lunes, 30 de julio de 2007

Problemas de vuelo

Cuando viajé a Roma con Anna, a finales del verano pasado, creí que nos matábamos en el vuelo de ida. Una terrible turbulencia se había desatado sobre el aeropuerto de Fuimicino, y estuvimos dando vueltas unos 15 minutos buscando los claros por donde colar el avión, entre nubarrones que no nos permitían ver nada, descargas eléctricas, saltos, caídas libres, y el sonido inconfundible de la lluvia sobre el fuselaje. Supongo que el piloto se dejó llevar por el programa informático de navegación, porque el panorama estaba bastante negro. Yo pensé que, siendo de Alitalia, la tripulación conocería mejor el camino. Tonterías: de la fatalidad, allá arriba, no te salva ni el médico chino. Nuestra fila de tres asientos la compartíamos con un asiático que no se inmutó. Estuvo todo el tiempo leyendo un periódico en italiano. Finalmente aterrizamos sin percance alguno. Cuando desembarcamos por la puerta de llegadas, anunciaban por megafonía que estaban desviando todos los aviones hacia otro aeropuerto. Parece que estaban esperando a que los pobrecitos de nosotros tocáramos tierra para cerrar el tráfico aéreo. Lo que nunca me quedó claro fue cómo autorizaron ese vuelo a esa hora, pues Anna y yo lo habíamos visto todo por adelantado desde internet, en los fantásticos servicios de meteorología internacional, con la foto del satélite incorporada, que no falla, como diría mi padre.
Si subimos a ese vuelo fue porque, aunque no comentamos nada entre nosotros, los dos estábamos convencidos de que la gráfica satelital había exagerado. Pero nos equivocamos: el susto fue grande. Cuando salimos del avión, y como no habíamos facturado el equipaje, llevábamos cada uno un paraguas en la mano que nos quedaba libre. Eso se llama previsión. Cosa de viejos, vamos.
Sin embargo no nos bastó. Era un señor aguacero lo que teníamos encima.
Tomamos el tren que nos llevaría hasta la estación de Termini, en la ciudad, y allí, como parte de esas obras exageradas que mandó a construir Mussolini, tendríamos que cruzar de lado a lado la estación central para tomar el metro. El itinerario me lo iba adelantando Anna, que es una excelente guía romana porque posee mucho sentimiento, buen gusto y un instinto femenino especial. Supongo que de esa manera también me entretenía, me contrarrestaba ella el cabreo: aterrizar por primera vez en Roma sin poder ver ni tocar nada, con los zapatos inundados y abriéndome paso entre la gente con la punta del paraguas no era lo que más yo deseaba.
Al día siguiente todo quedó en el olvido, o al menos eso intentamos. Nos recibió la mañana con un sol insultantemente hermoso. Comenzaría, pues, la incursión romana, la mía, la primera, no sé si la única. Tuve tan buena suerte de ser guiado por una mujer excepcional, que conocía el terreno como la palma de sus manos, arquitecta, por más señas, sensible y práctica a la vez. Era una mujer trilingüe: hablaba el italiano, el español y el catalán perfectamente. Me había dibujado un programa ajustadísimo a mis necesidades de forastero-primerizo-corto de tiempo-con raíz latina y cámara fotográfica. Era todo un reto. Roma y El Vaticano en un fin de semana. Además, yo tenía que comer pastas allí, tomarme un helado y degustar un hígado a la italiana, que mi madre lo hacía mucho, con bastante cebolla.
Lo primero que hice fue cambiar de zapatos. Como mismo ejecuté en Madrid en una zapatería al llegar de La Habana, hace ya más de cuatro años, en Roma dejé mi calzado en uso. Le compré un par, de piel, color Burdeos, a unos judíos que lo tenían a un precio increíble. Calzo un 39 ó 40, números difíciles para hombres, pero te pueden dar sorpresas agradables pocas veces. Ahora no me los quito en Barcelona. Me gustan mucho estos zapatos que ponen Made in Italy en las suelas. Con ellos pisé las bellas plazas romanas, los museos, las calles cuyas piedras tienen algunos añitos ya. Con ellos entré a una trattoría de la mano de Anna, una de esas bodegas populares donde se come como en casa, y, por supuesto, pedí un hígado a la italiana. ¡Nunca tan bueno como el de mi madre! Pero era auténtico. Calamares a la romana no encontramos. Ese plato parece ser un invento internacional como el arroz a la cubana, que en Cuba no existe con ese nombre.
En la trattoría estuvimos muy a gusto, atendidos por un gordito comilón y simpático que se dejó fotografiar tranquilamente, y por un indú que hablaba el italiano con acento romano, según observó Anna. Al lado nuestro había una pareja comiendo espaguetis al burro que nos escuchaba atentamente. Cuando él no pudo más de dudas, nos preguntó si podíamos compartir la mesa. Un hecho insólito en Barcelona. Al menos en la Barcelona de hoy. Se mudaron con todos los utensilios para la nuestra y nos presentamos los cuatro sin mediación de nadie.

-Tenemos un gran problema, a ver si nos ayudan a resolverlo- continúo él en italiano con Anna, pero yo lo entendía casi todo-. Hace poco estuvimos en vuestra ciudad y nos llamó poderosamente la atención un cartel repetido por toda una calle que nos pareció que solicitaba algo sobre las aves.
-¿Sobre las aves?- pregunté en castellano, sospechando lo que era.
-Sí. Pedía, supongo que a la municipalidad, que las aves dirigieran su curso por el litoral- dijo en italiano y Anna me tradujo, aunque no hacía falta. Yo entendía perfectamente.
-¿Son tan inteligentes los pájaros catalanes?-remató.
Anna y yo soltamos una carcajada. Es más, nos doblamos de la risa. Tuvimos que tomar un buche de vino peleón para aclarar la garganta. Se trataba del cartel que está colgado en todos los balcones de mi edificio y de todos los edificios de la calle Provenza. Es muy sencillo de comprender que los vecinos de nuestra calle no queramos que construyan la bóveda del Ave, tren de alta velocidad, debajo de nuestros cimientos, en una ciudad demasiado agujereada por los túneles del metro, las excavaciones para aparcamientos de coches, los corredores de los ferrocarriles catalanes y los de RENFE. Todo soterrado para no deslucir la labor de los arquitectos modernistas. Y para que los trenes no se te crucen en el medio del asfalto. ¡Que le pregunten a un romano por qué tienen sólo dos líneas de metro con un único intercambiador, precisamente en la estación de Termini!
Pero claro, aquellos curiosos italianos, con los que compartimos una buena comida local en una trattoría, interpretaron una cosa por otra.
“Volem l’ ave pel litoral”, impreso en letras verdes lo tengo a la vista desde mi ventana. Lástima que Anna y yo tuvimos que romperles una bonita ilusión.

Enero 2006

viernes, 27 de julio de 2007

A nuestros herederos

Los días de mi infancia, en los que hubiera dado más lágrimas por una bicicleta, se juntaron con mi profunda juventud. El día en que se fue la luz en casa, se hizo un horizonte en mi alma. Dos cosas graves no deben ocurrir a la vez, por lo que la sabiduría de la vida me colocó encima de un ciclo que tiraría en lo adelante hacia todas partes. Se me habían olvidado los llantos de niño, y en ese preciso instante en que subí a las ruedas del presente continuo, no valoré el regalo. Era un regalo, sí, porque se podía adquirir a un módico precio, un dinero que no significaba nada en relación con el coste de la vida. Era un premio, además, que nos hicieron a todos en el trabajo simplemente por estar allí. Las muchachas fueron obsequiadas con los ciclos azules y fáciles de dominar. Lucían hermosas aireando su cabellera, agarradas con estilo al manillar, mostrando sus piernas brillosas que refractaban la luz, que reflejaban el sol, la luna, el mar cuando iban junto al mar. Se volcaron en mantos de rubias, de morenas, mulatas, negras. Salían del trabajo y de todas partes esparciendo un deje femenino por toda la ciudad, una fragancia azul. A nosotros nos tocaron los ciclos negros, con caballo entre las piernas. Era un designio: Debíamos ir detrás de ellas. Y eso hicimos, hasta que nos cansamos de perseguirlas. El lenguaje no estaba ahí. El lenguaje seguía siendo el mismo sistema de códigos de la conquista tradicional. El dulce ambiente de las bicicletas era un espejismo que nos duró poco. Al principio sí que fuimos felices pedaleando y cansándonos con orgullo. Con ese mismo orgullo llegábamos a nuestras casas después de haber rodado cinco o seis kilómetros por nuestras calles agujereadas y empinadas, un peligro que nos amenazó de muerte en las interminables noches que estaban por llegar. Por eso recuerdo que el orgullo se convirtió en tensión, en terror. El asesino agazapado nos esperaba en cualquier calle por la noche. Una bicicleta se convirtió en un valor de uso importante. Nuestras calles no estaban preparadas para que rodáramos a todas horas, con alguien sentado detrás, sujetado a nuestra cintura con las manos, y con la punta de los pies apoyando el resto del cuerpo en un insignificante tornillo. Fue nuestro transporte alucinante, porque nos obligó a bajar de peso a una velocidad vertiginosa, y nos impuso unos reflejos que antes pasaban desapercibidos por nuestras mentes. Nuestras maneras viales de viajar se forjaron sobre la marcha. No hubo cursos prácticos. Al cabo de pocos meses de habernos agasajado con esa estructura, nos dimos cuenta hacia dónde íbamos. Íbamos hacia la barbarie, hacia la desaparición física o mental, o ambas. Nuestros cuerpos, nuestras cabezas no estaban preparadas para la masificación obligatoria de un ciclo. Comenzamos con las pesadillas de noche, durmiendo mal, y terminamos bajos de peso, enfermos de miedo. Las muchachas dejaron sus vueltas azules para estacionarse en los semáforos a pedir auto stop. Al llegar este momento, ya habían ocurrido miles de desgracias. Nuestras bicicletas no fueron detrás de ellas con amor. Las bicicletas de las mujeres se convirtieron en trastos de oscuro deseo. Nosotros seguimos un tiempo más, años, encima de nuestros hierros porque nos era difícil suponer otra manera de llegar. Aprendimos a convivir con la grasa, con las gomas, con la suciedad y con los ejercicios inoportunos. Llegábamos a los lugares extenuados, con poca sonrisa. El gobierno no nos había avisado de que se trataba de una opción única, peligrosa, y eso fue lo que nos amargó más. No tardó en llegar el día en que nos sentimos perdidos y ridículos pedaleando la ciudad, bajo un sol abrasador, uniformados sin saber por qué y sin que se nos consultara antes. Nuestras bicicletas eran chinas, de una sola marcha, de piñón fijo, macizas, espectacularmente grandes y pesadas. En nuestra tradición cultural no estaba señalizado ese modo de vida. Nos adaptamos a todos los inconvenientes, superamos las dificultades del terreno y al final las fuimos dejando. Comíamos mal y no subíamos a esos ciclos por deporte. Era pura necesidad. Terminamos odiándolas. Necesitábamos otro transporte general, en el que no tuviéramos que conducir ninguna otra cosa que no fuera nuestros sueños. Yo me marché. Al dejarlo todo, transferí mi bicicleta. Mi hermano pequeño, benefactor, sintió que le tocaba el turno en la rueda de los regalos. Lo dejé llorando porque me propuse no dársela en primera persona. Esa transferencia la dejé encargada a alguien que no iba soltar ni una lágrima. Alguien mayor, como yo.


