miércoles, 29 de febrero de 2012

Agradecido, Messi

La penúltima visita al cardiólogo con Marc fue en la quinta planta del Hospital Universitario Germans Trias i Pujol, en la montaña de Can Ruti, donde nacieron hace seis meses mis mellizos. La última visita -quiero decir, la más reciente- fue esta mañana, pero el galeno, el simpático especialista Ricardo del Alcázar, nos recibió en una consulta nueva, todo recién pintado, lustroso, con equipamiento de estreno, como si ese lugar –que parece una isla- hubiera brotado de la nada.
Se entra por un pasillo conocido. Lo que nunca estuvo al alcance de mi imaginación –durante los dos meses en los que casi doy a luz junto a mi mujer- es lo que había detrás de una puerta cerrada. Dicen que las consultas externas de Pediatría siempre estuvieron allí, pero que no eran así. Parecían mucho más antiguas, originales, de la fecha en que se inauguró el hospital hace lo menos 25 años. ¿Entonces, qué ha pasado?
Cuando iba a preguntar –me moría de curiosidad- vi el mural dentro de la sala de espera. Reza claramente, en letras grandes: Fundación Leo Messi, y, debajo, con puntaje menor, Elegí creer.
¿Sería el astro argentino un benefactor de este humilde cronista de sucesos, quien no se acerca nunca ni a los hechos de sangre ni al fútbol?
En efecto: La Fundación del modesto deportista ha decidido remozar no solo las instalaciones donde se atienden mis hijos, sino, además, las salas de Pediatría de otros dos hospitales de Barcelona. La rehabilitación incluye juguetes y una videoconsola gigante en la sala de estar. Colores alegres, fuertes, como si entrara por una ventana la energía del gaucho más universal del nuevo milenio.
No es que el hospital se estuviera cayendo a pedazos. Faltaría más. Lo que pasa es que contrasta una remodelación en tiempos de recortes presupuestarios y de personal médico y paramédico.
Pero ahora ya tenemos la respuesta.
Ha sido Leo Messi, y a él, como padre, le agradezco.
Se lo contaré a los niños a la vuelta del tiempo. Seguramente, dentro de poco, estarán escuchado ese nombre por ahí.

Foto del autor
En la sala de espera de las nuevas consultas de Pediatría en Can Ruti.

miércoles, 22 de febrero de 2012

¿Quién pierde los papeles?


Las imágenes durísimas de cargas policiales en las calles españolas me preocupan sobremanera. Han dado la vuelta al mundo como si este país se encontrara en plena cruzada contra unos bárbaros que, de un lado, responden al deber supremo de obediencia estatal.
No hay nada peor que sacar las cosas de contexto.
La carga de esta semana en sí misma fue desmedida, brutal. Pero no estaban reprimiendo el derecho a manifestarse del pueblo, sino la intención de obstaculizar la vía pública.
Cada mañana paseo con mis mellizos un par de horas tranquilamente por donde vivo y no encuentro habitualmente ningún policía. Lo cual quiere decir que las calles no están militarizadas. Lo sucedido en Valencia, como lo ocurrido en Barcelona en mayo del año pasado, fue una reacción de los agentes ante insultos verbales de algunos manifestantes y ante el bloqueo de una avenida por donde deben circular automóviles y autobuses. También hay que decir que no había permisos para esta manifestación, cuyo epicentro está en un instituto.
En este país se pueden realizar protestas multitudinarias siempre y cuando se soliciten los permisos previamente, más que todo para que sea la propia policía quien dé cobertura y logística en la vía pública. He visto infinidad de veces las calles cortadas por los agentes para que pase un grupo de huelguistas, aun retardando el flujo del transporte público, o desviándolo por otras rutas.
Lo que ha pasado en estos días es debido al malestar que todos padecemos por reajustes económicos en nuestras vidas, y esto ha estallado en trifulcas verdaderamente penosas que nunca debieron ocurrir. No se gana espacios destrozando el mobiliario urbano –aunque sea la fachada de un banco, da igual, ya que el banquero no tiene sus bienes personales impregnados allí-, ni infiltrando a grupos antisistema dispuestos a liarla bajo cualquier concepto.
No se entiende cómo una población tan expoliada en los últimos tiempos como la de la Comunidad Valenciana –construcción de aeropuertos inoperantes, Fórmula 1 y otros macro eventos verdaderamente insulsos para la gente de a pie- continúe votando a los políticos que le dañan.
Si la delegada del gobierno allí dimite, si el jefe de la policía resulta destituido, da igual, porque ya el efecto de las imágenes se instaló en todas partes, imágenes penosas que no representan para nada el Estado de Derecho y la tranquilidad ciudadana que existe en este país.

