jueves, 29 de julio de 2010

Zeus muestra sus barbas



Estaba todo tan tranquilo que nos preocupaba la ausencia de nubes en un cielo impostor. Digo esto porque sé que el cielo se mueve, se traslada de un sitio a otro y a veces intenta confundirnos, como si no lo estuviéramos ya.
Después de la sorpresa comunitaria que recién comienza en Catalunya por la prohibición aquí de las corridas de toros –ayer se falló en el Parlament el nuevo mandamiento-, esta tarde los dioses nos trajeron una tormenta cargada de furia, con personalidad propia y un poco de altanería. Cielo negro y copiosa lluvia; truenos, rayos, centellas, cohetes al revés que, en lugar de buscar altura, perseguían la tierra; descarga descomunal de las nubes que venían trasladándose y se quedaron aquí, para atrapar a los bañistas.
Así fue. Todo el litoral estaba como siempre a las cinco de la tarde, esparcido entre los chiringuitos, bañistas y cervezas frías, una combinación tripartita que a día de hoy se presenta como la mejor apuesta de este verano más enigmático que esperanzador. Mientras se piensa si se sale o no de la crisis y cuánto puede durar esto, el bañista va a la playa y es sorprendido por una manga de agua enviada por Zeus. Quiero decir: el bañista se queda atrapado en la franja de mar, entre el horizonte oscuro y la línea del tren, porque los pasos inferiores se inundan, las rieras que bajan de los preciosos pueblitos del Maresme –el preámbulo de la Costa Brava- se desbordan y los chiringuitos no aguantan una andanada como esta y terminan convirtiéndose en refugios, más que en bares a precios relativamente duros.
Todo se va a la mierda, o lo que es lo mismo: se convierte en otro estado de agregación. Se trasforma, se transmuta, como la energía que da la vuelta.
El tren –lo mejor o peor, a partes iguales, que ha inventado el hombre en esta zona- deja de funcionar. Nadie espera un color así, mucho menos los maquinistas, acostumbrados a realizar el trayecto -casi hasta la frontera francesa- mirando los cuerpos desnudos a través de los espejos. Esta es una respuesta de Zeus que ha pedido la palabra. O una felicitación, pudiera ser, de acuerdo con su estilo de vida.
¿Será un preludio por mi cumpleaños?
Quiero pensar así en vísperas de mis 45.
¡Un gran calibre tiene este número!
Con el tema de las corridas de toros me detendré otro día, ya que este asunto recién comienza y no quiero restarle importancia al Dios griego más intempestivo y con más cabreo de este verano.

Foto del autor
Minutos antes de la tormenta, un ángulo del litoral mediterráneo tomado desde Badalona.

lunes, 26 de julio de 2010

Toda una vida



He tenido dos contactos directos, físicos, con Fidel Castro.
El primero ocurrió en los lejanos años ‘70 del siglo pasado, una mañana de sol de un día 26 de julio. Mi escuela primaria, enclavada en las inmediaciones de la Plaza de la Revolución, muchas veces sacaba las castañas del fuego a los organizadores de actos masivos en fechas conmemorativas. Necesitaban niños uniformados a última hora y nos iban a buscar al colegio, porque nosotros siempre estábamos dispuestos a subir a un autobús y olvidarnos de las clases, cantando letras patrióticas durante el trayecto. Además, en mi escuela –uno de ellos en mi clase- estudiaban los hijos de Raúl Castro, y supongo que al padre y al tío de éstos les gustaba que sus familiares más pequeños salieran en las fotos de actos políticos que se hacían en el ámbito del Comité Central. Ahí estaban, cómo no, los fotorreporteros de Bohemia, toda una institución esta revista en materia de archivo fotográfico, donde a la vuelta del tiempo fui a parar emplantillado como periodista.
Pero bien, el caso es que, en la preparación de una foto, Fidel Castro me arregló la boina porque parece que la llevaba torcida, o mal puesta. Seguramente a él no le gustó mi estilo de encajarme ese complemento que yo tanto odiaba. Me quedaba mal, me molestaba frente al espejo. Y acentuaba mis orejas, que hablar de ellas, o mirarlas en el espejo, fue algo inmensamente sufrido durante mi niñez.
Muchos años más tarde, cubría una Feria del Libro de La Habana, en PABEXPO, cuando de repente apareció aquel hombre uniformado y se armó un gran revuelo en el recinto ferial. Me costó reaccionar, darme cuenta de que si no llegaba con la noticia a la redacción de Granma estaría frito. Así que me metí en el grupo que lo rodeaba y saqué del bolso una grabadora de mano y extendí el brazo hasta colocarle el micrófono lo más cerca de la boca que pude. Su escolta personal no mira quién es quién, no pregunta, no se anda con tanteos. Simplemente actúa con dureza. Me pasé todo el tiempo mirando las uñas largas y arregladas de ese hombre impresionante que se había convertido en un espectro sobrenatural, en un bulto deshumanizado con el que era difícil conversar, porque no dejaba hablar a nadie.
Sabiendo esto, me dediqué a grabar y a mirar, a asegurarme de que la cinta del magnetófono diera vueltas y que el bombillo rojo estuviera encendido. Después, en el carro, me dolían aún las costillas ya que uno de los escoltas me mantuvo un codo encajado todo el tiempo.
Tiempo después, aquí en Barcelona, cuando anunciaron su enfermedad intestinal y que en su lugar quedaría Raúl Castro, le escribí una carta de despedida porque pensé que había llegado su fin y, además, sentí que ya debíamos dejar de pensar en él y continuar haciendo nuestras vidas, sin arreglos, sin boinas, sin retoques militares.
Entonces, yo vendía televisores, entre otros electrodomésticos. Recuerdo que estaba cerrando una venta con una mujer muy guapa cuando salió la noticia en el mismo aparato que estaba mostrando. Por supuesto, perdí esa venta porque verlo intempestivamente me desconcentró y el rostro y la actitud se me transformaron hacia un lado agrio que la clienta no entendió.
Hace pocos días, cuando estuve en La Habana, pregunté a mis amigos cómo se lleva la vida sin el rostro de este hombre en la pequeña pantalla doméstica. Me contestaron que estaban desorientados, que habían perdido esa referencia que es la que indica que todo sigue igual. El cubano se ha acostumbrado a una vida marcada por patrones de prueba y uno de ellos lo fue siempre, sin lugar a dudas, la cara de Fidel Castro. Ahora están medio perdidos porque, dicen, su hermano no sale tanto en el televisor, no habla casi, no tiene nada qué decir y lo que dice lo lee de un papel.
Sin embargo, para no perder las referencias, el camino, vuelve a salir Fidel Castro en varias apariciones sucesivas. Se le ve muy cansado, hecho lógicamente un anciano flácido aunque con la misma mirada enloquecida de siempre. Hay videos circulando por Youtube que muestran al anciano moviendo los dientes, ajustándose la dentadura postiza en plena grabación y ensalivándose los dedos para pasar las páginas de su discurso actual. Pienso que la senectud no tiene por qué ser decadente si la persona no lleva detrás tantos atropellos, genocidios y muertos hundidos en las profundidades del estrecho de la Florida.
Hoy es una de sus fechas preferidas y es posible que, en el momento de escribir estas líneas, Fidel Castro se prepare, bastón en mano, para aparecer en una tribuna.
Como queda demostrado, seguimos pensando en él aunque nos propongamos lo contrario.