Verano 2007

miércoles, 25 de julio de 2007

Parece que fue ayer


Me adoraban los mosquitos por mi adrenalina, por la sal o por el azúcar. Me esperaban en casa hambrientos, aburridos, confundidos con la noche. Conocían mis horarios y se organizaban para darme una salutación en la puerta. Eran una especie más de la fauna que habitaba aquellos días sin luz eléctrica, calurosos momentos tan fáciles de recordar. Era la rutina en la que convirtieron nuestros días, y a esa pesadez nos acostumbramos. Comíamos col hervida o revuelta con huevos la mejor de las veces. Tomábamos el agua fresca si acaso alguien podía fabricar el hielo con una corriente alternativa, porque alguien tenía una planta generadora que daba luz a la nevera, y ruido a todos nosotros. Veíamos la televisión en donde mismo estaba instalada la planta ruidosa, que era ilegal, pero generaba compañía. La planta funcionaba con combustión interna y fue comprada en otro país, en una tienda especializada en artículos para catástrofes. Soportábamos el ruido de la planta porque su beneficio nos era vital. Cuando los oídos se cansaban del motor, sacábamos el dominó para distraer la atención. Nos contábamos vida y milagro de cada uno de nosotros, hablando en voz baja para que el tono fuera el único índice de la discreción. Así conocimos la vida de los otros sin que fuera un sacrificio contarla. La poca carne que se podía conseguir se llevaba al fuego en el transcurso del día, y luego era un tema más de las tertulias en el portal de la casa donde estaba el aparato generador. Sin darnos cuenta, transcurrieron cuatro, cinco años pedaleando la ciudad de noche y de día, bañándonos a oscuras en los tiempos más críticos del fluido de electricidad. Los mosquitos nos esperaban en el cuarto de baño, a la salida de la ducha. Nos mordían la piel limpia de adrenalina, olorosa a jabón. El jabón era un producto absolutamente cuidado por nuestras manos, para que no cayera, para que el suelo no lo estropeara. Cuando no teníamos jabón, usábamos cualquier mejunje que hiciera espuma, que nos retirara la grasa de la piel. Innovamos artilugios de corriente directa con baterías de automóviles, capaces de alimentar la pantalla de nuestro televisor y de una lámpara auxiliar. La capacidad que lográbamos no alcanzaba para el ventilador. Los mosquitos hacían nubes en la zona del televisor, pero preferíamos espantarlos para descansar del ruido de la planta generadora de los vecinos. Cuando no daban nada interesante, o cuando no teníamos batería de automóviles, volvíamos a las reuniones sociales en las que también se hablaba en contra del gobierno. Las noches eran el momento propicio para confesar, para no estar solos, para no pensar solos. Nuestros aparatos electrodomésticos fueron conectados a una cajita que regulaba el voltaje, un celador que no daba la corriente hasta que no estuviera estabilizada. Ocho horas con luz eléctrica alternaban con otras ocho sin ese fluido. De mañana, de tarde y de noche. Así fue ininterrumpidamente durante varios meses en el caluroso verano de 1994. En años posteriores mejoró un poco la situación, pero los apagones siguieron. En el año más crítico les llamábamos alumbrones, porque lo opuesto era entonces innombrable. El país atravesaba una inmensa crisis energética. Dejaron de atracar los buques soviéticos que nos suministraban el petróleo. El campo socialista se apuraba por recuperar el tiempo perdido. Nosotros en Cuba seguíamos obligados a la oscuridad, al delirio, porque fue cuando narramos por primera vez nuestros sueños en alta voz, entre vecinos. Nuestros sueños más frecuentes se reducían entonces a una buena bicicleta, un acondicionador de aire y al fluido de la corriente por los cables de la ciudad. Ambicionábamos poco y, sin embargo, no éramos tan felices.


Verano 2007

lunes, 23 de julio de 2007

El ardid de los Valdés


Al poseer varias salidas viables, un grande de la música como lo es Chucho Valdés en su día dejó su histórica banda, Irakere, y se acorazó con un pequeño formato al uso, un quintet. Atrás quedaron los compases vertiginosos del latin jazz mezclado con el sabor cubano en particular, y con el afro ancestral desde su big band escuela. Al dejar aquella aventura que duró muchos años, todos nos preguntamos si Chucho no estaría en forma como para renunciar a algo tan rico. El sonido de una cuerda de metales haciendo juego a pequeñas letras urbanas y sociales (Bacalao con pan) era algo que promovía la envidia. Suponemos que dirigir una orquesta tan inmensa en todos los sentidos fue una obra maestra. El tiempo ha pasado y sus alumnos se han convertido en estrellas de la plataforma musical del mundo. Algunos se quedaron a pie de atril en Cuba, reformándose al compás de las épocas de la música allí, y otros se marcharon a hacer lo suyo, previa acreditación o consignación de la fuente. Chucho anda ahora con músicos jóvenes y medio tiempo, escogidos, eso sí, con absoluta selectividad. Hay mucha gente esperando por ese casting, pues en Cuba no faltan los instrumentistas de academia medio locos y excelentísimos.
Hasta que el gran Chucho se dio cuenta de que el tiempo, además de implacable, es irreversible, y le quedaban cabos sueltos en la vida. Llamó a su padre, o su padre lo llamó a él, da igual. Sumó a su hermana Mayra Caridad, la voz potente y también gritona del ambiente afro, una especie de show woman poco graciosa, la verdad, y, batiendo la misma sangre, ahora se mueven cómodos por el mundo. En esta ciudad aparecieron ayer domingo, ofreciendo una función extra dentro del festival El Grec, pues la actuación original ocurrirá hoy si las empresas competentes arreglan el fluido eléctrico en Barcelona. (En el momento de escribir estas líneas, llevamos casi seis horas sin luz en el 70 por ciento de la ciudad).
Con todo el cariño que nos inspira la personalidad de Bebo Valdés, uno de los viejucos más dulces de la escena cubana de todos los tiempos, no se puede eludir una verdad, y es que él ya no está para estos trajines. Los que fuimos a verlo al lado de sus hijos nos sentimos decepcionados, porque nos vendieron gato por liebre. El gran peso del espectáculo lo tuvieron Chucho y su banda, haciendo tiempo para cumplimentar el “metraje”, porque el venerable Bebo no salió si no hasta el final, tocó con su hijo tres o cuatro piezas y cayó el telón. Ya lo habíamos visto aquí en el Palau de la Música junto al bajista Javier Colina en un muy íntimo programa, y percibimos que Bebo perdía brillo, agilidad, memoria. Un anciano es un pilar, sin dudas, donde descansa una historia; pero no nos dejemos engañar: que los organizadores de estos conciertos indiquen bien de qué se trata, e iremos con muchísimo gusto, pero bien informados.
Después de que Fernando Trueba los juntara por primera vez en público en un documental, de que Bebo volviera a lucirse ante millones de gente en el proyecto discográfico Lágrimas negras, no podemos seguir pagando una entrada tan cara para que el padre de los Valdés salga media hora antes de acabarse el programa y vuelva a hacer junto a su hijo un mano a mano de Té para dos, un tema discreto pero que “da la letra”. Lo mejor de la noche, sumando el propio ambiente acogedor del anfiteatro donde actuaron –la fantástica gruta que es el Teatro Grec-, fue un solo de batería de Juan Carlos Rojas.
Amén de sentirnos engañados con un espectáculo exento de un extra de entrega, recemos porque sus retoños cuiden al gran Bebo de los largos viajes en avión y andanzas por carreteras. Él ya dio muestras de valentía al manifestarse abiertamente contrario al gobierno de La Habana. También al marcharse de su país, siendo aún joven, y comenzar una nueva vida en un Estocolmo tan frío y con tan poca luz solar.
Ya vivimos el culebrón sensiblero –y oportunista- que hicieron con Compay Segundo. No nos gustaría pensar que Cuba es un interminable surtidor de figuras “comercializables”, el banco de legendarios talentazos que entronca perfectamente con el boom de la onda retro.
Verano 2007

