jueves, 28 de mayo de 2009

En nombre de Freud (III)



Éramos criaturas salvajes, con el candor exultante que muy rápido despertó la alerta en el claustro de profesores. Los seleccionadores habían logrado, quizá sin querer, un equipo de mentes frescas y superdotadas insólito en la historia de la Facultad. Tantos genios juntos –excluyéndome, claro- bajo un mismo techo no tardaron en desviar los planes de estudio hacia tertulias espontáneas, siempre y cuando se respetaran los principios políticos de un Estado comunista. Aun así, llevamos a la escuela el debate de la plástica nacional que entonces –en los 80- se manifestó como el movimiento artístico más contestatario de todos los tiempos, más incluso que el de teatro.
Recuerdo las cabezas contrariadas de no pocos compañeros que sabían que estaban viviendo momentos históricos, pero les asustaba el verbo suelto y vehemente de las polémicas. Estábamos analizando un contenido bastante peligroso que versaba sobre la libertad de opinión y el derecho a la soberanía individual, algo incompatible con los gobiernos totalitarios, y en cualquier momento podía romperse el cordel, y, por descontado, podían rodar cuesta abajo alguna de aquellas mentes. Con veinte años que tenían –yo un poco más- y ocupando una silla en la capital, en esa Habana mítica y seductora, nocturna, bohemia, farandulera, espectacularmente hermosa cuando había un sol radiante y alguien gritaba un cortejo varonil, con esa edad jugábamos a no medir las palabras, jugábamos a sudar el gesto y a querer conquistarlo todo, o casi todo.
No hay nada como tener deseos de explorar un mundo nuevo repleto de tentaciones, más si vemos la posibilidad de poner en práctica antiguas lecturas de ensueño que formaron parte de otras generaciones de intelectuales, sumando las lecturas nuevas que, como un presagio escrito, nos había suministrado el profesor Hugo Rius. Muchas veces quisiera saber el título de cada uno de los libros. Me muero de curiosidad. ¿Hasta dónde pudo llegar el psicoanálisis del maestro? ¿Hasta qué punto se intercambiaron lecturas o comentarios de la interpretación de cada cual? ¿Habrán sido equivocadas algunas obras, trocadas por la primera impresión? ¿Y el amor a primera vista, ese impulso sensorial cuyos frutos podrían resultar los más insospechados?
La beca, el edificio en sí, era un hervidero de gente con más o menos libido, algo difícil de controlar desde los balcones encaramados en el Caribe. La combinación del ocio con el estudio fue creciendo a una velocidad de vértigo, incluso cuando se estropearon los ascensores y mis compañeros subían casi veinte plantas a pie después de una noche de juerga filosofal. Si me obligaran a especular sobre aquellos años, ensartaría al apoderado de A sangre fría, a Randy, con los muchachos y muchachas que llegaron vírgenes a la universidad. Vírgenes de varios vicios humanos y también de sexo. Tengo noticias de que algunos rompieron el estambre en aquella época, como suele suceder, de la manera más espontánea, silvestre, sin escoger a un interventor, porque ese viene solo y cuando menos uno se lo espera. Luego ese poder ejecutivo forma parte de los recuerdos de la escuela, del más variopinto memorial en el que se mezclan las cabezas, las sonrisas, los ojos seductores y los acosadores.
Las controversias generadas en torno a las acciones plásticas –performances, asaltos a la moral arcaica, graffitis, irreverencias hacia los mitos de la gran guerra patria-, ahondaron mucho más que la observación de nuestro mentor Hugo Rius. Comenzaron a manifestarse osadías que, si bien se correspondían con la vehemencia, iban en sentido contrario de lo que el Estado pretendía del surtidor de comunicadores. Nos estaban preparando para reproducir propaganda política y no para ejercer criterios, así que muchas de las mentes pensantes de aquellos días tuvieron que decantarse, más adelante, por un camino seguro, estable.
Quien recuerde qué sucedió con el movimiento de artistas plásticos de los 80 podrá pensar que éramos suicidas. Aquello fue una explosión de inconformidad con el gobierno que terminó en éxodo masivo de toda una generación de pintores, que, en su gran mayoría, fue a parar a México.
Imberbes y con la camisa desabrochada –algunos, no todos-, seguimos dejándonos llevar por el impulso hormonal, por la conquista a quemarropa en las escaleras del mencionado edificio. No había bombillas en ese trasiego y en los descansillos lo que más sucedía era el roce, ligero o no. Asaltos a la pubertad tardía, atentados al pudor, orientaciones sexuales turbulentas, irresueltas, incluso en las mentes de quienes a la postre se convertirían en nuestros censores.
Pasada la gran ola de la rebeldía pictórica, con nosotros agarrados a una balsa de papel, llegó un evento relacionado con el teatro que nos situaría, sin quererlo, en las narices del máximo líder del país. Uh hecho también inédito por la magnitud de las palabras que allí se escucharon desde el patio de butacas. Las hormonas fueron las culpables.