Foto tomada del portal de RTVE. La imagen está ubicada en las inmediaciones del instituto Lluís Vives, de Valencia, cuyos estudiantes, en principio, protestaban por la suspensión de la calefacción en las aulas debido a los recortes presupuestarios. La policía dispersó a los manifestantes a porrazos.

lunes, 20 de febrero de 2012

La gala más allá de los Goya


Dicen que el día en que deje de existir esta gala se perderá todo el glamour. Es un esfuerzo que hace la farándula por subsistir. ¿De qué valdría emprender todo un año de trabajo –con esporádicas apariciones en la prensa- si luego no hay una alfombra roja por donde desfilar un vestuario –o una vestidura- que demuestra que este país está a tono con el mundo?
Son tan importantes los lauros a obtener como el pase de diseñadores que se lleva encima. La frivolidad es otro eslabón de la vida, querámoslo o no, pero es así. Por eso se veía a José Coronado –ganador finalmente de un Goya- incómodo en ese asiento, manteniendo el tipo delante de las cámaras, primeramente, en el vestíbulo. Es un actor comprometido con el hambre en África y es un ser consecuente con el arte para el cual estuvo predeterminado.
Por suerte, los noticieros aquí son serios y no abrieron con la entrega de premios del séptimo arte nacional, sino con la noticia más importante: las movilizaciones en varias ciudades como respuesta a la reforma laboral del nuevo gobierno. Siempre miro los telediarios y evalúo la cordura en dependencia de cómo abren. Pero ahí dentro, en la gala, que tuvo lugar anoche en el Palacio de Congresos de Madrid, se jugó a hacer política mediante el desgastado humor nada rebuscado, como es costumbre.
Nada que ver el estilo de El club de la comedia permanente en Eva Hache. Esas fórmulas aburren por muy ingeniosos que sean los gags. Es como si se complacieran a ellos mismos, riéndose un poco –Almodóvar no dibujó gracia alguna ni se apartó las gafas de sol- para pasar un buen rato, y mañana será otro día. Desafortunadísimo, además, el cabaret de Eva Hache al principio -¡nada más y nada menos que al principio!- con un desafinado que no se permitiría ni el más remoto casal de la tercera edad.
Y como siempre, echan mano de un cómico que las salva todas, el polifacético Santiago Segura, quien improvisa muy bien y deja las cosas claras en código de humor: Ni siquiera me han nominado pero de todas maneras estoy aquí, dijo más o menos para recordar que su saga de Torrente, con lo que recauda, es capaz de pagar la producción de varios de los filmes en concurso que casi nadie va a ver. Y no es que Torrente sea la sustancia que me guste para alimentar a este país, sino que el enganche sórdido de Segura es una realidad.
Ni el correctísimo Antonio Banderas, ni la presencia de su mujer, ni la bella Salma Hayek, que son figuras de otra dimensión, pudieron evitar que la XXVI gala de los Premios Goya fuera aburridísima y larga, con todo lo que cuesta hacerla.
Si no fuera por Isabel Coixet, quien al recoger su premio por un documental sobre Garzón, manifestó apoyo total al juez que hoy mismo ha dejado de ser juez, me hubiera parecido que nada iba en serio.
Por supuesto, no dudamos de la calidad de la multipremiada película No habrá paz para los malvados, ni de otro título, Eva, también con varios lauros, del cual, según he leído, apenas se ha recaudado en taquilla; pero estos productos, más allá de la gala, son harina de otro costal.