viernes, 20 de julio de 2007

Teruel es Teruel


Muchos escritores latinoamericanos, una vez en París, buscan la tumba de César Vallejo y se hacen allí una foto. Muchos intelectuales cubanos van tras la huella de Hemingway, Carpentier o Wifredo Lam; en el caso del escritor isleño, para tener una idea más urbana de cómo vivió afrancesadamente el erudito, que logró quedar bien –y con estilo- con la revolución comunista y con la finura de los cafés parisinos a la vez. Y sobre el chino Lam –que era mulato- nunca está de más una tentativa de cómo pudo captar la luz crepuscular y traducirla a figuras geométricas, mientras en aquellas calles se vivían aires de modernidad ya conglomerados y variopintos; preguntarle, de casualidad, a un pintor de las callejuelas de Montmatre si conoció a ese mestizo escapado de Sagua la Grande, si supo algo humano de él, algo vicioso, por ejemplo. Pero no: cuando subí a Montmatre por la tarde, de la mano de Isabelita, y vi a un pintor de caballete retratando a una bella mujer, un artista plástico con barba larga y suficientes años, con cara de intelectual de centro derechas y agarre posesivo al pincel, me dio por tomarle una foto y hasta dos; y por el visor lo sentí como me miró bastante enfadado y me ordenó: ¡Basta! Creo que lo capté en actitud desafiante. Ya veremos. Lo cierto es que no me quedaron ganas de investigar nada sobre la huella de nadie, entre otras cosas porque no fui a París a buscar nada en concreto.
O sí: tenía marcado en mi libreta de notas que me regaló Anna, que coincidentemente es una réplica de la libreta que usaba Le Corbusier, tenía marcado un telefonazo a Julián. Y fue lo primero que hice al llegar al lobby del Edén Magenta. Me saltó un contestador en francés con La Marsellesa delante. Le dejé un mensaje y continué reinventando la vida en el escote de Isabelita. Ya he dicho en estas páginas –o lo he sugerido- que Isabelita es una mujer muy tierna de 30 años que vivió en París un par de ellos y regresó a su Barcelona natal, buscándose a sí misma y un poco buscándome a mí sin saber nada de mí. Cuando nos encontramos, recapitulo un momentico, se nos cruzó delante una agencia de viajes que nos vendió tres noches en la preciosa urbe a orillas del Sena. Desde que la conocí, me di cuenta de que deseaba enormemente la entrada de la primavera para entregar su cuerpo a un poeta –podría ser yo- y también para descotarse. Me ha confesado que le encanta mostrar el pórtico de sus senos porque, sin más rodeos, le gustan sus pechos. Yo lo acepté como un regalo de bienvenida y tras esa recepción me fui hasta el día de hoy, me fui dejando llevar, pues aquella ventana con balcones a la calle me decía cosas sugerentes. Supuse que en París se vería mejor, ella en conjunto y particularmente su escote estacionario en forma de uve –no vea el lector, entre líneas, la palabra ubre. Isabelita es como yo, que no acepta que nada nos presione cuando estamos juntos.

-Ya te llamará- me sugirió dibujando una sonrisa también descotada.

Al final de la noche logré localizar a Julián en vistas de que éste no me llamaba. Insistí, claro. Siempre me quedaba la duda de que aquel contestador entonado no le hubiera pasado mi mensaje, de que hubiera cambiado de teléfono en una semana, de que se hubiera arrepentido de verme a última hora. Quiero decir sin exagerar que me importaba tanto conocer la ciudad como verlo. Además de haber sido mi cuñado en una época complicada y preciosa, sentía ganas de abrazarlo para compartir en un lugar neutral el peso de la nostalgia. Lo de neutral, obviamente, es un decir políticamente hablando. Sentía curiosidad por saber cómo se llevan quince años sin regresar a tu país, sin la certeza de cuándo podrá ocurrir el regreso, y Julián, en mi imaginario adolescente, me lo podría explicar muy bien. Me podría ofrecer un adelanto, la primicia que buscamos constantemente en tanta gente y pocos saben explicar, ya sea porque no te conocen lo suficiente o bien porque han perdido la posibilidad de explicarlo de tanto explicárselo a sí mismos. Mi amigo, aquel flaco que me preguntaba con ojos dislocados cómo entender a mi hermana, seguía puesto en el altillo de mis memorias juveniles, las más juveniles, quiero decir. Fue el intrépido y tímido muchacho que prefirió el escándalo institucional antes que claudicar políticamente, aunque siempre tuve la sospecha de que su rebeldía, temeraria, tenía también un componente de notoriedad. Los intelectuales a veces no se conforman con el anonimato –es una deuda que tengo conmigo mismo- y hacen saltar su nombre a toda costa. Cuando me encontré con él en París, y nos saludamos, uno de los primeros recuerdos que puntualizó fue que se tuvo que marchar de Cuba porque le censuraron su obra. Eso ya yo lo sabía. Esperaba, sinceramente, algo nuevo, alguna reflexión pesada sobre el devenir de los años y el nacimiento de una nueva vida. Como soy lento, me callé, pero no me arrepiento; porque si no me hubiera callado le hubiera dicho que yo me pasé diez años autocensurándome, y eso también él lo sabe. Lo encontré más gordo, enfundado de negro en riguroso Lacoste, rodando un Mercedes femenino en el que nos trasladó a Isabelita y a mí hasta la catedral de Notre Dame. Allí nos dejó cayendo la noche, porque tenía prisa.
En muchos años no había tenido noticias de él. Conocía su ubicación, pero nada más. Al desembarcar en Barcelona, con la ayuda de internet, me puse al corriente de la vida de muchos amigos desperdigados por el mundo.
A Julián lo estuve esperando una vez aquí, pues me enteré de que pasaría por Cataluña, pero no llegó. Antes, en el impasse que tuvimos en la isla –que ya va durando demasiado- encontré una referencia hacia él en una novela escrita por su mujer. No lo nombraba si no con un calificativo y lo presentaba como un pene. Me dio asco leer aquello, porque no le encontraba sentido a la descripción milimétrica del pene de mi amigo; lo veía efectista más que hiperrealista. Todos los que conocemos la historia que se narra –que parte de la realidad- sabíamos que aquel glande era Julián. Antes de tomar el avión hacia París, pensé en el pasaje fálico tan desagradable, siempre sobre la base de los resultados y no de las motivaciones literarias que no las conocía, ni me interesaban. Era un tema que incluso no valía la pena tocar. Incluso, no le había comentado nada a Isabelita sobre ese particular: sí le había hablado con emoción de la posibilidad del encuentro con mi amigo parisino.
Lo del contestador telefónico -nunca supe qué dijo la voz en francés- era un vaticinio, algo que debía alumbrarme para que no insistiera. Isabelita se quedó helada con la frialdad de Julián la única casi noche que lo vimos, porque no lo encontramos más. A ella ni siquiera la miró a los ojos. La ignoró. Y a mí me mantuvo en ascuas por teléfono hasta que me cansé -¡tenía tantas cosas que ver, entre otras el escote de Isabelita!-, y le pregunté entre dientes a mi guía:
-¿Pasamos de él?
A esas alturas de la contienda volvimos, por lo menos un par de veces más, a enjuagarnos la garganta con ron por nuestra habitación, en el barrio Magenta. Caminamos bastante la ciudad, y tomamos el metro sin que el subterráneo nos privara de París. Como lo hicimos, habría que preguntárselo a Isabelita, que arrastró solo unos pocos minutos mi cara de mierda cuando dije que pasaríamos de mi único objetivo claramente marcado en ese viaje. Enseguida sacó una baraja del pecho y me la regaló. Una preciosa carta que fue el toque citadino que yo andaba buscando, más allá de los sitios monumentales que, ciertamente, bien valen una misa. Isabelita sabía que me hacía mucha ilusión tomar un café con un habitante de la ciudad, que si le ofrecí ron al recepcionista del hotel, en plan de la calle, fue buscando ese acercamiento, que no me conformaría con ver a la gente pasar, con arrastrar la maleta hacia los trenes y al megaeropuerto de esa ciudad. Lo que más me gustó de todo fue que ella solo utilizó una ficha de cambio, con un valor incalculable, en el momento necesario. No estaba anunciado que almorzáramos una tarde de domingo en París en la casa de un matrimonio de Teruel, jóvenes como nosotros, muertos de nostalgia como yo. Con un telefonazo quedamos para la comida, luego de entregar la habitación y dejarle una notica a Ahmed, el recepcionista que quiso hablarnos en español.
Yo sentía enorme curiosidad profesional y no profesional por tomarme un café con alguien en su casa. Ese alguien fueron unos españoles que echaban de menos muchas cosas, como el jamón del país. Pero lo tenían, envasado al vacío y hecho en casa, como también tenían la música para la ocasión –la ocasión de ellos, que resultó la nuestra. Nos esperaron a pie de metro. Toño, matemático de profesión, agarró la maleta de Isabelita. Fue el primer detalle. Estela –de quien no me enteré qué hace y si lo dijo no lo escuché-, me integró a su nostalgia con la mirada. “Aquí no tenemos pandilla”, recuerdo que dijo. Pero no se amilanó. Estábamos escuchando La Oreja de Van Gogh, saboreando un par de vinos franceses de rigor y diferente calaña. Yo, obviamente, quería quedarme allí para siempre. Debo confesar –se lo confieso a Isabelita ahora- que jamás en todo este tiempo me había sentido tan identificado en términos de añoranza. Solo basta la coincidencia y las ganas de virarlo todo al revés. La causalidad también hay que saber buscarla y saber aprovecharla. Camino al aeropuerto –porque nos acompañaron en el tren-, Estela no pudo más y le preguntó a Isabelita que de dónde me había sacado. Toño enrojeció porque evidentemente sentía la misma curiosidad.

-De una cafetería- respondió Isabelita.
-El mundo es pequeño. ¡A ver si un día van por el pueblo y nos tomamos un vinito por allá!- se despidió Toño sobre el cemento de la estación que nos separaba a los cuatro de la buena vida.


