rica en capítulos, fuimos los últimos, o los más recientes.
Tiene 81 años y una prestancia asombrosa, más la calidez y el vuelo de su palabra que, por ser justamente la del anfitrión, esperó a cada momento el espacio en blanco. La casualidad –la causalidad, dice mi mujer- de estar ambos a mano en la misma ciudad, de poder vernos en persona esa misma tarde, no dejaba de asombrarnos. Fue bien porque él me hacía en La Florida, aunque en realidad no le dio mucha importancia a que viviera en el barrio de al lado. El padre Oriol había sido destinado a Cuba en los primeros años 60, o finales de los 50 por las Escuelas Pías, y vio a Fidel Castro entrar triunfante en La Habana. Por esas fechas, fue uno de los organizadores de la Operación Peter Pan, que sacó del país, hacia un campo de refugiados en Florida, Estados Unidos, a 14 mil niños entregados por sus padres a la Iglesia, cuando se corrió la voz de que el nuevo gobierno comunista se apropiaría de la patria potestad. Aquel episodio fue un triste juego político entre Estados y con la intervención de la Iglesia que, en su momento, provocó un desarraigo insuperable humanamente, y a la vuelta del tiempo, además de traumático, devino en una de las tantas maneras de escapar de un país totalitario. Hubo padres e hijos que no se reencontraron en 20 años. Y otros jamás.
Creo que a estas alturas, sentados uno frente al otro a un metro de distancia, tanto el padre Oriol como yo no estábamos dispuestos a perder el tiempo en dilucidar quién se llevó los puntos de la Operación Peter Pan, al menos en un primer encuentro. Era domingo y la casa estaba atestada de gente. A mí me pareció que él estaba por encima del bien y del mal, tratando todo el tiempo de que nos lleváramos de regreso a casa una cantina de helados. Entre conversaciones ligeras, humo de tabaco y el crecimiento amenazante de una Torre de Babel, me declaré anticastrista, aunque mi mujer me aseguró después que no hacía falta, que eso él lo sabía, y que, en definitiva, no le interesaba tanto. Me enteré por él de que el actual embajador norteamericano en España fue uno de los niños de la Operación Peter Pan. La vida da muchas vueltas.
Llegar a los 81 años, lo sé muy bien, no es tan fácil, y sobre todo mantenerse sin parecer un cascarrabias. ¿A quién le contará la verdadera historia el padre Oriol; quiero decir, su verdadera historia? Me ofrecí de oyente, claro. Él me insistió en que no dejara mi teléfono, que su mente anda volando y se le extravían los papeles, que lo fuera llamando poco a poco.
Bien, acepté. Me fui de su parroquia con mi mujer en pecado concebido y confesado, más tranquilo que horas antes en las que elucubré qué podía pretender de mí un cura catalán de 81 años, jubilado.

-Me persigue la senectud- observé en la calle, mientras esperábamos el autobús.
-Sí, parece un designio. Ahora te recomiendo que no le des más vueltas al asunto. No sé qué vamos a hacer con tanto helado. No nos cabe en la nevera –sonrió mi mujer, quitándole hierro al asunto.
-Al final no le hicimos una foto al padre Oriol.
-Mejor, no te preocupes por eso, así no le robamos el alma.

Llegamos a casa y pusimos una película alquilada, El lápiz del carpintero, un conmovedor reflejo de la guerra civil española que terminó en dictadura, en la que la Iglesia, en tanto institución, contrariamente a como ocurrió en Cuba, funcionó como aliada del Estado.


Verano 2007

domingo, 26 de agosto de 2007

Altramuces


En el invierno/primavera de 2005, la agencia para la que trabajaba me ubicó al lado de un hombre relativamente joven que padecía Esclerosis Lateral Amiotrófica, la más rápida, me han dicho, de las enfermedades neuro/degenerativas. Cuando llegué a su casa por primera vez, lo encontré sentado en el sofá con una expresión en el rostro bastante desesperada. Había perdido el habla y su cuerpo apenas alcanzaba los cincuenta quilos. Estaba conectado a una sonda clínica por la que le suministraban los alimentos líquidos, directo al estómago. Fumaba cigarrillos negros, uno detrás de otro, y adoraba el fútbol. Su casa era un cómodo apartamento del Eixample, de puntal alto. Lo tenían muy bien arreglado, con un toque femenino indudable por todas partes. El baño, y en general toda la casa, estaba impoluto siempre, durante los días en que trabajé con ellos. Su mujer se mostró muy amable conmigo. Me dio las llaves el primer día, quizá porque, al ir de parte de una agencia especializada, le inspiraba confianza, y también porque Ramón pasaba mucho tiempo solo sin poder moverse. Estuve una semana con ellos, porque Ramón murió enseguida. Su existencia era un calvario. Ya no movía las piernas y apenas los brazos. Había perdido el apetito. Sus músculos de la garganta no le funcionaban. La inyección lenta de alimentos que le suministraban le provocaba náuseas. Mi presencia era una ayuda, pero, supongo, en su mente era también la contraposición de su desgracia, era el galán repentino y lleno de vida que se había metido en su casa. En los escasos cinco días en que lo saqué al parque para que viera la Sagrada Familia, le escuché si acaso cuatro palabras, pues yo hacía el diálogo suponiendo lo que él quería expresar. Una de las pocas palabras que mal articuló fue altramuces.
Tuve que buscar ayuda para poder entenderlo. Hasta que lo hice escribir la palabra, nueva para mí. Era su último deseo y yo no lo sabía. Buscamos los altramuces por los supermercados y puestos de frutos secos de los alrededores, y no los encontramos. Era un viernes por la tarde. El domingo, su mujer me llamó por teléfono para darme la noticia de su fallecimiento. No fui al funeral –tendría que ir a muchos-, así que me acerqué en cuanto fue posible a su casa para devolver las llaves y un billete de cincuenta euros que Ramón me había dejado para los altramuces que nunca volvió a saborear. La mujer no recogió el billete, me lo regaló agradecida. Un par de años más tarde, mi suegra puso en la mesa unas legumbres que nadaban en un plato. Entonces conocí los altramuces y recordé la introspección que escribí por aquellos días en los que estuve con Ramón, hundiéndome en la perspectiva de sus pensamientos que, desgraciadamente, carecían de voz.

Verano 2007

Soy un hombre invisible. Soy un hombre inconsistente, frágil, penoso. Soy espectador de todo, yo que me fijaba sólo en ciertas cosas. Vivo una vigilia permanente, desde que me levanto hasta que me acuesto, desde que me tiendo en el sofá hasta que me incorporan y me sientan en una silla de ruedas. Mientras tanto lo siento todo: el paso del tiempo, que sé que pasa por las llamadas de mi vejiga, el cambio de la luz en este invierno que ni siquiera puedo detestar; el ruido del motor de la nevera, la descarga del baño en el piso superior, el telefonillo de mi puerta que nadie contesta, el ladrido del perro del vecino, el chasquido corredizo del ascensor, las puertas oxidadas de la escalera, las sirenas de las ambulancias, las de los bomberos. No vivo en Nueva York. Vivo cerca de dos hospitales. En una cuidad ruidosa y espléndida. En un barrio con manzanas cuadriculadas donde todo el mundo me conoce.
Siento la fragancia de mi mujer en mi soledad, su olor a peluquería, su perfume mañanero, su hálito coqueto, protegido de todas las miserias humanas y de mi desgracia; huelo nuestra habitación ordenada, limpia, acogedora, cálida, envolvente, seductora como sigue siendo, femenina. Inhalo el impacto de los cocidos, de los embutidos, de los caldos, de las pastas, de las leches; de los pocos vinos que ya quedan en casa, de las tímidas mieles, del azúcar, del café inapropiado; del tabaco negro situado en primer plano, entre mis dedos siempre, las 24 horas del día.

Imagino cómo se cuela el humo por la rejilla del acondicionador de aire, viajando por el conducto hasta la calle, manchando de amarillo las paredes de la manguera. No me interesa pensar en el color de mis pulmones. Quiero aprovechar el tiempo para investigar el curso de las cosas nimias, asegurarme de que los desechos lleguen a los ríos o a los mares. Aquí en el centro no tenemos ríos. Por ende, no tenemos puentes. Tenemos un mar insultantemente bello, como diría una gran amiga, y un cielo insultante en verano. Ahora no. Ahora hay nubes quita sol. Baja un frío escalofriante, y valga la redundancia, pero es que no tengo otra frase para nombrar la imposibilidad de salir, lo cual me obliga a agudizar mis sentidos para no perder la calma entre cuatro paredes amarillas.

Siento un calor artificial sobre todo mi cuerpo. Tengo la ventanilla del acondicionador de aire a sólo tres metros. Me quema la impotencia de no poder levantarme y alternar mi microclima con la temperatura exterior, aunque los cambios bruscos me hagan daño. Ya no me interesa la prudencia. Quiero experimentar mis alcances, mis búsquedas íntimas, mis recogimientos. Gozar mi voluntad hasta morir de capricho. Me hiela la impotencia de no poder expresarme. Y, cuando digo expresarme, me refiero concretamente a disponer de mí mismo, de mi volumen, que no es otra cosa que el lugar que ocupo en el espacio. Tiemblo al ver por la televisión paisajes nevados aquí cerca y no poder tocarlos. No quiero que me resuman la vida a través de una pantalla extraplana de treinta pulgadas.
La vida no tiene límites porque yo puedo contarla todavía. Quiero decir, pensarla, ya que no puedo hablar. La voz, me he dado cuenta ahora, no es tan importante. Me importa un carajo que se esfuercen en saber lo que quiero, que tracen preguntas para obtener mis monosílabos, que sufran mi silencio, que se empeñen en salvarme, porque ya yo no tengo remedio. Y no es venganza. Lo que quiero es mirar tranquilamente todo sin sentir la presión de los otros. Veo a mi mujer tan hermosa como siempre, con sus caderas fuertes trajinando de un lado a otro por el pasillo, maquillada, perfumada, arreglada de pies a cabeza; veo a mis hijos sanos, juveniles, emprendedores, suyos en todos sus actos, firmes en el día a día; mis vecinos en plena rutina, lastimosos conmigo, asustados por las casualidades de la vida, hipocondríacos. Porque me sacan a pasear y, de refilón, a pesarme en la farmacia.
El barrio no va a cambiar por mí, porque yo lleve permanentemente una sonda acoplada a la barriga, porque parezca un lagarto calvo, porque ya no conduzca mi automóvil, porque conduzcan mi cuerpo arriba y abajo sorteando barreras arquitectónicas, porque se imaginen mis manos esqueléticas debajo de una manta, porque necesite que me lleven a mear. Ahora que todavía puedo pensar, ver el fútbol, fumar, ojear los labios pintados de mi mujer, oler el vino, temblar de calor en una estación imprecisa del año; ahora que me importan tan pocas cosas, exceptuando mis gafas graduadas y dos o tres utensilios más, me gustaría tener un poco de tiempo.