Pie de foto: De izquierda a derecha, un servidor y su hermano mayor, ambos en edad escolar.



viernes, 23 de julio de 2010

Alguien tiene que escribir…




Llega él detrás de sus poemas. Llega a España, la península lejana donde escucharon su voz primero que en su propia tierra. Pero llega al fin, con una camisa a cuadros que no quiere ser uniformada, con una camisa de trabajo que es la misma prenda de su oficina adonde lo fueron a buscar. Llega a través de un pacto de destierro que no es de su gusto, pero es lo único que podía salvarle la vida. Llega por fin el poeta, pero llega herido.
Ricardo González Alfonso es un hombre de letras, apresado en 2003 junto con otros setenta y tantos informadores que sacaban a la luz pública mundial los atropellos del gobierno “revolucionario” cubano, jugándose una cárcel que al final les llegó. Siete años más tarde, debido a una estrategia bilateral entre los gobiernos de España y Cuba, resulta expatriado, deportado sin más opciones que el desarraigo obligatorio.
A sus 60 años está forzado a comenzar una nueva vida en un nuevo país, con graves secuelas físicas y psíquicas sembradas por la prisión, pero no sembradas por un cautiverio con distinciones, sino por la más común de las cárceles en las que se vio obligado a vivir la impronta de asesinos, traficantes y violadores. Condenados a muerte que salieron al patíbulo desde una misma celda; portadores de cadenas perpetuas que terminaron mutilándose las manos.
Todo lo que vio, o casi todo lo que creyó importante transmitir, o simplemente lo que su honestidad no le permitió pasar por alto, está escrito en un poemario titulado Hombres sin rostro, publicado en España bajo la anuencia de Amnistía Internacional y la editorial Sepha, en 2005. Ricardo se aprovecha del tiempo para estructurar unos perfiles de gente que está a su alrededor y, de paso, evoca en sencillas líneas a sus hijos, a su familia. Nada que ver y a la vez todo está en un mismo juego, que es el juego de las palabras. Porque hay un verso pulido en cada línea, sin ambiciones de erudición pero sí con un cuidado exquisito del lenguaje.

Lo más impresionante de este poemario es que no permite el rencor. Mucho menos el odio. Es como si el reo se entregara a la cultura universal teniendo a ésta como lo más grande, dejándose a sí mismo en segundo plano. Sin embargo, su angustia está entre líneas, en el tejido magistral que hace de los espacios y de los demás. Es un poemario muy duro que se puede leer de un tirón, aunque con consecuencias. Yo me lo leí en una cafería –siempre la misma- adonde llegaba adelantado casi siempre para unas clases de conducción que estaba tomando. Se me hacía un nudo en la garganta y tenía deseos de acabarlo, pero me propuse un poema cada día. Así que la incursión en el mundo de Ricardo me duró un mes y medio, aproximadamente.
El tiempo necesario para que la vida nos sincronizara y lo viera a él, junto con algunos de sus compañeros de causa, hablando en la televisión. Pocas veces el autor no trae el libro bajo el brazo, como se trae un pan para repartir. Sucedió que él no estaba aquí ni estaba allá. Estaba en un lugar sin patria donde ni siquiera lo consideraban como autor.
Hombres sin rostro fue escrito clandestinamente en la primera fase del régimen de mayor rigor que Ricardo González Alfonso sufrió, en una celda de aislamiento de la prisión Kilo 8, en la provincia de Camagüey. El manuscrito pudo llegar a la editorial Sepha gracias a la valentía de Alida Viso, esposa del poeta.

Nocturno
Como una modelo de Rubens
tinta en noche
se pasea
con los hechizos del miedo:
atemoriza
y teme.

Noctámbula o insomne
con la pupila diestra
me observa.
Se asoma feroz
y fémina.
Parece Géminis.
Defiendo mi frontera breve
y
como una modelo de Rubens
ante la muerte
espeluznada
huye
la rata.

Notas:
Ricardo González Alfonso es corresponsal desde 1998 de Reporteros sin Fronteras. En 2001 fundó la Sociedad de Periodistas Manuel Márquez Sterling, considerada ilegal por el régimen castrista.
Agradezco a Marta Farreras, quien, en una manifestación en la calle, me puso en las manos este libro.
Foto superior (RSF)

miércoles, 21 de julio de 2010

Foto de familia



Sé que ha sido un atrevimiento de mi parte robar esta foto de Facebook y publicarla aquí. Nunca lo hubiera hecho de no ser porque me metí dentro de la imagen y pude sentir todo lo que estaba sucediendo en ese ámbito, en los pesados corredores del aeropuerto internacional de La Habana.
Detrás de estas sonrisas hay mucho sufrimiento. Detrás de estos trajes, que se usan más que todo para la ocasión, hay siete años de lejanía e injusticia; una niña que apenas conoce a su padre, unos tíos que se ocuparon de viajar por las desvencijadas carreteras de Cuba para visitar a un prisionero de conciencia, en donde quiera que el malvado carcelero situara al padre de la niña. Detrás de este grupo abrazado hay una angustia contenida, una impotencia por no ser precisamente violenta la víctima. Detrás de esta instantánea hay una cadena de víctimas que comienza a enlazarse cuando se llevan preso a un padre, a un marido, a un hijo, a un sobrino, a un amigo por ridículos motivos políticos. Se lo llevan preso porque existe la perspectiva de que ese prisionero servirá como moneda de cambio un día cualquiera. Detrás de esta foto de familia hay decenas de otras fotos de familias destrozadas, también por la perspectiva malsana de que se necesitan hombres y mujeres dentro para continuar con un sucio juego.
Mientras tanto, la población no sabe de ellos. No se informa en la prensa oficial.
Pero un día el tirano necesita de sus rehenes y los saca de sus celdas a toda prisa. Los enfunda en trajes a medida para que no parezcan convictos y los expulsa del país. No los necesita ya.
Detrás de estas sonrisas de unión, de esperanza, de porvenir –porque viajar en Cuba es parecido a como un ave sale del cascarón-; detrás de la inocencia de esta niñita, que en definitiva será quien disfrute lo que nosotros no pudimos, detrás de la contrariedad de ese momento que es cuando se reencuentra esta familia luego de siete años de cautiverio, estamos todos nosotros, los cubanos, de una u otra manera.
Y queremos creer que, gracias a ellos, a la familia de Normando Hernández, los de esta foto, por supuesto, hoy estamos hablando del principio del fin.

“Detrás de todos estos años,
detrás del miedo y el dolor,
vivimos añorando algo,
algo que nunca más volvió.

Detrás de los que no se fueron,
detrás de los que ya no están,
hay una foto de familia
donde lloramos al final…”

Esta canción de Carlos Varela, de 1994, habla de nuestras familias rotas. Siempre me hace llorar cuando la escucho en casa. Es por ello que, a excepción de ayer en que sustraje la foto de arriba, no la pongo casi nunca. Vea el video aquí, un impresionante montaje de imágenes realizado por Jorge Dalton.

