miércoles, 30 de junio de 2010

Nota de la Redacción



Una vez más he vuelto a La Habana en situación extrema. Parece ser que mis reencuentros con la ciudad donde nací están relacionados con el dolor. Hace dos años me despedí de aquellos cielos azules y de aquellas tormentas tropicales porque pensé –y deseé en contra de mi voluntad- no volver en mucho tiempo. Pero hay situaciones ineludibles capaces de cambiar una decisión e, incluso, capaces de precipitar un vuelo en tiempo récord.
Estoy de vuelta a Barcelona sin grandes percances aunque física y sentimentalmente hecho un trapo ajado, en el sentido más literal de la expresión. Todavía no he logrado quitarme de adentro el susto de pasar la frontera después de que a un cubano con quien me he manifestado frente a las puertas del consulado en Barcelona fuera expulsado y devuelto a España en el mismo avión en el que viajó. Todavía no tengo claro si la exclusión de Urbano González fue o no un hecho casuístico. Lo cierto es que, antes de comprar mi billete, por si acaso, me presenté en la oficina de la vicecónsul de aquí para que me asegurara que no me iban a deportar. Ella me dijo que yo no debía tener problemas al contar con una habilitación del pasaporte, pero todos sabemos que esto no es garantía absoluta.
A Urbano lo regresaron con el pasaporte habilitado.
Volé entonces con la posibilidad de que me devolvieran, con ese miedo metido dentro durante las casi diez horas de trayecto. No me importaba tanto perder el dinero como sentir en carne propia, igual que sintió Urbano, la humillación, el desprecio y el maltrato. Había algo sumamente fuerte que me hizo sentarme en un avión y aterrizar en ese lugar tan querido como detestado. Es una enfermedad grave de un ser querido lo único capaz de remover decisiones firmes, porque hace dos años, cundo fui a exhumar los restos de mi padre, juré incluso en voz alta que no volvería.
El choque con aquella realidad ha sido brutal. La depauperación general del país, incluyendo a las personas, ha sido más fuerte que un plomo de imprenta grabado para siempre en cualquier superficie. Será difícil de olvidar en los días de mi vida desde este otro lado del mundo en el que, dicen, hay crisis económica.
Acabo de ver La Habana en unos niveles de inmundicia muy preocupantes, hundida en una ola de calor húmedo tan desesperante como el mismo hecho de no tener qué comer ni cómo trasportarse. Continúan los carros viejos tirando en línea de un lado a otro y llevando a la gente por unos precios que igualan o sobrepasan en no pocos casos el salario medio de la población. En próximos días iré entregando mis impresiones del viaje –dos semanas allí, sin más ni menos-, y adelanto ya que no fui capaz de subirme a ese animal feroz llamado guagua aunque rebautizado desde hace pocos años como P1, P2, P3 y P4.
Dejo esta foto del amanecer del primer día, desvelado y extraño como estaba a las cinco de la mañana en el balcón donde también se desveló mi padre muchas veces. Pero esta imagen idílica del sky line habanero es un embrujo, un espejismo de esa desidia irreparable que es en lo que realmente se ha convertido la capital cubana: La cuidad más cara del mundo.
Gracias.



viernes, 11 de junio de 2010

Diez horas de vuelo



45 minutos de folclor

Parece ser que, desde España, lo mismo tarda un avión en llegar a Sudáfrica que a la mayor isla de las Antillas. Me pareció muy curiosa la relación de vuelo, cuando escuché decir al presentador de una cadena televisiva ibérica cuánto tardaron en llegar al sur del continente africano los futbolistas de aquí.
El tiempo es el mismo pero otra la dirección.
CNN + transmitió en directo la inauguración del campeonato mundial de fútbol en horas del mediodía, mientras hacíamos la sobremesa de este cierre de semana que se ha presentado dura, muy dura. Por fin, al margen de la lluvia que anuncian para este week end, los conductores de telediarios ensalzaban nuestros días con las expectativas que hay en el mundial, porque la crisis económica que azota a este país no tiene salida por el momento.
Es posible que, como hacen los magos, los programas informativos se saquen risas de entre los puños. Este querido y a veces malagradecido pueblo vive del fútbol sin temor a las consecuencias; deposita su dinero, sus ilusiones y frustraciones en los equipos regionales y, paradójicamente, cuando ganan, destroza el mobiliario urbano como signo de salutación. A partir de ahora y durante unos cuantos días, estará instalado en la ilusión que hace una España ganadora; ¡un triunfo de La Roja!, como en confianza se le denomina al equipo nacional.
Lo cierto es que, para inaugurar, no ha estado nada mal el espectáculo ofrecido. Fue un fino juego entre la memoria y la modernidad, 45 minutos sin utilizar pirotecnia ni agentes voladores. ¿Para qué si, además de sus recursos naturales, lo mejor que tiene África es precisamente su música, su folclor? La imagen del gigante escarabajo pateando de espaldas una pelota es perfecta para ilustrar el trabajo del hombre en la tierra, junto con la recurrente calabaza (otro gigante de 48 piezas) que el comentarista asoció a un bajo perfil de intercambio cultural pasando por alto su connotación religiosa: la calabaza es alimento exquisito para los altares yorubas.
Se veía altruista un cuerpo rubio interpretando danzas negras, un argelino cantando música disco en árabe y un trompetista que, según la sugerencia, estaría de vuelta desde Nueva Orleans. Un mapamundi de tela cosida como si fuera un trabajo de patchwork, del tamaño de un terreno de fútbol –nunca mejor dicho-, y unos guerreros antiguos que siempre fueron percusionistas.
No en balde se dice que todo cuanto hay en este mundo tiene su origen en África.

