jueves, 27 de febrero de 2014

Los presos políticos están hechos de otra pasta




He podido comprobar que los reos de larga duración tienen otro tempo, más reposado que el de cualquier ser humano común, lo que no significa que sean más fríos.
Si a esto le sumamos una condena injusta, como le sucedió a Huber Matos, que estuvo veinte años entre rejas por encararse a Fidel Castro, estaríamos hablando de una mente que debió necesitar un equilibrio especial para no cometer una locura el resto de su vida.
Todo lo contrario, en el caso de Matos, el resto de sus días los dedicó a hablar de lo que más sabía –el odio intrínseco de Castro contra sus detractores- y a escribir sus memorias, a fundar un partido y expandirlo en el exilio (Cuba Independiente y Democrática) y a mirar con sus ojos claros la llegada de nuevas generaciones de cubanos al sur de la Florida; como demostración de que  la cosa (el exilio) se prolongaba más de lo que tal vez él mismo sospechó.
Hasta su muerte, ocurrida en la noche de ayer en un hospital de Kendall, en Miami, el viejo comandante de la revolución fue un hombre vertical que, con esa mente especial de los cautivos de larga duración, logró contar su versión de los hechos sin atropellarse, y la gente le creyó.
Castro lo tuvo veinte años entre rejas por rebelarse, muy al principio de eso que los barbudos llamaron revolución, por Matos declinar a cumplir órdenes con las que no estaba de acuerdo.
Un visionario, sin lugar a dudas.
Siempre se especuló sobre quién moriría primero, si Castro o él.
A estas alturas, no pasa de ser una anécdota el desenlace final.
Como Huber Matos, que falleció a los 96 años, hay mucha gente que no puede regresar a su país y que tal vez no regrese nunca.
Castro, a mi modo de ver, está muerto hace mucho tiempo y es demostrable en cada una de sus decadentes apariciones públicas.


Foto del autor:
Huber Matos, al centro de la imagen, abrazado por el disidente cubano Jorge Luis García (Antúnez), durante una visita de este último a Miami, en agosto del año pasado.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Santiago, el hombre del carrito del pan




Demasiado joven para morir, pero una obra y una vida tan intensas servirían de remedio

 Comenzar el día con la noticia de la muerte de Santiago Feliú es como arrancar el carro a trompicones. Digo lo del carro porque, como todo el mundo sabe, en Miami sin esas máquinas uno no es nadie.
Y el primer recuerdo que me viene a la mente es Feliú tratando de arrancar su “carrito del pan” en una tranquila calle de Nuevo Vedado. Éramos vecinos.
En un país normal, y si Feliú hubiera sido un tipo normal, un artista de su nivel conduciría un automóvil más normal, y no una furgoneta medio destartalada que en su día fue, sin embargo, una joyita en una ciudad desprovista de casi todo lo material.
Ese modelo de carro –un Renault o Citroën, no recuerdo bien- se me cruzó por delante en Barcelona infinidad de ocasiones, para que este servidor recordara al vecino cada vez. Pero no solamente por eso: El cantautor zurdo tenía ascendencia catalana.
Muchos años después de llegar a Barcelona, la vida quiso que quien escribe volviera a nacer en un pueblo del extrarradio llamado San Feliú de Llobregat –por nacionalidad concedida, quiero decir-, y de vuelta al trovador me llevaron los trámites esenciales para obtener un pasaporte que, luego de diez años fuera de Cuba, me cambiaría la vida.
Santiago Feliú y yo, sin embargo, cruzamos palabras solamente una vez, en una fiesta particular donde, como debe suponerse, el ron y otras sustancias prohibidísimas en Cuba andaban sueltas. Pero teníamos muchas cosas en común. La principal, haber nacido en una generación muy machacada por el régimen de la isla, desilusionada y sin remedio, a no ser que se asumiera la vida como un préstamos de los Dioses del Olimpo y se diera todo sin medida, hasta la vida.
Se ha dicho que un infarto se lo llevó y con eso tal vez bastaría. Pero uno se pone a pensar que andábamos más o menos la misma edad y que hay tantas cosas por hacer…Así que asusta. Más que eso, hiela la sangre, que es un efecto incontrolable.
Sin lugar a dudas, con Santiago se va una época fundamental de nuestra existencia. Para antologías, su disco Vida, su dúo con Gunila, su canción Para Bárbara, su militancia en el club de los antisistema, a diferencia de su hermano que se convirtió en guardián celoso de eso que mal llamaron “Revolución” y que nos marcó, más para mal que para bien, definitivamente a todos.

