jueves, 27 de enero de 2011

Revolución del tuareg



Los tunecinos han echado a su dictador ante los ojos del Planeta y ahora occidente se ha quedado estupefacto, como si los árabes le hubieran propiciado al “mundo moderno” una bofetada sin mano. La nueva revolución–similar a la de Portugal contra el continuismo de Salazar- nos ha mostrado imágenes conmovedoras de civiles besando a los militares, abrazándolos en plena vía pública sin ningún recato.
Las cámaras de televisión, las cámaras de los teléfonos móviles que cualquier ciudadano puede llevar en un bolsillo, recogieron las jornadas intensivas en las que los dictadores –Ben Ali y su mujer, Leila, la que mangaba el dinero del pueblo- pusieron pies en polvorosa dejando tras de sí una orden internacional de búsqueda y captura. La población continúa en estos momentos en la calle asegurándose de que no quede nadie en el poder que tenga implicación con la dictadura. Están a la intemperie día y noche, conversando de tú a tú con el ejército. Y lo mejor: Han contagiado a Egipto.
Llevamos varias semanas con las revueltas tunecinas encabezando los telediarios, algo que me agrada sobremanera. En primer lugar porque ningún pueblo se merece un régimen corrupto y déspota –a ver si los marroquíes también se contagian- y luego porque estas imágenes de contubernio entre las fuerzas militares y las masas civiles me ofrecen la medida de lo que me gustaría para mi país.
Veintitrés años en Túnez y cincuenta y uno en Cuba arrastrando una familia de bribones en el poder. Once millones de habitantes en cada uno de en ambos países.
A los mandatarios europeos que tradicionalmente apoyaron a Ben Ali y ahora no quieren saber nada de él se les ha visto la ropa interior.
Supongo que con mi querida isla sucederá lo mismo.
Los estadistas no querrán acordarse de nada.
Así es la vida de mezquina.

miércoles, 26 de enero de 2011

Mudanza

(Nota de la Redacción)

Parecer ser cierta esa teoría según la cual, con en el año nuevo, llegan cambios importantes. Siempre pensé que el 2010 era el definitivo, por ser un número par y redondo. Pero estoy obligado a rectificar, por muchas razones que no se expondrán del todo aquí.
Un móvil fundamental es un cambio de piso, de vivienda, y nunca mejor utilizada la palabra móvil: Todo se revuelca en un camión que funciona como una casa con ruedas, transitoria y efímera. Siempre está el temor de que el camión de marche con nuestras pertenencias, como mismo dije alguna vez en este blog, hace ahora un par de años. La casa donde vivimos por dos años tiene una terraza increíble y está ubicada en buena zona, pero nos vemos obligados a aprovechar el bajón que ha dado el precio del habitatge (dicho en catalán). Mudarse, aunque se pueda tomar como un divertimento, o todo lo contrario, no deja de ser un cambio de vida. Sobre todo, para mí, lo más tedioso es tener que esperar a que el tiempo nos permita recolocar las cosas.
Por este motivo las “páginas” del blog están detenidas en un silencio incómodo, sujeto a un respiro más psicológico que físico. Creo que moriré con ese sentido de pertenencia que muchos isleños tenemos de los objetos y los espacios. Ese agarre a las paredes no es más que un instinto de conservación. Hasta que el camión se aleja con la mudanza no comprendemos que estábamos de paso en determinado lugar. Hasta ese momento nos duele desmontar los adornos.
Pero es necesario ser dialéctico y apostar por el cambio. Volver a decorar -otras paredes- y siempre tener la ilusión de visitar IKEA. En esa tienda de muebles e interiorismo es donde vamos dejando constancia del paso del tiempo. Tal vez algún día podamos recuperar las imágenes tomadas por las cámaras de seguridad de esos grandes almacenes.
Gracias a los lectores por atender a esta nota.