Primavera 2006


miércoles, 18 de julio de 2007

Un posadero con vocación


El chofer que nos recogió en el aeropuerto Charles de Gaulle nos dejó en un hotel equivocado, en un Magenta de más estrellas, lo cual nos llamó poderosamente la atención. Con la duda y todo no dijimos ni media palabra y saltamos del microbús hacia tierra firme, aburridos como estábamos de pasar miedo con aquel loco con alas que manejaba la furgoneta como si llevara un papalote. En París –me dijo Isabelita- se conduce temerariamente. Buscamos el Edén Magenta arrastrando las maletas bajo un sol cariñoso, cansados porque la noche anterior la mal dormimos en mi casa. Lo encontramos por la misma zona, escondido en una calle estrecha que estaba en obras, con el asfalto aún por reponer. La fachada no era lo que parecía desde la pantalla del ordenador de la agencia de viajes de Barcelona. Se lo había dicho yo a la muchacha que nos vendió el paquete, que no confío en las imágenes virtuales. Era un hotelucho de dos estrellas tan pequeño como una casa de muñecas, empinado y exprimido entre dos edificios nada singulares que bien podían ser fábricas o almacenes. Ponía, de arriba hacia abajo, el nombre y la cantidad de estrellas en rótulos blancos y fondo rojo desteñido. Le comenté a Isabelita que lo único que nos faltaba para sentirnos en una verdadera posada era que el cartel fuera lumínico, en neones, y su parpadeo de letras se metiera de noche en nuestra habitación mientras hacíamos el amor.
Mi referencia con respecto al nombre del establecimiento era muy fuerte. No pude evitar todo el tiempo acordarme de las dos posadas más importantes de La Habana en cuanto al confort. Se llamaban Edén Abajo y Edén Arriba, e intencionalmente, supongo, fueron situadas a la salida de la capital, en la periférica carretera Monumental. Una posada en Cuba no es una estancia de camino en el imaginario de Cervantes, sino un sitio de mala muerte donde se tiran canas al aire, una caverna a la que últimamente los entendidos te recomiendan que lleves una bombilla de tu casa por si se han robado la del cuarto que te toque y no te das cuenta hasta media noche. Y, entre otros detalles verdaderamente pintorescos, servían allí un curioso cóctel de la casa llamado Telegrama. Era ron con crema de menta y hielo. Un explosivo. Sospecho que lo llamarían así por lo rápido que te subía a la cabeza. Desde que nos vendieron en Barcelona el Edén Magenta, y nos dijeron que no lleváramos secador de pelo porque en las habitaciones había, no hubo manera de quitarme de la mente la posibilidad de que este dos estrellas fuera una sucursal del complejo habanero, por mucho que Isabelita me pidió que no me predispusiera, porque lo de Magenta tenía que ver con el barrio parisino de igual nombre. ¿Y lo de Edén?
Es verdad que era un sitio digno porque estaba limpio. Un hombre multioficio, sin uniforme, atento y enrollado resultó ser el carpetero. Era un marroquí que llevaba más de la mitad de su vida en París; o sea, más de veinte años. Nos esperaba. Ya tenía controlados nuestros nombres y apellidos en el ordenador, pero nos dijo que nuestra habitación aún no estaba lista, que si podíamos aguardar en el salón. Nos tumbamos en un sofá de vinilo que quedaba a escasos metros de la recepción. Para entretenernos, comenzamos a trazar un recorrido tentativo por la ciudad con el mapa callejero sobre una mesita de cristal, y el hombre, que estaba muy atento, decidió salir de detrás del mostrador para sentarse con nosotros abiertamente. En realidad le apetecía practicar un poco el castellano. Yo me sentí en confianza y le pedí un vaso con hielo. No tenían hielo, pero, solícito, buscó un recipiente. Me trajo una copa de champán, vacía. Saqué una botella de ron de mi maleta e Isabelita sintió vergüenza ajena. Me moría de ganas por tomarme mi primer ron en París, y elegí ese momento absolutamente distendido para servirme un Havana cinco años, que coincidentemente había comprado en Barcelona a un coterráneo del recepcionista. El hotelero se llamaba Ahmed, como era de esperar.
Ahmed resultó un tipo simpático que todo el tiempo bromeaba con ofrecernos una habitación doble en lugar de una matrimonial. Le brillaban los ojos, se reía amplio y cómodo, y rebuscaba palabras en español para demostrarnos su multilingüismo. A ratos saltaba al fútbol, cosa que a mí no me interesa en lo absoluto, pero sin dudas es un tema práctico para establecer con alguien un lenguaje universal. Como nos encontró tan cansados, de repente se le ocurrió que podíamos subir a otra habitación, pero sin bañera; o sea, con plato de ducha. Nos tocó bromear a nosotros:
-Mira, Ahmed –pedí a Isabelita que tradujera textualmente-: a nosotros nos da igual lo de las camas porque, si hay dos, las unimos, y lo de la bañera no es algo que nos quite el sueño. Lo que sí nos interesa concretamente saber es si hay secador de pelo.
Ahmed se partió de la risa. Dijo que sí, que había secador de pelo.
Al poco rato subimos en un ascensor en el que solo cabían dos personas y dos maletas de las verticales. Todo estaba enmoquetado; el pasillo medía metro y medio de ancho. Isabelita, que llevaba la llave, no pudo abrir la puerta de nuestra habitación, la 202. Lo intenté yo y abrí a la primera vez.
-Es cuestión de maña. ¿Tú nunca has estado en una posada?
-No, aunque tengo una idea por lo que me has contado-respondió Isabelita todavía asombrada de lo fácil que abrí el cerrojo.
Entramos a un espacio de unos quince metros cuadrados, incluyendo el baño y la bañera. Cama matrimonial, dos mesitas de noche, una encimera sin gavetas, una nevera minúscula que no arrancó jamás su motor, un televisor de catorce pulgadas sujetado de la pared por un pie de amigo, un pequeño closet (armario empotrado, para más señas), dos ventanales bastante grandes proporcionalmente con la habitación, un cuarto de baño con espejo sin enmarcar, bañera sin cortina –no era cuento lo de Ahmed-, secador de pelo y lo mejor de todo eran los apliques de la habitación. Eran tres. Absolutamente cursi, no por el estilo de construcción inspirado en el Art Noveau francés –unas placas de vidrio opalino bordeadas de metal-, sino por la forma. Al final no supimos exactamente si tenían forma de abanicos sevillanos o si eran biombos en miniatura. Pero eran pliegues, sin dudas. Isabelita me estuvo fastidiando todo el tiempo con los dichosos apliques.
Dejamos las maletas y nos tiramos en la cama matrimonial con la ropa puesta. Estábamos hechos un trapo viejo del cansancio y del estrés que nos obsequió el conductor suicida. Apenas yo había visto la ciudad del aeropuerto al hotel. Me pasé todo el trayecto vigilando el tráfico y a otros conductores suicidas. Pero estábamos felices y, sobre todo, sin un orden del día, sin una agenda que cumplir, excepto localizar a un amigo mío que una vez fue mi cuñado y al que hacía unos quince años no veía. Por la suavidad con que pasaba el tiempo, por la luz excelsa que entraba a través de las cortinas –debían ser las tres de la tarde-, aquellas cuatro paredes eran el paraíso, el lugar perfecto para hacer de nuestras vidas un rincón inamovible. Podíamos incluso dejar París para otro viaje estando en una habitación de París. Estábamos molidos del madrugón que nos supuso viajar hasta allí, hasta ese lugar impreciso que podía estar en cualquier lugar del mundo –incluso en Cuba- con un musulmán en la entrada que no aceptó un trago de ron por cumplir con su religión, y que no paraba de hacernos bromas con entrelíneas sexuales.
¡Si Ahmed supiera que tan pronto caímos en la cama, vestidos, Isabelita me pidió que le mojara los labios con ron almacenado en mi boca, y que esa súplica es casi a lo único que no me puedo resistir; que no cerramos las cortinas a petición de Isabelita, que se nos olvidó el cansancio y nos desvestimos como pudimos por la urgencia que teníamos de volvernos a encontrar después de un viaje en avión de una hora y media, y otra media hora de tensión sobre el asfalto en dirección al Edén Magenta; que nos olvidamos del mundo incluyendo a París; que una camarera, despistada, abrió sin tocar antes y nos encontró en la estratosfera de cualquier espacio, enroscados y desnudos como Dios nos trajo al mundo; que nos bebimos media botella y no bajamos a París hasta la media noche; que perdimos el desayuno del hotel siempre que estuvimos allí; que, en fin, vivimos París a nuestra manera!
De algo debe haberse enterado si es que tiene buena comunicación con la camarera. Suponemos que la tenga, o, más exactamente, deseamos que la tenga, porque en cada turno no trabajan más que el recepcionista y la camarera.
Al cabo de dos días, cuando marchamos, no lo habíamos vuelto a ver. A Isabelita se le ocurrió dejarle una nota en francés que decía:

Ahmed: gracias por tu recibimiento, que fue algo más que una recepción. Sigue practicando el castellano y algún día sáltate las reglas y tómate un ron a nuestra salud. Te deseamos buena suerte en la vida. Dejamos la copa de champán en la habitación porque no te encontramos. Un abrazo:
Isabel y Jorge.
P. D. El secador de pelo no funciona.