Este texto fue publicado originalmente en www.cubanet.org




jueves, 6 de febrero de 2014

El Telegrama de 11 y 24


El muchacho llegó tarde a la redacción del periódico porque, primero, se enfrentó a la cola de la posada, que iba lenta; luego no aparecían las sábanas, el camarero todo el tiempo pidiéndole propina; aunque el sitio no tenía agua corriente, sino un cubo residual, muy sospechoso, además de que la cama tenía una mancha que fue lo que definitivamente lo desconcentró.
Aun así, la sangre joven luchó todo el tiempo contra los “desperfectos” que alguien envidioso, o la vida misma, había  diseñado para ese día, que fue escogido luego de un trabajo intenso de decantación con el calendario. Ella estaba casada; además de eso, que ya de por sí es un problema, la podían ver sentada en la parrilla de una bicicleta desconocida. Estaba casada con alguien del gobierno. Alguien que viajaba mucho pero con suficiente poder como para estropearle la vida a un amante, y el amante se quería mucho.
También, la primera vez que quedaron, siempre a golpe de calendario, ella cayó con la menstruación.
O sea, un cúmulo de cosas adversas perseguía  a la pareja, que hasta el momento era una pareja virtual. No de internet. No había internet en esa época. Se conocían por teléfono.
Ella entró en las líneas de un programa de radio nocturno, un programa de compañía, que el muchacho conducía, alternando con su trabajo en el periódico. Hablaron varias veces, sin que la llamada saliera al aire. Hablando de tantas cosas, la chica terminó confesándole que era psiquiatra de hijos de altos funcionarios de la revolución, niños bien, atormentados y suicidas.
Al llegar a casa, cansada, llenaba la bañera y se metía hasta el cuello con la radio puesta. Después de masturbarse, lo llamaba, con una voz fina y muy relajada. Entonces lo consultaba a él, que no tenía nada de hijo de papá y mucho menos intentaba quitarse la vida, pero sí estaba bastante estresado.
Era la época en la que robaban bicicletas con el conductor encima. Se entiende, a golpe y porrazo. El muchacho debía salir del programa con la nocturnidad azuzándolo, corroyéndole los nervios, pero aun así seguía yendo a la cabina, mucho más cuando conoció esa voz.
Ella le daba consejos de cómo relajarse cuando estuviera de vuelta del programa, porque no podía conciliar el sueño. Llegaba demasiado excitado para esa hora. Estaban los nervios de lo que debía improvisar frente al micrófono, los nervios del teléfono, de la censura comunista, los nervios del camino en bicicleta, y los nervios  producidos por esa voz que le aconsejaba masturbarse para dormir.
Una psiquiatra sin rostro con voz de guaricandilla –solo el tono de la voz- era un cóctel explosivo en medio de la noche. Lo peligroso, en todo caso, era el marido.
Ella aceptó quedar, pero con una condición: no se repetiría nunca más.
El muchacho llegó hecho un flan a la posada de 11 y 24,  ubicada en el  delta del pestilente Río Almendares, a un costado del río.
Amarró la bicicleta a un árbol y se puso a esperarla. Apareció la psiquiatra, una rubia de metro setenta con taconazos y jeans. Llegó en un Lada, el carro oficial de la jet set en Cuba. Dijo que iba a dejarlo a unas calles, porque ese auto no debía quedarse ahí.
Él siguió atacado de los nervios. Cuadró con el camarero la operación. Le dio propina antes de entrar. El lugar no era digno, pero fue el único que se le ocurrió,  el único que soportaba su billetera.
El sitio le daba morbo a la psiquiatra, ella misma se lo confesó. La muchacha no quería saber de hoteles, quería desconectar de su trabajo. Pero él no pudo desconectar, no fue capaz.
Todo fue un desastre. Terminaron rápido. El tiempo se le echaba encima.
Él le advirtió a ella que no es lo mismo una voz en la radio que esa voz en la garganta de un tipo común que va en bicicleta.
Ella le dijo que no se preocupara por eso, que ya lo había visto antes,  que sabía como era.
Metido en el lío, su cabeza iba del espionaje a la radio y de la calle sin alumbrado público a la cara del camarero,  pues le habían advertido que las paredes tenían huecos.
El trago expedito de las posadas, un “telegrama”, demoró en llegar. Dos vasos verdes y mugrientos aparecieron cuando habían terminado. La mezcla de ron, menta y hielo picado era una estafa.
Ella permaneció todo el tiempo más relajada que él.
Cuando salieron, la bicicleta no estaba. Habían cortado la cadena con una cizalla.
Ella lo tuvo que llevar, pero no hasta la puerta del periódico.
Aunque sabían perfectamente que era 14 de febrero, por haber estudiado el calendario, en ningún momento expresaron nada acerca del día de los enamorados, por obvias razones de confidencialidad.
Nunca más se vieron, como habían acordado.
Ella desapareció del teléfono.
Unos meses después,  él dejó la radio y se exilió.



martes, 4 de febrero de 2014

Yoani, una alternativa ante la ausencia de monarquía


Si es que cabe la expresión, porque el castrismo actúa como realeza, aunque con mucho menos talante

