martes, 23 de octubre de 2007

Causas y azares (con permiso de un poeta)



Esta historia que parece un final debió ser escrita hace mucho tiempo. Incluso, estoy sentado a la máquina un poco por obligación, en pos de finalizar de una vez y por todas mi pasado reciente de algo más de un lustro, desde el momento en que llegué con una pequeña maleta, hasta hace unas pocas semanas en que conseguí mi primer contrato de trabajo. Tal y como he ido contando en el presente blog -mediante retrospectivas expuestas a golpes de nostalgia o desazón-, debería estar montado en una proyección de futuro compuesta fundamentalmente por el día a día, como hace la mayoría de los mortales. Sin embargo, un resfriado que hizo su servicio a gran escala conmigo, me retuvo en horas extrañas debajo de una manta y, entre sudores, recordé que no sería justo enviarles mis semblanzas a los productores de Lulú.com (1) sin redactar el principio.
Todo comenzó en un edificio obrero del distrito Nou Barris, en la antiguamente considerada periferia de Barcelona. Llegué una mañana enviado por la empresa para la que trabajé como auxiliar de geriatría durante varios años, sin papeles, como le llaman generalmente a la ausencia de documentación. Me esperaba un anciano de 90 años delgado como una pluma, arropado como una criatura de meses en una habitación ciertamente infantil que le había prestado uno de sus nietos pequeños. Era invierno y estábamos a los pies de las montañas que separan la ciudad con el Vallés Occidental. Al yayo –lo llamé siempre así- se le veía una nariz de aleta de tiburón, la frente y nada más por fuera de la manta. Era una mañana azul, húmeda y salvaje, por el olor a hierba, en la altura que estábamos. La hija menor del anciano me condujo hasta la habitación pequeña repleta de muñecos, libros escolares, discos, dibujos, fotos de grupos. Me dijo:

-Ahí tienes al coronel.