Primavera 2006

lunes, 16 de julio de 2007

La cuarta pared

Isabelita es una muchacha muy tierna, candorosa, aunque con los pies bien situados sobre la tierra. Es muy práctica, como la gran mayoría de los catalanes que conozco; ágil de pensamiento, elíptica, como la gran parte de los catalanes a los que he tratado, pero tiene una caída de pestañas tan seductora que me hace suponer que es etérea. Tiene esa ambivalencia, la muy coqueta. Cuando nos abrazamos, vuela junto con una interjección que proyecta a media voz: “¡ah!”. Tan dulcemente se me escapa por los callejones del barrio gótico de Barcelona, amarrada a mí, claro, pero en fuga hacia los más recónditos espacios de la antigüedad medieval que tanto disfrutamos en ambientes vespertinos, poco antes de que ambos nos marchemos de vuelta al trabajo. Es la reina de la improvisación. Y es, por encima de todo, y dicho por ella misma, visionaria.
Nos conocimos una tarde en una cafetería de Las Ramblas. Según me ha confesado, mi alma la removió de su asiento cuando entré por la puerta. Dice que sintió una descarga sensacional de toda mi fuerza interna, un poderío inquebrantable y con mucha mecha del que me habló luego para mi información, porque ni yo mismo me reconozco en sus palabras. Tal debió ser la conexión espiritual –inalámbrica, ya todo va inalámbrico-, que caí a su lado en un sofá de dos plazas que tienen en la cadena norteamericana de café express Starbucks. Pedí permiso para compartir el mueble color pastel y dejé el vaso plástico sobre una mesita en la que ya descansaba su vaso plástico blanco. Si yo fuera a creerle al ciento por ciento, entendería que mi alma llegó primero al sofá y después mi cuerpo con el café. Supondría que, cuando se unieron de nuevo los dos sistemas, mi parte abstracta le perteneció a Isabelita durante el tiempo que compartimos el asiento, y mi volumen figurativo sólo ejecutaba los movimientos de llevar el vaso a la boca y cruzar una pierna encima de la otra alternativamente. Fui poseído. Pero yo no lo sabía. De eso me enteré después, otro día.
Comenzamos a salir de noche los fines de semana y a comer juntos de lunes a viernes, en distintas cafeterías de menú, y a tomar el café en los bares góticos, semigóticos, ultragóticos y ultramodernos (o sea, postmodernos) del barrio antiguo. Al cabo de quince días, mirando vidrieras, como siempre hacíamos, encontramos una oferta para un fin de semana en París con salida desde Barcelona, tiradísima de precio, la verdad. Isabelita había vivido allí dos años y hablaba el francés perfectamente, y le brillaron los ojos. Noté que tenía muy buenos recuerdos parisinos. Yo nunca había estado allí –creo que lo he mencionado antes en estas mismas páginas-, y de hecho, en el momento de escribir estas líneas, todavía no he llegado físicamente a esa capital. ¿Lo tomamos? Sí, lo tomamos. Salimos de la agencia de viajes con los billetes que incluían el avión de ida y vuelta, el transfer desde el aeropuerto al hotel -un hotel de dos estrella que, por el nombre, podía ser una casa de citas: Edén Magenta, ¡por Dios!-, y desayuno. Fue así de ran-pan-pan. Yo que toda mi vida había soñado con viajar a París en un tour organizado, resulta que en menos de un mes estaría allí con una deliciosa e inquietante mujer mucho más joven que yo, a la que casi acababa de conocer envuelta en los aromas hirvientes de un café de Las Ramblas.
Una noche fuimos a bailar al Velvet, en la calle Balmes, un sitio donde se puede disfrutar la música de los años 80 si no te fijas mucho en los brutales cortes –y malas costuras- del discjoker y te dedicas a rozarla a ella. A Isabelita le encantó. Le encantó la música y le encantó que nos rozáramos. Pasaba la noche a golpe de tónica, sin gin, y yo con mis legendarios rones a palo seco. Tenía exactamente 30 años; Isabelita, quiero decir, porque la música ya suma unos cuantos más. No me cuadraba que se supiera la mayoría de las letras de las canciones, por su edad. Entonces fue cuando tomé más en serio su dotación natural, y me refiero al poder de la mente. Ella debía transportarse en el tiempo con gran facilidad, penetrar o absorber las vibraciones de los demás y, a través de ese canal, llegar a poseer las mentes, como sucedió conmigo. Con la salvedad, me aseguró, de que no le ocurría con cualquiera. En efecto: Isabelita era un médium. Y yo un conducto.
Cerramos el Velvet. Nos echaron, para decirlo con más exactitud, pasadas las cuatro de la madrugada. Mi médium estaba tonificada de pies a cabeza. Sus cachetes enrojecieron con la noche, y su caída de ojos resultó fulminante cuando encendieron las luces del local. Estaba yo en mis dieci pocos años, tarareando a los Bee Gees, a Electric Light Orquesta. Estaba en mi punto álgido de la nostalgia mezclado con el hurto de mi corazón a cuenta de Isabelita. En la calle Balmes, amarrados a una farola –si no hay farolas me la acabo de inventar- me dijo resuelta, envolvente: “¡Llévame a tu casa!”.
-Me lo pones fácil –armonicé-. Vivo a dos pasos de aquí.
-Para luego es tarde- murmuró tirando de mi chaqueta.

Nunca compro tónicas. Me adelanté a pensar por el camino qué ofrecerle. Me acordé de que tenía algo especial guardado en el doble fondo de un armario pero tenía que solicitar un permiso extraordinario. Pregunté a Isabelita:

-¿Tú crees que será posible establecer una conexión con La Habana ahora mismo?
-Hombre, desde una cabina...-respondió señalando uno de los muebles urbanos de Telefónica.
-No, mi niña, tiene que ser espiritual.
-Pues sí. ¿Qué pasa?
-Tengo guardada una botella que forma parte de una reserva especial de un ron que tiene 12 años de añejo. Me la regalaron por mi 40 cumpleaños y juré descorcharla con mi padre. ¿Tú crees que se pueda obtener una dispensa?
-Yo debería aconsejarte que mantengas la promesa, pero creo que tendremos que abrirla hoy. Intentaré conectarme con La Habana. ¿Cómo se llama tu padre?

Subimos a mi piso con la música del Velvet por dentro. En el ascensor bailamos, de aquella manera concupiscente, tumultuosa. Entré directo al refugio del añejo. Palpé, acaricié la botella, se la mostré a la muchacha con un gesto premonitorio. Ella sonrió. Busqué dos vasos, pusimos música y dejamos la puerta del dormitorio abierta para que entrara el alba directamente desde la curvatura de la Tierra que se ve desde mi ventana del salón. Amaneció por fin. La sesión de desnudos, que era lo que tocaba a continuación, la iniciamos con una luz rojiza que nos remontó nuevamente al Velvet con su estética kitch: las banquetas altas de cuero sintético, dos barras en semicírculo, lámparas planas y unos focos direccionales que alumbraban las caras de las camareras enfundadas en satén colorado. El ron era exquisito. Bajaba balsámicamente. Isabelita se mostraba ahora con el torso al aire, dejándome poca imaginación por si yo hubiera querido exagerar la belleza de sus pechos. Los veía venir. Los había tocado antes, en el Velvet verdadero. Sus pechos eran como ella: tiernos, aparentemente intocados, redondos, enarbolados. Rodamos por mi dormitorio rompiendo objetos mal aparcados. Me miró fijamente, mojó sus labios de ron y me dijo, otra vez resuelta:

-Hay un problema.
-No te has podido conectar con el Caribe- bromeé.
-Eso está resuelto hace rato. El problema es que soy virgen.

Yo que soy lento esa vez no actué así. Parece que, con la cercanía, Isabelita había estado provocando mis revoluciones, esa fuerza interna que yo no me veo pero ella sí, y repliqué en el acto una frase sencilla, oportuna, nunca mejor encontrada:

-Déjate llevar, mi niña, ser virgen no es un problema cuando deseas a alguien...Estamos a mano.

Claro, fue una reacción inmediata para inspirarle confianza en los dos, primeramente para que no se sintiera mal por algo soluble y tierno. Pero enseguida actué como si fuera yo mismo, el de todos los días, el conservador y protector que suelo ser:

-Espera. ¿Por qué no lo dejamos para París, para que te lo pienses mejor? Aquella es la ciudad donde está permitido romper esquemas y otras pieles...-propuse.
-No has entendido nada. Tiene que ser ahora. Si he llegado hasta aquí es porque tiene que ser ahora.
-Bien, pues así será, pero te confieso que es mi primera vez.
-¿No me digas que también eres virgen?
-No. Lo que quiero decir es que jamás he desvirgado a nadie.
-Te lo has encontrado todo hecho.
-Sí, en el sentido rompedor gráficamente dicho sí. Cuando tenía dieciséis o diecisiete años tenía una novia que me pidió lo mismo que tú y no fui capaz de complacerla. Me temblaba todo el cuerpo en ese momento y no llegué a entrar. Recuerdo que no podía quitarme la imagen de su madre de la mente, de cuando se enterara, de la paliza que nos iba a pegar...y no fui capaz. De esto hace más de veinte años. Hoy en día aquella chica tiene dos hijos y vive en Helsinki, y me quiere mucho, ¿sabes?
-¿La has vuelto a ver?
-No. Hablamos por teléfono. Estuvo una noche en Barcelona con su marido y me llamó, precisamente desde Las Ramblas. Le inventé una excusa. Le dije que estaba fuera de la ciudad.
-Bien, muchacho de ojos brujos: aquí tiene que consumarse la desfloración. Ni tú conoces a mi madre, ni yo te voy a dejar escapar.

A partir de entonces me quedé con la duda de si Isabelita, que no es muy católica que digamos, me eligió por la fuerza de la entrada de mi alma en un espacio cerrado, o porque pensó, esquemáticamente, que un cubano nunca se negaría. Es muy sintomático: hoy en día es muy raro llegar virgen a los 30 años.
El viaje fue absolutamente limpio de obstáculos. Al menos yo lo sentí así. Estábamos tan a gusto explorándonos que se nos pasó el tiempo sin darnos cuenta. Recuerdo que nos quedamos dormidos a plena luz del día, y también que dos o tres horas más tarde Isabelita me despertó de un sueño dulce haciéndome el amor inconsultamente. Me estaba violando otra vez, como cuando violó mi lugar en el espacio y me colocó con su mente en un sofá matrimonial de una cafetería. Fue pleno, desasosegado el encuentro de nuestros cuerpos. Intentamos guardar fuerzas para el viaje a París, y, en lugar de tónica ella y ron yo, estamos tomando muy a menudo una infusión de jengibre que nos recomendaron en el barrio gótico, para aumentar la potencia. Todavía, cuando me despierto, añoro ese momento intangible en el que crucé su cuarta pared sin darnos cuenta, la frontera que nos separaba físicamente del punto de encuentro donde debemos estar tomándonos un café por tiempo indefinido. He pensado en no lavar las sábanas y las fundas de las almohadas. Me gustan esos dibujos alegres.