Foto del autor: "La casa de Bernarda Alba", Metros Angar, Barcelona.

(Continuará…)

martes, 26 de mayo de 2009

En nombre de Freud (II)



Los libros que nos prestó el profesor Hugo Rius, en su inmensa mayoría, fueron a parar a la beca de estudiantes, que era un edificio altísimo del sky line habanero. Allí se hojearon con la anuencia de los días salados, porque el aire corrosivo del mar discurría por las ventanas durante todo el año.
Me encantaba subir a esa torre para sentir, más o menos, lo que sentían mis compañeros de clase, llegados del interior del país con la ilusión de conquistar la capital. Yo había nacido con ese litoral en la frente. Desde mi balcón, que quedaba cerca de la residencia estudiantil, mi padre me enseñó a escudriñar las banderas de los barcos mercantes para determinar el país, y así pasábamos largas horas intercambiándonos los prismáticos. De noche, cuando mi padre dormía, me instalaba en el puesto de observación para descubrir otras cosas, otras banderas detrás de los cristales de los miles de apartamentos señalados con una luz. Cuando conocí a mis condiscípulos, ya siendo un hombre, y entrenado como estaba para localizar movimientos detrás de las lentes, me provocaba muchísimo saber dónde estaban los dormitorios de ellos, meterme sin licencia en su mundo de hormigón armado, porque aquella torre me daba el juego perfecto para construir historias con las sombras chinescas, toda vez que yo sabía quiénes podían estar ahí. Con los otros edificios, el entretenimiento resultaba más abstracto.
Alguna vez logré divisar el color y el estampado de ciertas piezas de ropa, en la tendedera, solo allí, pero eso bastaba para comprender lo pequeño que era el mundo, mi mundo de entonces que se circunscribía a las relaciones humanas a través de la universidad. Pasado el tiempo, conociéndonos más, los círculos de estudio se programaban en la Torre de Babel, generalmente en uno de los pisos superiores. Desde ese lugar invertía el punto de vista.
Entonces me veía a mí mismo sentado en el balcón, queriendo alcanzar sabiduría con los anteojos auxiliares. Me veía ridículo y disminuido en la soledad de la noche, maravillado con los puntos de luces y me veía con un suspiro entre dientes. Yo había llegado a la universidad por decantación, decantación del tiempo que me paseó primero por las fuerzas armadas. No era el caso de mis compañeros de aula que venían de largas horas de estudio, quemándose las pestañas como se suele decir. Entonces traté de recuperar el tiempo perdido para enlazarme con la impronta más común de un estudiante universitario de primer año. Y esa, precisamente, no era la mía.
Aunque parezca raro, yo quería ser como ellos. Incluso quería ser provinciano. Había en sus miradas un tono fresco de intención que era lo que me fascinaba. Su austeridad apuntalada con grandes cuotas de talento me llevaba a suponer que hasta entonces había vivido en un mundo superficial. Rápidamente, mis compañeros despuntaron como excelentes investigadores, ensayistas y políticos. Y artistas, porque también surgieron algunos. Traían el hábito de estudio, algo tan básico y necesario para despuntar en la capital de un país, donde se mueven los principales medios de comunicación y las principales editoriales.
El hecho de que un profesor se hubiera quedado impresionado con ellos en las pruebas de aptitud, y lo hubiera resuelto, espectacularmente, con la cesión de sus libros, decía mucho de la gente que me rodeaba. No recuerdo los títulos y a las manos que fueron a parar, excepto el mío, obviamente, y el de un alumno bastante tímido que llegaba de Pinar del Río, con gafas de miope –en Cuba se utiliza la palabra “espejuelos”-, y el rostro tallado completamente por la acné juvenil. Era un muchacho sonriente, de mediana estatura, con un nombre en inglés. Se llamaba Randy.
Recuerdo solamente cuando le entregaron el libro porque se trataba de un volumen grueso, el más grueso creo de todos. Y me pregunté en aquel momento por qué a él. Era una edición cubana de A sangre fría, el título de Truman Capote que iniciara, al menos universalmente, los caminos de la novela sin ficción. O Periodismo investigativo, como también se suele denominar a este campo.
Pero entonces yo no sabía de qué se trababa. Solo recuerdo que me llamó la atención las dimensiones del texto. Muchos años después, lo encontré en la biblioteca ecléctica de mi padre y lo leí en el balcón a plena luz del día, cuando ya mis compañeros no estaban allí enfrente, en aquel rascacielos que se veía mucho más cuidado de lejos que de cerca.