Es elogiable ver un espectáculo hoy en día lleno de colorido y que, sin embargo, no se valga como primera instancia de las luces artificales, del humo y de la pólvora. Es coherente que haya sido así viniendo de un país en el que conviven 11 etnias diferentes y todas intentan –al menos eso- respetarse.
Al ideólogo de una posible Sudáfrica multirracial, al veterano Mandela, se le abrió una ventana en el estadio, una pantalla también gigante. La desgracia le había tocado la noche anterior cuando se llevó la vida de una de sus bisnietas, jovencita, quien regresaba en coche de un concierto de Shakira. Mandela dijo que no tenía fuerzas para asistir a la inauguración.
Este caso me recordó al del pintor ecuatoriano Oswaldo Wayasamín, quien, ya mayor, perdió un nieto en un accidente de avión y no pudo superarlo. Dicen los estudiosos de las culturas precolombinas que el viejo retratista se metió en la cama a hacer su luto allí. O sea, a morir. Cosa que cumplió.
Esperemos que Mandela se reponga. Sus ancestros distan mucho de las tradiciones incas.
Hay 30 mil millones de telespectadores esperando los partidos de este momento histórico africano.

Foto: Clive Mason-Getty Images

miércoles, 9 de junio de 2010

Día gallego


La muchacha de la agencia de viajes no tenía a nadie más que a mí. Quiero decir: en la oficina. Era sumamente agradable, aunque administraba sus sonrisas como quien se cuida del ojo mágico que acostumbra a estar empotrado en el techo. Estaba a gusto conmigo; quería y no quería hablar. Cada vez que nos desviábamos del tema lo retomaba con suavidad, para hacer constar, en asamblea general entre una localizadora de vuelos y un viajante de clase turista, que ella se comportaba profesionalmente, amable y concentrada a la vez.
Entonces miró al techo buscando una respuesta. Desafió el ojo mágico sin pestañar.
Me buscaba entre montones de recuerdos, amigos, conocidos y ex alumnos de La Habana. Me tenía fichado y no sabía de dónde. Yo contaba con más datos sobre ella porque no era la primera vez que le compraba un billete de avión. Suele suceder con las personas que trabajan de cara al público.
Habían transcurrido unos ocho años desde la vez anterior. Ocho años en los que el paso del tiempo nos había cambiado un poco el rictus y el corte de pelo.
Presenté ahora un pasaporte español. Ella lo miró de lejos y dijo que no hacía falta. Solo el nombre.
También se me escapaban giros lingüísticos de aquí. Siempre me sucede cuando hago alguna gestión delante de un mostrador. Supongo que será porque se activa automáticamente un chip creado en los años que fui vendedor de electrodomésticos en una tienda.
La muchacha era de mi edad, más o menos. Seguro que menos.
Ostentaba una mirada triste que más tarde resultó ser una mirada cansada. Cansada de localizar viajes a todas partes desde la pantalla de un ordenador.
Tenía mi billete impreso junto la póliza de seguro médico. Me había devuelto la tarjeta del banco después de cobrar. Yo había firmado exactamente dos papeles. Uno era la póliza y otro el recibo del cobro electrónico. Habíamos hablado del tiempo, lo que se suele hacer en los ascensores si el trayecto es largo. Me estaba tratando tan bien que me dieron ganas de continuar hablando del tiempo. Y así hice.
Salió el tema de la melancolía y la lluvia. Afuera llovía flojo aunque el cielo estaba negro. Es una cosa rara en Barcelona, más en estos tiempos primaverales. Aquí siempre sale el sol, de una manera u otra. Aquí la gente ya va en sandalias, en vestidos trasparentes y gafas oscuras. No es momento para la lluvia después de un invierno tan largo. Por ese motivo no podía regalarle un día así. Un día gris no se regala. Salvo raras excepciones.
Al fin bajó la mirada y me dijo:
-Es que viví en Galicia. Varios años.
-¿Y qué haces aquí?-pregunté.
-Por trabajo.
-¿Sólo por eso?
Sonrió y no comentó nada. Volvió a pensar seguramente en el ojo mágico.
Me entregó el dossier completo en un sobre de papel cromado semi abierto.
Comprendí que debía marcharme, aunque no había entrado nadie más.
Sonó el teléfono y ella lo atendió, haciéndome una señal con la mano de que me esperara.
-Era de la Central… Bueno, que tengas un feliz viaje- se despidió amablemente.
-Lo dudo –dije-. No creo que ese sea el matiz exacto, pero te agradezco el deseo. Hasta la vista. Me voy afuera… a enfrentarme como todos a un día gallego.
-Yo me quedaré aquí hasta que salga el sol-bromeó la muchacha sin importarle el ojo revisor.
-Pueden ser setenta y dos horas, pero te entiendo (pronuncié su nombre). Supongo que no habrás dejado Galicia por cualquier causa injustificada.
Guardé el sobre en el bolso y le di la espalda. En la puerta me giré otra vez para decirle adiós y me encontré a la muchacha con la vista dirigida al techo, buscando todavía esa incómoda información perdida.
Notó que me detuve y entonces incorporó un adiós con la mano.
-Adiós.