Nota: La foto apareció en mi cuenta de Facebook a través del muro de Antonio Ballesteros.

lunes, 19 de julio de 2010

Alfabetización democrática



Asignatura pendiente, según José Luis García Paneque, uno de presos políticos cubanos excarcelados la pasada semana

Si yo estuviera en su piel, me encerraría entre cuatro paredes durante mucho tiempo una vez conseguida la libertad. Pero todo el mundo no es así. Hay gente como él que, por suerte para la democracia, están dispuestos a narrar sus siete años entre rejas, vejado, maltratado física y psíquicamente. Su mirada se pierde en un punto de la pared de enfrente, se queda clavada ahí durante el tiempo que permanece en la mesa de exposición. Incluso cuando habla, pausado y sereno. No sé cómo lo logra.
Ha perdido casi cuarenta kilos corporales desde que se lo llevaron preso en 2003 por escribir notas de prensa calificadas por el gobierno cubano de subversivas. Ha estado en las peores condiciones de confinamiento, lo que le produjo una desnutrición y una enfermedad crónica de absorción intestinal. La semana pasada lo llamó el Cardenal Jaime Ortega, máxima autoridad católica en la isla, y le preguntó si quería viajar a España. Él dijo que sí.
Sabía que iba a ser deportado, sin derecho a regresar a Cuba expresado literalmente en su pasaporte. Luego de ser encarcelado injustamente, sin garantías procesales, le cambiaron su libertad por el exilio. Acaba de conocer Barcelona en unas condiciones personales paupérrimas, viendo pero no contemplando. No tiene todavía capacidad para observar nada más que no sea una línea recta, un camino y sus respectivas bifurcaciones. Parecía ido en una jornada a favor de la democracia en Cuba que organizó el pasado viernes el partido Convergéncia Democrática de Catalunya, en su sede de esta ciudad.
Luego lo llevaron a cenar caminando por las bellas calles del Eixample, pero José Luis García Panque, un cirujano plástico de mi edad, de mi generación, nacido en 1965, no tiene tiempo para comprender que está ahí donde está, libre, en una de las ciudades más atractivas de Europa, en la cuna del modernismo catalán, en la frontera con Francia, en uno de los corazones de ese Mediterráneo que nos contó Joan Manuel Serrat a través de la música.
“Lo que ha sucedido ahora no es producto del azar”, dijo mirando a un infinito impreciso. “Soy uno de los hombres que Fariñas quería ver en libertad para entonces poner término a su huelga de hambre. Me siento en deuda con él”.
“Vivimos en una sociedad enferma que lleva 50 años en crisis. Ha sido un goteo lento. Pero no queremos ni mucho menos que desemboque en violencia. Somos una oposición pobre en recursos pero no en ideas. Lo primero que habría que hacer es emprender una campaña de alfabetización sobre la democracia, ya que los cubanos no sabemos nada de esa asignatura. A partir de ahí ya podríamos comenzar…”.
Cuando se bajó del podio me pasó por al lado porque yo estaba en las primeras filas. Le extendí la mano derecha y le di las gracias en nombre de los que nos fuimos tarde o temprano de aquella isla, huyendo de un sistema bárbaro preñado de cancerberos, aunque duela decirlo. Me miró sin palabras, en breves segundos, e hizo una señal de perdón ladeando la cabeza. Como si dijera que él también me acompaña en sus sentimientos.
Pocos minutos antes, en la misma mesa, Iñaki Anasagasti, senador por el Partido Nacionalista Vasco, nos había dicho de buena tinta que Moratinos, el canciller español, mediador en el programa de excarcelaciones, había disfrutado el partido de fútbol de España contra Alemania en compañía de Raúl Castro. Precisamente ese día estaba en proceso la liberación de José Luis García Pacheco y otra decena de cautivos cubanos que no habían hecho nada más que decir en voz alta su opinión.
No me explico cómo se puede frivolizar tan fácilmente una cuestión de vida o muerte.
Desde este espacio doy la bienvenida a los excarcelados que llegan a España; o sea, doy la bienvenida a nuestros verdaderos héroes.

Foto del autor
José Luis García Paneque, a la izquierda, comparte mesa con Juli Minoves, diplomático andorrano que ha seguido de cerca la situación política de Cuba.
Aquí podrá ver un video de Televisión Española con una entrevista a José Luis García Paneque y su compañero de viaje, Pablo Pacheco.

viernes, 16 de julio de 2010

Los sobrevivientes (X y final)



Ayer, casualmente, conocí a un negro cubano que lleva treinta y un años viviendo en Catalunya, en un pueblo pequeño de la costa mediterránea donde yo tomaba una cerveza por la tarde y miraba el mar.
Debo haber dicho algo en voz alta para que él me identificara como cubano. No hubo otra manera porque no nos conocíamos de ninguna parte. Lo cierto es que terminamos de conversar cerca de las ocho, cayendo el sol, dos horas después de que él me preguntara si soy de Cuba y yo lo invitara a sentarse a mi mesa.
Pagamos, alternativamente, cada uno varias rondas de Estrella Damm, de la clara, porque la versión tostada de la cerveza catalana nos hubiera enredado la lengua.
Llegó aquí en un barco mercante, en 1979, siendo un chaval de veintipico. Había zarpado en Santiago de Cuba, de donde es natural, a bordo de un carguero que comerciaba con los antiguos países socialistas de Europa Oriental y cubría esa vez una ruta por el Mediterráneo, con final en Odessa, atravesando el estrecho del Bósforo. Pero en una escala técnica en Barcelona, Basilio quedó en tierra escondido de todos y hasta de él mismo. No sabía por qué, pero Barcelona le sonaba bien.
Aquí acababa de triunfar la democracia, luego de una agónica dictadura que duró cuatro décadas y terminó con el caudillo mismo, aunque enfermo, propiciando la transición por intermedio de la antigua monarquía. En este contexto, Basilio comenzó a tirar cuerdas para amarrarse a un lugar, como una operación de cabotaje que asegura en poco tiempo que la nave no quede al pairo. En aquellos años era muy raro ver a un negro por aquí, y más raro aun que hablara español. Los pocos que había eran africanos que, según Basilio, fueron los que comenzaron con el tráfico de droga en España, de droga dura.
Con ese hándicap obligatorio, tuvo que acostumbrarse a que lo confundieran y le solicitaran documentación a cada rato. Luego vinieron las construcciones para las Olimpiadas del 92 y fue el momento en el que el santiaguero, más negro que un teléfono ruso, se afianzó definitivamente en Barcelona, como ayudante de obras. Hoy tiene un trabajo fijo en el ayuntamiento de uno de los pueblos del Maresme, donde vive y lo encontré; está casado con una catalana y piensa jubilarse con ella en un piso que compraron en Tenerife. Tiene cerca de 60 años, aunque, como sucede con la gran mayoría de los negros, aparenta mucho menos.
-¿Has vuelto a Cuba?-le pregunté.
-Solo una vez y fue hace muy pocos años. Pero ese viaje me sirvió para reafirmar una sospecha…La sospecha de que ya no soy de allí. Me sirvió para terminar de amarrar la nostalgia a un árbol, con siete candados de hierro e incluso estoy pensando en tirar las llaves al mar.
-¿Cómo fue el encuentro con Santiago?
-Aquello está para regalárselo a quien lo quiera. Nada funciona, todo destruido, está para entregárselo a la providencia y que haga con esa tierra lo que le dé la gana. En treinta años las cosas están peor que cuando decidí no volver, así que con esto te lo digo todo. Mi mujer lloraba con la pobreza que vio a ambos lados de la carretera, porque fuimos en guagua desde La Habana, un viaje que seguramente no realizaré jamás. ¿Y tú? ¿Has vuelto?
-Acabo de regresar de la isla. Estoy todavía procesando todo aquel desastre. Mi madre estaba ingresada en el que dicen es el mejor hospital general público del país, el Ameijeiras, y aquello era un desastre. Los ascensores tardaban casi media hora en llegar…
-Es que no sé a quién se le ocurrió hacer un hospital tan alto, cuyo funcionamiento descanse en los ascensores, en un país donde no hay piezas de recambio y casi no existe el mantenimiento…
-Es que ese edificio iba a ser un Banco, no un hospital.
-¿Y cómo está la vieja?
-La vieja murió. Falleció a los pocos días de yo regresar de allí. Tenía cáncer. Lo peor es que, en el estado crítico que estaba, la enviaron para la casa, a que muriera allí. La pasamos verdaderamente muy mal, no había condiciones para que no sufriera tanto, ni pañales desechables, ni toallitas jabonosas, ni alimentos líquidos como aquí. Me dolió mucho, Basilio, no sólo porque fuera ella, sino porque en ella vi el final que nos ha deparado este gobierno a nosotros como nación. Simbólicamente sentí que, con mi madre, se iba el daño que nos han hecho, sentí que comenzaba a marcharse la dictadura, fíjate…
-Lo siento, Jorge. Me imagino lo que habrás pasado. ¿Qué te queda en Cuba?
-De sangre, solo un medio hermano muy joven. Con los amigos que quedan en La Habana hice un pacto verbal, firmado con ron, en el que juré no olvidarlos nunca. Creo que ya me despedí de aquello, como tú. Mi padre también murió y mi casa la perdí legalmente al marcharme. Mi casa que fue construida por mi familia antes de que llegara este gobierno.
-¿Entonces, qué planes tienes?-preguntó Basilio mientras servía cerveza en ambos vasos, tal vez esquivando la mirada a mis ojos que en esos momentos comenzaban a ponerse cristalinos, húmedos.
-Hacer como tú-dije-. Buscar un árbol viejo, lleno de raíces, y amarrar ahí la nostalgia, con candados. Las llaves de momento estarán en un cajón de mi armario. No me queda otra, Basilio. ¿Estamos o no estamos jugando a vivir?