Foto del autor: Avenida de Los Presidentes, La Habana.

(Continuará…)

jueves, 21 de mayo de 2009

En nombre de Freud (I)



Cuando comencé a vivir en Barcelona, muy rápido me vino a la mente su apellido. Y volví a repasar aquella primera clase que no fue exactamente eso, sino un alarde de psicoanálisis, un espectáculo de presentación en el que todos nos quedamos con la boca abierta.
El profesor Hugo Rius –yo no sabía entonces que su apellido catalán equivalía a Ríos- era un emblemático periodista de agencias y de prensa escrita en general, enigmático hombre que administraba las palabras de una manera eficiente, como muchos seres humanos quisiéramos para no fallar nunca en un juicio emitido.Al cabo del semestre en que lo tuve delante, quedé sólo en la puerta de su mundo interior.
Bebimos de su sapiencia a cántaros, lo que me resulta una paradoja si me pongo a pensar en su poder de síntesis. Impartía la asignatura de Introducción a la Especialidad.
El primer día, entró por la puerta con dos maletas. Estábamos todos esperándolo, esperando al profesor, a un profesor X que sería el encargado de inaugurar nuestro recorrido de cinco años por los altos estudios. La primera clase, el primer día, el primer maestro.
Llevaba una camisa de mangas cortas y unas gafas graduadas montadas al aire. Era medio chino, curiosamente, ahora recapitulando, un chino con ascendencia catalana, pero no es de extrañar que estas simbiosis ocurran en Cuba. Saludó. Saludamos a coro. Apenas nos conocíamos los del grupo. Nuestra clase era una especie de Torre de Babel nacional, eran alumnos superdotados de todas las provincias occidentales y centrales cuyos resultados académicos habían puesto en sus manos la única plaza para Periodismo de cada municipio. Yo, en cambio, era un estudiante corriente. Yo llegaba allí luego de un extenso periplo por unidades de tanques blindados del servicio militar.
El profesor tomó asiento en su estrado y desde allí improvisó un soliloquio magistral, la manera más atípica que encontró para presentarnos. Fue la introducción de cada uno de los 30 aprendices que, si la vida lo quería, compartiríamos un mismo techo abanicándonos con libretas, revistas y esperpentos de fibra vegetal. Ocupábamos una de las mansiones que dejó la burguesía habanera al marchar definitivamente del país, convertido el inmueble en la universidad de nuevo tipo. Las aulas eran los antiguos dormitorios, con grandes ventanales de carpintería francesa, pero siempre echamos en falta la ventilación asistida por algún equipo eléctrico.
No sé exactamente por qué lo recuerdo con una camisa naranja. Un bigote plano, escaso, y un cigarrillo en su conjunto. En clases no se fumaba, aunque el cigarrillo sigue en sus manos mientras emprendo esta retrospectiva. Previamente, el profesor había participado en un panel de examen que se dio en llamar Pruebas de Aptitud. Aun teniendo la carrera otorgada, si alguien no acertaba el escrutinio, no cursaría Periodismo. Se le cambiaba por otra especialidad. Era un método, visto ahora desde lejos, bastante cruel. Siempre me pareció una depuración de depuración, lo que en el mundo actual se estila frecuentemente como entrevistas personales para optar por un puesto de trabajo. En aquel caso existía el contrasentido de que ya teníamos la plaza en las manos.
Era más frustrante todavía si no pasábamos la exploración.
De ahí, precisamente, nuestro mentor extrajo un perfil de personalidades. Entonces, el primer día de clases, Hugo Rius fue llamándonos –quizá me invente algún detalle- por orden alfabético y a cada uno nos entregó un libro que extrajo de alguna de las maletas. Llegaban a nosotros en calidad de préstamo, pues todo el material pertenecía a su biblioteca particular. Lo más asombroso fue comprobar cómo este instructor recordaba detalles nuestros y nos enlazó con la temática del texto.
-Léanlo sin prisa-dijo- y regrésenmelo sin compromiso.
A mí me entregó Peleando con los milicianos, un mediano volumen de Pablo de la Torriente Brau sobre la participación de este intelectual en la guerra civil española. Todavía no tengo claro si el pedagogo conjugó mi paso por el servicio militar obligatorio en Cuba con la entonces lejana posibilidad de que yo emigrara a España. O si todo fue pura casualidad.

