martes, 13 de mayo de 2008

Alguien tiene que reír



Habría que preguntarse –y poder responderse con claridad- quién acompaña a quién en la gira que casi termina por España a cargo de Chucho Valdés y Pablo Milanés, como mismo el juego sonoro del último grupo fónico de sus apellidos nos quiere enredar todavía más la cabeza. Hay voluntades que riman y en este dúo fortuito hallé cierta complicidad, cierta emboscada a la vuelta de los años, porque no es menos cierto que jamás nos planteamos cotejar al director de la banda de jazz Irakere con el cantautor romántico de los influyentes años 70 y 80.
Pero es que siempre hay líneas de conexión, y lo que hay que hacer es buscarlas. Respeto sobremanera la humildad de Chucho y la suerte de Pablo, porque contar con un acompañamiento al piano de ese nivel no es cosa que suceda tan frecuentemente.
El lunes pasado, festivo en Barcelona, todavía permanecía abierta la taquilla del Palau de la Música poco antes de comenzar el concierto, algo bastante raro en el elegante coliseo que -ya sea por abonos anuales o por su buena fama de acogedor- tiene por costumbre vender sus localidades de antemano. A merced de que la gente se haya marchado fuera de la ciudad, también hay que pensar en que nos rodea una crisis económica seria e incipiente, y que Milanés aterriza bastante a menudo por aquí. Ahora la estirpe de los Valdés es la que le está sacando el jugo a los escenarios gracias al “hallazgo” del viejito Bebo, tan querido y tan dulce como su propio hijo. Pablo cansa, Yolanda cansa. No obstante, somos hijos directos de la nostalgia, y ésta, como bien se sabe, no tiene cura.
Somos capaces de perdonarle casi todo a Pablo, incluyendo sus homenajes a cuanta mujer pasa por su vida íntima, algo que, pensándolo bien, ya lo hicieron mucho antes Manuel Corona y Arsenio Rodríguez en canciones y boleros apuntaladas con un nombre femenino. Pablito es un hombre poético que ha logrado sobrepasar los años entre dos aguas, con sus entregas políticas puntuales y ese flechazo al amor universal y, por qué no, emergente. Ahora ha realizado un nuevo álbum en el que incluye cierto guiño al intelectual cubano proscrito por la revolución Jorge Mañach, con su indagación al choteo. Dijo Pablo en el recital del pasado lunes que los cubanos nos reímos de nuestras propias dificultades en la vida. No deja de tener razón, pero le faltó redondear que también sufrimos una buena parcela con la lejanía, en el caso de los que emigramos, y de desconcierto, en el de los que aún viven en la isla esperando el trozo de pan racionado de cada día.
Hoy –me duele tener que hacerlo- no puedo permitirme un golpe de nostalgia sin una reflexión durísima, acto seguido, de lo que hemos devenido como nación, como gente criada en el patio de una misma escuela.
Yo he avanzado en estos últimos tiempos tratando de insertarme en esta realidad que ahora tengo delante y que es multicolor, que puede o no pasar de Pablo Milanés sin que eso signifique algo importante. Me gustó escuchar como aplaudieron más el virtuosismo de Chucho, su humildad de pianista acompañante que se sienta de espaldas a ejecutar su instrumento y pasa páginas del repertorio rápido; como si se le olvidara que es una estrella mundial de la música popular mientras ejerce tranquilamente su turno de oficio.
El espectáculo –que lleva el nombre del disco, Más allá de todo-, es un vivo ejemplo de la grandeza de algunos papeles secundarios. Digitación, energía, gracia, un piano que vuela. Eso fue lo que nos quedó en el recuerdo a mi mujer y a mí. Como casi todo el auditorio, sucumbimos con el homenaje que Chucho hizo a Ernesto Lecuona, surcando, como siempre hace sobre el teclado, con sus siete brazos y siete manos. Dos horas más tarde, lo encontramos caminando con su familia por una calle en obras de Barcelona, y llevaba el estilo del transeúnte que vuelve a casa por la noche. Lo saludamos como si lo conociéramos de toda la vida. Chucho sonrió agradecido, con esa hilera de dientes grandes que lo humanizan más. Espero no equivocarme con esta observación.