Foto del autor
Un ficus ha reventado la acera de una calle del Vedado, en La Habana. Lleva años así, ante la mirada resignada de la gente que tiene que dar la vuelta para seguir su camino.

miércoles, 14 de julio de 2010

Los sobrevivientes (IX)



Si me duele ver a mi ciudad arrastrada por los pelos hacia no se sabe dónde, desvencijada por la sumatoria de objetos que se rompen y no se componen, me duele más comprobar la soledad en las personas.
Aclaro que no me refiero a la soledad absoluta. Por suerte, Cuba es un país donde todavía existe el oído atento y el abrazo espontáneo, de esos que vienen como un pulpo juguetón, y no te sueltan, no te sueltan a pesar del calor. Esos son algunos vecinos, como había dicho antes, y algunos desconocidos que no han perdido la costumbre de tocar. Pero tristemente las cosas han cambiado desde que entró en escena el dólar y su equivalente maldito.
Obsérvese esta foto que tomé mientras esperaba a una amiga en los alrededores de la Plaza Vieja.
Parece un escenario natural y en realidad no lo es.
Hay un sonero de raigambre total que intenta animar a los comensales de la única mesa ocupada en el salón. Son las dos de la tarde –lo digo yo que estaba ahí-, hora ya tardía para almorzar en La Habana. El sitio no está climatizado porque se trata de una antigua casa colonial y han respetado el ambiente de origen. El sonero, cuya fuerza le llega de África más que de los platos hipercalóricos que come diarios, suda con gotas gordas pero no pierde la sonrisa. Detrás del sonero, aunque no se observa en la foto, hay un septeto instrumental que toca como si fuera una actuación en el Carnegie Hall, a teatro lleno. El público natural de este espectáculo está situado detrás de una ventana, como polizonte que quiere llegar a algún lugar y ya no le importa ser visto porque está en alta mar. El fotógrafo (un servidor) toma una cerveza acodado en una barra vacía, pensando en qué sería de esos soneros si la cosa no estuviera tan mal.
Al final de la tanda, el sonero pasa el cepillo y solo recoge el equivalente de dos dólares, uno por parte de los comensales y otro por parte del fotógrafo.
Tienen que repartir esos dos dólares entre siete músicos.
Hay pocas esperanzas de que entren más comensales. El calor de la calle es desesperante, abusador. El turismo está en baja total. Entre otras razones, la isla ha dejado de ser una tierra deseada porque se ha puesto vieja, cansina. El local es precioso, restaurado, con sus cristales de medio punto enteros, como si fuera una burbuja que navega al pairo.
Me sabe mal la cerveza, me sabe mal beberla en ese lugar donde yo no estaría sentado si no fuera turista. Pero yendo más allá, me doy cuenta de que no soy turista, me doy cuenta de que no hay nada más triste que un sonero ejerciendo entre cuatro paredes solitarias, a sabiendas de que afuera la gente quiere bailar.
Apuro la cerveza porque me he equivocado de lugar.

(Continuará…)

Foto del autor

martes, 13 de julio de 2010

Los sobrevivientes (VIII)



Otra vez, el astuto poder militar de la isla se sale con las suyas enviando al destierro a un grupo de presos políticos, en fecha tan significativa como la de una resaca mundial por el campeonato de fútbol.
No es casualidad. Esto está muy bien estudiado y no es la primera ocasión que ocurre. Hoy mismo, que estará llegando a España media docena de excarcelados, puedo garantizar que este país desde donde escribo tiene su mente puesta en la copa dorada y en sus ídolos jovencísimos, en lo que ha significado para los españoles obtener el título de campeones del mundo, algo así como la histeria colectiva más grande que se ha vivido en estas tierras desde que Franco murió.
¿Qué importancia podrá tener hoy en la prensa ibérica un grupo de hombres condenados injustamente por pensar y manifestarse a rostro descubierto, que han sido utilizados como objeto de cambio y cuyos años en prisión sólo han servido para aumentar el dolor de ellos mismos y de sus familiares?
Lo más triste del caso es que el gobierno español, representado por un mediador, el tristemente célebre Miguel Ángel Moratinos, sabe a ciencia cierta que Cuba vive la peor de sus crisis económicas y sociales, que está desabastecida totalmente y que la mayoría de los empresarios extranjeros que mal funcionaban en la isla se han marchado de allí por falta de liquidez, porque el gobierno cubano no les paga, ni les pagará, sus operaciones de mercado. Pero el ejecutivo español hace de la vista gorda y entra en el juego político de la excarcelación para apuntarse un tanto en la Comunidad Europea, algo que, desgraciadamente, será pan para hoy y hambre para mañana.
Aunque estamos hablando de dos estados sin escrúpulos en este caso, hoy, sin embargo, es un día alegre para los prisioneros, porque dejarán de vivir en una celda lúgubre y podrán caminar por las calles de España sin que nadie les pregunte adónde van. Eso sí, todavía no hay nada seguro de que puedan regresar a su país, que es el mío y el de toda una nación de alrededor de 15 millones de personas que esperamos el cambio definitivo en ambas orillas.
En lo particular, me alegro enormemente por los prisioneros políticos, pero estoy convencido de que se trata de una estrategia de la familia Castro para ganar tiempo. Ninguno de los pasos que dan estos deplorables hermanos van lanzados al aire. Llevan muchos años tejiendo la discordia en todos los niveles humanos posibles como para no añorar morir en sus oscuros palacios.
Acabo de regresar de La Habana y lo que más vi fue gente sentada frente al televisor entretenida con el fútbol, en horario laboral. Allí no existe producción alguna y para próximos días el gobierno anunciará una eliminación de cientos de miles de puestos de trabajo, lo que se suma a un aumento de la edad de jubilación para hombres a los 65 años. Un contrasentido más, sin lugar a dudas.
Muchos de los jóvenes se dedican a buscar como sea esa extraña moneda equiparada al dólar (casi al euro, pues la cambié en estos días a 1.08) y que todo el mundo sabe que es ficticia, pues las pocas cosas que se pueden comprar con el denominado CUC ya están pagadas de antemano.
Me pregunto una y mil veces, diez años después de marcharme de allí, qué se puede esperar de un gobierno que vende a la población productos alimenticios norteamericanos –muy caros, por cierto- cuando engaña al mundo diciendo que está bloqueado; un gobierno que hasta hace poco fue cruel persiguiendo a los homosexuales y ahora hace un festín liberal vendiendo condones en las desoladas cafeterías de la ciudad.
Hace mucho tiempo le perdí el respeto a esa familia instalada en el poder.
Me alegro enormemente de que estos rehenes que llegan puedan encaminar sus vidas de alguna manera y espero que el estado cubano mantenga la palabra de liberar, en meses venideros, a todos los restantes prisioneros de conciencia.