Foto del autor: Performance en Las Ramblas, Barcelona.


Continuará…

lunes, 11 de mayo de 2009

“Estuve en Segovia y me acordé de ti”



En mi otra vida –quiero decir, cuando estaba indocumentado-, un invierno fui a parar a un apartamento pequeño situado en el mismísimo centro de Barcelona. Me lo alquilaron junto a una novia que dejó de serlo en cuanto nos dieron las llaves, por pura coincidencia y no porque la ruptura tuviera algo que ver con la entrada en un nuevo espacio.
Yo no tenía muebles ni casi nada, aunque sí unas ganas de comerme al mundo que superaban las cuatro paredes nuevas y todo el ámbito exterior, entendiendo el paisaje de la ventana como una quimera, o un proyecto de mutación. Se veía el mar a lo lejos, y eso era pedir mucho. El Mediterráneo es carísimo; es un mar de lujo en estos y aquellos tiempos no tan lejanos, y entonces se situó de fondo en la cristalera que había allí. No parecía un mar muerto, sino un remoto asidero toda vez que me invitaba a tocarlo con las manos, algo tan fácil como bajar al metro y enseguida emerger por una de las vulvas del suburbano de esta ciudad, salir despedido en la estación del mar, aunque, claro, luego estaría el regreso a casa.
Así que estuve contemplando el paisaje largos meses sin acercarme al agua. Me dediqué a reordenar los muebles que había dejado la antigua inquilina, una alemana de Hamburgo. Eran muebles de Ikea, muy pocos en realidad. Había un futón acolchonado, estructura con la que comencé a sostener un diálogo casi a diario, tratando de ubicarla en algún sitio para aprovecharla mejor. También recuerdo un molinillo de pimienta, una caja de madera con letras negras que simulaba un guacal de municiones, pero en cuyo interior descubrí, para mi asombro, un arsenal de palillos de incienso; había también una foto suya, tipo carné, en una de las gavetas del mueble de la cocina; y un cenicero azul que había sido un suvenir.
Se veía una inscripción en él que rezaba, a lo largo del borde, en círculo:
Estuve en Segovia y me acordé de ti.
Lo utilicé mientras estuve en esa casa. Mis conversaciones con el objeto de barro fueron largas, espesas, complicadas. Aquella fue la época en la que yo suponía que estaba pasando algo importante en mi vida, algo así como un paso a la pubertad, período de tiempo explosivo que se desarrolla más bien de adentro hacia afuera, en el que brotan las ganas de correr hacia todas partes, nacen semillas en las axilas, vellos, rompen la piel emanaciones químicas, también protuberancias de todo tipo, incluyendo a los granitos y las erecciones espontáneas.
Todo hacia afuera.
Desde mi ventana sentía algo similar otra vez. Aquellas sensaciones me llevaban confundido a mis casi cuarenta años. Se podía estar solo pero a la vez acompañado de un triángulo intensivo, y aquel triángulo no era otra cosa que la composición en un espacio casi virgen, “desmueblado”, la composición del Mediterráneo con una declaración de amor grabada en un cenicero; y mis mutaciones, por supuesto.
El cenicero olvidado –o dejado a ex profeso- tomó vida, más vida, cuando, por ordenanzas del tiempo, pisé Segovia.
A través del acueducto de esa ciudad -quizá una metáfora del Mediterráneo-, al cabo de unos cinco años, volví a entrar en el apartementico de Barcelona donde me habían dejado un recordatorio. Y entonces me acordé de ella, la alemana de Hamburgo a quien nunca conocí.