viernes, 24 de agosto de 2007

Se busca alojamiento



El primer lugar que encontraron las palabras revueltas de mi mente fue la boca de mi estómago. Allí estuvieron alojadas, más o menos, seis años, hasta que mi mujer me sugirió ofrecerlas al éter mediante un espacio virtual –el presente-, viendo que el solo proceso de la escritura no resolvía mucho, pues las palabras dormidas en casa se iban anquilosando, convirtiéndose en un material ferroso en forma de candado. La idea de una bitácora, o sea, lanzar la flecha bien lejos, era el primer paso para romper con un círculo vicioso en el que yo vivía a la fuerza. Nunca tuve vocación de ermitaño; sin embargo, el haber emigrado hacia un país desconocido y haberme quedado ilegal durante un lustro, reciclado en cuidador de ancianos y enfermos terminales, a la par de vivir intensamente todo lo que fuera una novedad –pasa rápido la novedad-, me torció bruscamente el carácter y la extrema confianza en todo. Intuitivamente, fui dejando constancia de mis días en papeles caseros, vaciando el pensamiento para dar lugar a nuevos derroteros, como debe ser mejor para vivir. En realidad, el tiempo asignado por mí para pasar de cuidador de ancianos hacia otra actividad remunerada se extendió más de lo previsto. De manera que estas crónicas, como, por ejemplo, la próxima que aparecerá aquí, versan más sobre el dolor o la melancolía. Ese era un punto peligroso en el que estaba girando mi vida, por lo que el blog dio salida a tal pasado y marcó un punto de arranque, una vez más en todos estos años. Llevé, pues, los textos aparecidos en pantalla, más otros inéditos, a registrar como derechos de autor, por un módico precio de seis euros, en una oficina que incluso está cerca de mi casa. Mi mujer y yo preparamos un volumen de ciento cincuenta páginas, realizando un trabajo de edición y diseño de portada doméstico, cuyo resultado nos hizo felices. El próximo paso será encontrar una editorial, para alojarlo en páginas impresas menos interioristas que las nuestras. Lógicamente, tuve que escribir un prefacio, y esto me tiró en marcha atrás, sacándome lágrimas que se habían quedado atascadas en antiguos procesos de descompresión. Lo importante es que salieron y pude proyectar una visión de futuro. Si el libro nunca llega a las prensas, eso no importa tanto. Lo bueno es que ya hemos sembrado un árbol, literalmente, y terminado un libro en casa.
Falta tener un hijo, lo sé. Ese es un tema que nos ronda y del que daremos noticia por aquí, porque el blog funcionará independiente al camino de la imprenta.

Verano 2007

miércoles, 22 de agosto de 2007

Y, sin embargo, la Tierra se mueve



El espantoso terremoto que ocurrió hace pocos días al sur de Lima, en Perú, se sintió en Barcelona y no precisamente por causa del Efecto Mariposa.

Resulta que, bien dicho por el refrán, la gente se acuerda de Santa Bárbara cuando truena. Y yo, que jamás llamo a Solange, no podía aguantar más por la preocupación, así que tomé el teléfono y la contacté bastante preocupado por la situación de su familia, de algún conocido suyo, y por ella misma, aunque vive a miles de kilómetros de donde ocurrió la desgracia. Respondió enseguida, a los tres timbrazos, pero, lógicamente, su voz era un manojo de nervios, sonaba como un hilo casi transparente a punto de deshacerse.

-¿Pasó algo con tu gente?-pregunté veloz.
-No, mi familia vive bastante lejos del epicentro sísmico, auque el terremoto fue tan grande que se sintió en todo el país.
-¿Y tú cómo estás?
-Mal. Anoche no pude dormir nada, tratando de comunicarme con mi familia, primero, y luego, cuando por fin hablé con ellos, tenía un dolor en el pecho que aún me dura.
-No puedes quedarte así –le dije-. Si quieres te acompaño al médico.

Solange es sumamente tímida, con temperamento asiático, diría yo, con permiso de la psicología clínica. Tardó en aceptar mi ofrecimiento, pero parece que el dolor le llegaba hasta los pulmones y le costaba respirar. Así que, humildemente, quedamos en la puerta del Hospital Clínico de Barcelona, uno de los centros médicos más antiguos y prestigiosos de esta ciudad.

Estaba igualita, un poco más envueltita en carne, tal vez, y presumida como siempre. Hacía años que no nos veíamos, aun viviendo los dos aquí. Nos llamábamos para navidad y cumpleaños, y a veces cumplíamos las felicitaciones a través de la mensajería móvil que llevamos en el bolsillo. Me agradó verla. Nos abrazamos, con cuidado de no apretar mucho los torsos. El dolor no le había mermado nada. Le dije que, según mi experiencia, eso que tenía era una descarga nerviosa alojada en la zona torácica, pero que era conveniente que la viera un médico para estar tranquilos. Estaba destrozada emocionalmente. Y no era para menos. Las imágenes que mostraban los telediarios sobre el desastre en su país eran sobrecogedoras. Recuerdo, incluso, un plano morboso de Antena 3 en el que se veía un velatorio en plena vía pública, en medio de la desolación y el desconcierto total que provoca no encontrar a tus familiares, o hallarlos sin vida, con un paisaje terrible de fondo que no era otra cosa que un amasijo de hogares.
Subimos a Urgencias con esta misma palabra en el rostro. Los dos. Nadie sabe a ciencia cierta qué puede provocar un dolor así hasta que no lo dictamine un electrocardiograma, emparejado con una radiografía. Después de tomarle los datos, a Solange le dieron una manilla de papel y le indicaron la puerta del ascensor correspondiente. Hasta allí llegué. Me fue prohibido el acceso por razones de seguridad y me instaron a que la esperara en una sala en la planta baja. Ya conocía el mecanismo. Estuve hace unos meses cumpliendo el mismo rol con mi mujer que tenía dolores cervicales. Llevaba un libro. Lo abrí y me puse a leerlo.
Al cabo de dos horas, llamé a mi mujer para decirle que me recogiera allí. Le conté lo de Solange, y entendió perfectamente mi papel de acompañante. Le dije que, si dentro de una hora no tenía noticias mías, que fuera directo al Clínico.
Así fue. Mi mujer salió del trabajo directo adonde yo estaba, y por el camino compró algo ligero para comer y beber. Había dos opciones para el desenlace con Solange: una era que bajara por sus propios pies, tal y como subió, lo cual indicaría que no tenía nada preocupante, que habían sido los nervios, tal y como yo sospechaba o quería sospechar. La segunda opción era que nos llamaran por megafonía, y eso significaría que la dejarían ingresada.
El tiempo en una sala de espera de un hospital tiene una descripción particular. Es, más que pesado, denso. Se crean duricias en la espalda, glúteos y en la frente, de tanto pensar, porque, al cabo de cinco horas, es difícil seguir concentrado en la lectura. Cada vez que se abría el micrófono, queríamos escuchar su nombre aunque esta no fuera la mejor opción. Mi mujer no conocía físicamente a Solange, por lo que, según me pareció, intentaba ponerle rostro constantemente al abrirse las puertas de los ascensores. Yo negaba con la cabeza. Le hice una descripción básica, pero no sirvió de nada. Seguíamos mirando a toda la gente, al borde del desespero. Seis horas después de haber llegado yo con Solange a ese hospital, y ante el aislamiento al que estábamos sujetos los acompañantes, decidimos buscarla por todas las plantas, incumpliendo la normativa de seguridad.
Una pareja de ancianos muy amables nos había escuchado. Ellos nos sugirieron que comenzáramos por el segundo piso, que era donde tenían concentrados a la mayoría de los enfermos de urgencias. Así hicimos y, en efecto, era la sala de medicina general. Allí preguntamos en la recepción a una chica joven bastante amable, pero al mismo tiempo marcial. Se notaba que no podían ofrecer excusas de ningún tipo, por no filtrar información, supongo, aunque, por solidaridad, entendían la mala cara que llevábamos. Yo no recordaba el apellido de Solange. Verbalicé una descripción con los datos que tenía entonces de ella –sin entrar en intimidades-, y alcanzó para ubicarla. Estaba allí. Mi rostro alarmado perfiló algo de suavidad intersexual para lograr una conquista, una orden a mi cerebro que no recuerdo haber concebido, pero seguro fue instintiva. La chica accedió a dejarme pasar. Apretó un botón oculto debajo del mostrador y se abrió automáticamente una hoja de la inmensa puerta blanca que bloqueaba el acceso al misterioso deparamento de Urgencias. Había decenas de personas sentadas en sillas de hierro como si fueran escolares, totalmente en silencio. Localicé a Solange a la izquierda del salón, pegada a la puerta, con una cara triste, tan desolada como las de las imágenes de la televisión. No era para menos. Llevaba seis horas sin comer nada, con el teléfono móvil desconectado, sin poder levantarse de esa silla fría, excepto para ir al baño, con el dolor persistente en el centro del pecho y la respiración comprimida. Todavía no la había visitado un médico.
Me pidió que me fuera a casa, que no tardarían en visitarla. Le dije que mi mujer estaba conmigo y que no nos moveríamos del hospital hasta saber finalmente qué tenía en el pecho. No nos dejaban llevarle nada de comer ni de beber. Había que esperar. No teníamos alternativa. Dejé a Solange con la palabra en la boca, suplicándome que nos fuéramos. La chica de la entrada me dijo que se había agotado mi tiempo.
Bajamos un poco más tranquilos, con dolor de cabeza ambos. Nos automedicamos con ibuprofeno y salimos al patio interior del edificio a tomar aire. Tres horas después bajó Solange, sola.
Era lo que suponíamos: un golpe de pánico alojado en la musculatura del pecho. Llevaba el electrocardiograma en una mano y en la otra una radiografía. La enviaron a su casa a descansar, a tomar paracetamol y a olvidar. Esto último era imposible. Su país estaba en emergencia universal, bajo un estado de shock absoluto y ella, en la distancia, sentía el temblor de la tierra bajo sus pies. Tenía el cuerpo frío y el rostro inexpresivo. Había tardado unas nueve horas para que la viera un médico de Urgencias de uno de los mejores hospitales públicos de Barcelona, ciudad europea que se nutre del abono mensual para seguridad social que, entre otras personas, realiza Solange.