(Continuará…)

Foto del autor
Unos jóvenes juegan al fútbol en las inmediaciones del palacio de gobierno.


lunes, 12 de julio de 2010

Los sobrevivientes (VII)



En La Habana, desde que la ciudad existe, hay una razón intocable para hacer y ver teatro. Me atrevería a decir que se trata de una tradición inamovible que viene de los tiempos de aquel cabildo español asentado tranquilamente dentro de una muralla. Y, con toda la que ha caído desde entonces, el arte dramático se resiste al deterioro general y busca nuevos espacios.
Una porción la garantizan las instituciones culturales creadas desde los primeros años de la mal llamada Revolución, organismos que todavía subsisten como parte de la burocracia activa del país pero están ahí para por lo menos oír los reclamos de actores y directores; y otro pedazo –seguramente el más vital- es el del amor al arte.
Como trabajé a lo largo de casi una década escribiendo sobre teatro en el periódico Granma, pensé, durante este viaje, que ver una función me haría bien. Aunque por otra parte fuera doloroso recordar aquellos tiempos cercanos, debido a que mucha gente ya no está en el país y los que permanecen allí luchan con dignidad por un salario solvente que es en la práctica imposible.
Había un estreno de un espectáculo unipersonal, a cargo de la excelente actriz María Teresa Pina, de quien reseñé en su momento el primer premio que obtuvo en el octavo Festival del Monólogo y Espectáculos Unipersonales, en marzo de 1995, por Elogio de la locura, actuación femenina en teatro dramático. Me fui a verla a la pequeña sala que han hecho como memoria de ese gran actor que fue Adolfo Llauradó. En esta ocasión, María Teresa encarnaba la biografía de La Lupe, la cantante cubana (santiaguera, para más señas) que hizo época en el club La Red, donde se mostraba tan histriónica como histérica, ya que lanzaba sus zapatos al público.
Luego, de La Lupe no se supo casi nada, como sucedió con muchos músicos cubanos que emigraron a los Estados Unidos. Pero la memoria es capaz de sacar agua del pozo, ponerla a correr en un curso natural y mantenerla viva otra vez. Solo, parece ser, es cuestión de tiempo. El dramaturgo es Carlos Padrón, santiaguero también y no por casualidad ha retomado la historia de La Lupe. La directora de la puesta es una actriz de todos los tiempos: Verónica Lynn, ahora dirigiendo el grupo Trotamundo. Pero de todo el listín, a diferencia de cómo se enfocó el cartel de la obra, yo pondría un texto más o menos así:
Teatro Trotamundo presenta a María Teresa Pina en La gran tirana
Ella es un ciclón en el escenario, toda fuerza expresiva y todo sentimiento, porque encarnar correctamente a La Lupe no es cosa fácil. Más cuando el espectáculo le exige la caracterización de varios personajes dentro de un mismo espacio escénico, personajes que tuvieron que ver sobre todo con la cantante en su vida en EEUU, precisamente el ángulo que “nos perdimos” con la Revolución.
El teatro, tal y como lo viví en la década de los 90, sigue siendo una válvula de escape muy bien utilizada por el gobierno. Un sitio donde se suelta el humor, bueno o malo aunque reprimido; donde se hacen críticas abiertas o enmascaradas y sobre todo un sitio –hablo de un lugar físico, obviamente- donde la memoria histórica no se pierde jamás.


(Continuará…)


Fotos del autor
María Teresa Pina, aunque mucha gente la conoce de la televisión, es, sobre todo, una mujer hecha para las tablas. En esta imagen de la izquierda, el cartel original de taquilla.

viernes, 9 de julio de 2010

Los sobrevivientes (VI)



La alta política es una sucia mascarada de los que no tienen que zapatear un alimento esencial o una medicina. Los presidentes de España y Cuba, y sus guardametas principales, no han tenido que sufrir en estos días de intenso calor la búsqueda de unos polvos para hacerle gelatina a un enfermo que ya no podía comer nada más.
Listines de teléfonos pasaron rápido sus hojas correspondientes a todos los confines de la ciudad. Tienda tras tienda con la misma pregunta:
-¿Ustedes tienen gelatina?
En La Habana, ni comprada con moneda dura, aparecía la gelatina. Hasta que alguien perteneciente al dispositivo familiar localizó un sobre en las reservas más íntimas de un vecino. Llegó la gelatina a los labios de mi madre con el concurso de mucha gente solidaria que no dudó en formar parte del dispositivo; llegó una enfermera profesional, vecina y también con sus problemas domésticos; llegó un transportista voluntario que estudió conmigo en la escuela primaria; dio el sí un médico también amigo que estaba de guardia y desvió por 24 horas, no sé si responsable o irresponsablemente, una de las dos sillas de ruedas que tenía en el cuerpo de guardia.
Se tejió una red social inédita en los días de mi vida.
Aparecieron más sobres de gelatina, poco a poco, mientras el país saltaba con los goles del mundial. No sé cómo se las arregló el gobierno cubano, pero han pasado todo el mundial, los juegos grandes y los más intrascendentes. Para que luego no digan algo los que acostumbran a quejarse.
Dos tormentas en días seguidos limpiaron un poco las calles pero debo decir que no enfriaron el ambiente. Todo lo contrario. Cuando está nublado es peor porque un techo bajo te aplasta con la humedad. Una de las tormentas me cayó encima el día que fui a devolver a escondidas la silla de ruedas. Por un lado me hizo feliz que una de esas tormentas coincidiera conmigo en aquella isla, como antes, cuando me mojaba ex profeso para arrastrar cosas de mi mente. Por otra parte, me castigaba la idea de haber extraviado, en coordinación con un médico, los pocos recursos que tiene un hospital.
Estuve muy contrariado en La Habana, tratando de hacer las cosas lo mejor posible. Sabía que transitaba por un estado de sitio y no me era factible meterme en política. Ni siquiera pensar en política. Debía concentrarme en la enfermedad de mi madre que era el tema principal de mi visita, como si mi madre no fuera parte de ese engranaje absurdo en el que no funcionaban las cosas, los servicios, ni siquiera el dinero. Fue la gente la que me ayudó a no perder el aliento, la gente cercana de toda la vida y la que conocí en esos días enrolada en el dispositivo de acompañar a mi madre. Un dispositivo espontáneo que actuó sólo con sentido común y sentimiento.
Me pregunté cuántas historias paralelas podían estar ocurriendo en La Habana mientras los encargados de la alta política se daban la mano diplomáticamente.