lunes, 12 de mayo de 2008

Aire frío. Nota de la Redacción



Hace pocos días, un lector de estas páginas, Perucho, me preguntaba si había dejado mi trabajo como vendedor de electrodomésticos. Interpreté su alusión al abandono total o parcial de la serie Intramuros que ha quedado “en el aire” más abajo de estas líneas, y cuyo eje central es la relación eventual entre un joven llamado David (también vendedor de aparatos electrodomésticos) y una muchacha –Cristina- conductora de autobuses metropolitanos en la ciudad de Barcelona.
Quizá Perucho, simplemente, se preocupaba por mi vida.
La serie no ha concluido aún, y deseos de seguirla no me faltan. Incluso, como todavía trabajo en el ramo, y varias Cristina pasan a diario por mi tienda, historias reales no me faltan para adornarlas o manipularlas en la medida que demanda la serie, que intenta reflejar la sociedad que me rodea. Trabajar de cara al público ofrece, además de mucho estrés, un amplio terreno de comunicación con gente de todo tipo, algunas necesitadas de hablar, de ser escuchadas. Otras personas hoscas, hurañas, pasan rápidamente por delante del mostrador dejando una energía densa que absorbo sin querer y luego me pesa el resto del día.
Me gustaría tener tiempo –al menos una hora diaria- para escribir un sin número de historias que creo pudieran ser de interés general. Sin embargo, la realidad es otra, y es que el cansancio físico y mental me exige desconectar de casi todo cuando llego a mi casa, tumbarme en el sofá con mi mujer y ver juntos una serie tonta de televisión. Hacer esto a última hora de la noche, según creo, se llama higiene mental.
En estos momentos, cuando ya domino bastante el tema de calefacción, nos llegó una nota de la central pidiendo devolver al almacén todo tipo de aparatos de calor, y poner atención al tema de aire acondicionado. Llegó un camión y cargó con todos los artilugios que hasta ahora yo me empeñaba en vender con pasión y de los cuales me había aprendido hasta los más insignificantes detalles. O sea, el transporte de la central, de un golpe, se llevó el invierno. Rápidamente, las marcas comerciales están preparando cursillos para inducirnos a vender las joyitas de la nueva temporada.
Y es que, como bien reza la canción de Pablo Milanés, el tiempo pasa, y la letra que sigue a continuación también es cierta: nos vamos poniendo viejos.
Mi pobre madre, quien después del triunfo de la mal llamada Revolución se quedó en Cuba varada como un buque ilusorio, ha tenido que esperar el cambio de estación para que le enviemos un par de batas frescas para el verano, porque aquí solo se vende ropa de temporada. A ella le cuesta entenderlo. Le cuesta creer que este país se nutre de la dinámica del momento, que se mueve comercialmente por lo que demanda el mercado, y el mercado, a día de hoy, lo que pide son frigorías para encarar el verano que está a la vuelta de la esquina y que a mí siempre me sabe a poco.
De haber nacido y crecido en este lado del mundo, Virgilio Piñera no hubiera escrito Aire frío, esa obra maestra de la dramaturgia cubana que se apoya en la monotonía climática de un país tropical, cuyo costumbrismo se presta para mirar la vida desde una mecedora, pasando un buen rato y sin darnos cuenta del avance del tiempo.


(Una curiosa coincidencia:
Mientras escribo estas líneas, el autor de Yolanda debe estar afilando la voz para sentarse al lado de otro legendario músico cubano, Chucho Valdés, esta misma noche en el Palau del Música de Barcelona. Será un dúo curioso, eventual y, por descontado, veraneante.)