Primavera 2006

viernes, 13 de julio de 2007

Pasajeros en tránsito

Suponiendo que mi cuerpo cumpla con las expectativas de vida de este lado del mundo –a mi mente no la menciono, por si acaso-, en mí habría ocurrido un antes y un después justo en la mitad de mi existencia. A los 40 años, cifra nada despreciable, marqué esa frontera, sin quererlo, con el propio hecho de emigrar de mi país. Yo no era consciente de este análisis, por supuesto; fue casual que alguien me tendiera un puente a esta edad para conocer un mundo nuevo, con todos los inconvenientes y novedades que se ponen en juego. Antes de salir de Cuba, y justo en el momento de dejarlo todo allí, yo podía vislumbrar cómo iba a ser mi futuro profesional y, más o menos, el afectivo. Estaba, digamos, muy bien encaminado en el oficio que me gustaba hacer, llegando casi a la cúspide de lo que en el mundo de hoy han dado en llamar verticalidad profesional. Me estaba convirtiendo en un especialista de un tema concreto y, a la vez, comenzaba a dominar un mundo de cosas del periodismo cultural, que era lo mío; sabía algo de los vericuetos del gremio, incluía entonces algunos ardides tópicos para “marcar la tarjeta”, o lo que es lo mismo, para presentar un trabajo decente después de una tremenda juerga. Me conocían los creadores del sector artístico que habitualmente cubría; me hacían agasajos que consistían en entradas gratis a las funciones de teatro; recibía invitaciones a hoteles de provincia para, en otros casos, cubrir los eventos locales; me llamaban por teléfono al fijo de la casa para proponerme un tema intempestivamente; los creadores me abrían una puerta, sin darse cuenta y sólo por necesidad elemental, hacia el saber multidisciplinario de nuestra cultura popular. Podía escoger mis destinos dentro de la isla –siempre y cuando cumpliera antes con los objetivos editoriales de mi jefe-, y pude favorecer a alguien en particular si hubiera querido. Era joven –todavía lo soy-, finalista en mis obligaciones, poco ambicioso y bastante bohemio. Tenía poder, un poder relativo, como casi todo, pero lo tenía.
Una vez, en la fiesta inaugural de un festival internacional de teatro, recibí una bofetada a traición. Fue típico: me tocaron el hombro por detrás y, al girarme, obtuve la descarga iracunda de una actriz bastante mala a la que no le gustó lo que dije por escrito. Luego consiguió mi teléfono fijo (móviles no teníamos, por suerte) y me insultó por esa vía, gritando, una y otra vez, que yo tenía la sartén por el mango. Aquello me llamó sobremanera la atención. Jamás en mi vida me había dado cuenta de eso. Un amigo me recordó que la prensa es el cuarto poder. O sea, recibí el fruto contraproducente del oficio sin haber disfrutado de eso que la actriz llamaba poder. Al recordar esta anécdota, acabo de llegar a la conclusión de que mi vida ha sido una cadena de eventualidades, desde el puesto de trabajo que ocupé por casualidad –nunca fui buen estudiante-, hasta el viaje de “ida” que realicé hace seis años a esta ciudad. Y aquí me quedé, sin saber nada del asunto. En esta otra parte de mi vida, la que recién comienza según se ve, me llegaron bofetones de todos tipos y colores pero, en lugar de una dama con saña, fue el día a día el autor. Aquí, aunque tengo un teléfono móvil en el bolsillo, estoy más incomunicado que antes, o, para ser justo, estoy subcomunicado. Es necesario asumir que lo que acabo de contar arriba pasó, que podría volver, aunque lo que tengo delante es el proyecto con mi mujer de abrir un negocio propio, enfocado más bien hacia la venta de artículos del hogar.
Barcelona, como ciudad, también tuvo un antes y un después –la frontera fueron las olimpíadas del 92. En esto estaba pensando cuando me quedé solo unos minutos en la sala de espera del aeropuerto de Madrid, aguardando por mi vuelo para acá. Mi mujer fue al baño y me perdí a lo lejos recordando cosas de mi vida. Acababa de regresar de La Habana –con ella- después de seis años de dejar todo y saltar al vacío. Mis amigos estaban iguales, en sus casas de toda la vida, a las que llegamos de memoria porque no se me había olvidado ni un detalle. Es algo parecido a aprender a montar bicicleta. Mis amigos, debí decir, estaban iguales excepto que tenían hijos. Nos reunimos con ellos como si se tratara de una cita habitual y no hubo que desdoblarse en ningún aspecto. El ron seguía sobre la mesa; y la lluvia tan caliente como siempre, tan salvaje, con su misma personalidad. El olor a las calles mojadas me hizo creer que yo no había movido un pie de mi ciudad, que había estado trabajando en casa un tiempo y había desconectado el fijo. En todo el viaje que hicimos mi mujer y yo, no quise pensar, pero al quedarme solo detrás de unos cristales panorámicos y ver el movimiento incesante de un aeropuerto internacional, caí en la cuenta, detrás de la nostalgia, de que al llegar a Barcelona me esperaba la otra mitad de mi vida.

Julio 2007

martes, 10 de julio de 2007

Hay alguien en casa


Los primeros días en La Habana, de camino a encontrarme con algunos amigos, pasé dos veces, sin querer, por una avenida desde la que se veía mi casa a lo lejos. Creo no haber sufrido arritmia alguna vez, al menos conscientemente, antes de estos momentos que narro. El corazón se me quería salir del pecho, y, otra vez, comencé a toser. Cuando me pongo a toser, mi mujer ya sabe de qué va la cosa. Son los nervios, los más profundos, mis fibras intrincadas allá donde no puedo llegar. Es increíble cómo esas fibras hipersensibles se activan, ya bien sea por choques ambientales que le son familiares, o también por recuerdos, o por rechazo a algo que va a llegar. Mi mujer aún no estaba orientada en la ciudad y solo se dio cuenta de que algo me volvía a rondar los nervios, que habían estado descansando desde que salimos del aeropuerto, pero, evidentemente, solo descansaban a medias.
Entonces logré tomar aire –cuando me sucede un ataque de tos nerviosa, le hago una seña con la mano para que me deje tiempo para respirar-, y pude indicarle con cuatro palabras casi inaudibles:

-Esa es mi casa.
-Cariño –restauró la frase inmediatamente-, no hables en presente que te hace daño. Recuerda que ya no vives aquí.

Apreté los dientes y las muelas, como si estuviera triturando una almendra, al parecer como un mecanismo de defensa instintivo para alcanzar un poco de aliento. Yo no podía hablar. Al apretar las mandíbulas una contra la otra, la tensión nerviosa se descarga ahí y uno puede recuperarse, pero se estropean las piezas dentales. En ese momento me era absolutamente necesario resolver el problema que tenía delante. Pensé en no decirle nada a mi mujer, aprovechándome de su ignorancia sobre el terreno, pero luego hubiera sido peor. A mi mujer le gustan las cosas, como decía mi padre, en caliente.
Esa fue la primera vez que vimos la casa a lo lejos. La segunda, ya ella estaba sobre lo eventual antes de que cruzáramos la avenida. La segunda vez fue ella misma la que me recordó, señalando, cuál era mi casa.
Después de pasar por delante sin querer, en sucesivas salidas desvié la ruta a propósito y mi mujer se dio cuenta. Así que me dijo, con mucha dureza, una gran verdad. Al escuchar sus palabras me entró la duda de qué hubiera hecho ella en mi lugar:

-Mira, guapo, no lo alargues más; esto es puro trámite. Cuanto antes lo resuelvas, mejor. Y así podremos estar más tranquilos los dos- fue lo que me soltó sin ambages, como si estuviéramos hablando de una visita al dentista.

Sin embargo, debo reconocer que tenía razón. Por varios motivos: Cruzar el Atlántico cuesta caro, metálicamente hablando; estábamos en La Habana por fuerza mayor y no sabíamos cuándo podríamos volver; el pasado es un recuerdo, que puede ser más o menos dulce, pero no es más urgente que la actualidad, al menos en alguien racional como nosotros, aunque nos gustaría ser de otra manera. Y si pasábamos de largo por la puerta de mi casa, dejábamos la posibilidad de arrepentirnos a la vuelta del tiempo. ¿A qué yo le temía? Esa es una buena pregunta. Supongo que a mí mismo. Supongo que me hubiera gustado ir a Cuba en un viaje a buscar mis cosas, y en otro a visitar el sitio donde enterraron a mi padre. Es muy posible que las dos misiones juntas, más el tambaleo interior del regreso en sí mismo, me hayan puesto en una situación límite. No era hora de filosofar, porque nuestros días allí estaban contados. También temía a la posibilidad de encontrarme con algunos vecinos indeseables, gente que uno borra de por vida y respira luego. En fin, cosas superfluas. Un paquete de tonterías que amontonamos entretejidas en el alma, hojarasca de la espiritualidad que hacen mucha resistencia en momentos cruciales. No fue al día siguiente de la conversación con mi mujer en la avenida, ni al otro, sino casi al final del viaje cuando me decidí a volver a lo que fue mi casa durante casi cuarenta años, un caserón más o menos espléndido que ocupa una privilegiada parcela de El Vedado. Construido en los años 40, mi familia se dio a la tarea de cuidar la austeridad exterior, y de colocar unas paredes por dentro de poco menos de medio metro de ancho. Me dijeron una vez que ese sistema constructivo se llama citara/citarón , y consiste en poner ladrillos cruzados. Entre esos muros insonorizados transcurrió mi vida -¡ay, si los tuviéramos en Barcelona no nos escucharían los vecinos, mi amor!
Allí crecí y me las ingenié para sobrevivir a la ilegalidad, alquilando habitaciones a escondidas del Estado. ¿A escondidas del Estado? Quise decir sin declarar el hecho. Allí, muchos años atrás, en el garage, durmió un Cadillac negro de mi padrastro, a quien no he vuelto a ver. Ni al automóvil ni a él. Desde los tempranos años 70 mi padrastro se pasaba mucho tiempo arreglando el carro. Luego llegó la época de la universidad, y me quedé solo en casa con mi hermano. Dos colegiales, inquietos, inhabilitados para la vida doméstica, malos estudiantes, un poco bandoleros, divertidos. La vecina de enfrente nos denunció un día porque, dijo, se realizaban en nuestra casa fiestas de perchero.
La policía nos advirtió que cerráramos las ventanas. Mi hermano y yo no sabíamos lo que era una fiesta de perchero, aunque tiramos de la majestuosa carpintería francesa para cancelar la visión. Después dividimos la casa. Mi hermano hacia un ala y yo en la otra parte. Cada uno con su cocina y baño. Más tarde se marchó mi hermano del país y me quedé solo en el caserón, hasta que empezaron a llegar amigas de provincias. Pasado un tiempo, mi madre volvió. Estábamos juntos, pero no revueltos. Llegaron los tiempos duros. Vendí ron en el domicilio y algunos aguacates una vez al año. Me casé, me divorcié, me junté, viví como tres o cuatro concubinatos y me fui del país.
A los seis años regresé con una mujer que no tenía nada que ver con toda esta historia. Digo tenía, porque se implicó de verdad. La casa la habían vendido –en los papeles consta solo una permuta, porque vender está prohibido, aunque sean tus paredes de toda la vida. Hay quien no vuelve más a su lugar de origen, pero yo, por otras razones, retorné, aunque de paso.
Al llegar a la avenida miré de soslayo la puerta de la casa para ver si estaba libre. Pero no, desdichadamente había un hombre sin camisa tomando el fresco, en actitud de morador total. Avanzamos con soltura aparente, hasta alcanzar la entrada. Desde la reja del portal dije en voz alta, sin soltar la mano de mi mujer:

-Perdóneme usted. ¿Puede venir un momento?
-¿Qué desea?- respondió el descamisado, de unos 40 años, fumador, bastante seco y serio.
-Es que yo viví en esta casa y me gustaría hablar con usted un momento.
-Pasen- expresó repasándonos de arriba abajo, con un cuidado asombroso, cuidado del detallista un poco desconfiado y arisco.
-No queremos molestar. Ella es mi mujer –dije señalándola-; vivimos fuera de Cuba y estamos de paso. Solo queríamos saber si todavía están algunos papeles míos guardados en un closet.
Yo anhelaba algo más que la papelería, dejada a la fuerza para volar limpio de polvo y alimañas. Mi máquina de escribir, la primera que tuve antes de conseguir un ordenador, una Remington Rand de los años 40 (como la casa), era algo tan especial en mi vida, así como un perro con dientes salidos que rondaba mi vivienda e iba a dormir los mediosdías. Cosas superfluas en las que nunca he dejado de pensar. Y en la mata de aguacates, y en las fotos, negativos, cajitas llenas de recuerdos de la gente, de mujeres, de novias bastante lejanas. Un millón de objetos, animados o no, me pasaron por la mente en segundos al enfrentarme al hombre sin camisa que observaba tranquilamente la calle. Ese hombre no dejó que transcurriera mucho el tiempo antes de apaciguarme:

-Ya sé quién eres. Algunos vecinos me han hablado de ti. ¿Tú estás en España, no? Tranquilo, no hemos limpiado ese closet. Tuvimos la corazonada de que volverías, y por suerte no has tardado mucho desde que vivimos aquí.