Foto del autor

miércoles, 12 de enero de 2011

Carga semántica



El pariente cercano

Levamos unos días con dos noticias dando vueltas por los informativos españoles, dos revelaciones extremas entre sí y a la vez capaces de producir muchas entradas de despachos noticiosos en igual medida. Una es el anuncio de la banda terrorista ETA de un alto al fuego. La otra da fe de que Shakira se ha separado de su histórico novio.
Después de unas largas fiestas de fin de año y comienzos de otro, los medios audiovisuales se ven en la obligación de replantearse su imagen corporativa, remover sus platós, sus presentadores (as), sumando a estas mudanzas el hecho siempre inevitable de que la entrada de enero deje los informativos vacíos de contenidos, luego de gastárselas todas con los agraciados del Premio Gordo de la lotería nacional.
Es cierto que se esperaba, para finales de 2010, un comunicado de ETA en el que se anunciara su disolución, cerrando así no solo el año, sino, además, treinta y pico de años de violencia en toda la geografía nacional, o lo que es lo mismo: clausurando el principal problema que verdaderamente enfrenta este país. Pero, según nos ha dicho el vicepresidente primero de gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba, no debemos fiarnos de esta alocución encapuchada –esta vez fue trasmitida en euskera y en castellano- ya que se puede tratar de una estrategia de la banda. Aunque muchos analistas coinciden en ver aquí un principio del fin, teniendo en cuenta lo desmantelada que está ETA a día de hoy, y gracias, en buena medida, a la actuación del propio Rubalcaba como Ministro de Interior.
Este señor de calvicie prematura, verbo correctísimo y al mismo tiempo original, insiste en que no es lo mismo un alto al fuego permanente –dicho así por los terroristas- que un alto al fuego definitivo. Hay un matiz obligatorio de distinguir entre estas dos palabras. Él es un experto en decodificar las intenciones, movimientos, lenguaje de aquellos independentistas extremos vascos. Lleva años estudiándolos y pisándole los talones, hasta dejarlos, como ahora, prácticamente en cueros.
Es una verdadera pena que no podamos hablar todavía de desintegración, desarme total y alto al fuego definitivo en España, cuando ha pasado suficiente tiempo desde que los activistas del IRA, en Irlanda, cerraran sus capítulos sangrientos e invitaran a los terroristas de aquí a hacer lo mismo.
Hay mucha gente esperanzada en que Alfredo Pérez Rubalcaba actúe como gestor del cese definitivo del terrorismo. Esperanzada en que, pronto, nos dé por buena una alocución de los encapuchados. Él mismo confesó ayer en un programa de televisión que si hay una cartera difícil de llevar en este país, esa es la de Ministro de Interior. Rubalcaba no suelta prendas en cuanto a sus deseos de ser presidente español, ya que, se baraja, será el sustituto de Zapatero en las próximas elecciones. No dice ni que sí ni que no. Simplemente sonríe con dientes de conejo y recuerda que hay cosas mucho más urgentes para hablar.
No es guaperas, no es figurante, no es retórico.
Es un tipo físicamente común, apellidado en primera instancia Pérez, pero todo el mundo se empeña en identificarlo como Rubalcaba. Igual que, desde el principio, hicieron los españoles con Zapatero.