En la imagen, Eva Hache bromea con Antonio Banderas (foto Pepe Caballero)

miércoles, 15 de febrero de 2012

España va de libros



Pasan los días, pasa el tiempo para que este país salga de la profunda crisis que asola. Para amortiguar, tal vez, o a lo mejor porque la idiosincrasia española es así, surgen noticias al margen. Quiero decir: en el borde de esa tablilla informativa diaria que es el acomodo de la realidad de acuerdo con las reglas de la Comunidad Económica Europea.
Si ayer martes fue la ex tenista Arantxa Sánchez Vicario quien dio los titulares más importantes –algún telediario abrió con ella-, a propósito de la reciente aparición de su biografía, en la que, al revés de toda lógica natural, pone "a parir" a sus padres, hoy las cámaras y micrófonos se han ido hasta la prisión de Albolote, en Granada, de donde acaba de salir el preso más antiguo de este país.
Miguel Montes Neiro ha estado 36 años entre rejas –la misma edad que tiene mi mujer- y ha protagonizado 14 intentos de fuga. Ha tenido dos hijas en todo este tiempo, que ya son unas señoritas y, por supuesto, estaban esperándolo afuera junto a un enjambre de corresponsales. Neiro también quiere escribir un libro –faltaría más- y negociará los beneficios que obtenga un guión de cine, porque su vida allá dentro lo vale.
¿Sus sueños? Como no es ningún bicho malo, según dijo, convocará a la prensa algún día para que cubra su primera exposición personal. Neiro se ha convertido en ceramista, autodidacta.
Entró por primera vez a un centro penitenciario por evadir el Servicio Militar, hoy extinta obligación ciudadana. Una vez recluido, escapó en varias oportunidades, pero nunca tuvo la oportunidad de sentarse tranquilamente en un parque con sus niñas. Hay que aclarar que en su semblanza no figura hecho de sangre alguno.
Emocionado, loco por coger el camino en solitario sin mirar atrás, el ex reo aseguró a los reporteros que le rodeaban esta mañana que “la cárce es mú negativa”, en perfecto andaluz.
Queda claro que este país, a pesar del diluvio de interrogantes que tiene encima, siempre piensa en el lector.

Foto de Miguel Montes Neiro, el preso más antiguo de España (EFE).