El hombre, de mi generación, tiró su brazo derecho encima de mis hombros. Nos invitó a pasar y se presentó formalmente ante mi mujer. Hizo café, pero para ese momento yo todavía no había logrado relajarme.
La máquina de escribir no pude traerla. Pesa mucho. Traje una pieza liviana en donde los fabricantes estamparon la marca y el modelo. Y vinieron los papeles más importantes y las fotos. Mi mujer se horrorizó con la cantidad de cajitas y reliquias de muchachas. No me regañó en La Habana por prudencia; aunque lo hizo de vuelta a Barcelona. Celitos, se debe suponer. El hombre de la casa, que prefirió no ser identificado en estas crónicas, nos dejó su número de teléfono –el mismo mío, no lo había cambiado-, una dirección electrónica y una tarjetita de su empresa.

-¡Vuelvan cuando quieran!- aseguró calurosamente.

Dimos las gracias, asintiendo con la cabeza, pero en ese preciso instante mi mujer y yo tuvimos la misma sensación, la de atrapar el presente a toda velocidad, y el presente no estaba siquiera cerca de allí.


(Nota: la foto que acompaña este texto corresponde a la fachada de otra casa de El Vedado)


Julio 2007

lunes, 9 de julio de 2007

El derecho a retratarse

Debía seguir con el viaje reciente a nuestra querida Habana, una de las ciudades más inexplicables del mundo, y también, quizá, la más inspiradora a poetas cantores. Sin embargo, hago un golpe de timón para seguir en ella –la calurosa, la mestiza, la claroscura, derruida y espectacular a la vez-, a propósito de un comentario reciente aparecido aquí en el blog. En el texto Habáname, tú no tienes la culpa (el título es un doble juego dirigido, tanto a la gran urbe, como a la fotógrafa que me acompañaba, que es mi mujer), defendí con toda vehemencia el derecho de imagen que se debe reservar a una capital hecha trizas por la mala administración y por el paso de medio siglo sobre ella, sin que eso que llamamos mantenimiento se haya sentido llegar.
Mi regreso a la gráfica hecha en La Habana viene a cuento porque el Magazine -que viene convoyado, los domingos, con La Vanguardia, diario catalán de tirada nacional- abre una nueva serie de autorretratos de América Latina, y precisamente comienza con Cuba. En primer lugar, tengo que decir que me impactaron sobremanera las fotos (todas en blanco y negro) que hablan más de la desolación que de otra cosa, por mucho que el balance intentado en la selección incluyera algunas imágenes costumbristas que siempre sacan una sonrisa. Yo acabo de llegar de La Habana, y creo que estaré llegando por mucho tiempo en lo adelante, muy a pesar de las necesidades existenciales de mi mujer y del propio soporte de este blog. Al abrir las páginas del Magazine –mentira, no tuve que abrirlas: la portada vende el reportaje gráfico a todo lo largo-, se me apretó el corazón al hallar las fotos robadas (hasta cierto punto, pues sé muy bien cuánto seducen las cámaras a los cubanos) que tanto me indignan porque se aprovechan de la decadencia de la ciudad y, por ende, de la decadencia de la gente. Pero había un motivo amortiguador: los autores eran cubanos que viven actualmente allí dentro, y no estaban haciendo otra cosa que reflejar sus días. Esto es totalmente lícito, y esa es la diferencia con los cazadores internacionales de “texturas”. En la venidera serie (sigo a la espera de próximas entregas), el joven fotógrafo barcelonés Claudi Carreras presenta el resultado de un viaje “durante más de un año por 18 países latinoamericanos para seleccionar los autores y proyectos de fotografía documental que mejor represente la realidad contemporánea de ese continente”, explica una leyenda adjunta en la mencionada revista.
Los documentalistas cubanos elegidos son: Humberto Mayol, Enrique de la Uz, José Alberto Figuerola, Kattia García, Pedro Abascal, Gonzo González y Raúl Cañibano. Hay fotos muy duras, y otras aparentemente graciosas, pero duras igual. De no ser por las puntuales palabras del compilador, esas imágenes hubieran quedado en el aire, o, peor aún, rondando un morbo exagerado de alguien que se recree congelando el deterioro público y social. Claudi Carreras, de manera inusual, está bien informado sobre la realidad cubana y en particular sobre el “modus operandi” de los fotógrafos allí. Deja constancia sobre la carencia de materiales de trabajo, así como la impronta de cada artista comprometido en testimoniar –para la vuelta del tiempo o para ahora mismo- lo que ocurre a su alrededor. Así recordé mis días como reportero de prensa, en los que tenía que ingeniármelas para que rindiera un carrete de 36 exposiciones en cuatro reportajes. (Téngase en cuenta que, aunque yo trabajaba en un órgano de prensa oficial, mis temas favoritos no eran los más importantes para la dirección: los temas culturales). Creo haber dicho en estas crónicas que traje a Barcelona un archivo de negativos del teatro cubano de los 90, cuya historia, la de mis negativos, narraré algún día, porque tiene tela. Así que chapeau para Claudi Carreras y para los artesanos de este reportaje. Parece más de lo mismo (Cuba vende, ya se sabe), pero no lo es. Este es otro enfoque, de adentro hacia fuera, o también de adentro hacia adentro, porque no deja de doler en el alma. Se pueden encontrar las entregas, además de en la revista impresa y a medida que van saliendo, en http://www.magazinedigital.com/america-latina/cuba/
En la web hay muchas fotografías que no aparecen en papel.


Julio 2007

viernes, 6 de julio de 2007

Las hormonas revueltas de un lector

Hoy al abrir mi buzón de correo postal encontré, entre facturas de la luz y gas, la revista del video club del barrio. No es la primera vez que nos la envían a casa, pero sí la primera ocasión en que me impacta la portada. En lugar de un filme de acción, prefirieron vender entre las novedades algo de cine político; nada más y nada menos se lanzaron con La vida de los otros, sobre la época comunista en la Alemania del este, una descarnada presentación de cómo espiaban a los ciudadanos en un gobierno totalitario.
Luego, al abrir el buzón de mi correo electrónico, hallé un mail con bastante mala leche (como se dice en España), en el que el remitente, desconocido por mí, intenta aterrorizarme juntando datos sobre mi vida personal. Esto a propósito del presente blog. Al parecer no gusta del contenido y de la forma, y está en todo su derecho. Como no sé quién es, y como yo muestro al menos mi perfil fotográfico en el cabezal de estas páginas, prefiero responderle aquí, y no a su correo personal. El me reprocha que me identifique como un exiliado. Como, a mi entender, esto es lo más grave que dice, me centraré en este, aparentemente, pequeño detalle.
Sí, soy un exiliado porque, aunque acabo de regresar de mi país, tuve que esperar cinco años para volver, tiempo que es el que el gobierno cubano estima conveniente para no dejar entrar en territorio nacional a alguien que haya decidido quedarse a vivir fuera de la isla mediante un viaje de trabajo. Por otra parte, y esto se lo expliqué también a una muchacha cubana que vive en Barcelona, técnicamente todos los que nos marchamos del país somos exiliados, en tanto el gobierno de la isla se arroga el derecho de por vida de prohibir o no la entrada al país; el día que no haya que pedir permiso (una especie de visado) para entrar libremente al lugar donde nacimos y vivimos, dejaremos de ser unos exiliados. Hay muchas gradaciones del exilio, incluyendo el autoexilio, que es el que nos embarga a una gran mayoría. Por otra parte, ¿por qué el estado cubano no acepta la doble nacionalidad y obliga a cualquier persona nacida allí a entrar obligatoriamente con el pasaporte emitido por la isla, incluso a personas que llevan más de cuarenta años viviendo permanentemente fuera?
También otro argumento: ¿Por qué, al marcharse uno de Cuba, pierde sus bienes raíces al cabo de once meses de la salida? Con semejante robo legislativo, del que fui víctima, me basta para sentirme exiliado. ¿O es que acaso, por escribir estas mismas líneas, el hecho de sentir miedo de volver a La Habana no significa que sea un exiliado? El exilio, sea un tecnicismo verbal o no, se lleva adentro. Cuando tienes que quemar las naves, sabiendo que no podrás regresar en cinco años –regresar si es que no hablas más de la cuenta-, y que pudiera ocurrir algo grave con un ser querido en la isla, eso es muy duro de llevar, y lo menos que se me ocurre decir es la palabra exiliado.
No sé si, con todo lo que he escrito en este blog me dejen volver alguna vez. Me gustaría que alguien me dijera si me apropio injustamente del término exilio.
A esa persona que, según él, desde Miami, utiliza en carta privada varios momentos de mi biografía personal le aseguro que no me voy a atemorizar, que seguiré escribiendo porque conseguí estar en este lugar del mundo donde hay democracia y respeto a la vida privada de las personas, y tenemos Internet, una maravilla de la comunicación global. Los blogs han (o están en eso) revolucionado el mundo de la comunicación interpersonal, han desafiado a los tradicionales medios de prensa y, en definitiva, son la máxima expresión de la libertad de criterios. Desde aquí se cuenta lo que se quiera y se toma también lo que se desea. No hay filtros que no sea uno mismo. Es un reto para uno convertirse en su propio editor, siempre que el empeño sea serio. Quien me escribe y me conoce y no se identifica claramente, y me reprocha haber olvidado que algún día trabajé para el estado cubano -¿quién que haya vivido allí no?-, le recuerdo que esta bitácora lleva el título de Segunda naturaleza porque, cuando los cubanos emigramos, volvemos a nacer, y descubrimos un mundo nuevo y conocemos el ejercicio de la palabra verdaderamente nuestra.
Creo que lo que la persona trasvestida ha hecho conmigo es dar un golpe bajo. Si me conoce y quiere llamarme la atención en algo, que dé la cara y hablaremos con normalidad.
Mientras tanto, le regalo la siguiente anécdota:

Al regresar de Cuba y pasar por la frontera española, el oficial me preguntó que si en lo adelante no tendría más problemas para volver a mi país, pues se fijó que tenía mi pasaporte “habilitado” para entrar indefinidamente, el ya mencionado visado que hay que obtener si uno se porta bien. Me hizo gracia la cara de pícaro del militar español quien, sugerentemente, tiraba del pellejo de sus colegas de La Habana. Como me sorprendió la pregunta, solo me limité a responderle la verdad:
-¿Volver sin problemas…? Eso nunca se sabe.