(Continuará…)

Foto del autor, tomada en un agromercado de La Habana.

jueves, 8 de julio de 2010

Los sobrevivientes (V)





Uno se resiste a pensar cuál hubiera sido el dibujo actual de la capital cubana de no haberse instalado allí esta larga dictadura. Aunque nos seduzca la utopía, desde mi punto de vista, no vale la pena soñar porque la realidad es demasiado contundente y contraria. El tiempo sigue pasando ante la impotencia del habanero sensible, el que ama su historia y sus bases urbanísticas. Este que sabe que todo lo bello, los parques, grandes avenidas, torres en la línea de mar, estaban construidos antes de que llegara la denominada Revolución. O sea, hace más de cincuenta años.
El máximo líder de esa Revolución se lo encontró todo hecho. Los edificios ministeriales, la Biblioteca Nacional, los teatros. En lugar de beneficiar la ciudad con los avances tecnológicos, la empobreció arquitectónicamente con esos feos edificios grises de estilo soviético, prefabricados y puestos en cualquier lugar sin criterio urbanístico alguno. En una época se los perdonamos porque pensábamos que era más importante el beneficio de la justicia social prometida que la estética de la ciudad. Sin embargo, a la vuelta del tiempo, esa seguridad social ha sido una falacia y La Habana se muestra ante nuestros ojos como una ciudad bombardeada, una ciudad de posguerra sin que hubiera existido verdaderamente una contienda bélica.
La antigua Avenida de los Presidentes, uno de los paseos más bellos de la capital, exhibe ahora, en lugar de los próceres nacionales, a los de otros países latinoamericanos escogidos con toda intención. Simón Bolívar, Eloy Alfaro, Omar Torrijos. La lectura que debe hacerse de la reciente instalación de estos monumentos es que la Revolución se agarra del último gajo que queda para subsistir. Ese eje “izquierdista” formado por Venezuela, Ecuador, Nicaragua, entre otros países afines, es el último golpe propagandístico del régimen cubano; es como si se dieran cuenta de que la naranja ya no tiene más zumo pero deciden darle una vuelta más en el exprimidor. Por eso parecen tan forzados los nuevos monumentos, pegotes de piedra y metal en el centro de una avenida histórica por la que ya casi nadie transita debido a la escasa sombra que hay.
También han ampliado los canales de televisión. Ya no son dos, como se mantuvo el éter cubano a lo largo de casi medio siglo de dictadura. Ahora son cuatro o cinco pero todos dicen lo mismo. Lo han hecho para taponar ondas enemigas que dicen lo contrario al régimen. Uno de los nuevos canales, no por casualidad, es Telesur, la televisión exclusiva del militar Hugo Chávez. Se les ha permitido una frecuencia en el rango de audiencia cubano para que la gente vea cómo está el mundo. La propaganda en este caso ha sido efectiva.
No pocas personas me miraron en estos días con cara de pena. Parecían compadecerme porque vivo en un país capitalista en crisis. ¡Cómo la estarás pasando!, se leía en sus frentes. Esos mismos seres cuya canasta familiar es sin lugar a dudas una de las más caras del mundo. Esos mismos compatriotas que soportan largas caminatas –kilómetros- para llegar a su destino, con el estómago rugiendo, medio vacío o medio lleno de arroz y frijoles, por suerte. Pero sí, pensaban que yo la estaba pasando mal en España.
Es muy surrealista.
Surrealista ha sido siempre nuestro ámbito, del que uno jamás se puede desprender porque lo quiere incondicionalmente.
Cuba -me decía un simpático amigo que no se traga la propaganda del castrismo- es de los pocos países del mundo que no han sido afectados por la crisis. Siempre ha estado igual. Se mantiene ahí, en la misma miseria.
En próximos capítulos hablaré de los hospitales, que los viví en carne propia ya que por desgracia mi madre estaba en una situación extrema.

(Continuará…)

Fotos del autor
Dos caras de la antigua Avenida de los Presidentes, ahora llamada simplemente calle G. La foto superior muestra el monumento a Eloy Alfaro, liberal presidente ecuatoriano que modernizó la sociedad de su país a finales del siglo XIX y principios del XX. La instantánea de abajo es un retrato de la decadencia que convive en la misma Avenida. Solo hay que girar el ángulo de visión. La Habana ahora es así: contrastante y necesitada de un criterio unificador que no sea el abandono.

miércoles, 7 de julio de 2010

Los sobrevivientes (IV)



Desde que me advirtieron de la instalación de ojos mágicos en los postes de la luz no hacía otra cosa que mirar hacia arriba. Allí estaban, como farolitos cándidos pendientes de un brazo de metal que resistirá el temporal de turno, la tormenta tropical llamada Equis y las radiaciones ultravioletas de ese astro rey perenne en los cielos de Cuba.
Nadie se atreve a lanzar una piedra a esas cámaras porque sabe que enseguida irán a buscarlo. Todo está controlado desde el aire, comenzando por el trapicheo ligero y hasta la marcha disidente organizada con coraje por las mujeres de blanco, cuyos maridos están encarcelados precisamente por disentir a camisa quitada. No están escondidas las cámaras, no es algo sutil. Son registros abiertamente conocidos para intimidar a la población y que ésta no sea capaz de unirse en cientos de miles y salir a la vía pública de una vez y por todas.
No se ven tantos policías como antes, tantos agentes de carne y hueso, quiero decir. Ahora en su lugar están las filmadoras omniscientes.
Es el más reciente –ojalá que sea el último- invento de las fuerzas de poder para tener controlada a una población cansada por la falta de recursos y por el calor. ¡Ese calor tan insoportable! Es como si la naturaleza se hubiera ensañado también con Cuba, porque años atrás no era tan brutal. En realidad nunca estuve a más de 34 grados centígrados esos días –en Sevilla, ahora mismo, tienen 40-, pero la humedad a un 90 por ciento provoca una sensación de bochorno insoportable. Esto significa, en España, estar pegajoso todo el día. Ahora en Cuba es necesario llevar sombrillas y gorras, abanicos y envases de agua. Años atrás no era así.
Pero no sólo las evidencias de las cámaras castigan el desenvolvimiento natural de esta ciudad; también lo hacen las tarifas eléctricas. No todo el mundo tiene un acondicionador de aire en su casa. El que lo tiene, se ve obligado a negociar directamente con el cobrador de la luz porque los precios del kilovatio/hora son impagables. Y ahí está otra de las ramificaciones del camino del CUC (Moneda libremente convertible que, siendo oficial, no está presente en los sobres salariales de los cubanos). El cobrador de la luz necesita ese CUC para comprar víveres, y el que posee un acondicionador de aire tratará de dormir fresco. El reloj contador marcará una lectura ficticia.
¡Dígame usted si, con tantos problemas verdaderamente existenciales, la gente va a tener tiempo de buscar información política más allá de los canales establecidos! ¿Quién es Yoani Sánchez, quién es Guillermo Fariñas, quién fue Orlando Zapata Tamayo, quiénes son las Damas de Blanco, quiénes son los cientos de prisioneros de conciencia que en estos momentos están siendo negociados entre el actual gobierno español y el cubano?
Desgraciadamente hay que decir que no todo el mundo maneja estos nombres. No hay cabeza ni tiempo ni energías para andar en disidencias. Hay que buscarse la vida.
Por eso creo que los cubanos que viven en la isla se enterarán tardíamente de que las cosas políticamente han cambiado. Siempre ha sido así: los de adentro, esa masa moldeable a fuerza de castigos diversos, será la última en recibir lo que se merece. Respeto, información, libertad de movimiento y libertad de expresión.
Hoy mismo es noticia en el mundo entero la visita del canciller español a Cuba con el propósito de canjear unos prisioneros de conciencia. Pero no nos engañemos. El día a día de los cubanos sigue siendo insoportable. Solo hay que salir a la calle. Y esta sufrida realidad, de momento, no la arregla Moratinos ni el Partido Socialista Obrero Español. Mucho menos la arreglarán los comunistas españoles porque se aprovechan de ella.