Verano 2007


(Nota: Mientras escribía esta crónica, los despachos noticiosos daban cuenta del envío español de asistencia médica hacia Perú)

lunes, 20 de agosto de 2007

Nocturnidad


Hace años que estoy en esta ciudad deseando hacerlo. Cada verano siento que se me va la vida encerrado en cuatro paredes tranquilas y cómplices. Las noticias de los periódicos, de los telediarios multiplican las cifras de todo lo que se mueve a mi alrededor, como si el mundo creciera incontroladamente, y creo que no cuentan conmigo. Mis amigos narran estas fechas de hoy con tremendismo; unos porque se fueron a pasar las vacaciones a confines del planeta riesgosos o, en su defecto, plácidos, y otros porque le sacaron el jugo a la ciudad donde vivimos. Ahora estoy aquí dispuesto a no escuchar a alguien que me hable del orden habitual de las cosas, pues para eso no hubiera salido de mi casa. Sé perfectamente que las paredes de mi casa, restauradas a dúo con mi mujer, pueden ser flexibles en la medida en que mi pensamiento se abra en muchas direcciones. Sé además que la ciudad es una espacio dúctil porque ninguno de los que estamos aquí para habitarla transcendemos, al menos en el sentido estrictamente asombroso. Estamos en nuestros barrios para dar cuerpo a la fisonomía de la cuidad, para cambiarla intuitivamente. Pero no somos imprescindibles. Sólo coincidimos con otras personas que dan cuerpo al igual que nosotros. Y apenas nos rozamos, ni siquiera nos miramos el resto del año. He venido al carnaval para que la historia de esta gran urbe me cuente cuando se hagan los números del balance anual. Noto que cada vez somos más viniendo con las mismas intenciones, ya sea porque no nos pudimos marchar de aquí este mes, o porque estamos muy cómodos en nuestras casas con nuestros seres queridos, incluyendo a los animales afectivos y al ordenador. Aquí, sin embargo, la gente se ve alegre, te toca, te roza, te exprime, te besa con la mirada, te posee con un pase de aliento. El ambiente es rico. Cuesta mucho ver a la gente desinhibida, cientos, miles de gentes dispuestas a bailar en el tamiz de las cervezas y los orines, con el sudor de agosto ofrecido impúdicamente, mezclado con la lluvia que nos enviaron los dioses para que frenemos este delirio. El arco del empeine, un poco más abajo del ombligo, está descubierto en la mayoría de las mujeres. Es un paisaje húmedo que casi se puede tocar. Hay quien lo tiene encima jugueteando con ritmo, haciendo fricción y calentando más los ánimos de perderse en esta cuesta atrevida. Porque las calles suben –o bajan- en dependencia del punto de vista. La policía está retirada del centro de la fiebre, permitiendo todo, o casi todo, lo que no sea una reyerta. Esto es muy parecido a un sueño surrealista en el que mezclamos personas de toda nuestra vida, en posturas incómodas para recordar, ambiguas figuras que se atreven con lo prohibido. Aquí, aunque parezca mentira, está hecho el descanso del cerebro. Se puede tocar. A mí me sienta como una borrachera desenfocada, y lo vivo a fondo porque sé que la desconexión de mi mente es necesaria como terapia. Bajo en dirección hacia mi casa –sé que bajo- suavemente, cansado de verdad. Hay una chica orinando a mi lado y creo que no le importa que la vean. Ahí la dejo mientras le doy la espalda, no solo a ella, sino también al carnaval sin máscaras que ocurre en esta cuidad todos los años, en estas mismas calles que se cansarán algún día del desparpajo. Mis sandalias se quejaron finalmente. Eso fue anoche. Hoy me enteré por la televisión de que la policía tuvo que intervenir en la verbena del barrio de Gracia, al parecer poco después de pasar yo.

Verano 2007

viernes, 17 de agosto de 2007

Desdoblamientos (falaces y honestos)



Esta semana transcurrió de la siguiente manera:

El lunes al mediodía viajaba en la línea amarilla del metro, en un vagón medio lleno. Al cerrarse las puertas, en la estación de Llucmajor, me percaté de que algo extraño iba a ocurrir, pues recuerdo que llevaba la suspicacia a flor de piel. Como casi siempre hago, iba mirándolo todo, una manía que se me quedó de los días en que practicábamos la observación en clases de Periodismo, incrementada varios años después desde que ocurrió la matanza brutal en los trenes de Madrid. Sentí, por tanto, algún indicio de extroversión que estaba a punto de estallar. Al poco tiempo de entrar en el túnel, justamente en el tramo más largo entre estaciones de toda la red de metro de Barcelona (entre Llucmajor y Maragall), estalló una voz en el extremo del vagón opuesto a mí, y a continuación otra a mi lado, y acto seguido una tercera desde la puerta del centro. Tardé unos cuatro segundos en darme cuenta de que eran actores. Hacían una especie de happening sobre rieles con la finalidad de recopilar información, supongo, para un trabajo de curso, porque no pasaron el cepillo. Se trataba de que cada uno de los pasajeros señaláramos nuestro país en una pelota de playa que llevaba el mapamundi dibujado. El acto tenía un trasfondo sociológico y se valía del factor sorpresa. Duró, creo, poco más de tres minutos, el tiempo de trayecto sin parada más extenso que les ofrecía el metro de esta ciudad. En esos tres minutos, los comediantes sacaron como resultado que la población inmigrante ha crecido enormemente en los últimos años, y también que no estamos preparados para las emboscadas, que el miedo habita en los túneles que llevamos dentro del cuerpo.

El martes por la tarde, después del trabajo, de camino hacia unas gestiones burocráticas, subió un joven latinoamericano a mi vagón, esta vez en la línea roja. Se apoderó de un tercio del coche al desplegar un retablo ancho y alto, y enseguida conectar un equipo de amplificación. El tercio del vagón ocupado, donde iba yo, quedó entre bambalinas, mientras que el resto sirvió de platea baja: las butacas ya estaban llenas. Era un titiritero con un repertorio mínimo y no por eso poco interesante. Se trataba de El panadero y el diablo, una pieza magistral del dramaturgo argentino Javier Villafañe. El sistema de personajes estaba recortado, aunque la esencia del argumento viajaba férreamente en la línea de las sorpresas. A los que nos tocó bajar antes de que cayera el telón, nos dio vergüenza interrumpir. El actor estaba preparado para todo tipo de lanzamientos. No se molestó, ni se desconcentró. Todo lo contrario: puso a prueba, gustoso, su flexibilidad en los espacios poco convencionales.

El miércoles tenía marcada en mi agenda una gestión odontológica. Me atiendo de urgencias en una clínica del Paseo de Gracia, que es la única abierta durante el mes de agosto, me atrevería a decir que en toda la metrópolis catalana. Al salir todavía anestesiado, me cruzó el paso un hombre totalmente desnudo, excepto los pies. Tendría unos 60 años y un pene descomunal en estado de reposo. Me fijé en su apéndice porque tenía enganchado un piercing en la punta, una imagen extraña que incluso me dolió. Era absolutamente calvo, delgado, de mediana estatura, tatuado en los brazos. Fumaba un puro tranquilamente mientras avanzaba cuesta arriba en dirección a la Diagonal, en la banda de la derecha. Quise comprobar si era una grabación atrevida, pero no encontré cámara de ningún tipo. El hombre iba solo. Dos ancianas que lo vieron, casi rozándolo, se tiraron las manos a la cabeza ante el desconcierto. En el tramo en que me cruzó el hombre, no vi a la policía. Llegué a casa convencido de que ha aumentado la tolerancia, el exhibicionismo y la introspección a la vez. Las playas de nudismo han encontrado sitio intramuros, o el asfalto se ha expandido. Me quité la ropa -en casa- y esperé cómodamente a que llegara mi mujer para contárselo.

Ayer tuve que hacer un encargo de trabajo en la zona vieja. Mientras abrían la tienda a la que iba, me senté bajo un árbol en la Plaza del Pi, un poco incómodo, en un peldaño cerca de la entrada a la iglesia, en un milagroso hueco que había entre un grupo de turistas. De una de las bocas de calles, de Petritxol, salió acaloradamente un británico trajeado, hablando por el móvil. No hablaba, exactamente vociferaba. Mi inglés de baja intensidad me tradujo que aquel discutía unos asuntos de negocio, encabronado. Al pasarme cerca, le tiré el observatorio de la Facultad y fue cuando comprendí que estaba delante de un performance bursátil, toda vez que el tema seguía siendo una compra/venta de acciones. Era un simulacro puesto en escena, tal vez para denunciar a los sistemas capitalistas. El británico, a quien pude fotografiar, llevaba un sombrero de hongo algo fuera de época, aunque este pequeño detalle, así como el tono de su voz, hoy en día forma parte del folclor cosmopolita de Barcelona. Me fijé en que el teléfono era de utilería y el maletín llevaba grabado el signo de los dólares. Nadie filmaba. Es posible que no fuera un loco, sino alguien dispuesto a hacernos reflexionar a primera hora de la mañana, observó mi mujer al hacer juntos el balance del día.

Por la tarde, mi jefa llegó descompuesta al trabajo. Menstruaba, según me dijeron unas colegas que la conocen bien, pero este detalle malhumorado estoy dispuesto a tolerarlo siempre con mi mujer, así que la superiora no me sacó de paso. Un rato más tarde, me gruñó sin mirarme a los ojos, despectivamente, sin motivos visibles. No era la primera vez que me trataba como un trapo. Le reproché el tono y me dijo que ese era su timbre dado por la naturaleza. Sin mirar la más mínima consecuencia del otro lado de la puerta, me marché definitivamente. La dejé con la palabra en la boca. Como era jueves, mi mujer estaba en casa en la segunda media jornada, lo que me ilusionó en primera instancia para canalizar con ella la impotencia.
-Dimití- le dije.
-¿Cómo que dimitiste?
-Sí, dejé el trabajo, estoy en la calle…Me cansé de mi jefa.
-¿Me estás tomando el pelo, verdad?- preguntó casi segura de que era una broma mía.
-No, mi amor, esto no es un performance, es una declaración de principios que me hubiera gustado no tener que vocalizar.