martes, 5 de mayo de 2009

Yarini, el regreso



Hace unos años, caminando con mi mujer por la Habana Vieja –española mi pareja y cubano yo-, nos perdimos sin querer por el barrio de San Isidro. Cuando nos dimos cuenta de dónde estábamos, ya era demasiado tarde para disfrutar relajados del paseo. La angostura de las calles y el destartalamiento general de todo aquello nos sobrecogió de tal manera que comenzamos a buscar una salida, con el paso apurado, tomados de la mano siempre, y el corazón latiendo a una velocidad de vértigo.
No era el desastre visual lo que más nos expulsaba de ese entorno, sino las miradas frías de la gente local, recostadas a las paredes como si el tiempo comenzara y terminara por ese entorno, como si nuestra intrusión en el sitio no tuviera perdón de Dios. Siendo yo un nacional, capitalino, me parecía excesivo sentirme fuera de lugar y con tanto miedo. Mi mujer, recuerdo, no decía nada; solo se limitaba a canalizar el susto estrujándome los huesos de mi mano.
Cuando salimos a la zona turística, al cascarón maquillado donde psicológicamente la seguridad está al alcance de los dedos, pude pensar. Llegué a la certeza de que nunca antes de salir de Cuba había pisado las calles de San Isidro, en principio porque el destino no me había llevado hasta entonces y también porque aquel entorno no formaba parte de mi vida.
Pero allí, entre otros barrios “calientes” de la capital, se desarrolló el eje social más pesado de nuestra ciudad en los primeros años del siglo XX.
No por casualidad fue escenario de una obra de teatro antológica del repertorio nacional: Réquiem por Yarini, de Carlos Felipe, versionada a lo largo del tiempo por grupos muy diferentes estéticamente. Jamás olvidaré, por otro lado, la pasión con la que seguimos en la Facultad de Periodismo la serie dominical Yarini: la guerra de las portañuelas, en las páginas de Juventud Rebelde, una investigación histórica de Leonardo Padura.
El más famoso proxeneta habanero tentó ahora al director de cine Ernesto Daranas. Con su ópera prima Los dioses rotos, él quiso traer a la actualidad la verdadera historia del chulo de San Isidro, mezclada con un argumento paralelo para demostrar, según parece ser su tesis, que el proxenetismo es igual de figurativo en la Cuba “revolucionaria” presente. Pero se pilló los dedos con la puerta. Anoche, mi mujer y este cronista vimos el filme con bastante decepción. Si bien están estupendamente recreadas – a nivel fotográfico- las atmósferas claroscuras, decadentes y sórdidas de la Habana Vieja, y esto le ofrece cierto entretenimiento visual a la obra, por otra parte la película adolece de dos aspectos fundamentales en un largometraje: narrar una historia y buenas interpretaciones.
El filme está repleto de personajes que jamás evolucionan ni se delinean bien, como una galería de maniquíes estáticos que sujetan una pieza de ropa, personajes, como el de la empresaria mexicana-cubana o el del padrino remendón de ruedas de bicicletas, que están impuestos para dar un mayor enramado a una historia que no está bien desarrollada. Al cabo de una hora y cuarto sentados en el sofá, merendándonos una enorme tableta de chocolate, el filme continuaba en el mismo punto de partida, jugando visualmente con la sensualidad del mestizaje cubano, con el estereotipo gestual de la chulería, bastante mal interpretado, por cierto. Sin embargo, y esto es lo que más me asombra, la película tuvo una crítica muy positiva en la Isla.
Esto me lleva a pensar que han funcionado otros estímulos extra artísticos. El elogio ha sido rotundo, no solo de la prensa nacional, sino, además, del público. Yo que he formado parte de ese público durante la mayor parte de mi vida, desde la distancia puedo añadir que, estando allí, aplaudimos más la valentía de tocar un tema peliagudo para el gobierno, aun cuando las cosas no están dichas del todo. Sé perfectamente, porque lo he vivido en carne propia como redactor de prensa allí, que muchas veces con el entrelineado nos basta para auto complacer nuestros deseos de expresión.
Es una pena que se haya tirado por la borda una tan buena idea: el paralelismo de dos épocas en una historia que parte de la realidad, que daba mucho juego como suspense, pero la dramaturgia aquí estuvo al servicio del recreo audiovisual. Apenas hubo dramaturgia.
Desde dentro, el público no puede ver las fallas más que evidentes del filme de Daranas. Es más necesario, más urgente, el festín, el hedonismo en el que estamos envueltos y nos persigue donde quiera que vamos. Me gustaría salvar la actuación de Amarilys Núñez (en la foto de arriba) muy a pesar de su simple personaje, el de la empresaria que vende todo y se enamora del proxeneta.
Cuando la vi en pantalla supe que conocía ese rostro. Esos ojos. Ese carácter. Esa excelente madera histriónica, en fin. Me tuvo inquieto toda la madrugada revisando mis recuerdos de la escena cubana. La encontré tarde, pero la encontré. Y fue en las tablas de un teatro donde terminé de armar el puzle.
Un hallazgo balsámico. Válgame esa diosa.