Era una broma para indicarme desde el principio que su padre había sido un hombre dado a ordenar acciones, testarudo, férreo, de pocas palabras. Al menos esa fue la sugerencia que me transmitió el cargo de una gente en un sistema de mandos.
Esa mañana, sobre las diez, fue la primera vez en mi vida que cambié un pañal, apelando al sentido común del manejo de las cosas elementales, la prueba de fuego que me descalificaría o no a mí mismo luego de haber mentido en la agencia intermediaria, puesto que había asegurado allí mi larga experiencia en el ramo. La hija del anciano, con la que minutos antes había compartido el ascensor sin saber quién era, se dio cuenta de mi improvisado oficio y se ofreció para enseñarme los pasos. Sin doble lectura, agradecida más bien de mi presencia. Sacamos el pañal volteando el cuerpo huesudo de un lado y de otro, y comenzamos la higiene entre los dos. Ella sabía que yo podía ser experto en cualquier cosa menos en manipulación de enfermos. Me regaló una sonrisa identitaria que duró tres años, hasta el último día en que dejamos de vernos.
El coronel pesaba no más de 60 kilos y medía un metro y medio encorvado. Había perdido todos sus dientes, por lo que la boca se le hundía en un dibujo de la vejez que siempre yo había visto en ilustraciones de libros. Sus ojitos lucían una nube gris provocada por cataratas, aunque la visión no era del todo nula. Se apoyaba prácticamente sobre los huesos las últimas gafas graduadas que se hizo, muchos años antes de llegar yo, unos paneles inmensos de pasta desfasados en el tiempo, rústicos, al estilo del abuelo cebolleta. Encima, una gorra a cuadros de pana o tela fina, en dependencia de las estaciones del año. Los pantalones le iban grandes todos. El cinturón también, con agujeros progresivos hasta el ajuste de la semana. Se calzaba con zapatillas de hogares de abuelos, a cuadros, de tela gruesa, con suelas de gomas. Le quedaban grandes, se les salían de los pies a cada rato en medio de la calle; saltaban del carro donde iba sentado y desde donde descubrió que Barcelona se transformaba a pasos de gigante, más allá de las Olimpíadas del 92. Su entorno se había convertido en un tablero de obras públicas mejorado por parques y jardines, lo que nos beneficiaba a los dos. En aquel duro invierno en que lo conocí, a principios del 2002, se forraba hasta la nariz –lo forraba yo- de piezas de vestir, con manta a cuadros superpuesta en las piernas, y así anduvimos la zona y nunca dejamos de salir, excepto los días de lluvia. Su pasión era el fútbol. Con el tiempo fui auto designado para comprarle las pilas de la radio de bolsillo a través de la que recibía los partidos.
El yayo hablaba poco, es la verdad. Llegó a Cataluña para hacer la mili en un batallón antiaéreo, y aquí se enamoró. Al terminar la guerra, luego de pasar por un campo de concentración francés y por otros destinos peninsulares ligados al ejército, vino a reencontrarse con la catalana sencilla y humilde que removió su corazón. La aventura duró toda una vida, con altas y bajas, como suele ocurrir. Había nacido en Ahigal de los Aceiteros, un pueblo a unos cien quilómetros de Salamanca. Sin embargo, y aunque jamás quiso hablar el idioma local, le entregó más de 60 años a Barcelona, a las fábricas y las calles de la otra capital española. Terminó sus días dejando hijos, nietos y bisnietos catalanes, como fundador de una curiosa familia representada tanto en la clase alta empresarial como en la obrera.
A veces, mientras tomábamos el sol en los verdes parques del Nou Barris, me preguntaba a mí mismo qué línea de conexión me gustaría inventarme para llegar a la existencia del yayo. ¿Qué familia española no ha tenido un miembro destinado en Cuba por el ejército, o emigrado por voluntad propia para emprender una vida más próspera, o de visita recientemente dentro de las nuevas oleadas de turismo internacional? A veces me quedaba dormido en los tranquilos parques mañaneros, mientras cantaban los pájaros y el yayo se perdía en sus recuerdos. Era él quien me despertaba removiéndome suavemente. No podía ni con su alma. Estaba escuálido, “desapetitado”, mudo, con ganas de morirse y al mismo tiempo con deseos de luchar por la vida. Llevaba los bolsillos llenos de caramelos de menta, comprados a primera hora en los quioscos de periódicos. Había fumado, había bebido suficiente vino, había degustado infinitas raciones de callos en salsa, había aprendido a conducir un automóvil a los 60, lo que quiere decir que condujo cerca de 30 años; se compró una torre, como se le llama en Cataluña a los chalets, y la mantuvo hasta que sus fuerzas se lo permitieron; jugó a la lotería, a los azares de dinero casi todos. A sus 90 años, cada viernes me hacía pasar primero por los caramelos y después a comprar un cupón de la ONCE. Me llamaba “el turista”, quizá por mi aire de esparcimiento, lúdica manera, con los recuerdos, de matar el tiempo.
Llegué a la conclusión de que vivió un extra pasados los 90 para que yo pudiera bandearme en esta ciudad, en mi exilio auto designado. Tengo suficientes fotos de sus manos estrujadas, de su sonrisa sin dientes. Su recuerdo encaja con los primeros años en los que yo era un ser ilegal y, sin embargo, no sentía miedo al paso del tiempo. Eran los años de la novedad, del amor accidentado en las carreras de la trama urbana; de la entrega total, de las decepciones y el comienzo de tener en cuenta ciertas responsabilidades. Aprendí a respirar por la boca, a bañar un cuerpo encogido en un cuarto de aseo de dos metros cuadrados. Siendo un ilegal, un sin papeles, atravesé varias veces la ciudad con el coronel en una ambulancia, designado por la familia, visitando urgencias. Era su sombra, su cuerpo, su voz y sus ojos diminutos. Como mismo hube de mentir a la agencia, desinformé a un policía que era el hijo varón del coronel. Con el tiempo aclaramos las cosas, cuando el nivel afectivo había crecido y el bregar cotidiano marcó cuotas de seriedad en mi persona.
Siempre pensé que cualquier día mi teléfono iba a sonar para convocarme al funeral repentino del yayo. El tiempo sobrepasó mis cálculos y me vi obligado a emigrar nuevamente para organizar mis futuros papeles. Me fui a Asturias con un plan que fracasó, pero, por razones obvias, entonces tuve que despedirme. Se le aguaron los ojitos casi cerrados que tenía. Tanto él como su hijo, el policía, me desearon suerte en la vida. Hay muy pocas gentes que emigran de Barcelona hacia Gijón. En aquel momento, además de regularizar mis documentos, yo necesitaba romper. Así que lo dejé sentado en su silla de ruedas, envuelto en mantas y con los bolsillos llenos de los caramelos del día.
Mis “papeles”, como he contado en estas páginas, salieron por aquí por Barcelona, y lo de Asturias se resumió a un viaje de una semana. Pero como había roto en serio, no quise mirar atrás y nunca más llamé al coronel. Ni ellos a mí.
Un buen día entré en una farmacia y me atendió un vecino de su edificio. Me reconoció en el acto. Por este vecino supe que había muerto, aunque, tratándose de una versión extraoficial, todavía sigo pensando en que alguien duerme al pie de las montañas tapado hasta la nariz, con una radio encendida toda la noche debajo de la almohada, donde además está envuelto con las fundas un cupón de lotería de los viernes.

Otoño 2007



Nota (1): El presente blog pasará algún día no muy lejano a los archivos de Lulú.com, editorial virtual mediante la que se puede encargar a domicilio un libro impreso.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Vicentico



Entre los grandes recuerdos que conservo de esta ciudad y mis días –todavía corrientes- aquí, está la sonrisa de un octogenario alto y grueso como una montaña. Cuando quería explicarme algo de sus años mozos, bajaba un poco el mentón para mirarme en contrapicado y hacer, pues, la señal de complicidad, de bajo metal de voz y alta fidelidad. Me secreteaba entonces sus grandes hazañas, que consistían en viajes a Argelia como comerciante de textiles, hasta la construcción de un búnker en pleno campo catalán, pagado al contado cuando tenía alrededor de 60 años.
Fue un inteligente y emprendedor hombre de negocios al que conocí en el ocaso de su vida, una mañana tranquila y primaveral en la que lo saqué de la cama con la ayuda de su esposa. Ese despertar se convirtió en un ritual varios meses.