Verano 2007

miércoles, 15 de agosto de 2007

El pollito de Jessica


Una jurista argentina que cursaba su doctorado aquí, en la Pompeu Fabra, vino a verme a casa porque buscaba una habitación. Vino a través de una amiga común. Todavía no he llegado al punto de colgar un cartel en la universidad, aunque ganas no me han faltado. Después de que conocí a Marcela -¡con ese nombre tenía que ser argentina!-, supe que no había una estudiante mejor que ella. Y tuve la sospecha de que no iba a tener en mi buhardilla una inquilina mejor. Estoy por recordar una tarde tan feliz como la que pasé con ella en mi casa y no la encuentro. Me cuesta encontrarla. Mi amiga me había dicho que era muy guapa y ciertamente lo era, pero de acuerdo con los cánones de belleza cubanos: caderas anchas y la piel y los rasgos tipo indio, lo que allá en la isla sería la descripción de una típica baracoense, que son las mujeres más bellas que ojos humanos hayan visto. (Esto último no lo dijo Colón; lo digo yo). Pero, claro, su belleza no es precisamente la que buscan los hombres de aquí. Mejor para ella, ¿no?, pues, según me aseguró, su paso por Barcelona se ceñía única y exclusivamente a los estudios. “¿Pero no te puedo invitar al cine?”, le pregunté figurando un tipo light que quiere hacerse pasar por guía de turismo. “Más adelante”, me dijo. Una evasiva, por supuesto. Hablamos de literatura, de Cuba, de su país, de Barcelona, de los barceloneses, de los españoles, del Estatut, de los Papeles de Salamanca (que ya no son de Salamanca), del Derecho Internacional y de la emigración, entre otros temas más ligeros. Se tomó un café amargo y yo un vino tinto. Mientras tanto, aproveché para hacerme el interesante y le dije que había jurado no alquilarle nunca más a una mujer.
-¿A quién se lo juraste?- preguntó.
-A la virgen de Montserrat- me salió de pronto.
-¿Y por qué a ella?
-Porque es la que más cerca tengo. Sólo por eso.
-Bien, entonces vendré a tomar café alguna otra vez, y nada más- aseguró con la vista esta vez perdida en la lejanía del paisaje de mi ventana.
-No, por Dios, puedo cambiar de parecer...Tú me inspiras confianza- me lancé.
-¿Qué te ha pasado con las mujeres en esta casa?
-Con las mujeres muchas cosas, pero me refiero a la mala experiencia de una inquilina que tuve. De ahí parte el prejuicio que tengo.
-¿Qué fue lo que pasó, si se puede saber?
-Era una chica joven, de unos 20 y pocos años, a la que, según ella, sus padres habían echado a la calle. Yo la recogí envuelta en llantos. Me explicó que no la comprendían, que se había rebelado porque la vía del diálogo estaba agotada. Entonces, en una oficina de correos, donde la conocí, le propuse que compartiéramos piso hasta que la tormenta pasara, y así ella me ayudaba con los pagos de la casa. Al principio todo fue bien, tranquilo. Trajo pocas cosas, ciertamente. Entre sus pertenencias venía una planta de cannabis que era como su criatura. Y una buena colección de discos de actualidad. Se levantaba tardísimo, contra reloj, y yo le dejaba la ducha libre para que no llegara tarde al trabajo. Salía por la puerta a medio vestir, arrastrando los bajos de los pantalones y con el casco de la moto ya puesto.
-¿Dormía con el casco?
-No, pero una vez la vi salir del baño con el casco encajado en la cabeza.
-Perdona. Sigue.
-Pues su habitación, a cuyo interior no quería mirar pero se me iba la vista, era un nido de gallinas. Había siempre tangas por el suelo, hechos rollitos, y no precisamente de primavera, porque era verano.
-¿Y cómo sabes que eran tangas?
-Por el color o los estampados de las piezas. Esas tangas, que en Cuba se llaman hilos dentales, yo las tendía al sol con bastante frecuencia, porque la niña ponía una lavadora y se perdía tres o cuatro días. Y siempre terminaba yo tendiendo su ropa. Primero porque me hacía gracia, la verdad; luego porque consideré que ella estaba demasiado liada y a mí nada me costaba ayudar; y luego por que no se pudriera la lavadora. Ya te digo: incluso me hacía ilusión tender su ropa interior. Me parecía tierno. La tendía con delicadeza, aunque, a decir verdad, no había mucha tela por donde sujetar las tangas de la niña. Eran mínimas. Lo que nunca hice fue recogerlas del suelo de su habitación y desenrollarlas. Hasta ahí no llegué.
-¿Cómo se llamaba la niña?
-Jessica, se llamaba Jessica. Por la actriz norteamericana, me contó ella.
-Tengo entendido que los españoles son muy antiyanquis.
-Eso es una hipocresía. ¿Dónde está ingresada de gravedad Rocío Jurado en estos momentos?
-¡Qué sé yo!
-En Houston. ¿Y adónde van a hacer sus doctorados los españoles que pueden permitírselo?
-A los Estados Unidos, es verdad. Eso me ha llamado poderosamente la atención. Yo vine a Barcelona porque la universidad esta goza de mucho prestigio en Argentina. Y los de aquí se van a otro lugar. Es curioso.
-Sí, el mundo se mueve así.
-¿Y qué te pasó finalmente con Jessica?
-Que un domingo trajo a un amigo a comer a casa y compró un pollo asado y se lo comieron entre los dos y no me invitaron. Yo tenía dudas de si un hecho así es lógico cuando uno convive con alguien que no es tu pareja, o si se trataba de una mala educación. Si al menos me hubiera preguntado, por cortesía, “¿gustas?”, me hubiera dado la oportunidad de decirle que no, pero me sentí avasallado en mi propia casa. ¡Y más tratándose de un pollo!
-¿Qué te pasa con el pollo?
-Bueno, esa es una historia que se me repite, que me trae malos recuerdos y que no te voy a contar ahora. Entiéndeme: no es que yo creyera que merecía su comida porque tendía su ropa interior; es la mala educación lo que me mata. No lo pude superar, una vez más, y le pedí a Jessica que se fuera cuanto antes de mi casa. Volvió a llorar como cuando la conocí y entonces supe de cuajo que la del problema era ella, que tal vez sus padres se habían cansado de su dejadez. Aunque, por supuesto, echarla a la calle es una posición muy radical.
-¿Y si Jessica te mintió?
-Pudiera ser. Creo que eso pudo ser perfectamente posible, porque recuerdo que, cuando el padre subió a ayudarla a recoger sus matules –la plantica de cannabis ya se la había fumado-, el hombre no me miró a la cara. Hizo ese gesto tan desagradable de darte la mano sin mirarte. Creo que sentía vergüenza.
-Pues mira: Yo no fumo, sí tomo bastante café, pero lavo mi ropa interior cuando me ducho. Y no voy en moto, lo cual quiere decir que mi velocidad interior es más reposada. Porque lo de la velocidad se pega. ¿Lo sabes?

Marcela era encantadora. Me recomendó algunos libros de autores argentinos para paliar la nostalgia. Era juguetona; más al final de la conversación que al principio; sin embargo, no hubo manera de que aceptara mi invitación al cine. Tuve la impresión de que estaba casada, pero, claro, eso no se lo pregunté. Me quedé a la expectativa de su llamada para saber si por fin venía a mi casa a hospedar su doctorado. Estuve a punto de comprar un café cubano carísimo en la sección de gourmet del Corte Inglés. Al cabo de una semana y algo más me llamó. Me dijo que ya estaba ubicada y que lo del cine era imposible por el momento.
-¿Pero conseguiste habitación en algún lugar?- me apresuré.
-Sí, tengo un cuarto muy limpio en las dependencias de unas monjas.
-¿Gratis?
-¡No, hijo, me cobran casi lo mismo que tú!, pero estoy más tranquila.
-¡Vaya! ¿Tan peligroso te parecí? Ni siquiera te pregunté qué tipo de ropa interior usas, ¡y mira que el tema de conversación se prestaba!
-Jorge, yo estoy haciendo un doctorado, y me cuesta un ojo de la cara. No puedo permitirme la más mínima digresión. ¿Nos tomamos un café otro día?
-Por supuesto que sí. Te deseo suerte, Marcela. En el fondo yo tengo algo de cura. Conmigo no te hubiera ido tan mal.



Febrero 2006

lunes, 13 de agosto de 2007

Perdiendo el tiempo



Hay momentos en los que, desgraciadamente, contabilizamos el tiempo. Como matemáticos puros, o gestores de empresas, ponemos cotas a los posibles derrames del quehacer. Trazamos en un papel pautado acciones ajustadas a un calendario, y coloreamos algunos espacios encuadrados por el tabulador más cercano. Nos familiarizamos con las máquinas, tratando de entenderlas para no herir el más mínimo principio de funcionamiento; también, así, invertimos horas en ganar domino sobre los sistemas, que, al fin y al cabo, son repetitivos una vez los entendamos. Si el mes tiene 30 días, ó 31, y de éstos 20 ó 21 son hábiles, buscamos la manera de realizar todo lo que está previsto, para luego escaparnos por alguna tangente que nos hace creer que improvisamos algo. Vivir sin contabilizar el tiempo es posible en una época solamente, por lo que sería conveniente darnos cuenta de cuando toca, aunque, en ese caso, estaríamos contabilizando el tiempo. Anoche mi mujer y yo disfrutamos de una tormenta que se recreó sobre el cielo de Barcelona. Tardó en caer, dando señales de aviso durante tres cuartos de hora. Vivimos la espera de la tormenta como si fuera el paso histórico de un cometa, aunque, claro, teníamos todas las condiciones objetivas y subjetivas al alcance de la mano. Apagamos los ordenadores, las luces y todos los sistemas programados, excepto la nevera. No estamos tan locos. Salimos al balcón semidesnudos aprovechando la hora y la ocasión. Sentimos el aire fresco que bajaba de la montaña, llevándose al vuelo objetos livianos, faldas y pelucas incluidas. Lo vimos todo desde nuestro puesto de mando del balcón: la gente que iba a pie y en motos sorprendida por el repentino cambio de tiempo. Cayeron unas gotas gruesas de anticipo, hasta que llegó una cortina de agua que nos obligó a entrar. Mi mujer destacó con pena perderse el olor de la tierra mojada, la caricia de una tempestad estival que puede fastidiar o arreglar la noche a cualquiera. Nos dimos cuenta del paso del tiempo al recordar similares tormentas originadas en el Golfo de México, bastante frecuentes en una isla como la de Cuba, de donde habíamos regresado un mes y medio atrás. La circunstancia de estar disfrutando de una tormenta en nuestro palco habitual marcaba el antes y el después, el ahora y el ayer, y proyectamos el mañana que optimistamente más nos conviene.
Mi mujer había traído una semilla de framboyán en el bolsillo de su pantalón. En Cuba se quedó maravillada con el colorido y frondosidad de ese árbol, y quiso tenerlo en casa. Le advertí que, de prosperar su empeño, las raíces nos romperían el suelo del balcón. También le dije que dudaba de la germinación, porque el clima no es el mismo. Sin embargo, su fe en la naturaleza la llevó a proseguir, a recapitular el proceso de crianza que le explicaron en la escuela. Para mi asombro, el brote vino a nuestra casa a los pocos días, levantando el algodón como si fuera una máquina montacargas. Al ver que se erguía, lo sacamos afuera junto con las demás plantas, para que tuviera aire (contaminado, lástima), luz y nombre. Un ficus benjamín le dio sombra. Es cierto que tuvimos un framboyán y que lo retratamos a tiempo. La tormenta de anoche lo ahogó, mientras nosotros disfrutábamos enormemente de la posibilidad de no tener que contabilizar el tiempo.

Verano 2007

domingo, 12 de agosto de 2007

No sé bien cómo era, pero lo recuerdo



Callado, dominando el paso del tiempo. Arreglado, enderezando el sinsentido de la dejadez. Observador, prestancia de unos pocos que le servía para tomar notas. Peinado hacia atrás, vestido de limpio, calzado con cordones, planchado con una línea recta, espigado cuando caminaba por las rampas, sujetado a un portafolios negro. Traspiraba colonia, o sugería ese frescor. Los dedos largos, los brazos largos, las piernas, el cuello. Extrema delgadez, rectitud en la figura. Genio por definición física, la de los genios arreglados. ¿Qué dirían sus notas? ¿Qué papeles estaban en su portafolios? ¿Qué caligrafía impresa en los papeles? Una alianza de oro entre sus dedos lucía excelsa, complemento. ¿Cómo era su voz? ¿Cómo se sentía la unión con su mano en el saludo? ¿Cómo pudo superar que lo marginaran por el sólo hecho de creer en Dios? ¿Lo soportó? Llevaba, pongamos, setenta años asistiendo al trabajo a las ocho de la mañana, dándole la vuelta a la noticia para que se pudiera publicar. Difícil tarea en un clima censurado por los cuatro vientos; pero a las letras se les saca filo, se les corta capas, se les forra, si no, con papel de cebolla. Invirtió la pirámide que ya estaba invertida. Funcionó. La volvió a invertir, y así hasta el infinito. Hasta que Dios lo quiso. Las palabras, supongo, pudieron superponerse en sus manos creando espejismos. Las oraciones, las preguntas clásicas de los manuales de periodismo fueron a darle la vuelta al mundo. De regreso, lo encontraron trabajando con las copias de las palabras, que antes habían sido viajantes en la estructura de un cuerpo informativo. Trabajó el reciclaje con elegancia, con estilo antiguo, sin degradarse. Todo esto lo supongo, porque jamás nos dirigimos la palabra. Estábamos muy lejos en el tiempo y casi nunca coincidimos en el espacio. Recuerdo su guayabera, impoluta y avejentada. Con mangas largas, abotonadas. Un reloj de manecillas con diseño convencional, sujetado a la muñeca por correas antiguas, limpias. Uno es un todo y él, específicamente, no merece el retrato de lo que se dice en una parte. Seguimos leyendo noticias de muertes porque el tiempo pasa. Hay unas que duelen más y otras que resbalan. Con ese apellido tan rompedor en el ambiente del Caribe, Juan Emilio Friguls llegó hasta los 88, hoy dice el periódico. Cuando comenzó en Radio Reloj a construir sus despachos de noticia, ya estaba de regreso en la profesión. Y yo, que tengo 40, aún no había nacido. No sé bien. Las cuentas no me salen.