lunes, 6 de febrero de 2012

Sara, mi madre y la Revolución

Contemporáneas, una fue secretaria de infinidad de empresas de la capital, desde editoriales, de muebles, del hospital oncológico y hasta de una agrupación de proyectos de la Industria Básica; la otra se dedicó a cantar en la Nueva Trova, un movimiento que empezó siendo un dolor de cabeza para el gobierno por su estética hippie y terminó absorbido por el Poder, comprometido hasta la médula.
Mi madre decidió darse de baja de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) porque no estaba de acuerdo con hacer guardias nocturnas y a la mañana siguiente ir a trabajar, lo que le costó regulares controles de compromiso con la Patria, revisiones periódicas -en sus declaraciones de principios- que llegaban a través de la presidenta de la entidad, que era su amiga cuando no encarnaba el papel de vigilante; Sara, en cambio, con su excelsa voz, cantó a todo pulmón para enaltecer a estos Comités, desde fechas tempranas en las que se podía creer en ellos, hasta fechas tardías en las que solo eran un residuo de una política fatal de control hacia los ciudadanos.
Una venía del seno de una familia de clase media –libreros, para más señas- que había construido tres o cuatro casas en un barrio residencial llamado Alturas del Vedado, pero, producto de las leyes de la Revolución, terminó su vida en un modesto apartamento de un edificio prefabricado de estilo soviético, también denominado Solar Vertical, donde, a la entrada de los ascensores rotos, se podía encontrar jugadores de dominó y vendedores ilegales de coquitos almibarados y cucuruchos de maní. La otra, no me consta, pero supongamos, venía de abajo; por esa misma impronta, transitó por edificios prefabricados hasta terminar en uno especial para artistas, periodistas oficiales y deportistas de alto rendimiento, una torre llamada por la picaresca popular El Beverly Hills de La Habana, con ascensores nuevos, telefonillo en la entrada y guardia permanente por si acaso algún maleante decidiera molestar a estos personajes de élite.
Mi madre enfermó de cáncer fulminante y en menos de seis meses, con el vientre hinchado producto de una metástasis en el peritoneo, murió en el ruidoso apartamento de nuevo tipo, donde había que recoger agua en depósitos diversos porque no a toda hora fluía el vital líquido por los grifos. Estuvo ingresada en un hospital desvencijado del centro urbano hasta que la enviaron a casa porque no había camas suficientes en la clínica, además de que allí no había que comer. Yo viajé a verla por última vez. Su cuarto era un velatorio de vecinos solidarios, una recopilación de trastos viejos, incluyendo una tele, un DVD y un acondicionador soviético de aire, comprado todo a contrabando con el poco dinero que le quedaba de la venta ilegal de la última de nuestras casas. Pero también, camuflado entre vecinos, había un conjunto de aves carroñeras que deseaba ese pequeño territorio maltrecho, por necesidades básicas de conseguir una propiedad al coste que fuera necesario. Murió en la miseria material porque todos aquellos trastos y el inmueble lleno de goteras y roñas no valían casi nada.
Sara, también con cáncer terminal, recibió en cambio honores de Estado –el legendario presidente envió coronas a la funeraria- y previamente fue atendida en el hospital más exclusivo de la ciudad, donde la limpieza, el orden y la base material de avituallamiento y farmacéutica es de países llamados del Primer Mundo; le dieron un centro asistencial prohibido para cubanos de a pie, como si todas las instituciones, traicionando los fundamentos de la Patria, no fueran para el pueblo entero. Su carrera de artista política le valió ese lugar, después de haber estado presente en cuanto acto o tribuna comprometida hubiese en el país. Incluso, su lucha por mantenerse al lado de la jerarquía sirvió para que su pareja fuera reconocida también con honores de Estado, para que fuera citada como “Compañera”, ese sobrenombre en la cofradía de ellos que todos sabemos lo que quiere decir. El legendario presidente, homofóbico hasta el tuétano, ya viejo y senil, sintió necesario esa concesión póstuma para demostrar al pueblo que él no es tan malo como lo pintan, aunque a estas alturas ya no vale de nada la señal.
Mi madre se casó tres veces y tuvo varios “compañeros” en su vida, fuera de los matrimonios. Fue rebelde desde los 15 años; se marchó de la casa de mi abuela y terminó insertada en otra de las casas de los libreros, con una férrea tía, pero aun así logró que la sacaran de los colegios de monjas. Cantaba en la ducha, en los pasillos de la casa, nos cantaba a nosotros, nos llevaba a los carnavales para arrollar detrás de las comparsas de negros, siendo rubia y de ojos verdes. Nunca estuvo alineada a nada –incluso se pasó de irreverente- e hizo de su rebeldía el porqué de su existencia, al punto de atrincherarse contra todo y contra todos, hasta que comenzó a ver marchar a sus hijos –bien lejos- y comprendió que esa vida no valía nada. Se fue dejando morir, casi deseando lo que le llegó con total virulencia al final.
Al igual que Sara –pero en condiciones afectivas distintas- solicitó que incineraran su cuerpo y arrojaran las cenizas al Malecón. Para entonces, ya yo había regresado. Mi hermano se encargó de transportar la urna hacia el mar.
En Cuba ya no quedan rastros de María Elena González.
Mientras, para Sara González, fallecida recientemente, los medios estatales, las instituciones –no solo de la música- garantizan largos homenajes, memorias infinitas y el nombre de una escuela, tal vez.
No crean que he querido comparar. Esto es un montaje paralelo sobre dos seres coetáneos que, viviendo en el mismo lugar, escogieron caminos diferentes.