-Jorgito, ya estás aquí-, me decía con la misma sonrisa enternecida de abuelo refunfuñón, guerrero hasta la médula, pero cascarrabias y testarudo como la gran mayoría de hombres acostumbrados a llevar el mando de un sistema cualquiera durante toda la vida, sin darse cuenta de que el declive ordinario de la naturaleza humana nos obliga a cambiar los hábitos.

-Sí, Vicentico. ¿Cómo has dormido?- respondía pronto para que escuchara mi voz lo más rápido posible y me dibujara su sonrisa indómita.

Caminaba con un andador a pasos cortos y profundos, hundiendo un mar de alfombras que tapizaban su apartamento barcelonés, trampas asustadizas en las que se enredaron más de una vez sus zapatos, los míos y las puntas de gomas del andador. Nunca llegamos al suelo, y eso fue una suerte tremenda, porque no hubiera podido levantarlo. Me contrató para que lo ayudara a prepararse al comenzar el día, que para él alboreaba a las diez de la mañana. Estoy seguro de que me tomó cariño. Me lo demostró más de una vez con los apretones de manos, con la mirada tierna, con la garganta temblorosa por las emociones, con los pequeños detalles de esta vida que consisten, parece mentira, en preguntas tan simples como interesarse por nuestras familias.

Disfrutaba de mis manos y de mis maniobras para afeitarlo con una Braun algo avejentada, aunque seguramente el electrodoméstico formaba parte de su arsenal de guerra. Se reía a carcajadas cada vez que, dentro de la bañera, se encontraba con sus vergüenzas al aire y utilizaba, siempre, la misma broma:

-¡Fíjate, Jorgito, en lo que ha quedado esto! ¡Y pensar que fue una potente sala de máquinas!

Yo siempre lo recordaré con agrado porque me hizo sentir su amigo, sin marcajes de zonas geográficas. Cuando la senectud toca a la puerta, se suelen perder las reservas y el pudor, y ya importa poco de donde uno sea, de donde sea el cuidador, el enfermero, el peluquero. Se lucha contra el peso de los años, reflejado en achaques más o menos llevaderos, en dependencia de nuestros hábitos de antaño y de la suerte que nos depare la naturaleza. No hay más que hacer. Contar los días o no contarlos; vivir o no al margen de las cosas; continuar amando la sencillez del contacto físico, del beneficio de la memoria, o no.
Vicentico había sobrevivido a una guerra. Había combatido en la vertebral Batalla del Ebro, movilizado por los rojos de su territorio, y apresado, en buena lid, según me contó, por los nacionales. Estuvo al borde de la muerte cuando un obús lo alcanzó. Entre las bromas que me hacía en la bañera, estaba mostrarme cada día el agujero que le quedó para siempre en una cadera. Pero, con marcas y todo, supo, como muchos españoles, sobrepasar la amarga experiencia de una contienda civil tan devastadora. Se sumó a la España del progreso –con un poco de suerte y astucia- y se convirtió en un hombre de negocios, navegando viento en popa dentro la Cataluña próspera de los años 70 y 80. Se jubiló, digamos, con las metas cumplidas, y con mucho mundo por debajo de las ruedas de su automóvil. Por eso, como colofón, compró, otra vez con buena suerte, un terreno no muy lejos de la gran urbe condal y se hizo una estupenda casa de piedra que durará lo que Dios quiera, por decir una frase cualquiera.
En estos días, por casualidad, me llevaron por sus predios. Era un festivo por el día de la hispanidad, y salimos al campo. La vida quiso que pasáramos por delante de una finca amurallada que yo conocía muy bien. Estaban las ventanas abiertas y un coche adentro en el porche. Con mi timidez, pasé de largo y no pregunté quién habitaba esas gruesas paredes y, en fin, ese ambiente interior de caza de alta montaña, con su chimenea original, las encinas afuera, el perro correteando si tuviera que realizar un dibujo a lápiz a mi medida. Se me estrujó el corazón solo de pensar que Vicentico fue a morir allí tranquilamente como última voluntad, en su gran obra que no destruirá un rayo, ni el sol, ni el tiempo. Solo los herederos, cualesquiera que fueran, podrán echar abajo el retiro de un hombre que nunca perdió la sonrisa.