Verano 2007

viernes, 10 de agosto de 2007

Protección extraoficial


Aquel espiritista que me dijo antes de salir de La Habana que me preparara para las decepciones, también me entregó un resguardo, una especie de talismán que cabía en un bolsillo. No voy a describir aquí cómo es la pieza exactamente, por respeto a quien me la dio. Solo diré que ha permanecido durante todo este tiempo envuelta en un pañuelo de hombre –que me regaló mi padre, por cierto- y no había salido del fondo de mi bolso de diario. Recuerdo que una vez, en una discoteca de Sants conocí a un simpático catalán hijo de andaluces que parecía un cubano. Hablaba como un cubano, gesticulaba como tal e incluso pensaba como un santero cubano. Llevaba puesto el collar de Orula. Bailaba alegremente soltando las caderas, y dejando libre el movimiento de todas sus masas, que no eran pocas. Se llamaba Víctor. Acababa de regresar de su quinto viaje a la isla. Era un melómano empedernido y trabajaba de pinchadiscos en otro local. Hasta aquí, todo me pareció interesante y natural.
La gran sorpresa la recibí sobre las cuatro de la madrugada aquella noche cuando llegué a mi casa y en ese momento entró un mensaje SMS que decía: “Aquello que te dieron y trajiste de Cuba no lo olvides. Tócalo de vez en cuando. Es tu protección. Un abrazo: Víctor”. Me quedé pasmado porque yo no había hablado con él nada estrictamente personal, y mucho menos le había contado algo acerca de mi resguardo, entre otras cosas porque ya ni me acordaba ni lo había abierto siquiera, ni sabía de qué se trataba ni qué color tenía ni qué forma. Claro que Víctor, el pinchadiscos, se refería al objeto que dormía envuelto en un pañuelo en el fondo de mi maletín. ¿Quién podía haberle comentado algo acerca de “aquello que (me) dieron”? Nadie. No teníamos conexión con otras personas. ¿Había conocido Víctor al espiritista que me consultó en la sala de mi casa? En ese caso, ¿por qué no me lo había comentado? No, se trataba de una casualidad, o, si existe, de un don de la adivinación que poseía Víctor. ¿O es que acaso todos los cubanos traemos algún talismán “trabajado” de la isla y nadie lo dice? Pero no le hice caso, o le obedecí a medias, a un cuarto más bien: recuerdo que lo único que llegué a hacer, por si acaso, fue meter la mano en el bolso y tocarlo por encima del pañuelo, un par de veces en una semana. Y ya. Debo confesar que nunca había visto el objeto porque, en el fondo, soy un poco místico. Mi protector, el hombre de La Habana, me había dicho que era un objeto preparado especialmente para mí y que lo llevara conmigo siempre, y me había pedido el envoltorio antes de entregarme el resguardo. De manera que pensé en que debía respetar el secreto. En resumen: nunca había visto “la cosa”. Y así pasó mucho tiempo desde que conocí al pinchadiscos, un par de años tal vez, hasta que llegué a la conclusión de que mi incomunicación con la pieza de referencia estaba frenando mi desarrollo personal.
Después de pasar el fin de año más triste de mi vida –en Cuba pasábamos olímpicamente de toda la parafernalia política y nos emborrachábamos con el primer ron que aparecía y nos hartábamos de bailar-, decidí auto analizarme nuevamente. Hacer limpieza. (También una buena higiene de mi apartamento). A la primera conclusión que llegué fue que debía sacar a Néstor de mi casa y de mi vida. Yo le había perdonado algunas miserias humanas, incluyendo las ideológicas, pero finalmente no pude perdonarle que Liudmila, su mujer, se marchara de vuelta a Cuba sin despedirse de mí, sin una nota, una llamada, ni un SMS. Hasta ahí llegué. Si ella no quiere a Néstor, como era evidente, conmigo tenía que ser al menos educada. Y no lo fue. El día primero de enero, aniversario creo que 47 de la revolución cubana, le pedí a Néstor que se marchara también, porque yo no podría en lo adelante convivir con una persona que ni siquiera me había agradecido la estancia de su mujer en mi casa, gratis, por supuesto. Que eso me había ocasionado mucho dolor y la única solución que había encontrado era dejar de compartir el piso. Néstor no me replicó ni media palabra, lo cual era una señal de que sabía perfectamente hasta qué punto habían llegado él y su mujer. Sólo me pidió que le diera tiempo para buscar otro lugar. “Un mes”, le dije, y lo aceptó. A partir de ese momento comencé a pensar el nuevo año en cuenta regresiva, hasta la hora cero en que Néstor sacara la última maleta de mi casa. El proceso duró exactamente una semana y media. Le devolví la diferencia del pago del mes adelantado e incluso le ayudé a bajar las cosas. Néstor volvía a La Mina. Entre sus cosas se iban sus santos, o su santo, o sus guerreros, o sus talismanes, o sus resguardos, o su altar completo que lo tenía instalado debajo de la cama. Yo nunca había entrado a su habitación en el tiempo que estuvo en mi casa, pero esos objetos se veían desde la puerta de su cuarto y, además, olía a fruta madura, la ofrenda que por excelencia se pone a las deidades que tienen representación física en un altar. Néstor no hablaba mucho de ese asunto. Solamente una vez me dijo que él creía en la religión afrocubana, que tenía una madrina en La Habana y que seguía todas sus indicaciones. En otra ocasión, ciertamente, se apareció en casa con un ramo de siete rosas, cuatro blancas y tres rojas. Las colocó en un jarrón de cristal en el salón. Entonces sucedió algo verdaderamente asombroso: al cabo de tres o cuatro días, las flores se marchitaron, lo cual, en lenguaje de santería, significa que han recogido todo el mal ambiente de la casa. Pero no solo eso, sino que reventaron el jarrón y me encontré todo el desastre en el suelo. Lo limpié con cuidado de no encajarme un cristal mientras Néstor dormía plácidamente. Ahora que se ha ido, y que no quiero pensar en él, me queda su recuerdo a través del parquet que se ha quedado abultado en la zona donde cayeron el agua, los vidrios y las flores.
Fregué la habitación inmediatamente después de que Néstor se marchó, y descubrí que, además de joderme el parquet, me había quemado con una vela un armario nuevo. “¡Que todo sea por los santos!”, pensé. Y seguí la limpieza. Estaba impulsado, dispuesto a todo lo que hiciera falta hacer en nombre del nuevo año. Me acordé de la noche buena, de la vieja y de San Esteban. Volví a sentir aquella inmensa soledad y llamé a Dora por teléfono. La cité en una cafetería al doblar de mi casa. Ella se extrañó mucho. Una vez allí le conté que por fin Néstor se había ido y que también yo había decidido dejarla a ella. “No te puedo perdonar que me hayas dejado solo todos estos días”, le dije. “No es por la noche buena, ni por la vieja ni por San Esteban; es por el conjunto de todo lo que ha pasado. Todo este asunto de Néstor y Liudmila me ha dejado un gran dolor, y, justamente, en estos días, era cuando más te necesitaba. Lo siento. Adiós”. Se lo dije tan resueltamente que Adoración no pudo pronunciar palabra alguna, igual que Néstor. Además, simultáneamente le estaba devolviendo el pijama que me trajo de regalo el día 23 de diciembre, la última vez que la vi, hablando con propiedad, el año pasado. No olvido nunca que ella tiene hijos y familia que atender, pero yo, que no tengo ninguna de las dos cosas en estos momentos, no estaba dispuesto a pasar por alto mi dolor. Se levantó de la mesa totalmente muda y quiso pagar la consumición. No la dejé, por supuesto. Salió disparada de la cafetería y vi su cabellera rubia perderse al doblar de la calle Casanova. Sentí alivio, paradójicamente. Adoración me gusta mucho. Es una mujer de pocas palabras pero, cuando vamos por la calle, me agarra de una manera que no había vuelto a sentir desde hacía muchos años cuando paseaba siendo un adolescente por las calles de La Habana. Además, desde el primer día di con su punto G. Y ella con el mío. La pasábamos muy bien pero el tiempo, ese factor ineludible que hace lo que le da la gana, fue nuestro enemigo.
Acababa de cerrarse un ciclo. Era extremadamente simbólico que conocí a Adoración, en una discoteca de música salsa, el mismo día que Néstor se mudó para mi casa. Todo había durado unos cuatro meses. Según la nombradísima regla de tres, cabía la posibilidad de que Adoración y Néstor estuvieran juntos. Era una idea simpática, pero nada de eso me importaba. Adiós a las armas, como diría el literato. También ese mismo día, el día que marcharon los dos de mi vida, llovió. Igual que el día que llegaron.
Me quedé a solas respirando los aires de mi casa. El olor a fregasuelos se mezclaba a ratos con el de un incienso que puse para ambientar. Pensé que tal vez debía dejar de fumar, que ya tenía 40 años y, de éstos, más de 20 absorbiendo nicotina y celulosa de papel-cebolla, más alquitrán y no sé cuántas otras sustancias. Me puse un doble de ron Barceló añejo que me había regalado Dora junto con el pijama, y no pensé que debía dejar de beber ron. Le eché un chorrito a los santos, a todos los santos, incluyendo a los de Néstor. Recordé mi talismán no sé por qué. Quizá por la soledad. Y lo busqué. Lo desenvolví y lo acaricié con la mirada. Ahora lo llevo en el bolsillo y, cuando escribo, lo pongo delante de mí en la mesita del ordenador.