Foto del autor (publicada en el diario Granma el 27 de agosto de 1997)
De izquierda a derecha, Sara González y Anabel López, hermana de Silvio Rodríguez, en un dúo ocasional (pinche sobre la imagen para ampliar y leer).

miércoles, 1 de febrero de 2012

Metáfora del desplome


Mi mujer me preguntó por qué en Cuba no derrumban los edificios en peligro de desplome. Lo primero que se me ocurrió fue decirle que allá no existen empresas que se dediquen a eso, como las catalanas que vemos a menudo anunciándose en vallas y ejecuciones mismas: Enderrocs.
La verdad es que no sé bien si existen. Mi mujer me puso a pensar. Nunca he visto en la isla un cartel que rece Demoliciones S.A. Sería como reconocer que habrá un cambio de sistema y que, en breve, los solares yermos pasarán a formar parte del suelo o de los cimientos de una nueva era, en la que la ciudad, luego de caerse a pedazos, quedó sin personalidad histórica pero con un brío espectacular y adaptada a los nuevos tiempos.
Lo más que he visto hacer ante una inminente caída natural por abandono es el apuntalamiento, generalmente con unos gruesos maderos de pino que no resistirían demasiados años de humedad en un clima subtropical. Y un aviso, a la gente que quede dentro, para que abandone el lugar. No se precinta el inmueble con tiras timbradas de la policía. El problema de la vivienda en la población es tan alarmante que tal parece que el orden judicial no actúa para no dejar a los pobres sin techo. Que luego les va encima, como acaba de suceder en estos días: Cuatro derrumbes en menos de un mes. Con gente adentro.
¿Será posible que esto suceda cuando llueve sin parar, como en Macondo?
La metáfora del desplome en cadena de varios edificios del municipio Centro Habana –uno de ellos era un legendario coliseo donde cantó Caruso y estaba abandonado desde hace 40 años- parece avisarnos de cómo se vendrá abajo el régimen militar: De repente, después de una tormenta de cosas en la que volarán desde palabras hasta muebles de oficinas, y automóviles viejos, por supuesto. Por contagio, porque ya no se sostiene, producto de una larga enfermedad.
La manera de anunciar las cosas en Cuba –he pensado en decirle a mi mujer- es ésta, desgraciadamente; el derrumbe a destiempo y sin avisar; con sus daños colaterales, sus víctimas inocentes, no implicadas directamente, los persistentes en mejorar la vida colocando una planta y su tiesto en el borde de una cornisa que se va a caer, como hacía el inquilino del Teatro Campoamor.
Todavía no he podido leer en ningún sitio si está vivo o fue aplastado por los muros de hormigón; hay un muerto, reportaron simplemente, pero no queda claro si fue un transeúnte. El morador era un filósofo de la vida y de la calle que en sus ratos libres practicaba artes marciales.
Esa misma noche de la pregunta, invité a mi mujer a ver el documental Habana: el arte nuevo de hacer ruinas, de los documentalistas alemanes Florian Borchmeyer y Matthias Hentschler, un filme desolador que deja ver el paisaje de postguerra de la capital, aun cuando allí nunca ocurrió una contienda bélica. Son el paso del tiempo y el abandono total del Estado los dos factores principales que hacen posible la pérdida de la arquitectura, sin duda uno de los indicadores por los que se mide la riqueza de un país. Tendrían que precintar media ciudad. Es como si en Barcelona precintaran el distrito del Eixample, construido en los mismos años en que se levantaron los fabulosos edificios habaneros.

Foto tomada de Cubaencuentro.
Teatro Campoamor de La Habana. Solo queda la fachada. El interior es ahora un vacío. El coliseo se llamaba igual al de Oviedo, donde se entregan los Premios Príncipe de Asturias.