lunes, 5 de mayo de 2008

Postales de Varandas



Sé que nos faltó más de media ciudad por descubrir, y también que nos venció el cansancio y el impacto de la humedad en los huesos, en la cabeza, como suele ocurrir cada vez que llega la primavera. El ambicioso Puente de la Constitución, imitando al de San Francisco, quedó debajo de la barriga del avión y allí quedó también el pueblecito de pescadores que descubrimos sin querer, Trafaria, enlazado a Lisboa por un trasbordador que sale cada media hora.
Una vez en Barcelona echaré de menos el enredo de los tranvías de madera que suben las cuestas de Alfama como si fueran carros locos, peleando con los taxistas y con los peatones por los bordillos de la acera. Quise subir a Alfama no para visitar el castillo de mi santo, protector de la ciudad, sino para vivir el barrio en su trajín ordinario, y fue fascinante y peligroso. Antes de subir al tranvía 28, una señora en la parada, discretamente, nos advirtió la presencia de carteristas. En efecto, estaban en trolebús, manipulando sin vergüenza los bolsillos de los turistas japoneses. El ascenso resultó un trayecto sofocante, entre la subida de temperatura primaveral, las curvas y el acecho. No sabía si sujetarme de los pasamanos o proteger la billetera, o la simultaneidad de ambas cosas que creo fue lo que hice. Mi mujer estaba avisada al oído. No podía creer el avance de la señora, solícita, acostumbrada seguramente a estos percances. Luego recordé que los carteristas son una especie mimética en muchos lugares del mundo, hoy reproducidos como renacuajos por la avalancha del turismo hacia todas las direcciones.
En Alfama realizamos una extensa sesión de fotografías a los carros locos, aprovechando la puesta del sol. En una tienda de souvenir, mi mujer me señaló con el dedo una postal.

-Mira esto- me dijo.
-Sí, cariño, esa foto con las sábanas al sol en pleno corazón de Lisboa ya la hemos hecho- interactué estirándola por el brazo.
-Fíjate bien. Es nuestra pensión…

En ese momento descubrimos que fuimos a parar a un edificio famoso, y que nuestro balcón salía en la foto turística. Se trata de la pensión Varandas, cerca de la Plaza del Comercio y del Café Martinho da Arcada, donde Pessoa merendaba por las tardes. El edificio parece que se va a caer. La primera impresión de las escaleras produce rechazo. Al descubrir que la parte antigua toda es así de destartalada, uno se da cuenta de que está situado en un espacio normal, incluso privilegiado por la brisa marinera y por la buena comunicación. Otro sorprendente hallazgo fue la estación de metro enterrada a los pies de Varandas, la estación de Terreiro do Paço. Nadie podría imaginar sus dimensiones, sobradas a mi juicio, el despliegue de columnas, las dimensiones del hall. Sigo preguntándome cómo una ciudad puede albergar obras estructurales tan impresionantes, invertir sin medida en infraestructuras de transporte, mientras los inmuebles de la vieja guardia piden atención a gritos.
(Me quedé sorprendido por la inmensa cantidad de máquinas expendedoras de ticket de transporte que hay, y donde no existe la máquina encuentras una persona que “pasa el cepillo” sin que se le escape alguien, como la enérgica transportista del elevador de Santa Justa, todo carácter esa mujer que debe estar aburrida de abrir y cerrar puertas).
Da pena tener que dejar Lisboa una mañana tranquila en la que desayunamos en la Plaza del Comercio. Sentíamos que se nos quedaba algo en la habitación, en algún rincón. No era algo palpable, sino todo lo contrario. Era la subjetividad, el trasiego por los restaurantes y bares del Barrio Alto, cuyo nombre responde únicamente a los caprichos de la topografía local. Dejábamos el olor a pescado frito que nos tenía revuelto el estómago, la sensación de estar en un lugar conocido y desconocido a la vez, romántico por excelencia aunque no en estilo rosa, sino en el beige de los taxis que empastan con el sentido arropador de los pastelitos de nata, un clásico de allí, un delirio junto con un café a las seis de la tarde. ¿Dónde se ha visto que una ciudad tenga sus taxis color crema?
Ahora mirándolo bien en Internet, dejamos un curioso suvenir, un ejemplar acabadito de salir de una novela cubana/lusa. En una librería del centro, encontré el título El año en que debía morir, del isleño Miguel Pinto, cirujano radicado en Lisboa quien participó en una misión médica en la dolorosa guerra de Angola. Mi mujer y yo dejamos correr el libro para conseguir en Barcelona la edición en castellano. Para nuestra sorpresa –otra más- la obra se escribió en portugués y solo se editó en esa lengua, por la casa Sopa de Letras. Queda claro –y esto lo he sabido siempre- que la luz de alante es la que alumbra. Será para un próximo viaje. Rogamos por que el hostal Varandas resista a las inclemencias del tiempo y nos espere. Para esta noche de regreso a Barcelona, mi mujer me anunció un gazpachito andaluz depurativo, con pan tostado.