Enero 2006

martes, 7 de agosto de 2007

El pollito de Néstor

Recuerdo perfectamente aquel 5 de agosto de 1994 (me puedo equivocar en el día, pero no en la hora, ni en el mes, ni en el año). Yo no sabía nada de lo que estaba sucediendo. Llegué al periódico como cada tarde y subí por las escaleras, porque los dos ascensores estaban estropeados. Casi al alcanzar el pent house, donde habían instalado las oficinas de la redacción cultural, me crucé con mi jefe en la escalera de caracol, que chirriaba de óxido hasta más no poder; la escalera, quiero decir. Las barandillas eran tan emboscadas que casi me arrastró cuando coincidimos en el mismo punto, y sujetándome, extrañado, le gasté una broma:
-¿Vas a apagar un fuego?
-¿No sabes lo que está pasando?-, me preguntó sin mirarme a la cara y sin detener la carrera.
Entonces fue cuando me enteré por él de que un grupo de gente había armado una revuelta en la Habana Vieja y Centro Habana, que estaban rompiendo vitrinas de tiendas, que lanzaban improperios a los agentes del orden público y que, en fin, podía estar sucediendo el comienzo de una revuelta urbana para tumbar al gobierno. La magnitud de aquel episodio nunca la sabremos si no es por una fuente viva que haya sido testigo presencial, porque, como era de esperar, la prensa solo se limitó a decir que se trataba de un grupo de delincuentes que hacían pillaje. Después de sentarme en mi puesto de trabajo, me quedé pensando en la cara de mi jefe, en su actitud general, que no escondía el aspavientos, la urgencia. Además, recuerdo que me dijo que iba volando hacia el lugar de los hechos. O sea: no iba en funciones profesionales, sino a defender la mal llamada Revolución. ¿Acaso no había efectivos suficientes en la policía nacional? ¿Y, en caso de que se tratara de una revuelta masiva, no estaban las fuerzas del ejército preparadas? Claro que él no era imprescindible para aplacar la sublevación, pero su deber de revolucionario (otra vez mal utilizado el término), de militante del partido comunista de Cuba, tal vez de agente de la seguridad del estado, le habían disparado el resorte comprimido de servicio a la patria.
Resumiendo: luego me enteré de que las revueltas callejeras sí tenían tintes políticos y fueron aplacadas en pocas horas por fuerzas paramilitares vestidas de trabajadores de la construcción, comandadas, in situ, por el mismísimo Fidel Castro. Esas fuerzas paramilitares no eran otras que las denominadas Brigadas de Acción Rápida que se organizaban en los centros laborales de todo el país, conjuntamente entre los militantes del partido (el único) y los de la Unión de Jóvenes Comunistas. A mí siempre me pareció una tontería aquellas brigadas. Quiero decir que me parecieron una manera más de tener a la gente agrupada y entretenida en la guerra fantasma contra los norteamericanos, y nunca quise alistarme, aun siendo militante de la juventud. No supe verdaderamente para qué servían hasta ese día, atando cabos.
Muchas veces subestimamos al comandante refiriéndonos a él como un loco, un hombre senil y obsesionado con enfrentarse a los Estados Unidos de Norteamérica. Hasta que un día descubrimos que es un astuto dictador, que se iba merendando nuestros cerebros poco a poco hasta hacernos capaz de dar la vida por él en cualquier circunstancia, a ciegas incluso. Por eso el comandante no perdona a los que se dan cuenta, y es por supuesto más radical con los que logran escapar de su merienda. Aquel 5 de agosto sentí pena por mi jefe, y no porque me resultara simpático, sino porque supe que estaba dispuesto a entregar toda su carrera profesional, su talento y su obra inconclusa como escritor en una reyerta urbana todavía en fase inicial. A partir de ese momento comencé a darme cuenta adónde había ido a parar: al mejor periódico del país –quiero decir: al de mayor tirada-, pero también a un plantel de compromiso político que a mí no me interesaba en lo absoluto. Aquella tarde, que resultó el preámbulo del segundo éxodo masivo por mar más grande de la historia del país, comprendí en la intimidad de mi oficina que tenía solo dos caminos: comenzar a construirme una máscara, o comenzar la preparación de un viaje definitivo, o lo que es lo mismo: empezar a ir dejando poco a poco la isla.
En Barcelona no había recordado aquella tarde de agosto hasta que llegó Néstor a mi casa. Néstor era un alma en pena. Tenía los ojos azules hundidos en sendas cavernas moradas de mal dormir. Tenía cara de loco, de ser incomprendido y no podía evitar la desgracia en la mirada, por mucho que intentara comunicar su hombría a toda prueba. Era un jabao con el pelo corto para evitar la calvicie incipiente y para que no se le vieran demasiado los rizos, supongo, o también pudiera ser como vestigio de una educación rígida y militarizada. Me lo presentó la mujer de un amigo, que lo acababa de conocer a través de su primo, cuyo primo estaba de paso por la ciudad y lo enlazó en mi vida por cuenta de esa milagrosa cadena humana que por suerte existe todavía. Néstor andaba buscando desesperadamente una habitación para irse de La Mina, el barrio más marginal de Barcelona. Cuando nos conocimos, me contó que en el apartamento donde vivía aparecían gentes nuevas todos los días, que no limpiaban la mierda con la escobilla del inodoro, que se comían su comida y que así no se podía vivir. Pero la desesperación de sus ojos no venía solo por ese ambiente, sino además porque estaba llevando una vida de semiesclavitud: trabajaba casi 12 horas diarias de madrugada, y, cuando llegaba a su cuarto, no lo dejaban dormir los inquilinos que, además, fumaban porros, según me dijo con expresión alarmada. Por malas experiencias que he tenido como administrador de un piso (casero a la fuerza, porque no me gusta este papel), yo estaba rotundamente negado a convivir con alguien que no fuera bien recomendado. Pero, para ser sincero, por otro lado yo andaba buscando un amigo, un amigo hombre, al que pudiera confiarle algunas cosas y con el que pudiera salir de conquistas. Un amigo que me empeñé en fabricar de la nada, o más bien de la nada temporal, porque de acuerdo con mis circunstancias no tenía más remedio que encontrar un amigo por necesidad. También hay que decir que he tenido mala suerte alquilando a chicas, aun cuando se pueda pensar que son más organizadas, más limpias. La última vez que compartí piso con una (de la que hablaré más adelante), terminé tendiéndole sus bragas al sol, porque se perdía varios días y me dejaba la lavadora puesta. Así que Néstor entró en lo que yo le llamo la casualidad del momento histórico. Por un precio más bajo del que le cobraban en La Mina –esto no lo declaró él, sino me enteré después por otras vías y por azar-, entró a mi casa finalizando este último verano, y le abrí, de paso, las puertas de mi corazón. Supongo que porque tenía ganas de abrirlas, por identidad nacional, por casualidades históricas también, porque su cara me daba pena.
Néstor estaba en realidad tan perdido como yo lo estuve hace un par de años, desorientado y con una fatal división: el cuerpo aquí y la mente en su casa de La Habana. Era un ser rústico –lo cual no es ninguna ventaja pero tampoco un defecto- y taciturno, hablador cuando le daba la gana y mujeriego como yo, a juzgar por sus conversaciones. Desde el principio me impresionó positivamente que fregara todos y cada uno de los utensilios de cocina y platos y vasos que usaba. El día que se mudó –una tarde- cayó un tronco de aguacero como no había visto yo en mucho tiempo, de esos diluvios tropicales que después, cuando sale el sol, huelen estupendamente bien. Pero ese mismo día, y ahora me voy a dejar llevar por el espiritismo, ocurrieron dos cosas importantes: una es que Anna me llamó por teléfono para invitarme a Roma, y la otra es que, por la noche, bailando salsa, en compañía de mi nuevo compañero de piso, conocí a Adoración.
Con el tiempo, Néstor fue contándome cosas de su vida. No había alcanzado graduarse de la universidad, pero llegó a ser director de una importante empresa con capital mixto cubano-español. No me era difícil comprenderlo: era un hombre de confianza del gobierno. Era un militante de la juventud que alcanzó la categoría de cuadro profesional, que es un estándar de persona formada políticamente para emprender cargos directivos de alta responsabilidad, aunque no conozcan el ramo. Salen a cuenta porque el gobierno cubano valora más la confiabilidad, la fidelidad, quiero decir. He conocido muchos: desde directores de periódicos incapaces de redactar una crónica, hasta directores de hoteles, ineptos en protocolo y además monolingües. Néstor era uno de estos agentes especiales a los que van rotando por empresas en dependencia del denominado movimiento de cuadros, para que no se corrompan y no lleguen a alcanzar demasiado poder. Desde mi punto de vista, tenía un rasgo de su personalidad negativamente añadido: era muy poco humilde, lo cual le hacía sufrir más porque, en los casi dos años que llevaba en España, no acababa de asumir que su vida había cambiado, que tenía que reciclarse en emigrante, con todos los riesgos, venturas y desventuras que eso conlleva a los 40 años. Continuaba con su discurso de dirigente, montado en una nostalgia poco compasiva que lo iba destrozando todavía más que las madrugadas de estibador de muebles; y no podía evitar sentir envidia con respecto a mí. Por la sencilla razón de que yo era su casero, el administrador de los pagos del alquiler, la luz, el agua y el gas. Me daba la impresión, por la manera en que me hablaba, de que nunca se detuvo a pensar en que yo también llegué a España con una maleta, y que estuve casi cuatro años indocumentado buscándome la vida en trabajos duros pero dignos. La respuesta de su tortura, supongo yo, estaba en que no salió de Cuba por convencimiento político, sino porque, como muchos dirigentes itinerantes, un día cayó en desgracia y no pudo hacer otra cosa que escapar.
Entre las historias que conversamos en el salón de mi casa, tomándonos un buen ron y fumando –él un puro y yo un cigarrillo-, estaba aquel pasaje de su vida que me hizo recordar a mi jefe remontándome hasta agosto de 1994, un año imposible para vivir, con unos cortes de luz eléctrica a estas alturas prácticamente innombrables por el dolor que provoca el ejercicio en la memoria, un año en el que comíamos zumo y piel de toronjas y col mañana, tarde y noche; un año en el que yo cerraba la página de cultura todas las noches y luego me iba en bicicleta para mi casa por las calles oscuras, con el miedo sembrado en el estómago porque en aquella época te mataban para robarte la bicicleta; un año en el que terminé en el psiquiatra –el pobre médico, Arturo, lo recuerdo, no sabía qué decirme para ayudarme a superar una crisis nacional-, porque se me unió un divorcio con todas la penurias aquellas; un año en el que yo tenía que escribir críticas de puestas de teatro que hablaban en clave de lo mismo que estaba pasando en la calle; un año en el que miles de gentes se marcharon del país cruzando el muro del Malecón, y murieron, lógicamente, muchos, y muchos nunca aparecieron. Porque, sí, la vida da muchas vueltas. Mientras Néstor me contaba que él había sido uno de los que, vestido con camiseta blanca del contingente Blas Roca Calderío, brigada nacional de albañiles de la construcción, reprimió a golpe y porrazo la revuelta del 5 de agosto, por dentro escuché la voz de mi padre que me imploraba perdón. Y lo perdoné, en nombre de mi padre que ha vuelto a refugiarse en la fe católica y que está a favor de la reconciliación nacional. También en nombre de todos los que hemos creído alguna vez en la mal llamada revolución cubana, y en nombre mío, que había crecido tanto en los últimos cuatro años de exiliado.
Capté la necesidad que tenía Néstor de recuperar el poder, su poder, que no tenía por qué ser igual que el mío. Pero él estaba deshecho ante la imposibilidad de comprender el mundo, ante la inmodestia, y me utilizó para crecerse por unos instantes de extrema disipación, lejos, mentalmente, de los muebles que él cargaba de madrugada y de los viejitos que yo cuidaba por el día; empapados de ron, mirándonos de soslayo por culpa de esa actitud machista que nos caracteriza y nos atropella desde que éramos niños. Entonces volví a reencarnar en mi padre, y perdoné a Néstor.
También lo perdoné otra vez que, viéndolo hacer un esfuerzo sobrehumano para poder pagarse una vivienda, una comida y guardar algún dinero para sus hijos, le propuse que dejara las madrugadas y se fuera para mi empresa, que admiten trabajadores sin documentación. Yo realizo un trabajo duro, pero al menos no corro el riesgo de que se me pierdan los ojos dentro del cráneo por las malas noches, y tengo menos probabilidades de padecer de una hernia discal por acumulación de peso. Me dijo que no, que me lo agradecía, pero que él no estaba dispuesto a limpiarle el culo a la gente. Néstor debió morderse la lengua y no lo hizo, y yo, que debí decirle que limpiando mierda he montado la casa donde él vive, me callé. Pero volví a perdonarlo. No hay nada peor que estar perdido, sin expectativas, sin garantías legales, irreconocido por un país y fugado de otro, impersonalizado en una ciudad estresante y estresada que no te brinda una oportunidad para auto-estimarte. Lo he vivido en carne propia, y cada día intento superar esa maldita circunstancia, con recursos del pensamiento, con humildad.
Al cabo de los cuatro meses de vivir en mi casa, Néstor me informó que su mujer venía de Cuba a pasarse 20 días con nosotros. Él mismo le había financiado el billete de avión y ella había conseguido un visado a través de una empresa con capital extranjero en la isla. Me confesó que verla era como una válvula de escape, como una tregua para continuar hasta que pudiera regularizar su situación aquí, que había reunido dinero para ese propósito. Yo le dije que no había problemas, que el espacio que teníamos lo compartiríamos como buenos hermanos, pero que estuviera preparado porque, cuando ella marchara, iba a ser peor de soportar la distancia. Para navidades, Liudmila llegó a esta casa una noche en que bajó la temperatura a 4 grados. Adoración estaba aquí y salimos los cuatro a tomar cerveza y comernos un shawarma cada uno. En días sucesivos, me ofrecí para enseñarle la ciudad a Liudmila quien, coincidentemente, se apellidaba Castro; pero ella estaba concentrada en las tiendas y no quiso aceptar ningún paseo. Una tarde llegué del trabajo con hambre y con prisa, porque tenía horario partido. Néstor estaba durmiendo y Liudmila cocinando. Cuando me acerqué a mirar lo que hacía, se apresuró a decirme: “¡Aquí me ves, terminando el pollito de Néstor!”.
Como soy de donde mismo vino ella, entendí que no estaba invitado. Es fácil: el diminutivo que tanto se utiliza en Cuba, de alguna manera suavizaba la exclusión de la mesa, fonéticamente. La conclusión que saqué, ipso facto, fue que ella (ellos) no me iba a mantener a mí, que si quería comer que me cocinara, que me comprara la comida. Y otra conclusión: el poco dinero que tenían se lo gastarían en pacotilla. Yo le había advertido a Liudmila que, en España, comer no es un problema. Se lo dije así lacónicamente porque supuse que no hacía falta más ilustraciones. Pero me equivoqué. Me estaba sintiendo excluido en mi propia casa y me daba mucho dolor. Tuve que invocar a mi padre de nuevo para conseguir perdón. Lo hallé. Junto con el recuerdo de la ética intachable de mi padre, encontré una de las secuelas del totalitarismo en el que crecimos los tres que en esos momentos habitábamos el apartamento del centro del Barcelona. Esa misma noche vino Dora y compartimos techo las dos parejas, separados por una estrecha pared de pladur. Le dije que no se cohibiera, que disfrutara sus orgasmos. Después de que Dora gimió todo lo que quiso, comenzaron Liudmila y Néstor a menear la cama contra la pared.
-¡Que sean lo felices que puedan!- le comenté a Dora al oído-. La mayoría de las veces, las miserias que llevamos dentro nos las provocan las propias circunstancias del país donde vivimos. Los culpables no somos nosotros. Son los gobiernos.