Foto tomada de la televisión

viernes, 7 de enero de 2011

Saber estar y saber hacia dónde ir


No sé por qué razón he comenzado este año con un optimismo especial, incoloro y por tanto más transparente que otras veces. Pero ayer, que debía estar descansando con el mundo mágico creado por los Reyes, en los predios de la vida comercial, llegó a este ordenador una noticia inusitada. Sobre todo, una noticia impropia de las rebajas de enero, cuando todo, incluyendo la faceta dura que tenemos, sucumbe ante ese optimismo espectral de que hablábamos antes.
Ha muerto del corazón en La Habana un importante pilar de la cultura nacional, el crítico de artes visuales Rufo Caballero, con tan solo 45 años, los mismos que tengo yo.
Asusta este tipo de titular entreverado con un mar de felicitaciones, buenos augurios y nacimientos, porque también acaba de parir una entrañable amiga en un hospital de Barcelona.
Rufo era el crítico incómodo que supo aprovechar el vacío creado sistemáticamente por el éxodo de intelectuales cubanos, la fuga de pensadores jóvenes y talentosos maltratados por la censura y la marginación. Él lo sufrió en carne propia porque su amaneramiento siempre fue el argumento expedito de sus detractores, o más bien de los oportunistas aficionados a escalar peldaños a costa de las demoliciones humanas.
Amaneramiento gestual, quiero decir, porque su palabra escrita fue un punzón recto y sin complacencias, quizá por soñador, pero es que, ante estos casos de críticos indelebles, cabe pensar, o recordar, que para ese oficio también existe la vocación, y ésta no permite hacer trampas para ganar réditos.
Lo recuerdo perfectamente en las dependencias de la revista Revolución y Cultura, de cuando coincidíamos allí. Con sus eternas camisas estampadas y una pulsera metálica, cuando esos adornos estaban mal vistos por los sectores más duros e inamovibles de la sociedad. Creo que, después de Desiderio Navarro, o junto con éste, Rufo fue el rey del metalenguaje nacional en los medios escritos e incluso televisivos, algo verdaderamente osado para logar un espacio entre la multitud, ya que en Cuba el populismo colocó algunas voces donde no debían estar.
Rostro grabado por el acné, corpulencia gruesa, gafas raras, maletines, portafolios, bandoleras hippies cruzados en la espalda. Un intelectual que pudo haberse inventado un viaje y, sin embargo, prefirió seguir luchando contra los molinos oxidados que a duras penas movían –aunque sí molían y muelen- la cultura nacional.
Quiso ser profeta en su tierra y lo logró.
Ahora Rufo, siempre díscolo, ha dejado este mundo con un montón de títulos académicos en su currículum personal, después de haber hecho el relevo silencioso de unas cuantas vacas sagradas.
Que en paz descanse. Se le recordará siempre, especialmente desde los ojos de su generación.

Foto tomada del blog oficialista La polilla cubana.

jueves, 6 de enero de 2011

Sus majestades no olvidan el carbón



Zeus cerró los grifos de Barcelona para que mucha gente –medio millón, según cálculos a vuelo de pájaro- saliera a la calle en busca de los Reyes Magos, que ayer llegaban de Oriente. El cielo estaba plomizo, pero no cayó ni una gota de agua, a diferencia del año pasado.
Sus majestades arribaron, como siempre, en barco, a las cinco en punto de la tarde. El Moll de la Fusta (muelle de madera) se veía tapizado por un mar de personas ansiosas por cruzar saludos con Melchor, Gaspar y Baltasar. Éstos estaban de pie, en la cubierta del velero Santa Eulàlia, observando cómo una ciudad muy antigua del Mediterráneo se había movilizado para brindarles una recepción espléndida, a pesar de las frías temperaturas del mes de enero.
Como manda la tradición, en el embarcadero los recibió el alcalde (Jordi Hereu) con su comitiva gubernamental; éste les ofreció pan y sal y les extendió las llaves de la ciudad como símbolo de bienvenida; además de que las ferrosas llaves maestras les permitiría a los Reyes, a partir de ese momento, acceder a todas las viviendas y constatar qué han hecho los niños durante todo el año pasado.
En el muelle, había infantes rezagados que todavía no enviaron sus cartas por correo con el pedido de juguetes, pero estaban allí para eso, para entregar la misiva en las manos a los propios Reyes o a los secretarios de éstos. En los sobres se podía leer fácilmente la palabra “Urgente”.
Una hora más tarde –después de que el Ayuntamiento les ofreciera un cóctel de agasajo a base de productos locales-, los tres magnos personajes comenzaron un desfile por las céntricas avenidas de Barcelona, acompañados cada uno de séquitos fieles, quienes lanzaron al aire dieciocho mil kilos de caramelos y desearon a todos los presentes –adultos también- un nuevo año con más posibilidades para ser felices.
Camellos articulados recordaban el estilo escénico del colectivo local La Fura dels Baus; atrezzo magnífico que aprovechaba el papel, la tela y los hierros de desecho. Y las tres carrozas sencillísimas, aerodinámicas, futuristas como debe ser, porque Melchor, Gaspar y Baltasar saben bien que hay que adelantarse a los tiempos que se viven, no solo para imaginar figuras diferentes, sino además para estar preparados en todo sentido. Tal vez sea por esto que no obviaron el carbón, símbolo del silencio más que del castigo. Al final de la caravana –este año parecía más un desfile de carnaval que una cabalgata- llevaban una carroza con el mineral negro, por si acaso.
Una paje esperpéntica, con ojos desorbitados, intentaba servirlo.