domingo, 4 de mayo de 2008

El estado femenino



LISBOA (Enviado Especial)
Una amiga y compañera de la universidad se enamoró de esta urbe a través de la literatura de Fernando Pessoa. Vivió estas calles hasta el tuétano de los adoquines, si se me permite esta licencia poética un día como hoy, nublado, denso, chirriante. En cuanto pudo, como yo que de cierta manera la imito, saltó de Barcelona hasta aquí para corroborar las sensaciones múltiples del olor, la luz, el trato humano. Cumplió, pues, uno de sus grandes sueños.
Cuando solo nos quedan horas –y una noche- para hacer las maletas, mi mujer y yo nos preguntamos si es preciso volver a Barcelona.
Nos hemos enamorado del cuartucho antiguo –y exiguo- donde reposamos los pies, una habitación con balcón a la calle cuyo privilegio mayor es precisamente la baranda, el hierro oxidado y la sombra que por ahí entra. Tenemos todo lo necesario en un solo ambiente, incluida la ducha que parece una cabina de teléfono.
Un cristal roto –no sé bien si a propósito- de la puerta de entrada nos deja escuchar por las tardes las chácharas de las amas de llave, risotadas y cachondeo vespertino que nos despiertan de un sueño ligero, porque el tiempo, aunque trascurra despacio, nos espera.
Yo sigo pensando que estoy en La Habana, con más comida, obviamente, y más transporte. Ayer descubrí que lo que le da un sabor especial al arroz con mariscos es el cilantro, también conocido en Cuba como culantro. El cerdo entreverado, jugoso, aromático, está en todas las cartas de restaurantes, así como el pescado fresco grillé. Aquí no se escatima con las grasas.
Y la personalidad extrovertida del lisboense, su sensualidad en el decir y en el andar se puede ver en las fachadas de los edificios, repletas de ropa airándose a la vista de todos, algo que en Barcelona, excepto en la Barceloneta, estaría fuera de normativa. Como lo estarían también las imprescindibles antenas parabólicas que apuntan al cielo como amenazas eréctiles después de la siesta.
Hay orden, tiene que haberlo, pero no está expresado en la arquitectura ni en las obras estructurales en general; la gente sabe lo que tiene que hacer y parecen pasar de todo, de casi todo, de los turistas por seguro, dicho esto en el sentido de que no mantienen una impostura.
Si me dieran a elegir un sitio donde quedarme para el resto de la vida, escogería sin lugar a dudas un convoy en dirección a Cascais, salpicado por el extremo litoral de esta tierra, haciendo la sobremesa con la voz sensualísima de una mujer que está en toda la megafonía del ferrocarril luso. No creo que sea imprescindible anunciar la próxima parada con tanta putería, o tal vez sí.


(Foto: Isabelita)

sábado, 3 de mayo de 2008

Billetería



LISBOA (Enviado Especial)
Sin dudas Portugal es un país de la Unión Europea que se mueve a un ritmo muy particular, arrastrado por la lentitud de los fados –música y sentimiento-, por la contemplación del día como si éste fuera un plato jugoso lleno de sorpresas, y, lo mejor de todo, se mueve por el cariño entre las personas, expresado en fuertes “achuchones” sin premeditación.
Ayer, camino a Sintra, una mujer casi se pasa de estación porque se encontró a una amiga segundos antes de bajar del tren. Besos, abrazos y la terminación constante iño iña del portugués que resulta tan dulce. Como si la vida se detuviera en ese momento…mientras yo sufría segundos de tensión pensando que el convoy arrancaría.
Una entrañable mujer cubana que vive en otra isla, en una de las baleares, María del Carmen, me llamó justo antes de tomar el avión. Casi embarcábamos mi mujer y yo. Antes de colgar le pregunté:

-¿Conoces a alguien en Lisboa por casualidad?
-¿Por qué?-respondió con una pregunta María del Carmen.
-Porque me gustaría tomarme un café con un lugareño. Es una manía que tengo-le dije.
-En Lisboa no te hará falta conocer a nadie. La gente se brinda sola.