El recuento del viaje a Cuba con mi mujer continúa el lunes.

Julio 2007

miércoles, 4 de julio de 2007

Habáname, tú no tienes la culpa

La premisa fundamental que movía el dedo del obturador en la cámara de mi mujer era el respeto a la gente que vive en Cuba. ¿Cómo lograrlo? No hay que humillar a las personas dentro de un cuadro que se convierte en una estampa, me decía ella. Muchos turistas y buscadores de imágenes mundiales viajan a La Habana para, precisamente, lograr esa instantánea llena de plasticidad, de texturas, fotos abigarradas de óxido y cáscara, pastiches de colores inexplicables si no fuera por la luz de allí; hasta que el retrato de la ciudad abandonada se convierte en un clásico de la colección de arte tercermundista, del arte urbano en el que la gráfica habla por sí sola antes de que al creador se le ocurra retocarla en el photoshop. La vuelta al blanco y negro, la seducción del sepia, el virado de color en el laboratorio, el formato grande en el negativo. La Habana, tomada como pretexto en tanto ciudad gigante, densa y añeja, señorial y decadente, se sigue vendiendo como el viaje inolvidable en las agencias de turismo. No pocas personas que he conocido en este lado del mundo me han dicho descaradamente que a La Habana, a Cuba, hay que ir antes de que se acabe este gobierno porque en un futuro no sería igual, o sería igual a una ciudad como Miami. Oportunismo del más desconsiderado. ¿Y a la gente que vive en Cuba le gustará que se le incluya en un comentario de postales sin compromiso? El surrealismo de la verdad cotidiana es un resultado de un mal gobierno y no de una corriente artística innovadora. Estoy seguro, porque lo viví en carne propia, de que a nadie le gustaría viajar en bicicleta con una tarta de cumpleaños a cuestas. Esas son las fotos que respetó mi mujer. Mejor dicho: las imágenes. El elemento humano, ese tan importante dentro de la composición fotográfica, sobre todo la urbana, queda sugerido.
Aquí al lado está retratado el acceso al edificio conocido como el López Serrano, cerca del mar, en El Vedado, una torre de mediana estatura construida en los años 30 como paráfrasis de los rascacielos newyorkinos. Fue fabulosa, típicamente art-decó, con suelos de mármol y altos puntales. Allí se rodó una escena de alguna película en el ascensor; allí vivió el líder del Partido Ortodoxo Eduardo Chibás, a quien Fidel Castro le dio la espalda cuando le convino en el recorrido de sus ambiciones políticas.
Cuando uno entra al edificio, como hicimos nosotros dos para no mojarnos en un aguacero tupido, puede ver los detalles del desvarío ocasionado por los años en una ciudad que parece de posguerra. Tenemos planos generales; sin embargo, mi mujer me insistió en acompañar las presentes palabras con este plano cerrado.

Julio 2007

lunes, 2 de julio de 2007

Con los pasos perdidos

-¿Adónde te gustaría llevarme en esta isla?-, me preguntó mi mujer una tarde de reposo a orillas del mar.
-Pensándolo bien –improvisé-, me gustaría hacer un recorrido contigo por Cuba a través de la música.
-¿Cómo es eso, cariño?
-En este país –comencé a explicarle algo que me gusta mucho decir-, existen variedades de ritmos, especies musicales, derivados y subderivados, complejos sonoros o como se quiera llamar diseminados por toda la geografía nacional. Ahí radica una de las maravillas cubanas: que no se nos puede identificar por un solo ritmo, aunque el son sea el que se miente a priori. Aquí se fundieron sonidos de todas partes, y lo mejor es que aún se pueden encontrar algunos en estado puro-, agregué abriéndome de brazos, con cierta chulería.-Cada región o provincia tiene su tumbao
La pregunta de mi mujer me activó el buscador privado del que tiro a veces para recordar mis viajes como reportero cultural. En aquellos tiempos visité tantos sitios inexplicablemente originales dentro de la isla, que todavía me pregunto cómo fui a parar a aquellas lejanías. Desde los festivales de changüí de Yateras, en Guantánamo, hasta la casa de un luthier que construía flautas de madera de cinco llaves en San Cristóbal, en Pinar del Río. Diez años de travesía por la música popular cubana han pasado por el filtro de mis recuerdos en esta cuidad donde vivo ahora. Varias veces me he sorprendido, aquí mismo, hojeando las crónicas que resultaron de esos viajes. Muriéndome de nostalgia, sin encontrar a nadie a quién explicarle el fenómeno. Por eso cuando mi mujer me preguntó que adónde me gustaría llevarla forcé el viaje mental y en milésimas de segundo la paseé por los clubes danzoneros de Cienfuegos, con suelo de tablero de ajedrez; la llevé a la fiesta de los bandos (rojo y azul) en Majagua, en la frontera entre Sancti Spíritus y Ciego de Ávila; a las Parrandas de Remedios, la octava villa fundada por los españoles, o, sir ir tan lejos de Varadero, donde estábamos conversando, a hacer un recorrido por el circuito sur matancero que es línea de la rumba profunda y negra.
Me lo ponía difícil mi mujer, me provocaba sin querer. Algo de las músicas nuestras le puedo poner en casa, obviamente, pero la pregunta fue originada justamente en Cuba. Como bien ha detectado un buen amigo lector de estas páginas, nosotros no fuimos a la isla a hacer turismo. Y desplazarse allí por cuenta propia sin rozar con el mundo del dólar es bastante difícil. Así que, tras la breve descarga nostálgica mía a orillas del mar, le dije que nos dejaríamos llevar por los días y las noches, pues casi siempre hay música cerca y ejecutada en directo. Debo de confesar, sin poder permitirme ocultamientos, que tuvimos mala suerte.
Caminando por Miramar, por la séptima avenida, una noche, pasamos por un sitio de boleros que se llama Dos Gardenias. Entramos, en dólares, claro, haciendo una excepción. Me fijé en el programa y pensé que sería bastante representativo para mi mujer, en el campo del bolero, el filin y la descarga del bolero/son. Estaban María Elena Pena, Maureen Iznaga y el presentador Nilo de la Rúa. Aquello daba –perdóname María Elena- pena, tristeza y dolor en el alma. Nada funcionó, ni el sonido de sala ni la interacción con el público que era mayoritariamente extranjero, ni el engolamiento declamatorio del presentador. La razón, le expliqué a mi mujer, está en que estos artistas de la vieja guardia han perdido a su público natural, por la sencilla circunstancia de que esos seguidores no pueden pagarse una entrada allí ni en casi ningún sitio de La Habana de noche. Nos marchamos desconsolados, con la sensación de haber asistido a una visita a escondidas en un local de ensayo. A los pocos días me llamó un amigo para sugerirnos la noche de la llamada Casa de la Amistad, en la avenida Paseo, donde actuaba el grupo que acompañó hasta la muerte a Compay Segundo. Compré la idea para pasear a mi mujer por el son montuno, por la guaracha, por la propia fusión de ritmos que inspiró Compay desde que tocaba el clarinete en la banda de conciertos de Santiago de Cuba. A cielo abierto, bonito lugar, pista de baile. No era una mala opción y uno siempre trata de apartar el pesimismo. Nos fuimos allí con la licencia extraordinaria de nuestra moral (la excepción otra vez). Siento decir que nos tomaron el pelo. Una hora más tarde de lo anunciado, aparecieron los émulos del Chan-Chán, tocaron cuatro o cinco piezas y adiós. El sonidista fue tan mal educado, no solo con el público, sino además con los de la banda, que arremetió con reaggatón interminable y altamente vulgar. Salimos con nuestros amigos –el de la idea y su mujer- y no paramos hasta el lugar más seguro: el muro del malecón con el “rifle” de ron y cuatro latas de edulcorante negro con gas.
Antes de regresar aquí, de pura casualidad, nos llevaron otros amigos a un recorrido por Las Terrazas, un bellísimo lugar en donde fijaron residencia pintores de bellas artes y el afamado músico Polo Montañez. En casa de Polo, mientras mi mujer observaba desde la ventana el paisaje de la laguna que pasa por debajo, tuve la urgencia de volver a quejarme terapéuticamente para ocasionar el vacío de mi alma, entonces tambaleante ante tanta belleza natural:

-Mira, mi amor: esta vista que tienes delante le duró muy poco al sonero. Tengo entendido que acabado de instalarse aquí, cuando estaba en la cúspide de la fama en toda la cuenca del Caribe, ocurrió el accidente de tránsito que le costó la vida. Creo que él y su familia fueron carboneros, muy pobres, de esta misma zona. Era un músico empírico, con gracia y cierto hálito ingenuo. Eso gustaba y lo lanzó al estrellato, incluso en tiempos duros en los que la música que se llevaba era la inexplicable catarsis de la timba moderna, esa misma cosa rara que se pudiera definir en una sola palabra como gozadera. Polo nos devolvió el sonido ortodoxo y reposado del son y, de paso, se robó una buena parte de la audiencia. ¡Lo que no entiendo es por qué han tenido que permitir que el morbo juegue con su memoria en este museo que, si no está turisteando, anda muy cerca! Sospecho que a él no le hubiera gustado este proyecto mercantil. O quizá me equivoco…

Junio 2007