En el contexto español, que lo tuve a mano varios años, me inscribiría como republicano pero no comunista, de ahí que me gustaría que quede claro lo antimonárquico que soy.  Un catalán muy cercano que es independentista –esto quiere decir que no cuenta con la realeza para su proyecto de país-, un día vino a verme muy excitado: Doña Letizia, antigua colega, le había invitado a su boda con el príncipe. Podía llevar una persona acompañante.
Rápidamente, se dispuso a buscar un sastre.
Nunca entendí –o sí, pero no quise echárselo en cara- cómo alguien que goza de absoluta libertad en un Estado de Derecho puede tener doble moral.
El caso es que España aún no ha cambiado tanto como parece. Y es fácil entender por qué.
Parece ser que no pocos ciudadanos todavía están agradecidos al Rey, por el papel que desempeñó en la transición de gobierno, luego de 40 años de franquismo. Fue modélica esa transición si tenemos en cuenta el férreo control del caudillo y las innumerables muertes que todavía están en discusión, no las muertes como tal, sino la apertura de las fosas comunes a la vuelta del tiempo.
Por una parte, los dolientes directos quieren enterrar decentemente a los suyos,  y por otra, los que no son dolientes dicen que eso sería revolver el pasado.
Nadie se imaginaba que, después de otros casi cuarenta años de la muerte de Franco, volverían encontronazos políticos tan fuertes como los de la posguerra. Esto da la clara medida de lo polarizado que está el país.
Una herida cerró en falso a pesar de que la monarquía y los ejecutivos que la han rodeado hasta ahora hicieron grandes esfuerzos para que la sociedad civil viviera en paz: Por ejemplo, procuraron que los dos bandos tuvieran cabezas visibles en la transición y en lo adelante. Un franquista, Manuel Fraga, como presidente de una comunidad autónoma, y luego senador, de derecha, por supuesto. Un comunista, Carrillo, como consultor principal de todo lo que fuera la izquierda española, un muy televisivo señor. Ambos muertos hace poco y no precisamente en el ostracismo.
Y para rematar, como quien no quiere las cosas –hay que olvidar, señores, por favor-, la nietísima de Franco en concursos de la tele donde confluye la crema y nata del glamour.
Nadie se iba a imaginar que viniera una crisis económica fuerte y en la sociedad civil se echaran a ver ciertas y determinadas cosas.
En resumen, la modélica transición española de la que tanto se habla sí se aprovechó de la monarquía, pero la realeza se lo ha cobrado, y con creces.
Cuba, el país que nos tiene rotos en pedazos por mucho más tiempo que el que duró Franco, está enredado de mala manera. Es obvio que si Fidel Castro hubiera entregado sus poderes cuando cayó el Muro de Berlín, hace la friolera de 25 años, y no transferido como hizo con su hermano menor, las cosas no hubieran llegado tan al límite como ahora. Pero fue egoísta el dictador de la isla y, enfermo de poder, prefirió tirar un tiempecito más.  Está clarísimo que él, ególatra y terco, no iba a propiciar la transición, ni siquiera creo que la esté favoreciendo ahora que es una piltrafa sin el más mínimo sentido del ridículo.
En estos momentos debe haber fuerzas internas sacando la cuenta de que, mientras más demoren un cambio de sistema, peor sería la maniobra, a tenor con los acontecimientos que tuvieron lugar en Europa oriental con la caída del Telón de Acero.
El poder en Cuba está tan asfixiado con su propio estiércol que lo tiene muy difícil para hacer creíble un cambio verdadero, y lo peor es que, para quedarse la familia Castro  colocada –las nuevas generaciones de esa cepa - necesita un mediador que no tenga nada que ver con los militares de antaño, porque un monarca aclamado por un pueblo que se educó en tales tradiciones, desgraciadamente no tiene.
 Esa es, tal vez, nuestra segunda peor desgracia.
La figura de Yoani Sánchez –joven, seria, discursiva, mordaz escribidora- podría desempeñar un rol mediador entre una dictadura pasadísima de rosca y un país devastado psíquica y materialmente, un país con una posición geográfica estupenda y un nombre que viene sonando a nostalgia desde el fin de la Guerra Fría.
La mediática bloguera  acaba de anunciar la próxima aparición de un periódico disidente dentro de la isla. O sea, un cuarto poder luchando contra otros tres concentrados en una casta anquilosada. Si eso ocurre –y suponemos que una gente tan seria como ella no sea capaz de marear la perdiz más de lo que está-, estaríamos asistiendo al comienzo de una transición con mediador que estaría buscando limar asperezas en la parte dolida de esta historia.
Porque queda claro que tendremos que hacer algunas concesiones.
Con el ejemplo de España podríamos evitarnos el disgusto de abrir tumbas al lado de una cuneta treinta años después del cambio. Para que esto sea así, los encargados deberían velar por que no haya figurantes que alimenten la nostalgia.
En un caso como el nuestro, sería preferible un borrón y una cuenta nueva.

Texto publicado originalmente en www.cubanet.org