Otoño 2007



lunes, 15 de octubre de 2007

De la mitología contemporánea



Cuando era un jovencito, conocí a un melómano de mi edad cuyo hobbie era descifrar las canciones de Silvio Rodríguez. Dedicaba horas a desentrañar la sintaxis del poeta/cantor, pegando el oído a su radio cassette y anotando al margen del original un texto suyo, que luego compartía abiertamente en atípicos círculos de estudio. “Aquí Silvio quiere decir tal cosa…”. Y era posible que nuestro amigo hermenéutico tuviera la razón.
En la universidad, muchos años más tarde, la profesora de gramática nos llevaba a veces ejemplos prácticos de tropos, metáforas y licencias poéticas provenientes del cuerpo de una canción del mencionado autor. Éramos tan jóvenes cuando tales letras nos hacían quebrar la cabeza, pues descubríamos en ellas la poética inusual, rompedora, hermética y a la vez original con la que soñábamos enamorar, hablar, escribir. Encima, nos cuestionábamos constantemente cómo el bardo era capaz de ponerle música a unas palabras tan rebuscadas; aunque no sólo a las palabras: los sintagmas eran –son, porque están grabados- un verdadero lío de musicalidad espiritual en el nivel superior del pensamiento humanista. Para complicar más el fenómeno social, no pocos se hicieron de una guitarra e imitaron a aquel rapsoda delgadito y con alopecia anticipada; pero chocaron con la complejidad de los acordes, del trasteo en el brazo del cordófono. No sonaba igual; sin embargo, se parecía a lo de Silvio, y eso nos valía para reunirnos a la intemperie en las escuelas en el campo.
Más o menos así se fabricó un mito de la lírica universal que en los tempranos años 60 –comenzaba eso que se ha dado en llamar revolución- destacó por su rebeldía en todos los aspectos contraculturales del sistema imperante.
No sabemos exactamente por qué hoy en día apenas ofrece conciertos populares en su país, ni por qué vive como un empresario aburguesado de la periferia protegida de la ciudad, ni qué lo motivó a alinearse a los caprichos del gobierno que lo censuró antes, ni cuál es el origen de sus declaraciones de principios, desfasadas con la actualidad de su país; hipócritas y embusteros alegatos.
Ha cumplido 60 años, dice el periódico, y ahora escribe sobre la realidad de su país, apunta además la plana de esta localidad. No es que queramos hacer la puñeta revisando los diarios, pero no hemos perdido la memoria como para obviar la trayectoria del versificador más oportunista que hemos visto pasar por delante de nuestros ojos. En la misma medida en que un ser humano destaca ante la muchedumbre, es de suponer que se espere de él la mayor coherencia, al menos, ética. Silvio Rodríguez ha podido viajar y decidir dónde poner su campamento. Comparar los sistemas –el capitalismo feroz y el socialismo edulcorado- y sacar cuentas tentativamente eficaces. Sabemos que en Cuba no hay otra opción que alinearse al poder si se quiere vivir del pasado, de los derechos de autor, de la hipocresía.
El Teatre Musical de esta ciudad se llenará, posiblemente, los días 22 y 23 del corriente mes con los nostálgicos de la era Nueva Trova progresista, de aquella etapa cuando, según el propio encartado en estas líneas, “la era (estaba) pariendo un corazón”. Al cabo de casi medio siglo se ha demostrado que lo que estaba alumbrando era un estado inamovible, dictatorial, y es una pena que haya sido así, porque fue hermosa la ilusión de cambiar el orden de las cosas, y alimentó más de un desafuero como el de mi padre, que prefirió quedarse con una muda de ropa y una preciosa mujer combatiente, haciendo el amor en los camiones del corte de caña. Se decantó por esa opción en lugar de embarcarse hacia La Florida. Luego nacimos nosotros….pero de ese episodio familiar ya hace más de 40 años. Como los tengo cumplidos, y, contrario a mi padre, brinqué el charco hacia este otro lado del mundo, llevo varios días tratando de ignorar el cartel promocional del concierto del poeta, pegado en un pirulí en la esquina de mi casa. Hasta hoy, que me provocó más de la cuenta encontrar en el periódico unas palabras suyas insultantes:
“Nadie sabe lo que es el comunismo”.
Hay que matizar, compañero. ¿A qué comunismo te refieres? ¿Al de los postulados marxistas o al que se puso en marcha en este planeta?