Foto del autor. Cadaqués, Costa Brava

lunes, 7 de junio de 2010

Regalo y guía



La varita mágica de Photoshop

Llevo unos días recordando a un fotógrafo de prensa cubano a quien, desgraciadamente, un infarto masivo se lo llevó de este mundo siendo todavía muy joven. Era un rey del montaje artesanal, tijeras en mano, goma líquida de pegar y ampliadora después para desdibujar en el cuarto oscuro los cosidos que dejaba la superposición de imágenes. En los años 90, estábamos todavía en pañales en el más importante diario de La Habana –por la tirada lo digo, no por nada más-, pero allí se inventaban cosas que quedaban medianamente aceptables dentro la censura oficial.
La temática principal, que la gran mayoría de las veces era una imagen del máximo líder, engrosaría sin límites el culto a la personalidad de Fidel Castro, aunque en una reunión que tuvimos los estudiantes de Periodismo con él negó, exaltado, que la prensa nacional fuera capaz de endiosarlo. Como viví el proceso desde dentro, puedo asegurar que se cuidaban con absoluto celo las fotos a publicar; por eso recuerdo a Ahmed Velázquez tratando de podar a mano diferentes fotogramas para luego ensamblarlos, porque la escolta personal del comandante no lo había dejado trabajar cómodo sobre el terreno. Se lo curraba, como se diría aquí en España. Se lo curraba tanto que a veces le daban las tres de la madrugada encerrado en el laboratorio con un cigarrillo en la boca. Y luego lo premiaban, claro, enganchando en el mural del periódico su producto final.
Cuando apareció Photoshop en aquellas herméticas oficinas, fue Ahmed el primero o uno de los primeros en ponerse a manosearlo, dedicándole horas, días y meses a las nuevas herramientas, las mismas quizás tan comunes ahora en cualquier usuario de informática. Ahmed descubrió que con unos pocos comandos, un tampón de clonar, un pincel virtual, un borrador y una varita mágica se lograba un resultado de mucha mayor calidad y -¡lo mejor de todo!- no tenía que dar cuentas de los pliegos de papel sensible que gastaba para retocar al Todopoderoso. Fue una bendición Photoshop, pero Ahmed no llegó a disfrutarlo en toda su amplitud porque se infartó corriendo detrás de la noticia, que siempre era la misma.
Y en esto estuve metido la última semana en la que, como hacía el artista, me alejé de mi diario (o sea, de este blog) para centrarme en los laberintos de Photoshop, unas cincuenta horas cuasi obligatorias. Creamos imágenes caprichosas y recuperamos antiguas estampas; todo sin sudar la gota gorda y sin embarrarnos las manos con el pegamento aquel que olía a gasolina –¡era inflamable, sí señor!-; sin ostentar el surco rojo que dejaba la tijera maestra.
El Estado español, a través del Servei de Ocupació de Catalunya, me ha pagado un curso para estar al día. Recibo el regalo –sé que lo de regalo puede resultar polémico- como un vínculo con la memoria.
La profe Maite Cuartero explicaba el montaje como mismo es ella, como un nervio óptico. Yo la miraba fijamente a través de mis espejuelos de ver de cerca pero no la estaba atendiendo. La mente me iba atrás, a las tijeras de Ahmed y al bote de pegolín que manaba el anestésico olor a éter. Salíamos del laboratorio colocados, no estoy seguro de si era por el nerviosismo que provocaban las fotos con la imagen del susodicho, o si era por la cantidad de horas que echábamos encerrados en un lugar que, al final, nos ha superado a todos nosotros. Incluso ha superado la magia del Photoshop.
Porque aquel lugar era y es extremadamente racional.
-¿Me sigues, Jorge?-preguntó la profe a miles de kilómetros de distancia de La Habana.
-Perdón. Estaba remontado en el tiempo. ¿Has hecho alguna vez un montaje con tijeras?-quise saber.
Maite se extrañó de la pegunta y me dio por perdido.

Ilustración por cortesía de Mar Serra. Este montaje surrealista fue uno de los mejores ejercicios de clase.