Diciembre 2005
(Continuará...)

domingo, 5 de agosto de 2007

Del soviet, el exterminio y los autos de lujo

La pequeña Viridiana –pequeña sólo de cariño- viaja con una cámara fotográfica reflex y digital a la vez, la misma que llevó a la India y que, además de reportarle placeres individuales, le marca un surco en la nuca luego de tantas horas pendiendo de una correa. Viridiana es fotógrafa profesional, profesora de comprensión de la imagen en Barcelona. (El nombre de esta especialidad me lo acabo de inventar, pero equivale a su trabajo habitual). Le gusta componer aprovechando la presencia del elemento humano. Tiene el dedo suelto, el gatillo alegre, digamos, por lo que le va de maravillas la era digital. Sin embargo, deja cabos sueltos, y nunca mejor dicho, pues se olvidó del cable de descarga de la cámara y no ha podido enviarnos una gráfica todavía. Me comenta en el parte más reciente que está tratando de comprar un cable, algo bastante difícil porque tendría que encontrar el conector específico, y su máquina es muy sofisticada. Ella no sufre por eso. Lo suyo es la aventura, avanzar en el proyecto o en los proyectos de su vida. Junto a Víctor, el único que conduce de los dos, va cumpliendo bastante bien el itinerario previsto. No quiero desalentarla, pero supongo que llegará un momento en que Víctor necesite uno o dos días enteros de descanso. El único percance ocurrido hasta el momento con el Citroën Saxo es que los multaron en el casco antiguo de Florencia.
Desde Tirana, adonde llegaron este último sábado, reporta su visión de los lugares:

Visita y encuentro con Mostar
Aquí se hace más palpable que hubo una guerra. La ciudad no está tan cuidada como Dubrovnik. La gente varía mucho en dependencia de en cuál lado del puente viven. En un lado se es muy amable y en el otro más frío. Aquí la gente no habla de la guerra, pero está la huella en las calles y en las casas llenas de agujeros de balas, o en casas totalmente destruidas. Esto, en Dubrovnik, no se veía. Allí todo había sido restaurado.
De momento el único que directamente nos ha hablado de la guerra ha sido el propietario del piso que teníamos alquilado en Dubrovnik. Nos comentó sobre el terror de la gente, que mucha no puede continuar con una vida normal sin medicarse. Nos dijo que Serbia había arremetido brutalmente contra Bosnia y Croacia matando a familias enteras. En Serbia, sin embargo, la gente habla mucho del conflicto porque lo considera una guerra civil, mientras que en el resto del territorio se entiende como una invasión a discreción. De hecho, los grandes generales aún residen escondidos en Serbia protegidos por el gobierno. Todos los países de alrededor quieren indemnizaciones, pero Serbia se defiende con el discurso de que no le debe nada a nadie porque lo que pasó fue una guerra civil.

En Tirana
Es una ciudad que en muchas cosas parece más avanzada de lo que es. En ese aspecto me recuerda a Nueva Delhi. Estoy impresionada al ver que la mayoría de los coches de aquí son de alta gama (Jeep, Rover, BMW, Mercedes, 4x4), pero vienen de los robos que las mafias tienen organizados. Aquí se venden a precios muy bajos estos coches. Se les nota que vienen de no tener nada o casi nada a poseer muchos bienes materiales. La gente de Albania, o sigue vistiendo con ropas tradicionales, o las chicas parecen del todo del occidente europeo, pero de las chicas fashion, quiero decir. La arquitectura también es un caos: encontramos edificios de todos tipos y épocas. Lo único que unifica es que a los edificios los han pintado con mucho colorido; es como si la ciudad fuera un gran tablero de parchís. Los puestos de venta que más abundan aquí –como en Bosnia y Montenegro- son las fruterías en las calles. Luego están los miniestancos: gente muy mayor con una cajita de cartón llena de paquetes de tabacos. Se nota que es una ciudad que ha pasado de no tener nada a poder conseguir cosas rápidamente gracias a las mafias. Esto les hace perder la identidad que tenían hasta ahora y hacen un cóctel de todas las posibilidades.
Besos y hasta pronto.


Nota y pie de foto:
Buscando la manera de ilustrar este texto, capté un ángulo de la plaza de Sant Felip Neri, en el barrio gótico de Barcelona. Impresionan los impactos de balas en la fachada de esta iglesia antigua, que fue utilizada por las tropas profranquistas como paredón de fusilamiento, en enero de 1938. Ahora la plaza es un remanso de tranquilidad y también escenario para el cine o para videos promocionales, por la tristemente célebre textura de las paredes.

jueves, 2 de agosto de 2007

Con la música a otra parte


El año pasado, por estas fechas de verano, mi mujer y su amiga Viridiana se fueron de vacaciones a la India. Como marcharon sin hoteles reservados, donde dije vacaciones quise decir aventura. La India era un destino bastante duro de llevar en la imaginación de las dos, y así fue. No sólo les resultó complicado el periplo porque dos mujeres solas allí, según me han dicho, representan poco más que un lugar en el espacio, y a veces ni siquiera eso, sino, también, porque les resultó imposible llegar a los estados puros de la filosofía regional. Dos chicas jóvenes y mochileras como ellas, que se propusieron recorrer más de la mitad de la geografía hindú en un mes, regresaron a casa desilusionadas y desvanecidas. Yo las esperé en el aeropuerto. Venían flacas, quemadas por el Sol, ojerosas, mareadas de tanto vuelo, pues tuvieron que enlazar con Londres y cambiar de nave. En la India habían resuelto viajar por carretera en su ruta, pero el chófer que las llevó todo el tiempo se comportó como un déspota. Era un déspota, me aseguró mi mujer. Pocas oportunidades tuvieron para meditar en los templos sagrados, pues el acoso hacia estas dos turistas fue constante. Eso sí: todavía, al cabo de un año, no hemos terminado de visualizar en casa todas las fotos. Y yo no he terminado de entender bien por qué se arriesgaron tanto, ya que tomaron el avión hacia Nueva Delhi a los pocos días de haber ocurrido el impresionante atentado a los trenes de Bombay. Tienen ovarios la dos. Viridiana, para mayor desgracia, cayó enferma de una afección intestinal que la tuvo hospitalizada casi una semana en una clínica de Varanasi. Estuvo bastante delicada.
Este verano volvió a invitar a mi mujer a una aventura, aunque mi concubina declinó el ofrecimiento. Era algo diferente: se trataba de un recorrido de más o menos 30 días por varios de los países que pertenecieron a la órbita comunista. Viridiana llegó una tarde a casa con el mapa y los trayectos marcados, los itinerarios prefijados y, esta vez sí, una lista de hostales y hotelitos dibujados al margen. Se podía reservar en internet. La promotora, un ángel valiente a quien queremos mucho, hacía extensiva la invitación al que escribe esto. Debíamos sumarnos en el asiento posterior de un Citröen Saxo, diesel, un automóvil conducido por un amigo que había pasado ya la inspección técnica. El auto, quiero decir.
Nos miramos con ojos dislocados. La oferta era tentadora, pero no aceptamos al final. No somos tan arrebatados. Mi mujer hizo el viaje a la India en ese plan mochilero porque siempre había idealizado ese lugar como un remanso de espiritualidad, aun a sabiendas de que el impacto visual era fuerte para alguien que ha nacido y vive en el llamado primer mundo. Pero esta vez declinó. A mí me hubiera gustado mucho recorrer parte de la Europa oriental. Yo también pertenecí a la envoltura soviética, y siento una enorme curiosidad. Tenía poco tiempo para decidirme y preferí quedarme en casa, en mi barrio, haciendo eso que en Barcelona se llama bicing.
Viridiana salió hace un par de días y ya recibimos un parte de carretera. Con su amigo y conductor Víctor llegó a Florencia primero, luego de escapar de la persecución de un camionero que los acosó por detrás durante una hora, a lo largo de una vía estrecha que discurre por unos cincuenta túneles. Allí en Florencia le despacharon unos medicamentos homeopáticos que localizó por internet, pues no los encontró de un día para otro en Barcelona. El saxo, dice la atrevida catalana con nombre fílmico, se ha portado de maravillas. No recalienta el motor y marcha veloz atajando pueblos previstos en los mapas, dejando un surco simpático de ilusión cada vez que mueve la música a otra parte. Como le ofrecí este espacio a Viridiana, iré retransmitiendo sus mensajes vía mail, porque los teletipos ya están perdidos de las oficinas de correos.