Otoño 2007

domingo, 14 de octubre de 2007

Ferràn se llamaba Fernando



Hace mucho tiempo me estoy resistiendo a escribir sobre el programa que más me gusta de la televisión nacional. Quiero decir: de la televisión catalana. Quiero decir: del Ayuntamiento de Barcelona. Casi nadie ve Barcelona Televisión (BTV), el canal de nuestro alcalde. Desde allí se emite el “espacio” que más me entretiene y, encima, me aplasta por el alto nivel profesional de su conductor. Hablo de Telemonegal, sin más rodeos. Los martes por la noche sufro cuando no puedo estar en casa. Me he enganchado a la magnífica puesta en escena de aquel guía espiritual que casi siempre coincide conmigo. Monegal, Ferràn, que antes se llamaba Fernando –eso me han dicho los más viejos de aquí-, sabe perfectamente que nadie en este extenso país ibérico protagoniza un serial de debate televisivo en directo como lo hace él. Utilizo la palabra protagonista con toda intención, sin que Luis del Olmo se ofenda: es que Monegal ha puesto su apellido al servicio de la nomenclatura de la cartelera. Un pequeño detalle egocéntrico a perdonar. Su vuelco a corazón abierto –¡me da un miedo a veces que le pueda atacar un infarto!- es un acto de valentía total. Digamos que no deja títere con cabeza. Lo malo es que el programa solo se ve en Barcelona y alrededores. Es una pena, la verdad. La televisión nacional –ahora sí- es tan mala que alguien tenía que ponerle límite alguna vez, aunque sea el límite de la crítica que, por cierto, es el más difícil de emprender. El crítico se lo juega todo. A Monegal lo estoy observando desde hace tiempo y, al margen de su autobombo titular, al menos, te hace creer que lo que dice lo siente. Hay mucha gente con sentido común, con inteligencia, con buen gusto, con preparación estética y buena base ética, pero no todos ellos tienen voz pública. A mí Monegal, tanto desde las páginas de El Periódico de Catalunya como desde la pequeña pantalla, me llega, me llena. Incluso cuando tiene que tomarle el pulso a nuestro circunspecto alcalde, que, en definitiva, es quien le paga.
En Cuba hay un crítico de la televisión que es un hombre culto pero deshonesto, corrupto, injusto. Estos rasgos negativos de su personalidad lo llevan a ser mal crítico. Lo que pasa allí es que no tiene competencia. Yo creo que Monegal tampoco tiene un competidor a su nivel dentro de esta tele nuestra de cada día. La gran diferencia entre Monegal y el crítico cubano es que éste último, además de principios, no tiene libertad. Sin libertad de expresión es imposible ejercer la crítica correctamente. Son contemporáneos los dos, bigotudos ambos, envuelticos en carne, con gafas graduadas, ácidos, irónicos, demoledores. Monegal más simpático, la verdad.
Ferràn, el crítico, no el cocinero, lo hace desde los medios provincianos –me refiero a la televisión, no al periódico-, y su gran estocada está en invitar a los hacedores de la tele nacional. A algunos les da rabia que le tiren del pellejo desde un ámbito regional, y terminan perdiendo las tablas. Monegal es un especialista en derribar mitos. Es un artista, un histrión disfrazado de crítico. Críticos somos todos, o casi todos. "El viejo" disfruta haciendo la deconstrucción del sensacionalismo oculto y no tan oculto. Yo no quería escribir nada porque considero que él lo tiene todo –agallas y fino juicio fundamentalmente. Sin embargo, he tenido que salir a defenderlo porque una cronista de la prensa rosa lo puso a parir una vez. Aparentemente.
Me refiero a Carmele Marchante, quien, hablando un catalán entreverado, prácticamente no lo dejó respirar, cuando la mayoría de las veces ocurre lo contrario con el entrevistado de turno. Ferràn: estoy contigo. Sé que desmontaste a Carmele con tu silencio, que no quisiste ponerte a su nivel de gritería, y la dejaste marchar, valga la redundancia, contenta. Tú tienes clase y además confías en la inteligencia de los que estamos recibiendo la señal en casa. Me agradas molt, aunque te estás volviendo pretencioso. No te lo tomes a mal.