Desde aquí corroboro la observación. Parece pequeña cosa, pero los que vivimos en otras partes de Europa sabemos que la gente por la calle suele ser correcta, y nada más.
Tenemos una cafetería pequeñita debajo de nuestro hostal. Ahí, cada día, desayunamos los dulces típicos portugueses (unos pasteles de crema para morirse saboreándolos). Cada mañana, trazamos nuestra ruta a partir de las sugerencias de los dueños del local. Ya nos conocen. Gracias a ellos descubrimos un bellísimo y tranquilo pueblo de mar, abandonado en la ribera opuesta de la ciudad, donde el Diablo dio sus tres voces, no halló respuesta y se marchó para no volver. En Trafaria han instalado una inmensa terminal de embarque de cereales a granel, que ocasiona un impacto visual asombroso. Suponemos que también en el ecosistema. Y del ruido ni hablar. Aunque ha dado puestos de trabajo a la gente, y eso también hay que mirarlo. Mi mujer y yo llegamos el primero de mayo, día muerto en el ambiente fabril. Se imponía, pues, el plato fuerte, el peixo fresco de intenso sabor a sal.
Sin quererlo, despistados, compramos dos tarjetas en el muelle del trasbordador y las recargamos para diez viajes cada una, suponiendo que valían para todos los trasportes de la ciudad. Y no es así. Ahora tenemos dos opciones: regalarlas a alguien que viaje continuamente a Trafaria, o plantearnos comer allí cada día mientras dure este destino nuestro.

viernes, 2 de mayo de 2008

Barbas en remojo




LISBOA (Enviado Especial)

Me moría de ganas por subir a un tranvía.. Era un viejo sueño encauzado hace unos quince años cuando visité la ciudad de Camagüey, en Cuba, y vi los raíles sembrados en el asfalto y en los adoquines. Allí tuve que conformarme con aquel vestigio de un medio de trasporte cuya infraestructura todavía hoy me sigue pareciendo un reto.
Al abrir la ventana del hostal donde nos hospedamos aquí, obtuvimos la estampa local más vista en impresos turísticos, con el susodicho trencito amarillo aparcado a nuestros pies. Y el olor a cocina especiada –que no sale en las postales- subió inmediatamente de un comedor de los bajos que parece no cerrar jamás.
Un símil con La Habana me persigue desde que llegamos mi mujer y yo. La bahía de bolsa –ésta mucho menos contaminada- y sus trasbordadores de ida y vuelta enlazando las orillas; la gente alegre, comunicativa, “obrigado” todo el tiempo de arriba hacia abajo y de derecha a izquierda, en forma de cruz para agradecer siempre el buen trato. Hay que persignarse ante esta bellísima ciudad apuntalada por la observación atónita del forastero, quien, como nosotros, no alcanza a comprender por qué algunas fachadas sufren el abandono y otras viven del retoque. La decadencia visual es un clásico referente aquí; incluso llegamos a sospechar que es algo intencional, porque el gobierno ha invertido mucho en obras complejas de infraestructura urbana, en medios de transporte, por ejemplo. Es como si se dijera que los edificios pueden esperar, pero el desplazamiento y la gastronomía no.
La gente local va envueltita en carnes.
Hay una brisa marinera visitando las terrazas de los cafés, en estos días en los que se juntan los aires de cambio de estación, como mismo se mezclan con absoluta tolerancia las aguas del río Tajo y las del Atlántico. Ese cruce no se ve, pero se siente. También, como aventuramos en la crónica anterior desde Barcelona, el mestizaje étnico lleva a esta urbe de la mano y corriendo.
Lo de la prisa, que quede claro, es un decir.
El primero de mayo aprovechamos para salir y cruzar la rada inmensa, en busca de un pueblo marinero. Pareciera que no nos importara la fecha, y es todo lo contrario: mi mujer y yo somos trabajadores de este mundo nuestro, ahora desplazados por el rico ambiente luso.
Sentados frente a un arroz con mariscos tirado de precio, con todo el tiempo a nuestro favor, se me ocurrió pronunciar el nombre de ese barbudo maldito haciendo galas yo de una asombrosa intertextualidad.
-¿A qué viene esto ahora, mi amor? –interrumpió mi mujer-¡Definitivamente Fidel a ti te pone, mi vida…!