El recorrido previsto es el siguiente:

Florencia-Venecia (Italia)
Pula -Split-Dubrovnik (Croacia)
Sarajevo-Mostar (Bosnia)
Tirana-Krujë (Albania)
Skopje (Macedonia)
Sofía (Bulgaria)
Bucarest-Bran-Oradea-Brasov-Risnov-Zarnesti-Sighisoara (Rumanía)
Budapest (Hungría)
Bystria (Eslovaquia)
Cracovia- Auschwitz (Polonia)
Viena-Innsbruck (Austria)
Lyon (Francia)
Barcelona

miércoles, 1 de agosto de 2007

De copas con un funcionario

Hay un chiste o un rumor callejero en el que casi todos los cubanos reconocemos un hecho real. Es surrealista, pero Cuba, la Cuba socialista, también es surrealista. ¡Y valga la cacofonía! Desde que vivo en Barcelona, siempre digo, cuando me preguntan por las cosas de Cuba, que, si Dalí viviera allí, no tendría nada que hacer. La vida misma lo superaría. El rumor trata sobre un ingeniero de toda confianza gubernamental que viajó a no sé cuál país europeo con la encomienda de comprar un lote de barredoras de calles. No de mujeres barredoras, que hubiera sido fantástico –sin tener que comprarlas, claro-, sino de máquinas, equipos pesados, no sé si con ruedas o con esteras, pero automotores, quiero decir. Autopropulsados, para más señas. El hombre, luego de almorzar como Dios manda, beberse un buen whisky de malta y encender un Montecristo talla extra, firmó el convenio con los vendedores. Estaba feliz, orondo y más que orondo. Estaba excitado. Se frotó las manos y un rato más tarde se tiró panza arriba sobre el colchón ergonómico de su habitación. De pronto, comenzó a reírse sin parar –casi se ahoga- y, cuando terminaron sus carcajadas, pronunció en voz alta las siguientes palabras:
-¡Se van a enterar!
Y se enteraron tan pronto llegó el barco a La Habana y chequearon la mercancía. De un primer vistazo –dicen los que estaban allí, los que luego hicieron el cuento a sus amigos y éstos lo esparcieron por todo el país-, el bulto parecía lo normal; o sea, lo que se había encargado, pero alguien con prisa leyó un prospecto asido a la empaquetadura y gritó, preguntando:
-¿Qué cojones es esto?
Era un lote de 50 barredoras de nieve. Se ve que el funcionario del Ministerio de Comercio Exterior, antes de desaparecer del hotel donde estaba alojado, había hecho una broma que costaba unos cuantos millones. Era su manera de vengarse, con clase y con ensañamiento, diría yo. Supongo que después de cumplir su deseo, el hombre se haya visto obligado a cambiar de identidad donde quiera que esté, porque no es solo el coste monetario de la operación lo que más le dolió al gobierno cubano, sino el hecho de tener que arrastrar de por vida con un chiste callejero de tal envergadura. Nunca más se ha sabido de aquel hombre, o por lo menos yo que, en el exilio, donde todo se conoce, he indagado algunas veces sin respuesta posible. Se esfumó. A partir de ese momento, las autoridades cubanas no escatimaron dietas ni billetes aéreos para enviar, en lugar de a un hombre solo, a un grupo de no menos de cuatro o cinco en cualquiera de los casos. Ya no para camuflar a un agente de la policía secreta –dicen que el que compró las barredoras de nieve era un oficial de la seguridad del estado-, sino para que los agentes se vigilen entre sí. Pura teoría de las probabilidades.
Por eso cuando, en el exilio, nos toca recibir algún amigo que viene en funciones de trabajo, y éste nos presenta a sus compañeros de viaje, enseguida le preguntamos con toda la gracia del mundo: “¿Cuál es el de la seguridad?”.
Como en Cuba no se tira nada –se recicla de verdad, por necesidad, no por luchar contra el derroche-, dicen que de las máquinas quita nieve se aprovechó casi todo, en diferentes esferas de la producción nacional, claro está. Lo cual no deja de provocar el sentido del humor criollo, imaginándonos una isla alargada que es la metáfora surrealista de un escobillón térmico, con una leyenda debajo que reza: Cortadora de caña, mecanizada y reciclada.
Volviendo al tema de los funcionarios, el recuerdo anterior del chiste popular me vino a la mente la semana pasada. Se me apareció en Barcelona un hermano de crianza que, casualmente, lleva mi mismo apellido, pero, como dice otro chiste, en este caso funerario, no somos nada. Eso sí: nos queremos mucho. Yo le llevo casi diez años, y no nos veíamos desde que volé para acá. Incluso no me pude despedir de él, como de tanta gente. Se llama Armando y es ingeniero químico, un talentazo de 30 y pocos años que trabaja en uno de los “polos” científicos cubanos, en un centro de investigaciones donde fabrican vacunas. (No alcanzan las aspirinas, pero fabrican vacunas. Algún día contaré una conversación que tuve en un bar de esta ciudad sobre el tema de las vacunas). Pues bien: mi hermano de crianza vino en calidad de funcionario/científico a comprar un equipo para Cuba valorado en un millón de euros. Me llamó desde Terrassa, a unos 30 kilómetros de Barcelona, donde estaba hospedado. “No te muevas de ahí que yo te voy a buscar dentro de una hora”, le dije. Y cogí el tren que es como un metro y pasa a dos calles de mi casa. Cuando llegué al hotel me estaba esperando en la barra del lobby con una cerveza catalana en las manos.
-¡Coño, tú que eres ingeniero químico no sabes que la levadura engorda!, casi le grité desde la puerta y le partí para arriba para darle un abrazo.
Estaba igualito, un poco más lleno de cuerpo que cuando corría detrás de la ruta 190 para no llegar tarde a la universidad. Pero la cara, y la sonrisa sobre todo, la conservaba intacta. Mi mamá se había casado con su padre cuando él tenía diez u once años. Siempre fue una lumbrera. Le pregunté si sus anfitriones aquí le tenían previsto una visita a Barcelona y me dijo que no, que solo había venido a darle el visto bueno y comprar “el equipo”. Eran las ocho de la noche. Le dije que cogiera un abrigo y su pasaporte que bajaríamos a la ciudad; él dormiría en mi casa esa madrugada y al día siguiente, en el primer tren, estaría de regreso y puntual en Terrassa. Ni se lo pensó. Cuando salíamos corriendo antes de dejar la recepción del hotel, me detuvo para presentarme a otros tres compañeros que viajaban con él: un ingeniero mecánico y dos técnicos de mantenimiento. No dije nada, pero había uno que tenía cara de ser de la seguridad, pero por las apariencias no te puedes guiar. No hice la broma porque, si el de la seguridad era mi hermano de crianza, lo ponía en un aprieto, le estropearía su cerveza y todo lo demás.
Le organicé un tour nocturno por Barcelona jugando con los horarios de cierre del metro. Nos dio tiempo a ver lo fundamental, lo gaudiano y lo no gaudiano. Bajamos por Las Ramblas ya tarde, cuando comenzaban a verse las últimas meretrices de estos tiempos modernos, porque acaba de salir una ordenanza de la Generalitat que les prohibirá circular en funciones de trabajo. Se lo expliqué a mi casi hermano, que más que eso es ahora un amigo grande y astuto, modesto y buen oyente, aplicado y muy vivo a la vez. Nos sentamos en un bar cerca del puerto, porque él quería ver el Mediterráneo. Le dije que se contentara con la imagen aérea, porque las aguas del puerto son muertas. Le hablé de los diques, de los rompeolas, de los accesos ciudadanos y de la ciudad antes y después de las olimpíadas del 92. Él me contó de los milagros del comandante con la reciente implantación de ollas eléctricas arroceras a nivel doméstico, con facilidades de pago, me explicó. Siguió tomando su Estrella Damm, la cerveza catalana. Yo bebía ron Havana Club. Me describió algunas de las utilidades del equipo que venían a comprar, que era una máquina liofilizadora para la fabricación de alimentos y medicamentos, un mamotreto de no sé cuántas toneladas que deshidrata los cuerpos sin dejar huellas, creí entender. Armando, mi hermano de crianza, era el jefe del grupo, el que tenía que firmar la compra. En sus manos descansaba una alta responsabilidad, yo lo sabía, pero observé que no perdió la sonrisa ni un solo segundo, excepto cuando nos remontamos a algún pasaje triste de nuestra familia. Esta escena yo la había repasado antes, mucho tiempo antes de que él viniera, pues siempre quise ganarle tiempo al factor sorpresa, sabiendo de antemano que yo vivía en una ciudad importante y que un día alguien querido podía aparecer. Así que, sin muchos rodeos, le ofrecí mi casa por si pensaba quedarse definitivamente.
-¡Gracias, no esperaba otra cosa de ti- me contestó. –Mis padres carnales bien sabes que ya no existen, pero tengo una mujer y una hija, a las que amo, esperándome. Tal vez más adelante, si es que el destino me trae otra vez por aquí.
Regresamos a casa caminando, sin prisa, aunque él madrugaba más que yo. Nos despedíamos esa noche. Armando, mi hermano y medio, regresaba a Cuba al día siguiente, después de cerrar –o no- el convenio con la empresa catalana. Por el camino tuve ganas de fastidiar un poco y le pregunté:
-Coño, ahora que me acuerdo, ¿tú conoces el cuento de las barredoras de nieve?
Nos partimos de la risa.



Febrero 2006