Otoño 2007

miércoles, 10 de octubre de 2007

Cuestión de genitales



Cualquier hombre con dos dedos (horizontales) de lujuria perseguiría a Maribel Verdú por los caminos del mundo. La delgadísima ninfa de dientes largos y abundantes labios volvió a asomarse en la gran pantalla, esta vez desde el reto para sí misma de no cautivar a nadie con su belleza, sino con la fibra histriónica. Acaba de salir a la calle Siete mesas de billar francés, el quinto largometraje de otra mujer, Gracia Querejeta, repleto de fuerza en las múltiples historias que narra.
El domingo nos fuimos a verlo mi mujer y yo seducidos por los avances del traíler, y, por qué no, por la curiosidad de constatar el contrapunteo entre Blanca Portillo y la sensualísima Maribel. Nos encontramos con un filme que no deja descansar a nadie durante las casi dos horas de metraje, porque cuenta con un alardoso guión que pretende ahondar en cada uno de la decena de personajes, haciendo hincapié, por supuesto, en las dos mujeres. El ritmo de la película es superágil, entretenido, vertiginoso. El guión utiliza el suspense como punta de lanza para traer más de una sorpresa constantemente, aunque esto le obligue a echarle manos a lugares comunes. La historia comienza a narrarse desde un punto que parece un final, y se va abriendo paso con las subtramas y las pequeñas historias de personajes menores. Hacía tiempo, me dijo mi mujer, que no veía una película española tan redonda y entretenida. Coincido con ella, aunque me parezca que el guión abuse del factor sorpresa. Desde mi más humilde opinión, es uno de los largometrajes nacionales que más dará que hablar en lo adelante, porque se mete hasta el cuello en la verdad social, digamos, en la urdimbre social, porque la verdad es relativa. Hay muchas gratuidades –como la mini historia de la enfermera que se ofrece para hacer la manicura- en pos de la presentación de conflictos sociales de la España de hoy y de la llamada España cañí, la auténtica, la barriotera y costumbrista.
Por suerte, aunque se huela la inspiración en el trhiller de la gran industria del cine, esta cinta no cae en situaciones y mucho menos en cierres americanos; quiero decir, norteamericanos. Podía haberse llegado a eso perfectamente con el buen ritmo de la tragicomedia que se logra.
Pero el final no es de happy end.
El final estaba dicho hacía rato, lo que la directora, los guionistas, tenían que bajar la persiana de una vez.
Historias de mujeres y hombres, de puntos de vistas y lecciones de emprendedores, de ancianos lúcidos y gente testaruda. En fin, cualquier entramado de patio citadino de hoy se ve aquí. Incluyendo –¡parece que no puede faltar en una peli que se respete!- el tema de la inmigración.
Nuestra adorada Maribel, no obstante, se nota sobreactuada. Su personaje no es nada fácil de interpretar y suponemos –mi mujer y yo- que hubo un error de casting. Esta película está muy lejos, por ejemplo, de la sensualidad bucólica que transmite un retrato social como Belle Èpoque. No es el estilo de Maribel, sencillamente, aunque se esfuerce y logre una aproximación, de lo que se le pide, por exceso de carácter.
La delicia total en pantalla es Blanca Portillo. La estábamos persiguiendo, por otras cosas, desde que la vimos en Volver. En esta nueva entrega suya, en la que le toca un papel de perdedora y amargada, no solo logra el matiz exacto del personaje, sino, además, lo enriquece. Hay escenas memorables, como la secuencia en la que tira los vidrios enmarcados al suelo, que la enmarcarán para toda la vida. Y valga la redundancia.
Otra cosa: mientras en las pantallas españolas siga diciéndose que las mujeres tienen cojones en lugar de ovarios, este país seguirá detenido en el tiempo.

Otoño de 2007

lunes, 8 de octubre de 2007

MP3



Durante años estuve negado a montarme en el tren de la revolución tecnológica, pero sólo en los apartados que perjudicaran mis intereses personales. Como mismo compré rápidamente el reproductor de DVD para el ámbito doméstico, el de MP3 portátil tardó en llegar a mi vida bastante tiempo. La razón principal era -¡uf, tengo que hablar en pasado!- que me perdía el sonido ambiente con los cascos puestos.
¿Si ya me había resistido sin doblegarme jamás al aparato itinerante de disco compacto, por qué iba a tentarme el archiconocido MP3? Soy devoto de los espacios abiertos, de los desplazamientos de la gente, de sus conversaciones más rutinarias, del sonido de las puertas, del de los pasos con tacones –lejanos o no-, de la musicalidad armónica de las máquinas, del murmullo del tráfico urbano –ese run run pertinaz e impertinente si quieres escuchar otra cosa-; soy un “enfermo” de los ruiditos singulares de las cremalleras –en Cuba se les llama zíppers-, de las tapas de los estuches para gafas, de las polifonías de los tonos en los teléfonos móviles, personalizados y –como los perros y sus criadores- muy semejantes a sus usuarios; del llanto o la risa de los niños, de los regaños de sus padres, de la comunicación verbal, en fin, que se lleva hoy en día. Con los cascos, obviamente, me lo perdería todo. (¡Vaya palabra dura para nombrar unos auriculares!).
Con el tiempo comencé a tener menos tiempos para mí, y perdónenme el pequeño trabalenguas. Esto me llevó rascarle al señor implacable, a Cronos, una milésima de segundo, casi a arrebatársela. Mis viajes en transportes públicos dejaron de ser un paseo para convertirse en traslados obligatorios, con el cuerpo roto después de ocho horas demoledoras de cara al público. Paralelamente, bajaron los precios de los diminutos reproductores de MP3. Y, como sumatoria, ahora resulta que también los vendo.
Hay personas mayores a las que regalo vocalmente esta historia mientras les suministro una radio convencional de sintonía analógica, si es que la tienda no está muy llena y tomé antes el fharmaton complex, que es un reconstituyente para levantar el ánimo junto a un trago de café. Eso supongo, no lo puedo asegurar.
Los viejecillos me miran con los ojos como platos asombrados de hasta dónde ha llegado la tecnología, mientras les narro en el nivel más elemental posible el principio de funcionamiento.
A los jóvenes como yo –permiso, señor Cronos-, les sobra la explicación. Llegan a comprar directamente. Hace poco vendí un MP3 a una muchacha con gafas que tenía más o menos mis años, quien recién se incorporaba a la avalancha de la incomunicación personal, a la cual se llega, sin dudas, por decisión propia. Se trata de ganar espacios, no en el sentido físico de la palabra, por supuesto.
Le busqué uno bastante atractivo y plano en el diseño, con memoria de un gigabites, y le gasté una broma:

-Antes que todo, te doy la bienvenida a la población abstraída de la cual acabo de ser miembro. Disfrutarás más de tus pensamientos, en la dimensión que desees. Te perderás, eso sí, un piropo a tus espaldas. Pero eso no importa tanto. Tú ten a mano el control de volumen o la pausa por si acaso.