(Continurá…)

Foto del autor
Un parque del Vedado, en la intersección de las avenidas G y Línea, muestra parte de un regalo del gobierno austriaco, un jardín musical. Queda la inscripción de piedra donde reza que un día estuvo allí una reproducción de la famosa estatua dorada de Johann Strauss. La escultura fue robada y queda solo el pedestal (al fondo de la imagen). ¿Qué han hecho los ladrones con Strauss y cómo no fueron detectados por las cámaras de los alrededores?

martes, 6 de julio de 2010

Los sobrevivientes (III)



Elenita fue la maestra de casi todo un barrio del Vedado. Hoy, sus alumnos de primaria oscilan entre los treinta y los cuarenta y cinco años de edad, de manera que ella sobrepasa los setenta.
Era una mujer elegante y con unos modales exquisitos; más que refinada, poseía el don del equilibrio en sus maneras de tratar a los niños y a los padres en cualquier lugar en que los encontrara. Alternaba con esa rectitud de institutriz que terminaba siendo miel en el paladar de, al menos, tres generaciones de cubanos, varones y hembras.
Su peinado era compacto y elegante, siempre recogido hacia atrás para dejarle el rostro totalmente despejado. Llevaba pendientes de alguna piedra verde anunciando la esperanza, ese futuro prometedor que en sus labios, en sus manos, parecía siempre posible, parecía tan tangible toda vez que ella lo había dejado todo –excepto la elegancia- para dedicarse a los demás.
Era una solterona dulce y tierna que se dedicó a sus sobrinos entregándoles la educación y el cariño suficientes para que éstos no la olvidaran jamás. Su casa, un apartamento amplio y luminoso construido con ganas a orillas del Malecón, estaba poblado de niños hasta las nueve de la noche, alumnos suyos a los que ella repasaba en horas extras sin cobrar nada a cambio. Recibía a cambio un buen resultado docente, una sonrisa de los niños y de sus progenitores y, cada año, una tarjeta de felicitación por el Día de las Madres, que lo era sin haber parido.
Era una rara avis, una gente de antes que vislumbró en la mal llamada Revolución Cubana un tiempo de esperanza.
Han pasado casi 45 años –mi edad, porque ella me vio nacer- y estoy sentado en el balcón de mi padre mirando el mar, una mañana serena aunque tórrida, de esas cuyas brisas calientes uno no sabe exactamente si desearlas o repudiarlas. Estoy de paso en La Habana, asustado por una terrible enfermedad que han diagnosticado a mi madre y prefiero pasar desapercibido por el vecindario. No tengo cabeza ni tiempo para casi nada ni nadie. Me embarga una terrible tristeza al ver mi ciudad hecha añicos, remendada con rejas diferentes, trajinada por el salitre como siempre pero falta de mantenimiento, necesitada de un abrazo sincero. El ascensor del edificio, como casi siempre, espera una pieza insoluble para echar a andar. Esto obliga a que nos crucemos por la escalera los vecinos nuevos y los de toda la vida. Pronto tendré que bajar e ir al hospital para ocuparme de mi madre.
Estoy pensando en cómo era todo antes cuando suena el teléfono:
-¿Jorge?
-Sí.
-Jorge, soy Elenita…
-¿Elenita?
-Sí, la del piso cinco, tu maestra de primaria.
Se me hace un nudo en la garganta. Trago en seco y tomo aliento. Sé que me pedirá que baje a verla. Sé que verla es ver su casa, su entorno actual, su soledad, en lo que ha quedado esa elegancia de antes que prefiero conservar en mi mente con los colores y olores de mi infancia. Me dice que la puerta está abierta, que baje, que tiene muchas ganas de verme. Hago un esfuerzo y lo hago por ella, por esa voz apagada, temblorosa que encuentro detrás del hilo telefónico. Me imagino el desastre y no sé si aguantaré un golpe más. La decadencia es algo que no soporto, más si sé bien que se trata de una decadencia impuesta por el abandono total de una falsa Revolución. Sé que sus sobrinos se marcharon del país hace lo menos veinte años e intuyo que no se ocupan de ella, que no le envían dinero para que la pobre Elenita pueda comprarse algo, ya sea un perfume, un set de maquillaje o un poco de leche en polvo en el mercado negro. Sé perfectamente que su pensión, unos diez dólares o CUCs como mucho al mes no le alcanzan para nada. Me hago un lío en la cabeza pensando en que me voy a encontrar una viva estampa de la película Los sobrevivientes, esa magistral obra de Tomás Gutiérrez Alea que, en el año 1978, vaticinó en clave de humor negro todo esto que está pasando.
Le digo que sí a Elenita llenándome de valor, luchando contra el egoísmo y asegurándome de que un beso en su mejilla sería incluso más grande que una tarjeta de felicitación por el Día de las Madres.
Bajo las escaleras tosiendo porque los nervios estaban a flor de piel. La puerta está abierta, pero antes de la puerta hay, también abierta, una reja corrosiva que nunca estuvo ahí. Entro y la abrazo, la beso en la mejilla. Nos quedamos de pie sin saber por qué. Elenita está envejecida y triste, le han caído de golpe unos veinte años; sus manos ya no están arregladas, su pelo tampoco, su elegancia se ha perdido entre un marasmo de roturas que rodea la casa. El sofá de siempre está raído, resistiendo todavía los embates del tiempo. Los adornos son los mismos aunque de otro color. La mesa del comedor está donde mismo, las sillas igual, el televisor es lo único nuevo que hay, un televisor chino marca Panda. Sé perfectamente que para pagarlo tendrá que abonar casi toda su pensión. Me asombra ver el fútbol, el mundial, en pantalla. Pensé que Elenita era la única en esa ciudad que no vería el fastidioso mundial. Estaba harto de mundial. Harto de la voz de esos narradores sabios que están en todas partes como si sus palabras ubicuas fueran un salmo impostergable.
Los grandes auriculares de los narradores del fútbol es lo único análogo, lo único que encontré coherente con esa casa detenida en el tiempo. Me espantó ver todo en el mismo lugar, enmohecido y sucio como si nadie hubiera habitado ese lugar en veinte años. El corazón me latía aceleradamente y yo quería salir de allí. Me dolía ver a mi maestra con sus muebles rotos, con lágrimas en los ojos, pidiendo auxilio de amor. ¿Quién tenía la culpa? ¿El tiempo? ¿Sus sobrinos? ¿La Revolución? ¿Yo y todos los que nos marchamos?
¡Qué dolor, Elenita!
Estuve diez minutos, no más. Me pareció humillante dejarle dinero.
La volví a abrazar en la puerta. Sus buenos modales no habían desaparecido. Me dejó en las manos un papelito escrito con su puño y letra para que me comunicara con sus sobrinos y les dijera de su parte que los quiere. Me miró a los ojos sin temor a nada, como quien ya no espera más que un partido de fútbol programado a una hora exacta.
Podía haber huido de aquella escena sabida de antemano, pero no la evité y hoy pienso que hice bien. No sé cuándo volveré a La Habana aunque seguramente Elenita ya no estará.
-Escribe, hijo- le oí decir antes de que cerrara la reja y la puerta de toda la vida.