Foto del autor
Una paje diabólica iba con los Reyes para servir carbón.


lunes, 3 de enero de 2011

De la Naturaleza a la canción política (y viceversa)


Sin quererlo -porque fue así-, reeditamos más o menos el mismo viaje un año después, por la autopista AP7 de Barcelona hacia Francia tomando el desvío de la C31, que nos llevó hasta los pueblos costeros del Baix Empurdá, en la provincia de Girona.
También, como mismo sucedió el año pasado, llovía pertinazmente.
Esta vez, salimos el día 31 de diciembre por la tarde con el propósito de llegar a Calella de Palafrugell antes de que cayera la noche. Puro romanticismo, ya que en esta época comienza a oscurecer a las cinco. Como nos conocíamos el camino, hicimos solo una parada para comer un bocadillo en una de las estaciones de servicios que, por supuesto, estaba vacía. A esa hora la mayoría de los seres humanos debían estar situados en las inmediaciones o en los lugares exactos donde pasarían la Noche Vieja, junto a sus amigos, familiares o animales domésticos.
En la cafetería, que tenía una linda terraza acristalada, recordé las estaciones homólogas de las autopistas cubanas, tan desvalijadas, sucias y mal abastecidas. Otro fin de año fuera de mi país –el 31 es el día más importante para nosotros- me hacía tensar las emociones paradójicamente: Este año a punto de acabar había muerto mi madre sin que se hubiera dado la oportunidad de traerla por aquí.
Estaríamos los tres –mi mujer, ella y yo- merendando en la estación de servicios con absoluto silencio, mirando por los cristales empañados los bosques verdes que había detrás, la vegetación catalana de la campiña, disfrutando el silencio alrededor y el poder que ofrece un automóvil perfectamente acondicionado esperando afuera. Yo hablaría como un loco durante el trayecto –mezclando pifias y sentimientos-, y llevaríamos puesta alguna canción de Serrat.
Al caer la noche llegaríamos a un pequeño pueblo costero, antiguamente abastecido por pescadores y ahora por el turismo masivo, pero, al ser invierno, nos lo encontraríamos medio vacío, esperándonos con sus fachadas blancas alumbradas y sus calles limpias. Un par de amigos lugareños –emigrantes igual que nosotros- estarían apostados en la rotonda de la entrada y un poquito más adentro, en los hornos, un lomo de cerdo crujiría asándose solo.
Conoceríamos Port Bo, las calas únicas y, en fin, el mar, al día siguiente, con la luz de día, cuando ya fuera otro año. Caminaríamos hasta cansarnos por las rondas del litoral y pensaríamos –al menos yo- qué sería de esa pedanía tiempos atrás, cuando tuvo que enviar a sus hijos hacia Cuba y luego regresaron con los deberes hechos. O sea, con dinero y canciones. Habaneras, las clásicas habaneras que hoy conocemos salieron de allí. Volvieron allí.
Quedan rastros, faltaría más. Algunas pocas casas de indianos y un festival de verano donde se cantan esas habaneras a la orilla del mar.
Y queda esa nostalgia en el aire, algunas veces inexplicable y otras aprendidas a conciencia. Contaríamos las barcas una por una para entretenernos, ya que nos sobraría el tiempo por primera vez.
Deambularíamos entre alcornoques; quiero decir, entre encinas, árboles de corcho que, en su día, fueron la materia prima principal para el desarrollo de la comarca, hasta que llegó el turismo y eliminó el humo de las máquinas para traer el humo de las cocinas.
Recordaríamos esa canción, Mediterráneo, que llevábamos puesta en el automóvil. Fue escrita allí mismo, en Calella de Palafrugell, en la habitación de un hotel que ya no existe. Serrat debió experimentar, como nosotros, un manojo de preguntas insolubles que se mezclaban con el paisaje inocente de un pueblo de pescadores, un pueblito blanco bañado por aguas claras y frescas.
Volveríamos en verano, pero en ese momento hipotético fue imprescindible vivir un primero de enero con el privilegio de la duda; esa que, ante la belleza del paisaje, comienza sola con las tareas de hacer el luto.

Foto del autor
Serrat tendría esta estampa delante cuando compuso Mediterráneo.