La chica me miró medio confundida, sin poder aguantar una leve sonrisa cándida. Todo el mundo es feliz en el momento de comprar, y también durante el proceso de poner en marcha la primera vez el producto. Leyendo las instrucciones del material también sentimos que descubrimos nuevas experiencias. Esa tarde tuve la dicha de contribuir en el autoregalo –me dijo que era así- de una mujer que se decantó por el formato comprimido de archivos de música.

-¿Cuántos discos le caben a este aparatito?-, preguntó mientras yo le cobraba.
-Los suficientes como para hacer un viaje regional- me salió de golpe-. ¡Ah, se me olvidó decirte lo más importante! –grité cuando ella salía por la puerta-: tiene doble salida de audio; así que lo podrás utilizar en pareja.

Volvió a sonreír.



Otoño de 2007


Nota: La imagen de arriba fue “sustraída” de Las Ramblas, un escenario cotidiano donde las “estatuas humanas” trascienden el resultado plástico para ofrecer un todo conceptual.

viernes, 5 de octubre de 2007

Insularidad, descaro y cintas de video



La gente, por lo general, cuando es enrollada y tiene ganas de hablar, da por seguro que soy canario. Muchos se van del lugar donde yo trabajo con la certeza, y otros tienen el valor de preguntarme.
Recuerdo, por si acaso, que escribo desde Barcelona, un territorio marcado por la sequedad o introversión catalana, por la desconfianza “endémica”, por la distancia o por las reservas del común de los lugareños, para ser más cauteloso con las palabras que utilizo. Lo cierto es que cuesta entrar.
Y luego están los estereotipos: para no pocos de los locales, es bastante habitual que a un hombre de tez blanca, aunque morena, como soy, lo separen del contexto cubano. No. El cubano aquí es de tez negra; en rebajas, hasta mulato. Pero siempre de cabello duro. Así que tengo el contratiempo de que no me ubican a golpe de vista, con mi acentillo me envían al archipiélago español de donde emigraron, hacia Cuba, gran parte de nuestros antepasados. Las mujeres se vuelven locas con la dulzura del acento canario, con el deje musicalizado exento de zetas.
Estoy de cara al público ocho horas diarias y por delante de mis ojos pasa de todo. Como no me han entregado todavía el uniforme reglamentario, voy en “ropa de calle” enseñando mis combinaciones de otoño. Un otoño que no acaba de aterrizar, aunque lo fuerzo un poco con mis mangas largas entreveradas con lo informal. El público que pasa se cree que soy el jefe. La circunstancia de ser nuevo en esa plaza me deja un poco de tiempo libre y aprovecho, cuando se me acercan, para enrollarme. Termino vendiendo casi siempre. Soy comunicador de antes de la guerra –de mi batalla migratoria, quiero decir-, y, por idiosincrasia, tengo la lengua suelta a gusto y lo estaba deseando hace mucho tiempo.
Antes de llegar adonde trabajo ahora -vendo electrodomésticos de corriente alterna y corriente directa-, me hicieron pruebas en una emisora de radio latinoamericana. Y no les di el perfil. Buscaban a un discjockey que fuera capaz de operar cientos de botones simultaneando una venta de sueños tropicales, a base de bachata y merengue. A mí me gusta un ratico esa musiquita, pero no es mi estilo esencial. Ellos se dieron cuenta y me dejaron en la reserva, y eso encadenó, energéticamente, que fuera a parar a una tienda.

-¿Tú eres canario, verdad?
-No, no, soy cubano.

Ese es uno de los diálogos cotidianos ahora, incluyendo un intercambio que tuve con un nativo de aquellas islas. Me gustaría saber por qué se nos parece el acento. El clima, desde mi modesta opinión, justificaría en todo caso la gastronomía similar, ¿pero el acento y los giros lingüísticos no tendrán más que ver con los viajes de antaño de ida y vuelta?
De momento no me aprovecho ni siembro la duda intencionalmente. Solo me dedico a vender equipos de imagen y sonido, en algún lugar de esta ciudad en donde entré como quien atraviesa una puerta para solicitar un poco de agua, y luego se queda a comer.

Siguiendo la idea de varias líneas de conexión, mi vida ha dado un vuelco otra vez hacia la comunicación en abierto. Me gustaría pensar que estoy haciendo radio en el sentido de que las vendo, y de que hablo, mucho, más de la cuenta, aunque con el oyente en cuerpo real.
Una estrategia que utilizo a veces para vender unos ordenadores portátiles que también me asignaron es comenzar por la zona Wi-Fi.