(Continuará…)

Foto del autor tomada de la televisión cubana.


lunes, 5 de julio de 2010

Los sobrevivientes (II)



Soy de aquellos que perdieron todo en La Habana, desde su casa y sus padres hasta algunos olores que ya obviamente no están. Ni hablar de viejas amistades regadas –bonita palabra- por el mundo a lo largo del tiempo. Con esta premisa tan dura como una piedra de río, me instalé estos días en el apartamento de mi padre, aun sabiendo que su ausencia definitiva me podía lastimar los pocos nervios firmes que me quedaban.
Pero ahí están todavía la viuda de mi padre y un hermano menor, sobreviviendo como mejor pueden ese día a día tan desgastante e incierto. Quiero decir: sin futuro. Ella ha dejado su trabajo de toda la vida y ha montado, junto con una amiga, una corporación para cocinar y luego vender tamales a domicilio. Así, me dijo, gana más o menos lo mismo pero no tiene jefe ni horarios que cumplir. Mi hermano se dedica a arreglar eternamente un viejo Moskovich que ya no es ni el asomo de lo que era, porque está tuneado con alerones y tubos de escape deportivos. El carro algún día podrá salir del garaje del edificio y dedicarse a trasportar pasajeros con destino a cualquier lugar; una manera común y corriente de buscarse la vida, ya que el transporte en La Habana continúa siendo una odisea en el espacio y nunca mejor dicho.
La Habana, para su suerte y desgracia, posee un radio tan amplio que un trayecto de punta a punta se considera un viaje interprovincial en términos de tiempo. Es cierto que han arreglado algunas calles últimamente, pero el mayor problema continúa siendo cómo trasladarse.
Jamás los americanos –los malos, el enemigo, para decirlo en lenguaje oficial- pensaron que sus automóviles iban a ser de vital importancia para la vida cotidiana, mucho menos sospecharon que sus carros iban a durar tanto tiempo. Gracias a ellos –a los viejos Buick, Chevrolet, Ford, Oldsmovile, Pontiac, Studebaker- los parroquianos llegan a su destino y otros tienen un empleo que les permite vivir ni bien ni mal. Simplemente los conductores sobreviven haciendo horas al volante y manoseando dos tipos de monedas –en papel y en metálico- con las que cualquier advenedizo se hace un lío tremendo.
Ahí está la más reciente maniobra de los dictadores más connotados del Caribe: han puesto a circular una moneda denominada CUC equivalente al Dólar e incluso al Euro, que no tiene contravalor con respecto a la economía del país y es necesario tenerla para sobrevivir. El Estado, primeramente, se queda con los dólares y los euros; en su lugar da esos papelitos como si fueran bonos canjeables y luego multa el producto final que está en las tiendas con un doscientos o trescientos por ciento de recargo.
No se puede decir que no sea una jugada maestra. Si usted quiere comprar algo, tiene que pagarlo al precio que sea, aun sabiendo que está comprando un producto extremadamente caro y de mala calidad. Además, comprándolo con una moneda que no es con la que le pagan en su trabajo oficial.
Es un galimatías, lo sé bien. Nadie lo entiende pero al Estado le funciona. La gente lo que sabe es que si no tiene CUCs en su billetera está frito. Y lo busca, lo lucha, como se dice en idioma popular. ¿Cómo lo hacen?
Pues robándole al Estado –no queda otra, porque en Cuba no existe la propiedad privada- y vendiendo el producto en esa moneda extraña pues es la única que abre las puertas.
Son los mismos CUCs que dan la vuelta, que pasan de mano en mano.
En Cuba hay un desabastecimiento brutal en estos momentos. Para que se tenga una idea, se rieron de mí una vez que entré a una tienda y pedí un litro de zumo de frutas tropicales. Fue tan ridículo que todavía me duele el gesto de desprecio de la empleada. Como si preguntara para sus adentros:
-¿Y este marciano de dónde salió?
No hace falta que me lo digan. Lo vi y lo acabo de vivir. Cuba tocó fondo. No hay un turista por las calles. El país está viviendo de las remesas familiares y éstas -se veía venir- han disminuido debido a la crisis económica mundial.
La inflación es tan fuerte que nuevamente se volvieron a reír de mí unos amigos a los que comenté cuánto dinero de bolsillo llevaba para el viaje.
-Ja, ja, ja. ¿Cien CUCs para una semana? Con eso aquí no haces nada- me dijo uno de ellos nuevamente mirándome como a un marciano.
-…Pero si con este dinero de bolsillo vivo muy bien una semana en Barcelona- respondí insultado.
-Aquí no, ya verás.
En efecto, cualquiera de mis amigos tenía 50, 60 CUCs en la billetera, luchados en diversos business. El problema está en que no hay nada para comprar. Y, los que pueden, se gastan esos CUCs en la playa de Varadero, a 35 el día, solo con derecho a las instalaciones del hotel pero pernoctando en casa. Así que la gente regresa tarde en esos cacharros americanos con decenas de copas en la cabeza.
Y mañana será otro día.

(Continuará…)

Foto del autor
Un Buick de los años 50 hace de taxi en La Habana.

viernes, 2 de julio de 2010

Los sobrevivientes (I)



Dicen que los empleados de Aduana del aeropuerto habanero duran poco tiempo en sus puestos, que los cambian a menudo al ser pillados in fraganti extorsionando a los viajeros; que sus superiores también caen en la tentación del abuso de poder y que los superiores de los superiores tienen que vender su alma al Diablo para poder subsistir.
Acabo de ver la desfachatez de unos jovencitos –la gran mayoría mulatos- requisando las maletas de los cubanos que llegaban en el vuelo UX51 de AirEuropa, procedente de Madrid. Era un espectáculo carroñoso extremadamente molesto para quien tiene más de diez horas vuelo en sus espaldas y asentaderas. Yo no llevaba más que el equipaje de mano pero me ofrecí para acompañar, como si fuera su marido, a una agradable muchacha “de mi quinta” que fue capaz de despejar mi cabeza durante todo el vuelo. Podía haber salido antes de ese extraño y feo edificio llamado Terminal 3, pero no quise dejar sola a mi confesora con el lío del pesaje de maletas.
Parece que les da roña que uno pueda vivir en otro país donde se compran los alimentos y las medicinas sin tener que delinquir. Parece que se ensañan con el que decidió marcharse de Cuba y a éste le aplican el doble castigo, el del desprecio motivado primeramente por la envidia. Yo le decía en el avión a ella -iba a mi lado- que cuando los cubanos aprendamos a diferenciar el Estado de la Nación estaremos comenzando a entendernos mejor. Porque el Estado son aquellos militares que permanecen en la cúpula de poder y la Nación somos todos los demás, los que nos fuimos y los que se quedaron, los taxistas y los empleados de Aduana.
Pero en Cuba es fácil que la gente se tome una crítica al depauperado país como un ataque personal. Ahí está una de las claves de la división entre todos nosotros.
Por eso el funcionario de Aduana, que está entrenado para humillar sin ton sin son, se esmera en el desprecio y te revisa –como le hicieron a ella- todos los prospectos de las medicinas, en actitud de doctor; revisa cada una de las latas de comida que harán feliz a una pequeña familia durante unos días; revisa la ropa interior de ella y, de paso, manosea sus támpaxs.
Es como si la autoridad sirviera para aliviar la frustración de vivir en un país que se hunde en la pobreza más extrema. La autoridad, la primera cara de Cuba autoritaria, está dentro de cada uno de esos jóvenes mestizos que no sobrepasan los veinticinco años y que tienen las mismas necesidades que el resto de la población; por eso manosean con lentitud todos los productos para que uno se desespere y le pregunte:
-¿Cuánto quieres por dejarme pasar?

(Continuará…)

Foto del autor
Un tramo de la antigua Avenida de los Presidentes exhibe una pintura mural con el yate Granma, el que, según el Estado, ha sido el barco de la libertad.