-Tiene el sistema Wi-Fi incorporado –me adelanto- Y en Las Palmas de Gran Canaria, según me han dicho, el ayuntamiento ofrece conexión gratis a orillas del mar.

Y por ahí sigo sin dejar de sonreír suavemente. Y a veces hasta palpo al cliente como si fuera de la familia. Algún día, vivir por ver, alguien me regañará.


Otoño (retenido) de 2007

martes, 2 de octubre de 2007

Corriente alterna



Cierta vez acompañé al médico al señor Coll, de quien hablaré particularmente otro día. Fuimos al oftalmólogo de la seguridad social, en su centro de atención primaria. Allí, como casi siempre ocurre, nos tocó entrar una hora un poco más avanzada de la que indicaba la cita, pero, en cambio, participamos de una junta de vecinos instructiva y un tanto asombrosa. Yo no sabia que en los policlínicos acostumbran a cruzar las salas de espera entre el oculista y el pediatra. Al señor Coll, con 93 años, lo ubicaron en un recinto de atenciones neonatales hasta que lo llamara el especialista, y a los bebés que esperaban su turno, en otro lado frente a la puerta de optometría. Supuse que la idea era motivar a los ancianos para idealizar un viaje a la semilla por unos largos minutos, pero no, era para que los niños no se asustaran con el llanto doloroso de los otros bebés.
Había un silencio tremendo hasta que llegó una chica de unos 30 años con un jolongo en cabestrillo. Primero comenzaron los murmullos a nivel particular, hasta que una señora que iba con su marido rompió el enigma, al parecer movida por la curiosidad que todos los demás teníamos: ¿llevaría un animal atado a su cuerpo? Pero, claro, no estábamos en una clínica veterinaria.

-¿Portas un nen petit?-preguntó en catalán a la chica.
-Sí, una nena. Sólo tiene 24 días.

Y se explayó la joven madre a relatarnos en voz alta y con pelos y señales cómo había sido su parto. En realidad el silencio la llevaba incómoda. Ella estaba rebosante de alegría y quería compartirla, quería echarnos en cara una serie de cuestiones que, por lo menos a mí, me parecieron contracorriente. Había parido en su propia casa el día 24 de diciembre a las 5 y media de la madrugada, y lo había hecho así por deseo propio. Por supuesto, asistida por una comadrona. Previamente al parto, según nos contó, había tomado un curso de cómo dar a luz en el propio hogar, según opciones alternativas y filosóficas al uso que buscan lo natural, o, por lo menos, tratan de acercarse lo más posible a ello. ¿Y si se complica el parto y urge una cesárea? Ya sabemos de antemano que en las zonas rurales e incluso en las urbanas y hasta no hace mucho tiempo iba la comadrona a casa, pero ¿por qué negar la asistencia institucionalizada gratuita? ¿Por solo el hecho de parir a tu medida y además tener la oportunidad de hacerlo de pie? Pero, bueno, en realidad el alumbramiento de la chica no fue lo que más me preocupó, sino su necesidad de gritar a los cuatro vientos que era una madre en producción independiente. Claro que ni siquiera la osada señora que primero la interpeló se atrevió a preguntarle si había localizado unos espermatozoides en un banco de semen, así que nos quedamos con la duda de cómo había sido el proceso de fecundación.
La misma chica se interrumpió para contestar su teléfono. Siguió el mismo tono de voz con el que se dirigía a nosotros. La conversación, después de indicar con lujo de detalles la dirección exacta de su casa –por cierto, vivía en la acera de enfrente del señor Coll- terminó más o menos así:

-Vale, vale, Roser, te espero el jueves...Y, recuerda, ve sola...O sea, con el niño. Pero no lleves a tu marido, que será una fiesta únicamente para las madres.

Bien: esto último me confirmó la sospecha. La chica era una snobista que, ya sea por fracasos personales o por rebeldía antisistema con o sin causa, había
decidido actuar por cuenta propia y había nombrado a su hija Serena que, nunca mejor dicho, sí que lo era. A la niña no le importaba viajar en una bolsa de canguro, y tampoco le molestaba el llanto provocado por las inyecciones. Porque su mamá, como es tan alternativa, la tenía en la sala de espera para oftalmología, o sea, con los ancianos.
¿Y por qué llevarla al pediatra de la seguridad social si, según nos contó la madre, ya Serena tenía su pediatra de cabecera proporcionado por el mismo grupo naturalista?
¿Acaso sería por los medicamentos?
De regreso a casa, el señor Coll me comentó que su vecina estaba de vuelta y media. Para ser mamá por cuenta propia, lo cual es muy loable, me dijo, no hay que ser tan excéntrica. Yo recordé una canción de los Matamoros que es un son y le regalé al abuelito el estribillo, bastante desafinado por mi parte:
“¡Como cambian los tiempos, Benancio! ¿Qué te parece?”.

Nota:
Jolongo : en algunos países latinoamericanos: cesta de tela para recolectar viandas y frutos.


Enero 2006